Monday, November 05, 2012

Qué solo y triste voy a estar...


“Pescado Rabioso fue el primer eructo después de que uno se toma un Uvasal tras haber comido y bebido a mansalva. La primera huella de la lucha del anticuerpo contra la infección. Como el primer síntoma de tratar de rebobinar un proceso autodestructivo, frenarlo...”, le comentaba Luis Alberto Spinetta al periodista Miguel Grinberg una noche tormentosa de comienzos de 1977. Se refería a esos tiempos azorados y perplejos, de crisis y paranoias, posteriores a la disolución de Almendra: una relación que no prospera (y que saldaría en “Blues de Cris”), el reviente en compañía de la pesada del rock’n’roll (“si no tocás blues sos un paquete”), la admiración por Pappo, a quien le regala su guitarra de 750 dólares que el Carpo vende a los pocos días, el viaje curativo a Europa. Era la fragilidad de la juventud, el fin de la infancia de una personalidad creativa que redundaría en algunos discos sin parangón en la historia del rock argentino.
Desatormentándonos (1972) constituyó un inicio renovado, la primera luz al final de un largo túnel. “Era oponerse a esa mentalidad argentina que erige ídolos para luego desmitificarlos. Yo esperaba que esa violencia reaccionase por medio de la creatividad, porque si uno se expresa no puede estar atormentado por las cosas. La creatividad sería una forma de suprimir el dolor que da despegar...” Una de esas tantas paradojas bienhechoras del Flaco, donde detrás de la energía pesada de los dos primeros discos de Pescado se adivinaba la belleza vulnerable de canciones quebradizas que, si uno se atrevía a tocarlas, se hacían añicos como el cristal. El Spinetta de este período está hecho de dudas y vacilaciones puestas al servicio de una extraordinaria capacidad expresiva que alcanzaría una doble cumbre al final de cada grupo: con Artaud en 1973 y con El jardín de los presentes en 1976.

“Había que inventar un mundo para salir a la intemperie”, le decía a Eduardo Berti a propósito de Pescado Rabioso. Precisamente eso hace Luis Alberto entre el ’72 y el ’76. Y, otra contradicción luminosa, su manera tan personal de llevarlo a cabo se convierte en la cifra de una experiencia compartida por miles de jóvenes que pronto verían como las sombras de la noche negra de la dictadura militar se cernirían sobre sus pelilargas cabezas. El Flaco mamaba todos los estímulos: Hendrix y Zeppelin, el blues y la progresiva, la bossa y el tango, las cartas de Rimbaud y las de Rodez, Vietnam y la Argentina en el callejón de la primera mitad de los setenta. Con ellos construye un universo único e irreprochable, pletórico de sutilezas y de sentidos subrepticios.
En lo formal, comienza con la reelaboración del power trio: primero con Bocón Frascino y Black Amaya, después, con Machi y Pomo, dos bases rítmicas de su antiguo ídolo napolitano. Aunque las dos bandas terminarán como cuarteto: con David Lebón en Pescado, con Tommy Gubitsch en Invisible. El debut de Pescado abunda en esquirlas de furia guitarrera que traslucen un raro lirismo. Pero las guitarras flagelantes de tanto heavy desbocado se vuelven aquí colgantes, suspendidas en una suerte de prefiguración de futuros puentes amarillos. La inclusión de los teclados de Cutaia en “Serpiente (Viaja por la sal)”, un tour de force de riguroso ADN progresivo, anticipa la forma de las cosas por venir.
El estreno homónimo de Invisible (1974) es ya de otro planeta, uno que sucesivas generaciones de capitanes Betos aún pugnan por alcanzar. En el brevísimo lapso de un año, Spinetta abandona el blues, todo lo deforme que se quiera, para incursionar en improvisados experimentos que no reconocen antecedentes locales y rehúsan las influencias fáciles. Inclasificable por donde se lo mire (o se lo escuche), articula un espacio rarefacto, con las cintas al revés del inicio, plagado de digitaciones peculiares de guitarras, texturas primorosas, ritmos controversiales, cortes abruptos, acordes levemente disonantes y esa voz deliciosa, reinando soberana sobre imágenes que parecen sacadas de viejos volúmenes de Edward Lear y Lewis Carroll pasados por la picadora de carne del Lennon de “Strawberry Fields Forever”.

Por esos años su poética adquiere un apogeo temprano: en la lírica crepuscular de “Cristálida”, empeñada en sacudirse el peso muerto de la tradición para obtener la ansiada libertad; en las resonancias rimbaudianas de “iniciado...” y “poseído del alba”; en la cualidad elegíaca de “Mi espíritu se fue”, de “Cementerio Club”,  de la apocalíptica “Corto”; en los insondables abismos de Artaud, con esa “Cantata de puentes amarillos” que configura un triple ajuste de cuentas: con su propio pasado (“aunque me fuercen yo nunca voy a decir/ que todo tiempo por pasado fue mejor”), con el del rock nacional ( “y en el mar naufragó/ una balsa que nunca zarpó”) y con la sociedad de la época (“con esta sangre alrededor/ no sé qué puedo yo mirar”), en esa mezcla esotérica de niveles de la cual sólo puede darse el lujo aquel que está inventando un idioma nuevo. Retazos, astillas de un mundo que implosiona en Pescado para reconstruirse en Invisible.
Pescado Rabioso 2 (1973) y, sobre todo, Artaud (un álbum solista bajo el nombre de la banda ya separada) configuran el reparo, el refugio que le permite al Flaco evitar el contagio que transmite la locura del dramaturgo francés y que atestigua esa sorda guerra civil en la que se desangra este país incorregible. “No creas que ya no hay más tinieblas/ tan sólo debes comprenderla/ es como la luz en primavera”, y todos nos sentimos un poco como Starosta, el idiota. “Ya nada puedo hacer por él”, confiesa hacia el final de la canción, “Él se quemará/ mirando al sol/ y es esta la historia/ del que espera/ para despertar/ ¡Vámonos de aquí!” Pero Luis no se resigna, nos induce a movernos, y el verde se impone al amarillo en la legendaria tapa irregular del tercer disco de PR, que en palabras del poeta que lo titula simboliza la resurrección frente a la descomposición y decadencia de aquel otro que corteja, por fortuna sin seducirlo del todo, su célebre “Cantata”. Porque “mañana es mejor”, y al final de Invisible, tras el interludio de Durazno sangrante (1975), con El jardín de los presentes Spinetta reencuentra esa ciudad de Buenos Aires que se le había perdido en el primer LP de Almendra. Que es la suya, pero también la nuestra, la del entrañable capitán Beto, la de las golondrinas de Plaza de Mayo, los bandoneones de Mossalini y Mederos, la fusión con el tango en pos de una música ciudadana que se atreve a decir su nombre. 
Pero “los libros de la buena memoria” ya no bastarían. Quizás uno de los momentos sublimes del altísimo canon spinettiano, su irreprimible melancolía, la gracia indeleble de sus versos, contrasta con el desasosiego que inaugura el terror inédito del régimen militar, incluso en un país acostumbrado a los peores calvarios. Para cuando Invisible presenta el disco hacia fin de año en un Luna Park totalmente colmado, la violencia simbólica de Pescado, el experimentalismo a ultranza de Artaud e Invisible se declinan ya en tiempo pasado. A partir de ahora sólo se trata de sobrevivir. La música progresiva agonizará en su propia encrucijada, incapaz de erguirse frente a ese otro monstruo grande que pisa fuerte. El Flaco todavía se las ingeniará para ofrecernos aquí y allá fragmentos de sus iluminaciones. Pero eso será otra, dolorosa, historia. Que su talento brillase como nunca en los años más oscuros de la sociedad argentina constituye la última de sus paradojas, ésta un tanto amarga, de la que siempre nos quedará el consuelo de ese puñado de álbumes inmortales.