Thursday, November 25, 2004

De música ligera

1- ¿Qué hay detrás de una canción? Y sobre todo, ¿qué hay detrás de esas canzonette que suelen identificarse con la música ligera?
Decía Marcel Proust -en un argumento que repetiría Pasolini, pondría Truffaut en boca de sus personajes y cortejaría Alain Resnais en On connait la chanson- que “su lugar, nulo en la historia del arte, es inmenso en la historia sentimental de la sociedad.” Y agregaba: -“El respeto, no digo el amor, de la mala música no es sólo una forma de lo que se podría llamar la caridad y el escepticismo del gusto sino también la conciencia de su importancia social.”
Bastará un breve repaso histórico para comprender que sus raíces modernas se remontan a la tradición de la canción clásica partenopea. Una tradición, por cierto, republicana y liberal, que alude a la efímera República Partenopea establecida en Nápoles por el ejército francés en enero de 1799 y desaparecida en el lapso de los siguientes seis meses a manos de la restauración borbónica. De allí en más, la canción napolitana recorrerá el mundo, legándonos en las últimas décadas del siglo XIX motivos popularísimos como Funiculí funiculá (1880) y ‘O sole mio (1898).
Tampoco es casual que Santa Lucia, la canzone que comúnmente se admite como el inicio de la riquísima historia de la música ligera italiana, haya sido compuesta en el simbólico año de 1848.

2- Telenoche -el noticiero de canal 13 de las 20 hs.- comenzó ayer con un anticipo de las correrías de uno de los Rodríguez Saa. El musicalizador, persona de indudable ingenio, no tuvo mejor idea que poner una fea versión, muy inferior a la original de Doménico Modugno, de Nel blu, dipinto di blu -más conocida por Volare- que a sus ojos (y oídos) debía reflejar con fidelidad no exenta de gracia la fuga con licencia por cinco meses del inefable personaje.
La anécdota demuestra cierto plus democrático inherente a la música ligera. Las melodías populares son de todos. Las buenas y las malas. Mal que les pese a esos críticos de inspiración adorniana que se enfundan en un supuesto “buen gusto” aristocrático para concluir su carrera en las páginas lujosas y vacías de una revista dominical. Los usos de una canción pueden ser banales y a contramano de su significado real -como en el caso de Telenoche- pero no deben ser despreciados. Las canciones adquieren una vida propia que las vuelve independientes no sólo de las intenciones de su compositor o intérprete, sino incluso, hasta cierto punto, de las de las discográficas que se encargan de envasarlas en serie. Nadie en su sano juicio pretendería negar los mecanismos del capitalismo a ultranza, tan nítidos como saben revelarse en el pantanoso territorio de la música ligera. Pero debemos conceder un resto de autonomía a los consumidores -nosotros- empeñados como estamos en redimensionar nuestras vidas, aún en el centro del vientre de la propaganda, el marketing y la publicidad. Porque somos nosotros, en última instancia, quienes terminamos por adueñarnos de esas canciones que, en ocasiones con culpa, no podemos dejar de tararear. Música pegadiza, sí. Que a veces se adhiere a nuestra memoria como una cantinela boba que no nos deja en paz. Pero cada tanto, un par de versos sencillos o un motivo melódico atractivo alcanzan para abrir las puertas de la percepción.

3- La música ligera expresa mejor que cualquier otra el devenir de una sociedad. Se convierte en espejo de costumbres y narra una cotidianeidad que suele escapársele a los historiadores más atentos. Porque por fortuna la única autonomía que le es denegada es la del contexto. La maquinaria capitalista la vuelve de dominio público, pero me atrevo a decir que toda buena canción siempre ha sabido anticiparse a las conspiraciones de las multinacionales y los conglomerados mediáticos. Su existencia es más simple y más real, su sentimentalismo, más inmediato, su ideología (no siempre conservadora, como creen con una ceguera digna de mejor suerte sus detractores), más transparente, su mensaje, más directo.
Canciones que narran una historia en un puñado de versos sublimes o espantosos. Canciones que, en su mayoría, suelen tener también una curiosa historia de gestación. Pero sobre todo, canciones que nos permiten comprender la Historia con mayúsculas, no la de los grandes acontecimientos, las batallas y los próceres, sino esa otra tan cercana y enigmática de nuestros menesteres diarios y de aquello que nos une a los demás.
Un mundo éste que ha desplazado su epicentro del mítico festival de Woodstock a otro que, con el paso de los años, tiende a parecernos menos ajeno, menos prosaico: el de San Remo.

Continuará (quién sabe hasta cuándo)

Norberto Cambiasso

Thursday, November 11, 2004

No hay problema, sólo son artistas

“En Winterland, el 14 de enero de 1978, el punk no era una sociedad secreta. Cuando la multitud se encontró delante de un grupo que ya era una leyenda, con el fenómeno en sí mismo, el “punk” se convirtió en una representación varias veces suprimida. Uno había oído que en el reino Unido el público “salivaba” —escupía— a los intérpretes punk; en San Franciso los Sex Pistols fueron recibidos con una cortina de saliva. Uno había oído que en el Reino Unido había violencia en los conciertos punk (e incluso se contaba la historia de una mujer que había perdido un ojo a causa de una botella de cerveza rota; se decía que Sid Vicious había sido el responsable, él lo negó, aunque no negó haber golpeado a un periodista con una cadena); en San Francisco, un hombre con un casco de futbol americano se abrió paso de cabeza entre la multitud, tiró a un parapléjico de su silla de ruedas y él mismo fue golpeado hasta caer al suelo. ¿No había dicho Johnny Rotten que quería destruir a los transeúntes? En este momento era un acto significativo, un intento colectivo de probar que la representación física de una representación estética podía producir realidad, o al menos sangre verdadera." (Extraído de Rastros de Carmín de Greil Marcus)


Con la música del Tourist de Saint Germain a tope, mezcal y tragos de todos los colores inundando una mesa improvisada como barra, olor a humo y vista al mar, quien escribe y un buen amigo, revolvíamos nuestra sangre ante la canallesca pregunta “¿ustedes también son artistas?”. El interrogante parecía tener como fin establecer algún contacto con un par de individuos totalmente desubicados en un contexto que no era el suyo. ¿Qué quedaba? La tentación, la pompa, el burdo caché de la pose. Mi amigo cedió y empezó a contarle a la curiosa sobre sus hazañas como ruidoextremista. “Ah, eres artista sonoro entonces”. Mentalemente fue sepultada viva al decir esas palabras. La réplica no se hizo esperar y creo que mi compinche comenzó a explicarle las bondades de su arte como ahuyentador de público. Era lo menos. En eso intervino en la charla un tipo con el que habíamos llegado a la fiesta. No sé quien diablos habló de cine, y de pronto era imparable hablar de nuestros gustos, de las películas que nos fascinaban, de cine gore y demás especias. Ah! y claro, de video arte. Sí, me gusta el video, pero sólo si hay calatas, le dije. Qué más tenía que decir, era claro que poco me interesaba demostrar algo de cultura. En ese momento me di cuenta del teatro que había allí, la marca del artista como una carta pase para vivir un estatus. Al rato, con la sangre doblemente revuelta producto de un trago rojo y picante que probé, empecé a darle vueltas a un viejo artículo que había pescado en la red. Para ese momento conversaba con un joven curador de arte, no muy amigo de las propuestas extremas, y le hablaba de la necesidad de hacer un poco de transgresión. Mi discurso podía venirse abajo en cualquier descuido, iba a quedar como un pobre idiota, como un loquito que sólo quiere hacer su catarsis, producto de las desgracias que el destino le pudo haber puesto en el camino. Bah, no iba a ser así, traté de ser lo más elocuente, lo más claro para explicar lo importante que era desprestigiarse un poco, ser un poco inmoral.

En No más arte, sólo vida Laura Baigorri dice: “A partir del momento en que se contextualiza una acción activista en el terreno artístico, ésta pierde su poder, porque se sabe que tan sólo se trata de una simulación". El arte ha dejado de ser vida para convertirse en simulador de vida.”
La guapa Baigorri menciona en su artículo a la generación Dada y a los Fluxus y habla de la estrecha relación (intercambiable) entre arte y vida que existía en ambos movimientos. Ciertamente esa relación arte y vida escasea ahora. Ya que todo ha entrado en el terreno de la negocio-simulación y el sello de “artista plástico” se ha hecho un valor que muy pocos se atreverían a sacrificar en pro de una propuesta transgresora anónima. El reconocimiento de la acción simbólica es el único consuelo en ese sentido, mas intentar plantear una acción artística que prácticamente bordee el delito (que sea un delito) resulta poco menos que un disparate o un suicidio.
Mientras caminaba, ya lejos del lugar, recordaba un video de Manuel Saiz, un notable artista español amante de las aventuras peligrosas. En su Hacking Video veías a Saiz cometiendo un delito. Aparecía él con un pasamontaña en la cabeza contando cómo se las ingeniaba para intervenir escenas de una película de Hitchcok. Saiz había sacado de un video rent una película, había montado, con la ayuda de su pc, un detalle encima de la imagen, distorsionando de esta manera el sentido de una de las escenas. Luego devolvía la cinta al video rent para que esta sea alquilada posteriormente por miles de usuarios, de este modo había intervenido una obra ajena y dañado irreversiblemente la cinta. Saiz estaba comentiendo un delito y estaba documentando su fechoría.

“Un artista debería entrar a un centro comercial a robar y luego ser metido preso, eso sería para mí el climax” le decía al joven curador, no sintiéndome del todo seguro de lo que estaba diciendo pero con las palabras irrefrenables en la boca. “Los artistas deberían desprestigiarse cada cierto tiempo, olvidarse de que son ejemplos en la vida, deberían demostrarnos lo capaces que son de ser un auténtico peligro social”. Esto último era aún más arriesgado y hasta pretensioso pero, copas de más, la idea no ha dejado de darme vueltas en la mente. Es decir, no dejo de pensar que en la actualidad es difícil ver situaciones que lleguen al límite.
“Pero al final los artistas que pueden hacer cosas como las que tú planteas terminan siendo objetos de culto para personas que necesitan ver cosas así, al final termina existiendo un mercado para ellos” me dijo el joven curador. Y cuanta razón tenía, diablos. Sin embargo, su razón dependía de la existencia de ese rótulo de artista que condiciona una situación como espectáculo, como puesta en escena. Afortunadamente la guapa Baigorri pudo sacarme de este atolladero:

“En una de las secuencias de la película El club de la lucha, el protagonista Jack/Tyler Durden propone a sus seguidores una serie de deberes o acciones de sabotaje que, por el momento, sólo son el preludio del Proyecto Mayhem, un plan supremo destinado a cambiar el mundo: vuelan una tienda de ordenadores, catapultan excrementos de paloma sobre un concesionario de coches de lujo, sustituyen las típicas instrucciones de salvamento en caso de accidente, que normalmente encontramos en los bolsillos de los asientos de los aviones, por unas láminas con dibujos de pasajeros horrorizados en el interior de un avión en llamas, borran las cintas de video de una conocida empresa de venta y alquiler (Blokbuster), cambian el contenido de los mensajes de las vallas publicitarias de la Agencia Estatal de Medioambiente,... Como sucede en la vida real, la prensa da cuenta de todos estos actos de las dos únicas maneras que sabe hacerlo, ya sea criminalizándolos o ubicándolos en el contexto artístico (!): Performance Artist' Molested'. Esta sarta de gamberradas, a medio camino entre activismo y vandalismo, culmina con una obra única que se desmarca de ambos y que muy bien podría estar no-rubricada por Debord: la amenaza de muerte a un pobre empleado nocturno si no cambia de inmediato su vida para cumplir su sueño de estudiar veterinaria.
El Proyecto Mayhem atenta directamente contra instituciones y corporaciones, pero sus anónimos militantes no demuestran ni una expresa orientación artística ni una voluntad activista, tan sólo se trata de acciones de vida. "No más arte, sólo vida."

Es aquí que le encuentro tanto sentido al punk, a ese primer latido.

Luis Alvarado

Monday, November 08, 2004

Sonidos visuales: acerca de las partituras gráficas

“Todas las artes aspiran continuamente a la condición de la música”, escribió el especialista británico en estética Walter Pater en 1888. La proposición de Pater capturaba el espíritu de la estética del siglo XIX, que glorificaba a la música como la más etérea y trascendente de las artes. Sin embargo, a menos de un siglo de la declaración de Pater, esta concepción parece haberse invertido, dado que los compositores de vanguardia comenzaron a imaginar una música que aspirara a la condición de la pintura. Morton Feldman, John Cage, Cornelius Cardew, Anthony Braxton y otros dedicaron sus obras a pintores y comenzaron a concebir el aspecto visual de la composición musical -la escritura de una partitura- ya no como un mero medio sino como un fin en sí mismo. La partitura para December 1952 (1952) de Earle Brown -una página en blanco con barras horizontales y verticales diseminadas- detenta un sorprendente parecido a las primeras telas abstractas de Piet Mondrian. Las líneas, ángulos y círculos del enorme Treatise (1963-67) de Cardew convocan las pinturas constructivistas de Kasimir Malevich y están diseñadas para “producir...en el lector, sin ningún sonido, algo análogo a la experiencia de la música.” Braxton escribió acerca de la “notación visual” de su Composition 10 -todos asteriscos, flechas y garabatos-: “Una ejecución determinada...debería revelar la materia visual real...lo que es como decir que uno debería poder ver en realidad (la pieza) tanto como escucharla.”


Earle Brown

La proliferación de partituras gráficas en los ´50, ’60 y ’70 no se debe sólo a la fascinación por las artes visuales. También cumplieron un papel las consideraciones prácticas y musicales. El surgimiento de la música electrónica y de cinta en los ’50 demandó nuevas técnicas de notación. ¿Cómo anotar los ruidos de la fábrica, el recorrido y ataque de las ondas sinusoidales? Con frecuencia los compositores optaron por una traducción visual directa del material sónico. De ahí que las partituras del Kontakte (1968) de Stockhausen o de las Violostries (1964) de Bernard Parmegiani exhiban esa clase de notación “sismográfica” profetizada décadas antes por Edgar Varése.

Cuestiones más estrictamente filosóficas y políticas contribuyeron también al alejamiento de la notación convencional. Compositores politizados como Cardew rechazaron la partitura tradicional porque implicaba una división jerárquica del trabajo que requería que los ejecutantes se sometieran a la voluntad del compositor.
Por el contrario, la indeterminación de la notación gráfica ayudó a disolver esta jerarquía, promoviendo en cambio una colaboración activa entre las dos partes. Cage llegó a conclusiones similares, juzgando que su chance composition de antaño, Music of Changes (1951) era inhumana debido a la regulación estricta de su ejecución. Como respuesta, se dedicó a trabajar en una serie de partituras gráficas que culminaron en el asombroso Concert for Piano and Orchestra (1957-58), un compendio de elementos gráficos, instrucciones y variables que indican sólo los parámetros más generales de su realización.

Este interés en difuminar los límites entre composición e improvisación revela la influencia del jazz. De hecho, la generación de los ’50 y ’60 creció en la era dorada del jazz; y las partituras gráficas señalan un punto de encuentro entre las tradiciones musicales europea y afro-americana. Brown fue educado como un músico de jazz, y las sensibilidades democráticas de Cardew lo llevaron a abandonar el mundo de la música clásica para unirse al grupo de improvisación AMM. Del otro lado, inspirado en Cage, Brown y Feldman, Anthony Braxton se pasó a la notación gráfica como modo de estructurar el caos sónico del free jazz y de proveer un punto focal de meditación para la improvisación colectiva.

Entonces, ¿a qué suena la música gráfica? Es difícil decirlo, puesto que el amplio espacio cedido a los ejecutantes significa que dos ejecuciones diferentes de la misma pieza nunca suenen igual. Aún más, esas obras con frecuencia son “anotadas” para “instrumentos que no se especifican” y pocas dan alguna indicación de cuánto tiempo debería llevar tocarlas. No obstante, las ejecuciones de las composiciones gráficas tienden a ser espaciosas y misteriosas, plenas de sonidos extraños que sobrevuelan como los golpes de pincel de un pintor accionista o como las líneas y las marcas de un maestro calígrafo.

Reproducido de Christoph Cox, Visual Sounds: On Graphic Scores, en Christoph Cox and Daniel Warner (Eds) Audio Culture: Readings in Modern Music. New York, Continuum. 2004. p. 187-188

Traducción del inglés: Norberto Cambiasso