Monday, December 26, 2005

La desaparición del espacio (físico, corporal e interior)

El sound art contemporáneo ha hecho de la localización física (del músico, del instrumento) un aspecto cada vez menos importante. Las dimensiones reales del espacio retroceden ante su dimensión imaginaria. O en el caso de Francisco Lopez, Chris Watson, Hildegard Westerkamp, Bernie Krause, Michael Prime, artistas que trabajan con la grabación del sonido ambiente, se ha desplazado hacia las coordenadas naturales del mundo que habitamos, un soundscape de cosas y seres vivientes que poseen su propia respiración. Se trata de un fenómeno ambivalente: la descomposición del entorno físico en una pantalla fantasmal de bajas frecuencias, vibraciones imperceptibles y atributos psicoacústicos para volvernos más concientes de esa misma fisicalidad, la resonancia de las ondas sonoras moviéndose en el aire y generando sus propios armónicos.
Las disposiciones auditivas invierten sus prioridades. No es el otro, como en toda improvisación que se precie de tal, quien merece la escucha atenta. Es la materialidad del sonido que exige una concentración desmesurada y desafía nuestras empobrecidas facultades perceptivas.
Por su parte, la música por computadoras amenaza con suprimir de manera definitiva el espacio de la performance, la actuación en vivo ¿Cuál es el sentido de observar a un par de músicos moviendo los dedos en el teclado de sus laptops o ajustando algunas perillas? ¿Cómo identificar la acelerada generación de timbres con sus respectivas fuentes de producción? Los aditamentos electrónicos le han arrancado a los instrumentos su misma interioridad, esa caja de resonancia que antaño constituía su orgullo más preciado. Y las técnicas preparadas han multiplicado las posibilidades de ataque y el contacto entre dos superficies (por ejemplo la fricción del arco de un violín contra las cuerdas preparadas de una guitarra) en una combinatoria que excede cualquier esfuerzo de aprehensión de un oyente común.
Las computadoras tienden irremisiblemente a ocultar la relación entre la acción y el sonido a los ojos de la audiencia. Escuchar es ahora la consigna. Lo visual carece de importancia. Aún cuando el sonido viaje por el espacio cuidadosamente armado de una instalación sonora, la ubicación física podrá conservar cierta importancia relativa pero las ideas e intenciones del artista seguirán apuntando a nuestro cerebro y a nuestros oídos, no a los ojos. Y las máquinas seguirán tocando incluso después de que los músicos y hasta el público se hayan ido.
El cuerpo mismo se ha tornado una molestia. Allí está la inmovilidad de Sachiko M sobre el escenario, obstinada en que su presencia pase desapercibida, en que el cuerpo de las máquinas y el desorden de cables sobre el piso pasen a primer plano. Allí están Annette Krebs y Andrea Neumann, una con su guitarra acostada sobre sus rodillas, la otra escondida tras las cuerdas de su Innerklavier (las cuerdas interiores del piano que elige como instrumento), separadas por la imprescindible mixing desk que convertirá los sonidos acústicos en señales electrónicas. No se miran pero se escuchan. La austeridad domina sus movimientos. Ningún gesto de más. Apenas esa concentración íntima, ese hacer metódico que reniega de todo virtuosismo y se adhiere a la improvisación contemporánea como una pátina que nos resguarda de cualquier interacción con el prójimo que no hayamos calculado de antemano.

Tuesday, December 20, 2005

Paraíso ahora

Dadas las circunstancias, resulta lógico que el free jazz apelara a la idea de Otherness, esa cualidad de ser otro, diferente, extraño y hasta exótico. Que los acelerados fraseos de saxos y trompetas o las progresiones intempestivas de teclados convocaran un más allá, una retórica de la espiritualidad, la imagen de un mundo superior que redimiera la miseria de nuestro mundo concreto. La música era el ticket de entrada y el instrumento, el medio privilegiado a la hora de viajar.
La relación con el instrumento era esencial, una extensión del propio cuerpo. Pero sobre todo, la ocasión impostergable para la afirmación de la propia individualidad. La expresividad desbocada del free que a tantos molesta todavía hoy no era sólo física. También era material, aunque viniese adulterada bajo la forma de un supuesto misticismo. En palabras del crítico David Toop:

Aquellas eran voces (se refiere a los cantantes de gospel) que habitaban el cuerpo hasta un punto más allá de sus límites corporales, gritándole al espíritu, elevándose a través de sus registros hacia un lugar por encima de la existencia convencional. Ayler habitaba el saxofón de la misma manera, estallando hacia la otredad por medio de la expresión física y mecánica del instrumento.[1]

Una preponderancia del espacio físico entonces. La libertad musical se obtenía a través de la interacción de los sonidos con el espacio. En términos formales equiparaba la función de aquellos con la del silencio. Era la igualdad potencial entre ambos elementos la que generaba esa aguda sensación de espacialidad, la convicción de que ninguna línea (rítmica, melódica, armónica) estaba en sí misma completa, que requería del contraste o de la complicidad ajenas, de un entorno que permitiera el libre fluir de las notas y reordenara sus significados. Un arte en el que descollaría el Art Ensemble of Chicago y que en gran medida influiría a la improvisación europea unos pocos años más tarde.

En términos estrictamente empíricos, el espacio del recital era la ceremonia misma de la celebración de esa libertad, compartida entre músicos y público por igual. La realización, todo lo parcial o fugaz que se quiera, de esa dimensión utópica asociada a las nociones de colectividad y comunitarismo. Trasladada al contexto radicalizado de Europa a fines de los ´60, esa música liberada apuntaba a hacer de las jerarquías una cosa estéril, a promover una igualdad de interacciones entre todos los participantes y generar una comunicación que pudiera consensuarse como “auténtica”.

Delataba por último una confianza irreductible en la agencia humana, en las capacidades creativas de la especie: la elevación de la práctica musical a una suerte de principio configurador del universo. Si bien en músicos como Derek Bailey se extremaba en un pragmatismo del tocar que rechazaba cualquier explicación ulterior[2], no fue una mala actitud mientras pudo sobrevivir a sus contradicciones. Postulaba una relación directa entre la música y la vida cotidiana cuyo distanciamiento, contra todas las apariencias en contrario, se tornaría cada vez más inflexible con el correr de la revolución digital.

Las conclusiones parciales de este apartado son, en cierta medida, válidas por igual para el free jazz norteamericano y para los comienzos de la improvisación libre en Europa. Sin embargo, quisiéramos apartarnos de una larga cadena de interpretaciones que tiende a considerar a la segunda como un mero epifenómeno del primero. El capítulo sobre free jazz en Europa del libro de John Litweiler (The Freedom Principle: Jazz after 1958. Da Capo, New York, 1984) constituye una buena muestra de este equívoco frecuente. Los contextos son muy diferentes y la ruptura con la aparente continuidad del jazz sería mucho más fuerte en Europa. El abandono de ciertos parámetros propios de las músicas afroamericanas coincide con la necesidad de replantear una historia y una geografía eminentemente europeas. También la presencia del racionalismo contemporáneo de la música académica es, para bien y para mal, más tangible en Europa que en la América de la misma época. En la transición entre dos conjuntos de iniciales legendarias, la que lleva del sello ESP en U.S.A. al sello FMP (Free Music Productions) al otro lado del Atlántico, en Alemania, podría residir una de las pautas de todo el proceso. La favorable recepción europea a músicos como Albert Ayler, Don Cherry y el Art Ensemble es otra de las claves interpretativas. Como sea, la música libre en el viejo continente adquirió rápidamente señas de identidad propias y la chispa ardió hasta convertirse en un incendio que se expandió desde las Islas Británicas hasta los Urales. Las tendencias se adaptaron a las idiosincrasias nacionales: la insect music ligada al Spontaneous Music Ensemble y a Music Improvisation Company en Gran Bretaña, la escena de comprovisación holandesa, el peculiar matrimonio entre free jazz y free rock en Francia o el cruce entre tradiciones folk, world music, rock y jazz en Escandinavia son algunos ejemplos que no podemos tratar en el contexto de este artículo. Como quedará claro en lo que sigue, nos concentraremos en un aspecto específico, el de la improvisación electrónica en tiempo real, que consideramos esencial para nuestro argumento. [3]

[1] David Toop. Haunted Weather: Music, Silence and Memory. Serpent’s Tail. London, 2004. p. 237.
[2] Derek Bailey. Improvisation: Its Nature and Practice in Music. Da Capo. New York, 1993. Cf. también Ben Watson. Derek Bailey and the Story of Free Improvisation. Verso. London, 2004.
[3] Explicaciones parciales de la escena continental pueden hallarse en Kevin Whitehead. New Dutch Swing. New York, Billboard, 1998, Vincent Cotro. Chants Libres: Le free jazz en France, 1960-1975. Outre Mesure, Paris, 1999, y en el reciente Northern Sun, Southern Moon: Europe’s Reinvention of Jazz de Mike Heffley (Yale University Press. New Haven, Connecticut, 2005)

Thursday, December 15, 2005

Free Jazz e identidad afroamericana

Hasta cierto punto podrían narrarse los orígenes del free jazz a través de una curiosa dialéctica entre afirmación y negatividad. Los primeros intentos por abandonar cualquier estructura predeterminada –Lennie Tristano, Warne Marsh y Lee Konitz en 1949, Charles Mingus con Teo Macero y Mal Waldron en 1954, Cecil Taylor y Steve Lacy en 1955, George Russell y Bill Evans en 1956, Ornette Coleman y Don Cherry en 1959, Eric Dolphy en 1960- trasuntan una extrañeza que la época trata de exorcizar con etiquetas provisorias -forma libre, música abstracta- y adjetivos insuficientes –atonal, disonante, raro-.
Casi sin excepción, la improvisación temprana delata una perseverancia mayormente acústica, una extendida resistencia a la tecnología. Punto que atestiguan el disgusto de Cecil Taylor por la música electrónica, la espiritualidad rediviva de John Coltrane a partir de A Love Supreme o la recuperación de formas tradicionales como el gospel en Albert Ayler. Incluso las innovaciones electrónicas en los teclados pioneros de Sun Ra –el moog, el clavioline, los efectos de cintas- generan una dislocación sutil respecto de las polirritmias africanas y las modalidades medio-orientales del resto de su Arkestra.
El entorno de la década del ’50 ameritaba esa desconfianza. La amenaza de la Guerra Fría, la escalada nuclear y la constitución de una sociedad de consumo que excluía a los afroamericanos del banquete económico con la misma fuerza con que les escamoteaba sus derechos civiles bastaban, de por sí, para que sus percepciones difirieran del optimismo conformista que caracterizaba a la mayoría blanca de clase media.
Una estructura represiva que paulatinamente tendieron a identificar con su entorno inmediato. Un sentimiento de alienación ante la mercantilización incipiente y la propaganda mediática, que promovía la realización del sueño americano en cada compra de un electrodoméstico o de un televisor nuevos.
Las jerarquías culturales exclusivistas y excluyentes que oponían el modernismo de un pretendido arte alto al ámbito más prosaico –aunque también más festivo- de la mass culture tenían sin cuidado a quienes se veían obligados a sobrevivir en los márgenes, aquellos a los que la fiesta interminable del crecimiento económico y el consumo a ultranza había olvidado girarles una invitación.
No se trata de repetir aquí las conocidas historias de pobreza extrema en los inicios de Anthony Braxton o el Revolutionary Ensemble, la desafección que traslucen las muertes prematuras de Coltrane o Ayler, esa repugnancia de los clubes nocturnos de Chicago ante cualquier forma de jazz, lo que llevaría a la fundación de la Association for the Advancement of Creative Musicians (AACM).
Hay algo más, que escapa a lo anecdótico y trasciende las circunstancias personales. Por un lado, una ética de la afirmación que corteja el mito del comienzo absoluto -llevar a término las promesas incumplidas del jazz a partir de la superación de su lenguaje- hasta confundirlo con lo Absoluto mismo -la promesa de liberación que acarrea un mundo nuevo-. Por el otro, una recusación del pasado cercano en favor de otro distante y mitologizado –el de África y las comunidades no occidentales-. En la conjunción de estos dos extremismos aparentemente irreconciliables radica la fortaleza del free jazz: la utopía de la libertad y la nostalgia de lo que se perdió, la materialidad del instrumento y la invocación espiritual, la expresión desafiante de una identidad específica y su vocación universalista. Tensiones contradictorias que, bajo una coyuntura histórica y social diferente, determinarán el estatuto de la improvisación en las décadas venideras y promoverán la reacción insidiosa de ciertas corrientes actuales.

Monday, December 12, 2005

¿Una lógica del ruido discreto o la discreta lógica del ruido?

Extreme Noise Terror como una forma bien visible (y bien audible) de la negatividad. Los ´90 traerán la amarga conciencia de que aún la música más impenetrable puede ser recuperada por la industria. Se vislumbra aquí un primer eje contra el cual reaccionará parte de la nueva generación digital. En manos de músicos como Ryoji Ikeda, Sachiko M y Toshimaru Nakamura el ruido abandonará cualquier analogía con los sufrimientos promovidos por la sociedad industrial para descomponerse en sus elementos discretos, el soundtrack específico de un futuro basado en la comunicación virtual.
Lo radical, en los tiempos que corren, es la desconfianza a la hora de adjudicarle al ruido capacidades de transformación. El sampler ha terminado por aislar a los sonidos de su contexto originario. Una inmensa memoria material donde la historia de la música se apretuja en una aceleración de citas fugaces, reciclables hasta el hartazgo, que parecen poblar un espacio vacío de significados. La especificidad del momento, la coyuntura concreta, desaparecen en el canibalismo desmesurado de este nuevo artilugio. Del mismo modo, el noise se convierte en una mercancía como cualquier otra, indistinguible en el fluir de la vida contemporánea bajo un capitalismo que fagocita cualquier gesto en la antropofagia indiferenciada del consumo.
Todavía en la estética de Otomo Yoshihide (y, en un contexto más ligado con la impugnación de las nociones de autoría y copyright, en la plunderfonía de John Oswald), en su uso de técnicas de scratching, cut-ups y mezclado a través de sus turntables (bandejas giradiscos), se adivina la voluntad de restaurar la violencia del ruido y deconstruir la sociedad de consumo. La música de Yoshihide actúa por medio de la saturación, un caos de sonidos que constituye el eco del ritmo frenético de nuestra vida social. Ataca el vientre mismo de la bestia, el disco como artefacto canónico de la cultura pop. Y expande el virus del sampler para cuestionar la identidad de la sociedad de la información, el universo comercializado de un Japón olvidadizo de sus propias tradiciones.
La escena reciente de la improvisación japonesa, en cambio, hace del ruido un espacio habitable. Una estética de la disfunción fascinada con los accidentes tecnológicos, el fraccionamiento digital, las repeticiones sorpresivas, los errores y defectos de sus máquinas. Explora el ámbito infinitesimal del sonido, lo descompone en sus partes discretas y lo procesa a través de la alta fidelidad de la tecnología. Invierte el famoso dictum de Marshall McLuhan, ahora el mensaje es el medio. Basta pensar en Sachiko M tocando un sampler sin memoria alguna, sólo a partir del feedback, en Toshimaru Nakamura mezclando sonidos que provienen exclusivamente de su mesa mezcladora, para hacerse una idea de cuán en serio toman este postulado.
En el camino, lo que desaparece es el contenido. Un formalismo del diseño sonoro que logra abandonar el ámbito de la reproducción mecánica a costa de incurrir en un productivismo que sobrevive apenas como apología del propio medio. La atención obsesiva a las cualidades y texturas electrónicas de los sonidos impone la sintaxis de una lengua tecnológica que rechaza toda asociación semántica. Es éste un mundo de la comunicación virtual que se sustrae a los significados. Tal vez ese abandono resulte confortable en una época como la nuestra, de complejidad y fragmentación crecientes. Pero persiste la sospecha de que quizás no sea suficiente.

Friday, December 09, 2005

Paisaje después de la tormenta

Kaoru Abe y Masayuki Takayanagi se convirtieron en íconos de la escena improvisada gracias a sus frecuentes apariciones en los jazz kissa (cafés de jazz). Fenómeno eminentemente nipón de comienzos de los ’70, bastaba un espacio reducido (de unos dos metros y medio por seis), una pequeña barra, un par de centenares de discos de jazz y una colección de libros de manga para que la cosa empezara a funcionar. Allí pasaban sus horas los jóvenes que emigraban a las provincias, desilusionados por el reciente fracaso de las rebeliones estudiantiles en la céntrica Tokio. Y los cafés, administrados por algún propietario excéntrico que pasaba sus discos favoritos durante todo el día, difundían en la periferia una especie de sustituto cultural de la abortada intransigencia de la generación del ´68. Era común en ese contexto escuchar los discos de Ornette Coleman o Eric Dolphy, incluso en ocasiones alguno de Derek Bailey e Evan Parker. Como ocurre con frecuencia, el sueño inconcluso de la transformación social se consolaba con la experiencia concreta de esa libertad sonora que traducían las evoluciones del free jazz y la improvisación más libre.
Cuenta Otomo Yoshihide que Abe y Takayanagi compartían “una negación casi estoica por la sociedad de la época”. Un temperamento que no desentonaba del todo con esa ideología del “aquí y ahora” que la contracultura había difundido unos pocos años atrás. Pero si el presente era el punto donde todas las demandas debían confluir, ambos traducían semejante postulado en un deseo impostergable por hacer música del momento y para el momento, sin pausas y sin concesiones. Hay similitudes estructurales entre la respiración circular de Abe y la de un Evan Parker, entre su ataque furibundo a la hora de soplar el saxo y el de un Peter Brötzmann. Similitudes que eluden el juego de las influencias y convocan un inasible “espíritu de época”. No obstante, el radicalismo nihilista de estos japoneses no tiene correlatos en ninguna otra geografía. Trascienden la improvisación en una espiral de feedback y noise que los alejará por completo de cualquier asociación con el jazz y sentará las bases de una estética extremista que anticipará la saturación eléctrica del free rock, el punk y el industrial.

Tuesday, December 06, 2005

El fantasma de la libertad

El 9 de Julio de 1970, Masayuki Takayanagi y Kaoru Abe ejecutaron en el pequeño club Station 70, en Shibuya, Tokio, uno de los sets más extremistas de los que el mundo de la improvisación libre guarde memoria. La sesión, editada treinta años más tarde en dos CDs titulados Mass Projection y Gradually Projection por el sello DIW, cobra una actualidad impensada en el marco de las controversias sobre el reduccionismo. El feedback atronador de la guitarra de Takayanagi y las líneas disonantes en el saxo de Abe, la incontinencia expresiva de sus intercambios, se ubican en las antípodas de esa estética de la acción retardada -hecha a base de gestos microscópicos y modificaciones infinitesimales, de pausas extensas y volumen casi imperceptible- que parece haberse adueñado de la improvisación desde mediados de los ’90.
No es para menos. Mucho agua ha corrido bajo el puente y la perplejidad un tanto insegura reemplaza hoy a las convicciones airadas de ayer. Los desarrollos tecnológicos han hecho del mundo, si cabe, un lugar todavía más extenso, aunque la revolución digital se empeñe en achicar las distancias. Los cantos de sirena de las ideologías –en particular, las relacionadas con tradiciones izquierdistas eminentemente europeas- ya no despiertan el entusiasmo de antaño. Y las visiones utópicas, si aún existen, deben confrontarse con las ruinas de un muro que permanece como testigo mudo de las tensiones que atravesaron a nuestro convulsionado siglo XX.
La historia no admite comienzos desde cero. No obstante, en el acotado campo de la improvisación actual se adivina una voluntad de hacer tabula rasa con el pasado, incluido el más personal y subjetivo. Como si la retórica fuerte de décadas más “optimistas”, tanto en la forma musical como en su contenido ideológico, fuese una carga demasiado indigesta para la incertidumbre y la prudencia que parecen reinar en la experimentación contemporánea. Una suerte de retraimiento, de abandono paulatino de la acción, que en sus extensos silencios dice mucho acerca de las condiciones específicas de nuestra época.