Thursday, March 01, 2012

Música de combustión espontánea


“Lo que pronto estábamos tratando de hacer con AMM era una suerte de respuesta a la dificultad de las raíces americanas de esta música. Éramos jóvenes en el Londres de los 60s, no en Harlem o Chicago, y nos volvimos más arriesgados en nuestra práctica musical. Siempre digo que la música de Ornette Coleman y Albert Ayler nos daba permiso para desobedecer.”
                                                                      Eddie Prévost

“(La improvisación inglesa) estaba basada en una especie de introspección grupal. El criterio para hacer cualquier cosa se determinaba por cierto tipo de consenso que el grupo generaba en sí mismo.”
                                                                      Evan Parker

“Seguro, en los 60s reaccionábamos contra la escena del jazz de aquí, y contra el hecho de que estabas obligado a tocar jazz como un americano o (de lo contrario) a no tocar. De ahí que la música del SME (Spontaneous Music Ensemble) proviniera del hecho de que no queríamos adorar al jazz americano sino atrapar el espíritu de esa música por nosotros mismos,  mover las cosas a nuestra manera. ¡Toda una novedad para 1964!”
                                                                      Trevor Watts


Tiene razón Blackford cuando subraya el carácter transicional de la free improvisation británica. No hay aquí un evento fundador de las características del Total Music Meeting en Alemania Occidental. Más bien, el jazz experimental forma parte en sus orígenes de un tejido underground y contracultural más vasto, con AMM y Pink Floyd compartiendo escenario en el Marquee de Londres, Syd Barrett o Paul McCartney entre la audiencia, ansiosos por apropiarse de las flamantes metamorfosis del avant-garde, o Soft Machine y el contingente de Canterbury anticipando una transición del rock al jazz que sería de rigor en los ’70. Muchos de sus principales exponentes -John Stevens, Trevor Watts, Paul Rutherford- obtienen una temprana educación sentimental gracias a la RAF (Royal Air Force) estacionada en la Alemania ocupada de posguerra. Serán la extraordinaria radio germana y los clubes de la ciudad de Colonia quienes los introduzcan en los primeros escarceos de John Coltrane y Miles Davis, de Charles Mingus y Eric Dolphy. Otros, como Jeff Nuttall –de los criminalmente subestimados People Show/ People Band-, la crítica y fotógrafa Valerie Wilmer, Mike Westbrook o el propio Rutherford, acumulan experiencia e inspiración gracias a las Brass Bands, el trad jazz y las marchas antinucleares de Aldermaston que todavía se encuentran a la vuelta de la esquina. Y aún otros como Derek Bailey se ganan su entrenamiento musical y su sustento a fuerza de transpirar la escena de los pequeños clubes londinenses.
El desagrado ante el estado del jazz anglosajón a ambos lados del Atlántico, que desde mediados de los ’60 se apodera de una serie de colectivos escudados en misteriosas iniciales -AMM, SME (Spontaneous Music Ensemble), los internacionales MEV (Musica Elettronica Viva), MIC (Music Improvisation Company) o el LMC (London Musicians’ Collective) ya en los ‘70-, es mucho menos imprevisto de lo que quisiera una historia oficial demasiado dada a respaldar las declaraciones (interesadas) de los músicos. Forma parte, insistimos, de una efervescencia cultural que reivindica las pequeñas asociaciones musicales, los small sounds, los espacios de improvisación diminutos como el Little Theatre o el Old Place y las audiencias minúsculas, de espaldas a un Establishment al cual se elige despreciar sin combatir (salvo en casos aislados, como en la Scratch Orchestra de Cornelius Cardew o las experiencias más politizadas en los ’70 de gente como Robert Wyatt, los miembros de Henry Cow o las Moving Left Revues, sesiones de improvisación libre organizadas por el trombonista Paul Rutherford bajo los auspicios del partido comunista británico).
Hay, por un lado, una inversión de los términos en los que hasta entonces se consideraba el jazz, que ahora se ve menos como una oportunidad para la libertad sonora que como una camisa de fuerza que obliga a sacudirse sus constricciones formales y de contenido. Inversión esta que sería fundante para el desarrollo de una improvisación británica (y europea) que se ve a sí misma como una práctica musical inédita y sin precedentes (aún cuando deba buscar en la música culta de vanguardia los mecanismos que le permitan diferenciarse del free jazz afroamericano). Y hay también una reacción ante la avanzada comercial del Swinging London y ante el estatuto dudoso de un underground contracultural que, como ilustra el ejemplo de Pink Floyd y el derrotero del rock progresivo en general, está en camino de convertirse en lo peor del mainstream, un mero juguete en manos de los intereses de la industria, aquejado por la puerilidad de sus ideas y el gigantismo de su tecnología.
Se trataba, en definitiva, de una política de la pequeña escala, celosa de su autonomía y alejada del mundanal ruido de las multitudes enfervorizadas del jazz y del rock. Cosa que le valió, como suele ser de rigor en estos casos, acusaciones de elitismo que no siempre fueron infundadas. Porque su excesivo purismo, rayano por momentos en lo ascético, terminó por consagrar en varios de sus protagonistas la idea de que ellos -y sólo ellos- estaban en condiciones de defender una rígida jerarquía de valores culturales amenazados por la nivelación en masa. Igual que en la crítica literaria inglesa de F. R. Leavis de unas décadas atrás, la cultura minoritaria como antídoto a una civilización de masas cuyo repugnante rostro adoptaba, una vez más, la máscara de la barbarie norteamericana.
Pero no deberíamos ser tan drásticos en nuestras apreciaciones. Porque esta concepción un tanto estrecha sirvió para que también aquí, como en el resto de Europa, se desplegaran organizaciones de base que supieron conservar los ideales democráticos incluso en los tiempos infaustos de Margaret Thatcher: desde la formación de la Musicians’ Co-op de Bailey y Parker  en 1968, junto con el sello Incus, a la fundación del London Musicians’ Collective en 1976 o el Feminist Improvising Group (FIG) en 1977. Una profusa telaraña de iniciativas autogestionadas que en ocasiones se demostró sorprendentemente resistente y duradera. Que no eludió las complicidades con el fringe theatre de la época -la colaboración de Mike Westbrook con la compañía teatral Welfare State de John Fox, su proyecto multimedia conjunto en Cosmic Circus, la asunción posterior de Lol Coxhill como su director musical en 1973, la experiencia compartida entre la People Band y el teatro alternativo de People Show en el Arts Lab y en los clubes insignia de ese entonces como el UFO y el Middle Earth, la formación en 1975 de la Red Brass de Tony Haynes, producto de su relación con la troupe agitprop Belts’n’Braces o su posterior Grand Union Orchestra-. Que cobijó en su seno largas carreras de una consecuencia extraordinaria, como ilustran los casos del guitarrista Derek Bailey, los bateristas Eddie Prévost y Tony Oxley o el saxofonista Evan Parker, entre muchos otros. Y que supo proveernos de momentos supremos e historias asombrosas como la de la Brotherhood of Breath, fabulosa Big Band liderada por el pianista Chris McGregor que reuniría a un grupo de expatriados sudafricanos residentes en Londres con la crema de la improvisación británica de los ’70.
Aunque quizás sea la historia del baterista John Stevens, el principal animador de la escena, la que mejor ilustra el tipo de democracia a través de la práctica que define las coordenadas de la improvisación libre. Este fragmento de un viejo artículo sobre el disco Karyobin del Spontaneous Music Ensemble, aparecido en marzo de 2006 en nuestro propio blog Esculpiendo Milagros, explica la cuestión mejor que cualquier reescritura que intentáramos ahora:


“SME había germinado en la cabeza, las manos y los pies de Stevens. Más estrictamente, en un pequeño espacio londinense denominado Little Theatre Club que el baterista inaugurara a comienzos de 1966. Allí, y en gran medida gracias a las enseñanzas y a los métodos del propio Stevens, se instalaría el vértice de ese triángulo pionero de la improvisación británica que también abarcaba a los miembros de AMM y a la gente de The People Band. Comentaba años más tarde el pianista Steve Beresford que ‘hasta cierto punto, toda la escena londinense era un tributo a John Stevens, con su insistencia auténtica en la escucha virtuosa y en la interacción grupal.’
Dudo que alguna vez se reconozca por completo el papel catalizador que cumplió Stevens en lo que probablemente sea la mejor contribución de los británicos al progreso general de la música. Me refiero a esa manera peculiar de tocar que con el correr del tiempo se denominaría insect music: una ejecución que descansa en la experiencia colectiva, donde cada intérprete escucha a los demás con atención concentrada y responde a la llamada de cualquier otro, entablando un diálogo que demanda el seguimiento continuo de los detalles más pequeños y presupone la determinación irreductible de añadir la voz del instrumento en beneficio de la totalidad del conjunto.
Un improbable equilibrio entre la autonomía individual del instrumentista y el estímulo que ofrece el colectivo que, milagrosamente, funcionó en la free music inglesa hasta bien entrada la década del ’70. Un sistema de relaciones basado en los sonidos simples, los fraseos breves, el contraste en la dinámica entre lo acústico y lo eléctrico, y en la generación de patrones grupales complejos e inesperados a partir de esas expresiones individuales. Sistema que Karyobin ilustraba a la perfección en la conversación interminable entre los vientos, en la invención de espacios sonoros de la batería, en las texturas inéditas de la guitarra. De ahí esa cualidad fragmentaria, atomística, que produce una primera escucha del disco. Pero con el paso del tiempo, cuando acostumbramos nuestros oídos a cierta disonancia, a cierta atonalidad generalizada, descubrimos que la ausencia de unidades temáticas o arreglos de cabecera, la dificultad para distinguir quién lleva la voz cantante, la pérdida de cualquier relación de profundidad debido a la ruptura con el esquema venerable del solista y la base rítmica, en fin, la carencia de cualquier estructura reconocible, fundaba una estética radical del igualitarismo.
En eso consistía la genial invención de Stevens: la de una música que, por primera vez, era auténticamente grupal. Una música que demandaba una escucha colectiva, una manera de tocar colectiva, un sonido colectivo. Pero donde ese colectivo, en lugar de anular la expresión individual, no hacía más que resaltarla. En palabras de Stevens: ‘Lo que estamos haciendo consiste en ensayar una sociedad alternativa.’ De cómo la música podría contribuir a semejante utopía daba cuenta la nota de tapa del disco: ‘La música es una oportunidad para el desarrollo personal, es como otra pequeña vida, en la que es más fácil desempeñarse en el arte de dar, un arte que te vuelve más gozoso cuanto más lo practicas’.”