Monday, October 29, 2007

Chris Corsano en Buenos Aires


Tuve oportunidad de ver a Corsano por primera vez en el 2002, en una mítica sesión en el club Tonic junto a Paul Flaherty, Wally Shoup y Thurston Moore. Una ruidosa improvisación que el sello Leo Records inmortalizaría en CD al año siguiente. No sabía entonces que lo vería en otras ocasiones, con Sunburned Hand of the Man y Six Organs of Admittance, entre las que recuerdo. Y es que Corsano es sin duda uno de los bateristas más movedizos de la escena actual, con más de cincuenta discos en su haber. Ahora se encuentra en Buenos Aires, con motivo del desembarco de la islandesa Björk en nuestras tierras.
Aquellos que se resistan a pagar los extorsivos precios del concierto de la ex Sugarcubes, pueden consolarse dándose una vuelta por cierto lugar de San Telmo que los organizadores mantienen en secreto debido a lo limitado del espacio. Allí se presentará Corsano el martes 6 de noviembre(tipo 20.30hs.) junto a Alan Courtis y la Agrupación Eº, un colectivo de improvisación platense formado por Cristian Carracedo, José de Diego, Leandro Barzabal y Mauricio Blanco. Los interesados deberán enviar un mail a clubascorbico@gmail.com para hacer la reserva y develar el misterio de la localización. Y puedo dar fe de que saldrán ganando, con una performance que promete intensidad y que no nos condenará a ver la diminuta figura de Björk en una pantalla, a cien metros del escenario, después de haber pagado fortunas por su recital. Por supuesto, el del martes próximo será el lado extremo, improvisatorio y marginal, de ese otro evento mainstream que seguramente servirá apenas para confirmar que hace ya largo rato que el pop pasó de la agonía de los últimos tiempos a un estado de coma terminal. Olvídense de Björk y de todo el maldito negocio del rock y déjense llevar por la asombrosa capacidad inventiva de uno de los mejores bateristas de la nueva generación.

Friday, October 12, 2007

Minimalismo: Del estatuto ontológico del objeto a las condiciones epistemológicas de la experiencia (una conclusión parcial)


7- Es sabido que el desarrollo de la mayor parte del arte contemporáneo discurrió por los carriles que Fried tanto había temido. En ese sentido, su crítica puede ser leída como la agónica defensa de un modernismo que pronto se vería atacado desde todos los flancos. No obstante, persiste una dificultad que supo identificar muy bien. Con el desplazamiento de los criterios artísticos a ciertos atributos externos a la obra en sí -la posición del espectador, la modificación de la luminosidad en el ambiente, el espacio intersticial entre las diversas disciplinas- ¿cómo garantizaremos ahora la validez universal de los juicios de valor estéticos? La crítica moderna ofrecía una respuesta inequívoca, inspirada en una interpretación específica de la tercera crítica kantiana: cualidad y valor eran inherentes a la esfera autónoma del arte y cada disciplina (pintura, escultura, música, poesía, literatura) ejercía sus propios criterios, basados siempre en la comparación con las grandes obras del pasado.
En la nueva situación las variables son tantas que el “buen ojo” que practicaban Greenberg y Fried permanece apenas como el vetusto monumento de un pasado superado.[1] Pero el relativismo tan en boga en nuestros tiempos no alcanza a ocultar el hecho de que la crítica actual sigue dilapidando juicios de valor como si nada hubiera cambiado. El problema consiste en que ahora se nos escamotean sus fundamentos. Si, como desea tanto posmoderno suelto por ahí, renunciamos a cualquier criterio objetivo en pos de un pluralismo un tanto intangible, la empresa crítica y el arte en general habrán dilapidado lo único capaz de mantenerlas en pie: la apreciación reflexiva y argumentada acerca del esfuerzo de alguien que decide una intervención concreta en nuestra conflictuada realidad porque considera que tiene algo que decir. Lo demás es cuestión de marketing y de mercado, de relaciones públicas e institucionales. Un nuevo packaging para un narcisismo tan viejo como el mundo.

[1] El libro de Arthur Danto: Después del fin del arte: El arte contemporáneo y el linde de la historia. Paidós, Bs. As., 2003 constituye un buen intento por establecer las diferencias entre el arte contemporáneo y la tradición modernista. Danto lee al modernismo como la última gran narrativa. Por ende, nos encontraríamos en la actualidad en un estadio poshistórico. El atributo fundante del nuevo arte consiste para él en su capacidad para legitimar las estrategias más diversas, cosa que contrasta con la estética fuertemente prescriptiva de un Greenberg. De hecho, todo el texto puede leerse como una gran polémica con el eminente crítico norteamericano, explícita en particular en su capítulo cuatro. La característica esencial de la estética contemporánea sería entonces su pluralismo, en una definición que recuerda a la que Lawrence Alloway daba del arte pop como “un espléndido pluralismo de las formas”. De hecho, es en el pop donde Danto sitúa la ruptura. Sin embargo, aún cuando no dudaríamos en compartir su idea de que ya no podemos medir una obra de arte meramente por su estatuto diferente en relación con los objetos cotidianos y que la distinción entre arte y realidad ya no descansa en elementos puramente visuales, nada nos dice acerca de los nuevos criterios a aplicar en la valoración de las obras de arte actuales, con independencia de cómo se las quiera interpretar.

Saturday, October 06, 2007

Minimalismo: Del estatuto ontológico del objeto a las condiciones epistemológicas de la experiencia (IV)


5- El minimalismo rompió con este espacio trascendental del arte modernista por el mero expediente de complicar el espacio empírico. Nadie emprendería semejante tarea con mayor determinación que Robert Morris. Su Untitled (Three L-Beams) de 1965 consistía en tres vigas iguales en forma de L ubicadas de tres modos diferentes en el espacio de la galería: una recostada, otra sentada y la tercera boca abajo sobre sus dos extremos. El espectador debía reconciliar la percepción de sus diferencias accidentales con el hecho de que sus naturalezas eran idénticas. Una oscilación, tal como la describía el propio Morris, entre “la constante conocida y la variable experimentada”.[1]
La obra arrancaba al espectador del espacio trascendental y lo situaba en el aquí y ahora de la percepción. No se trataba ya de las propiedades formales del medio sino de las consecuencias perceptuales de la intervención en un sitio dado. Cuando nos desplazamos de los intereses “no relacionales” de Judd a los fenomenológicos de Morris, una escisión parece producirse en el propio seno del minimalismo. La voluntad de que los objetos estéticos adquieran una suerte de autosuficiencia –impulsando así el credo modernista hasta sus extremos- se sustituye por una apreciación de tales objetos definidos por sus condiciones ambientes. La nueva estrategia consistirá en “extraer las relaciones de la obra y convertirlas en una función del espacio, la luz y el campo de visión del espectador”.[2]
De esta manera, el estatuto ontológico de la obra artística -un presupuesto sacrosanto para la tradición moderna- cedía paso a las condiciones fenomenológicas de la experiencia. Mucho tenía que ver en esto el rol redescubierto del público. En su nueva versión morrisiana, el minimalismo ensayaba una ruptura radical con el principio de la autonomía del arte y se volvía relativista, conciente de que el valor de una obra descansa en su relación con factores externos. Minaba desde el vientre mismo de la bestia la interdicción respecto del contagio entre disciplinas y como tal, se distinguía de otros movimientos de la época como Fluxus y el arte pop, cuyos ataques al modernismo se fundamentaban en visiones alternativas. Reconocía, no obstante, el precedente de artistas como Ad Reinhardt (indispensable antecedente de la teoría de lo no-relacional en Stella y Judd), Jasper Johns y Robert Rauschenberg.

6- Llegado a este punto, el minimalismo introduce una cualidad eminentemente temporal en nuestra apreciación de la obra de arte, ya sea porque toda experiencia supone una duración determinada o por las condiciones cambiantes, por ende coyunturales, de cualquier contexto ambiental.
Fue un detractor a ultranza del literalismo, el crítico Michael Fried, quien estableció de manera más decidida los ejes de la discusión. A la presencia (presence) antropomórfica de los objetos minimalistas, que necesitaban del espectador para completarse como obras de arte, opuso el estar presente, la presencialidad (presentness) de la abstracción modernista (su ejemplo favorito era el escultor británico Anthony Caro). La distinción entre presence y presentness ocultaba un temor que el arte posterior no haría más que confirmar: que el efecto profano de la nueva estética le ganara la partida a los valores idealistas y trascendentes que siempre había defendido la tradición moderna. Mientras el acento literalista en la presencia de los objetos volvía al espectador conciente de su fisicalidad como tales, la presencialidad de las obras modernas generaba un efecto absorbente que liberaba momentáneamente a ese mismo espectador de cualquier forma de autoconciencia. Las características de las grandes obras de arte trascendían el aquí y ahora de cualquier recepción fechada. Precisamente ese era el modo por el cual garantizaban su valor, perdurable más allá de las transformaciones del gusto y de las coyunturas históricas específicas.
El argumento de Fried partía de la idea de que la verdadera prueba de una obra de arte consistía en que ésta fuera capaz de poner en suspenso su propia objetualidad. Las obras literalistas no se distinguían lo suficiente de cualquier otro objeto. Por lo tanto, cometían el pecado cardinal (desde el punto de vista del modernismo) de tomar efectos prestados de otras disciplinas. Proyectaban e hipostaziaban la objetualidad, a diferencia de la abstracción, empeñada en neutralizarla. Al dirigirse al cuerpo del espectador y no, como antaño, a su sentido de la vista con exclusividad, se convertían en un nuevo género de teatro. Fried era conciente de que el arte minimalista no constituía un episodio aislado dentro de la historia del gusto sino “la expresión de una condición general que todo lo impregna”.[3] De ahí su famoso dictum acerca de que la pintura se encontraba en guerra con la teatralidad, de que la supervivencia misma de las artes dependía de su habilidad para vencer al teatro.
Teatralidad y duración eran, en cierto modo, sinónimas. El literalismo devaluaba sus objetos a una forma de temporalidad demasiado humana, cercana a la fragilidad inherente a la vida de la especie. Esto es cierto aún cuando Fried asociase la sensibilidad minimalista a cierta idea tramposa de infinitud. El arte minimalista no era inagotable debido a su riqueza sino por el simple hecho de que no había nada que agotar, como esa repetición de unidades idénticas que podían multiplicarse hasta el infinito en las estructuras modulares de un Judd. La pintura y la escultura modernistas, en cambio, anulaban la duración porque cada instante en el que las experimentábamos como obras de arte constituía la cifra de su trascendencia y, por ende, de su eternidad. El presente continuo del arte moderno, donde en cada momento la obra se ponía de manifiesto en su totalidad, era, por mor de su propia perpetuidad, algo que excedía cualquier aprehensión humana del tiempo. En el gran arte los hombres rasgaban el paño ajado de la experiencia cotidiana y se elevaban, en un recorrido inverso al del minimalismo, a esas alturas trascendentales que en épocas más optimistas nos había prometido la religión.
Semejante argumento concluía en Fried de manera categórica y perfecta. Cerraba su artículo con las mismas resonancias religiosas con que lo había abierto en el epígrafe sobre los diarios del teólogo congregacionista Jonathan Edwards: “Todos somos literalistas, sobre todo en relación con nuestras vidas. El estar presente es una gracia. (Presentness is grace)”[4]


[1] La cita es de Robert Morris “Notes on Sculpture: Part II” en Battcock, op. cit., p.234. Siempre se menciona, aunque pocas veces se explica, la influencia de la Fenomenología de la percepción (1945) de Merleau-Ponty en este artista originario de Kansas City. Es cierto que la introducción del cuerpo por parte del filósofo francés en la aprehensión de las coordenadas espacio-temporales y de los estímulos sensoriales coincide con la voluntad de Morris por cuestionar la percepción puramente mental (idealista) del espacio en el modernismo. Pero otra influencia fuerte le viene a Morris del teatro y la danza, en particular del New York’s Judson Memorial Theatre, gracias a su esposa de aquel entonces, Simone Forti. Y a nadie escapa la impronta duchampiana en obras tempranas como la I-Box de 1962.

[2] Morris en op. cit., p.232


[3] “Arte y objetualidad”, en Fried, op. cit., p. 176. Decir que detrás de los temores de Fried se ocultaba la sombra omnipresente de Duchamp no deja de ser verdad. Pero no agrega gran cosa a la discusión. El francés había sido una influencia (reticente según sus propias declaraciones) en el neodadá de Rauschenberg, Johns y cía., el pop y Fluxus. Asumir que todo el arte contemporáneo debe hacer alguna reverencia a Duchamp es una forma fácil de esquivar las situaciones específicas, como esa mezcla de euforia y perplejidad que caracterizaba al arte norteamericano de finales de la década del ’50. Por otra parte, Fried era muy conciente de que la sensibilidad literalista -todo lo pervertida por el teatro que se quisiera- constituía un desarrollo desde y una respuesta a la propia evolución de la pintura modernista.
“El riesgo, e incluso la posibilidad, de concebir las obras de arte como si no fueran más que objetos, no existe. El hecho de que tal posibilidad comenzase a presentarse alrededor de 1960 fue, en gran medida, el resultado de los desarrollos que se produjeron dentro de la pintura modernista. Más o menos, cuanto más asimilables a objetos han llegado a parecer ciertas pinturas avanzadas, en mayor medida se ha podido entender toda la historia de la pintura desde Manet -de forma engañosa, creo- como si consistiera en la progresiva (aunque, en el fondo, inadecuada) revelación de su objetualidad esencial, y más imperiosa ha llegado a ser para la pintura modernista la necesidad de hacer explícita su esencia convencional -específicamente, su esencia pictórica- anulando o suspendiendo su propia objetualidad a través del médium de la figura.” Op. cit, pp. 185-186.

[4] Op. Cit., p. 194. Una idea de duración, a priori diferente de la de Fried (influida por los textos sobre teatro del filósofo Stanley Cavell), fue la que desarrolló el compositor norteamericano John Cage. No podemos tratarla aquí como se merece. Digamos tan sólo que, contra el empeño de tantos críticos -entre ellos Frederic Jameson- en considerar la música de Cage como posmoderna, sus preocupaciones entroncaban en línea directa con el altomodernismo. Para Cage la duración es el único elemento susceptible de ser compartido tanto por los sonidos como por el silencio. Como tal, sería fundamental para su estética acerca de una música no intencional. El precedente de su concepción del tiempo radica en la filosofía de Henri Bergson. Y también Cage aspiraba a cierto trascendentalismo que tenía en Emerson y Thoreau a sus antecesores más insignes.

Una parte más, en breve

Tuesday, October 02, 2007

Minimalismo: Del estatuto ontológico del objeto a las condiciones epistemológicas de la experiencia (III)


4- Bastaría cualquier balance provisorio del estado de la cuestión artística en el alto-modernismo de comienzos de los ’60 para confirmar que las preocupaciones de Judd y Stella formaban parte del mismo arco que las de un Greenberg o un Fried.[1] La postulación greenbergiana de la flatness (planitud) como valor fundamental de la pintura -la idea de que el plano bidimensional constituye la esencia del medio pictórico- implicaba ya una relación entre la uniformidad de la superficie y una profundidad implícita. Su concepción del all-over (un diseño repetido en toda su extensión), que Greenberg tan gráficamente defendió en sus escritos sobre Pollock y otros expresionistas abstractos, denegaba cualquier sistema interno de relaciones en favor de un sistema indiferenciado de motivos uniformes que lucían como si pudieran continuarse más allá del marco.[2] ¿Acaso no había ya aquí una crítica al contraste de valores y a la cualidad compositiva de la abstracción europea? Ni que hablar del reduccionismo que tantos adjudican al arte minimal y cuya vocación inicial, según la lectura de Greenberg, se encuentra en la propia evolución histórica del modernismo.
La famosa prescripción formal -que una obra modernista debía evitar la dependencia de cualquier orden de la experiencia que no fuera la naturaleza construida de su propio medio- fue lo que verdaderamente dividió las aguas entre los partidarios de la abstracción moderna y los defensores de la nueva estética. No era casual que el ejemplo a seguir fuese la (supuesta) abstracción esencial de la música. Cada disciplina estética debía evitar la confusión con las demás: tal era la manera de sustentar esos criterios de autodefinición y evaluación crítica que el modernismo a ultranza consideraba inherentes a cada arte en particular.
De semejante interdicción -la imposibilidad de contagio entre las artes- los modernistas deducían algunas consecuencias formidables. En primer lugar, postulaban un modelo “historicista” del despliegue de la vanguardia: cada nueva estética tenía que lidiar con los problemas formales que habían establecido las vanguardias anteriores. Modelo que, en el mismo acto por el cual asumía la evolución histórica del arte, congelaba las formas del pasado en un canon de obras maestras cuya excelencia constituía la prueba viviente de la existencia de una (inamovible y monolítica) tradición.[3] De esta peculiar confluencia de un arte a la vez intemporal y en constante flujo surgía, en segundo término, un criterio de valor seguro y confiable a la hora de juzgar las obras de arte contemporáneas en relación con sus predecesoras.
En la interpretación greenbergiana de una herencia modernista que suele remontarse a Manet y los impresionistas, la especialización de las artes no se debía a la división social del trabajo sino al gusto por lo concreto, lo inmediato y lo irreductible. Una concretud que, a fuerza de renunciar a la ilusión de lo representacional, generaba, no sin cierta ironía, la posibilidad misma de la abstracción. Entendida esta última en términos de máxima pureza: la conciencia de que lo que contemplamos es una pintura incontaminada de cualquier agente externo.
La pureza de lo meramente óptico apuntaba a resolver el conflicto entre arte y naturaleza. Pintura y escultura debían ser ahora exclusivamente visuales. Así como lo pictórico se disolvía en la textura, también lo escultórico renunciaba a sus connotaciones táctiles y se volvía un puro artificio constructivo: se liberaba de lo monolítico, despreciaba la distinción entre cavado y modelado y trascendía las orientaciones de frente y fondo, adentro y afuera, arriba y abajo para integrarlas a todas como parte del ambiente.

“Volver a la sustancia enteramente óptica y a la forma -sea esta pictórica, escultórica o arquitectónica- como parte integral del espacio ambiente: eso es lo que le da una vuelta completa al anti-ilusionismo. En vez de la ilusión de las cosas, se nos ofrece ahora la ilusión de las modalidades. O sea que la materia es incorpórea, ingrávida, y existe sólo ópticamente como un espejismo.”[4]

La alquimia de Greenberg invocaba lo material para desmaterializar la realidad. Cuestionaba la diferencia entre una realidad de primera y otra de segunda mano, lo real y su representación. Según él, el modernismo apelaba a una sensibilidad contemporánea: la sensación de que las distinciones jerárquicas se habían agotado y que ningún orden de la experiencia era intrínsecamente superior a otro. En el universo modernista los extremos parecían tocarse: lo concreto producía la abstracción, la radicalización de la autosuficiencia del objeto (estético) en términos positivistas ocultaba un trascendentalismo radical, la materia devenía la cifra del espíritu.
No había que llamarse a engaño. Frente a la concepción del espacio como libre y abierto, a la idea de los objetos como una suerte de “islas” en su seno, el arte moderno oponía un continuo espacial ininterrumpido. Era el espacio mismo el que se convertía en objeto y de eso trataba la pintura abstracta, de su pretensión por construir un equivalente de la experiencia visual. El arte detentaba un estatuto ontológico que garantizaba su continuidad indestructible. Las distinciones jerárquicas distaban de haberse agotado. Más bien, se habían invertido. La realidad de la obra de arte se imponía fulgurante ante la fea realidad de lo cotidiano. Era la vieja historia del arte como sustituto de la religión, un trascendentalismo que no desentonaba con las necesidades hegemónicas norteamericanas en la Guerra Fría.

[1] Fried y Stella eran amigos desde sus tiempos en común como estudiantes en Princeton. Pero la mayor parte de los minimalistas detestaba el estilo y ciertos presupuestos de estos eminentes modernistas. Judd acusaba al análisis de Fried de ser pedante y pseudo-filosófico, Flavin se refería burlonamente a ambos críticos como “Friedberg y Greenfried”, Morris protestaba contra la voluntad que tenían por acceder a una peculiaridad exclusiva, cuya experiencia confirmaría su superior percepción.
Más allá del aparente fastidio que los artistas pudieran sentir por el ethos cerrado, exclusivista y fuertemente preceptivo de la crítica modernista, la perspectiva histórica debería servirnos para sospechar que no todas las posiciones eran tan inconmensurables y antagónicas como parecieron en un principio. La retórica proamericana y antieuropeísta de Greenberg y Fried se repite en la crítica a la composición europea de Stella y Judd, los textos filosóficos que inspiran a Fried -el último Wittgenstein (pasado por el filósofo norteamericano Stanley Cavell) y Merleau Ponty- no se distinguen demasiado de los que inspiraron a Morris y cía. Hasta cierto punto, el minimalismo participa de la misma tradición de exaltación de sí misma de la crítica modernista, producto, sin duda, de la posición hegemónica lograda por los Estados Unidos, cuya pretendida inviolabilidad pareció colarse subrepticiamente también en las discusiones estéticas. Algunos han señalado que en otro aspecto, en cambio, parece compartir el sentimiento de desafiliación y desposeimiento característico de la contracultura.

[2] Cf. en particular: “La crisis de la pintura de caballete” y “Pintura ‘tipo norteamericano’”, ambos en Clement Greenberg. Arte y cultura. Paidós, Barcelona y Bs. As, 2002.

[3] Tal vez el texto más reciente que realiza este mismo movimiento pero en el terreno literario sea The Western Canon: The Books and School of the Ages, de Harold Bloom. Harcourt Brace, New York, 1994. (Hay trad. española en Anagrama) Bloom construye un tradición (occidental) cuyo eje de referencia omnipresente es Shakespeare (“Podemos afirmarlo sin vacilar. Shakespeare es el canon. El impone el modelo y los límites de la literatura”, p 50 de la edición en inglés.) No se puede acusar al crítico literario norteamericano de ser precisamente historicista. Pero en todo lo demás resulta revelador cuantos puntos en común comparte con una estética como la que sostienen Greenberg y Fried. Los tres defienden a rajatabla la autonomía del arte, admiten que las obras funcionan siempre en relación con las anteriores, lamentan la caída de los estándares intelectuales y estéticos, alertan sobre lo peligroso de renunciar a un fundamento seguro que posibilite los juicios de valor, relacionan la crisis actual con la pérdida de la cultura humanista y encuentran un culpable evidente de este estado de cosas en la contracultura de los años ’60. Los culturalistas y posmodernos de nuestros días tienden a descartar este conjunto de cuestiones como irrelevantes, etnocéntricas o directamente reaccionarias. Pero la corrección política no sirve como sustituto de una teoría. Entre un universalismo abstracto y de coloraturas imperiales y un relativismo cultural campechanamente populista y obsesionado por la identidad, la demanda por opciones intermedias y sensatas se vuelve cada vez más urgente. Tal vez algo de ello pueda hallarse en otro libro imprescindible, que en apariencia detenta cierto aire de familia con el de Bloom -hasta en la superposición de algunos textos y autores del “canon occidental”- pero cuya estrategia no podría ser más contrapuesta, siempre atenta a las transformaciones históricas y a las concepciones cambiantes de lo real. Me refiero, claro, a Mimesis: The Representation of Reality in Western Literature, de Erich Auerbach (Princeton University Press, Princeton, NJ, 1953 –trad. española en FCE).

[4] “The New Sculpture”, en Clement Greenberg: Art and Culture. Beacon Press, Boston. 1965, p.144.


La última parte en un par de días