Friday, August 22, 2014

Melancolías vibrátiles

Es un hecho que la nostalgia recorre la actualidad de la música pop en todos sus planos: la grabación, la producción, el consumo, la composición y la reproducción. Sin embargo cabe preguntarse por qué en una era dominada por la incursión tecnológica y su desarrollo desenfrenado, el sonido vintage, los equipos valvulares, la ascendente producción de vinilos y las técnicas de grabación analógicas recobran una inusitada fuerza.

Con la masificación de internet y la aparición de formatos de compresión como el mp3, el mercado de la música se ha transformado sustancialmente durante los últimos 15 años. Esto implica, por un lado, la posibilidad de producción hogareña en calidad profesional y alta velocidad a partir de costos relativamente bajos, y la oportunidad de compartir en la web el producto de modo cuasi instantáneo para comenzar a posteriori con el proceso de difusión. Por otro lado, este sistema que presenta un mayor grado de diversidad y “opciones”, también implica un mercado de competencia inmenso, global y sumamente fragmentado, donde resulta realmente complejo lograr una cuota de atención importante por parte de un público dividido, que consume toneladas de información adictiva y sistemáticamente controlada por los llamados gatekeepers.
La mercancía (entiéndase: conocimiento, información, producto de carácter cultural o sencillamente personas) es hábilmente direccionada por gigantes estrategas en un marco tan virtual como concreto de liberalismo político-económico sin parangón, donde la publicidad es el arma y la herramienta vital para la producción de beneficios.

Una vez ingresados en la Matrix, vivimos una carrera extenuante, rebosante de adrenalina, donde el tiempo está fragmentado en millones de pedazos y la velocidad es la norma fundamental para el consumo de conocimiento deglutido y la expulsión de datos que atraviesan violentamente nuestros dedos, incluso antes de ser procesados.
Mientras tanto, en la fresca tibieza de cuatro paredes blancas, nuestros cuartos traseros siguen adheridos a la silla como carne y hueso, y los encuentros humanos frustrados se deshacen de envidia en derredor porque nuestra cabeza se funde de forma idiota con el complejo dispositivo tecnológico que tenemos entre las palmas de nuestras manos.
Son estas formas de socialización modernas (o post-modernas, o modernas tardías, o cualquier otra rotulación posible) las que afectan todos los planos de la vida en sociedad, puesto que refieren a la esencia motora de los mecanismos actuales. La individualización, el hedonismo, la evanescencia de los tiempos, y la automatización tienden a incidir y, ciertamente, transformar las instituciones, la interacción social e incluso nuestro contacto con el arte (aunque las relaciones de producción, las bases y los objetivos que las justifican sean los mismos que antaño).

¿Acaso no es el arte, fundamentalmente, una instancia revulsiva de transformación donde los cuerpos vibran y se debaten en un diálogo encarnizado con la racionalidad para llegar, de la mano de esta última, a una instancia superadora? ¿Es posible que lo sintético y lo superficial medien una experiencia vivencial de tamañas características?

Aquí es donde retornamos, entonces, a la pregunta por la música, que en repetidas ocasiones ha sido defendida a capa y espada como la forma de arte más pura por carecer de referencias a la realidad tangible, concreta. Y sin embargo, sabemos que es imposible pensar una producción cultural de cualquier tipo por fuera de su contexto político, económico y socio-histórico.
A raíz de nuestro planteo previo, es prudente observar que el desarrollo tecnológico es un factor inevitable y decisivo en la producción musical contemporánea.


I
A mediados del siglo pasado, el avant-garde musical (con referentes indiscutibles de la talla de John Cage, Pierre Schaeffer o Karlheinz Stockhausen) se lanzó a la aventura de experimentar con la electrónica como medio de producción musical e instancia creadora de sonidos novedosos, singulares y propios. Esta tendencia comenzó a expandirse hacia el terreno de la música pop en los años venideros, mientras que los elementos digitales fueron sustituyendo paulatinamente a los analógicos en las técnicas de grabación y producción (aunque esta última fase tomó un tiempo de desarrollo mayor).
La tecnología abría las puertas a un maravilloso mundo de experimentación y descubrimiento que se extendía hacia prometedores horizontes musicales.
A su vez, la industria discográfica fue retomando, e incluso impulsando, determinadas medidas tecnológicas en pos de renovarse y aumentar sus beneficios económicos. En medio, algunos artistas y productores adelantados aprovecharon estas formas incipientes para producir y elaborar obras dotadas de calidad estética superadora.

Sin embargo, resulta preciso recordar que siempre estamos haciendo referencia a una industria altamente concentrada y conservadora, condenada a convivir con la brutal paradoja de trabajar en un plano atravesado por la transformación, el cambio, la experimentación y la innovación. Una industria que tiende a absorber y homogenizar a todos aquellos actores y movimientos que la renuevan y le otorgan vitalidad. Una industria que estandariza y produce en serie una vez que probó las mieles del éxito en un riesgo tomado, disminuyendo así el nivel de sus incertidumbres económicas hasta que ese género o formato matriz termina por aburrir soberbiamente al público.

II
A razón de proponer una revisión crítica, podemos situar en un momento histórico determinado el quiebre que trajo aparejado un paquete de cambios cruciales en la industria discográfica, convertida ahora en un monstruo masificador sin retorno.
Hacia 1973, el conflicto de Yom Kippur y la fatídica crisis del petróleo desencadenaron un conflicto particularmente profundo en la elaboración de discos: una caída estrepitosa en el acceso al petróleo implica necesariamente un retroceso considerable en la producción de vinilos. El espacio para los pequeños sellos y la música de corte más experimental fueron fulminados en pos de concentrar la escasa producción de discos en los artistas con éxito planetario que significaban una venta asegurada. Comienza entonces la era de los contratos millonarios, las estrellas egocéntricas, la incansable repetición de fórmulas y el desprecio de las minorías por parte de la industria.
En el plano musical, sólo algunos años antes, había comenzado a desarrollarse un género destacado como “rock progresivo” que, muchas veces caracterizando sus shows y presentaciones públicas con una estructura y parafernalia nunca antes vistas, se aprovechaba de los desarrollos tecnológicos y la electrónica para (nuevamente la paradoja poética) proponer una crítica a la alienación, la paranoia y los desarrollos modernos.

III
Ahora bien, si existió otra transformación fundamental, esa fue el proceso de digitalización. Y aquí debemos detenernos a reflexionar.
Sin lugar a dudas, es la aparición del CD un acontecimiento sustancial al abrir la era de la producción y consumo públicos de música digital. Es cierto que ya existían otros formatos, aunque también analógicos, como el cassette hogareño o el fugaz magazine, pero es el disco compacto el que llega para reemplazar al vinilo como padre de todos los demás.

El hecho principal es que la digitalización surge con el objetivo de modificar todas las instancias de la producción musical, no sólo el consumo. Los impulsos electromagnéticos son sustituidos por bits y bytes, el roce de las púas por lectores láseres, y las cintas abiertas por discos rígidos. Incluso los instrumentos musicales electrónicos sustituyen su carácter analógico por uno digital.
La digitalización ofrece abaratar costos, simplificar los procesos, e incluir texturas, climas o instrumentos pregrabados por medio de bancos de datos. Todo es posible desde el hogar y en tiempo récord. La experticia necesaria para manejar determinado software resulta entonces un valor fundamental a la hora de producir un disco o una obra musical.

La industria ha promovido desde un principio la digitalización en pos de multiplicar sus ingresos al insertar un cambio tecnológico para refrescar el mercado, resaltando la escucha cristalina y la fidelidad en la reproducción. Pero la aparición de formatos como el mp3 (que han permitido comprimir y reducir el peso de los paquetes de datos sin perder calidad), sumado a la explosión de internet como nexo global, ha creado una serie de canales paralelos para compartir música que hicieron temblar a la industria discográfica, al punto que se sigue reestructurando constantemente dentro de las nuevas reglas.

IV
Sin embargo, décadas de aceleración, bombardeos de información inabarcable, productos sintéticos carentes de alma y la típica frialdad artificial que provocan los datos intangibles, han provocado una reacción inesperada en músicos y melómanos. Una especie de fanatismo retro circula a lo largo y ancho del mundo.
Bandas y artistas que buscan recrear una estética cruda y de garaje a partir de los propios desarrollos tecnológicos (¡que viva la paradoja!); cuando el sonido low-fi o de baja fidelidad (típico del under norteamericano de los 60’ a los primeros 90’) está relacionado con el hecho de que, en efecto, se grababa de forma casera en el garaje del barrio o en estudios relativos al bajo presupuesto de la banda. Otros que bucean en géneros y sonidos del pop mainstream floreciente en décadas pasadas con la intención de recrearlo en la actualidad. Guiños a la estética de los 80’, homenajes a discos y bandas con 30 o 40 años en su haber, artistas septuagenarios que realizan giras mundiales convocando a millones entre el público.
Es verdad que la estrategia de relanzar símbolos de épocas doradas no es algo novedoso propio de esta década. No obstante, también resulta cierto afirmar el hecho de que eso ha tomado una vitalidad de dimensiones considerables en los últimos tiempos.
Y dentro de ese universo, somos susceptibles de hallar variedad: propuestas sumamente originales que elaboran algo particular a partir de retomar la historia desde otra perspectiva, otras que no tanto; artistas que se renuevan y siguen aportando a la creación de material nuevo, otros que no tanto.
Por supuesto que instantáneamente el mercado ha sabido leer e interpretar esto al dedillo, a punto de convertirlo en una mercancía y lanzar, desde lo más profundo de sus entrañas, productos típicamente nostálgicos a precios irrisorios. Clásico de nicho.
Eso es inevitable y casi automático pero, ¿cómo podemos acercarnos a la pregunta por éste fenómeno particular que ha resurgido con vitalidad junto al crecimiento de internet?

Es probable que el desarrollo de internet y la posibilidad de difundir y revalorizar géneros, artistas, memorias y fragmentos de la historia en forma inimaginable tenga algo que ver con este fenómeno. También lo tiene la ya resaltada y desagradable transformación de la industria discográfica hacia horizontes cada vez más conservadores y, por ende, la caída de nuevos referentes en el mainstream, lo cual no significa en absoluto que no haya nuevas e interesantes propuestas en la música, sino todo lo contrario. La fórmula reaccionaria de la industria propugna muchos y diversos espacios de resistencia cultural, a los que, por supuesto, también atiende el mercado constantemente por el simple hecho de necesitar una renovación que refresque su fachada.

V
Lo que no podemos negar a la memoria es la experiencia, la vibración, los cuerpos, la presencia artística en lo vivencial. Y es aquí donde surge una extraña complejidad para con la música grabada, un oxímoron entre la faceta más humana y el fetiche.
Sin lugar a dudas, una de las dimensiones más criticadas en el consumo ansioso y desprolijo de la música en la era de internet es la paulatina desaparición de la obra conceptual. Esa obra que significa un todo por la emergencia del concepto en su esplendor, por las partes que la forman y construyen algo superador, por la teleología y el desarrollo hilvanado a través del tiempo, por su relación con la portada, con el interior, con los colores, con la fotografía, con la caja y con el disco. Con la mercancía. Aunque en realidad no sea ese el concepto de la obra artística, el soporte material lo atraviesa y lo completa. El trabajo humano se confunde y se matiza con las huellas de la industrialización.
Luego viene el ritual, potenciado en el caso del vinilo. Acceder al producto, comprarlo, pedirlo prestado, conseguirlo a partir de movilizar el cuerpo y sacarlo de su estado de reposo. Quitar el disco de la caja, observar los surcos, apoyarlo en la bandeja, verlo girar y dejar caer la púa con una suavidad amorosa. Si uno está acompañado, si el hecho es compartido, la sensación se multiplica exponencialmente en un bucle infinito. Y entonces vibramos. Ahí. En el roce de los materiales. En el sonido cálido, abrazador. Lamentablemente o por suerte, un efecto sonoro reconocible hasta en los sueños nos avisa que el lado A llegó a su final. La experiencia comienza otra vez, pero nuestro cuerpo ya se ha transformado.
Un acontecimiento similar se produce a escala aumentada con el encuentro de la música en vivo, aunque su desarrollo y vínculo con la industria discográfica ameritan un análisis más minucioso, que dejaremos para otro momento.


A fin de concluir actualizando aquello de que no todo tiempo por pasado fue mejor, resulta imprescindible sustentar que el arte es movimiento, vivencia, problematización, riesgo, transformación, crítica y producción de conocimiento. La industria es otra cosa.

Rodrigo Fedele