Thursday, April 22, 2010

Conciertos en el LIMb0






CICLO DE ARTE SONORO Y MUSICA EXPERIMENTAL


ABRIL




STEPHAN MATHIEU [ALEMANIA]


GEORGE CREMASCHI [USA]




VIERNES 23 DE ABRIL 20 HS ENTRADA LIBRE Y GRATUITA


ALIANZA FRANCESA DE BUENOS AIRES CORDOBA 946


COORDINACION: JORGE HARO




LOS ARTISTAS




Stephan Mathieu (Alemania)


Trabaja en el campo del arte digital y la música electroacústica. Uno de sus principales intereses es la realización de conciertos y performances. Actualmente prepara una obra audiovisual en colaboración con la artista argentina Carolina Mikalef, que será presentada en la próxima edición del festival Sónar de Barcelona. Su octavo disco solista Virginals ha sido editado por el sello Touch de Londres.






George Cremaschi (USA)


Nació y estudió música en la ciudad de Nueva York. Escribió música para danza, teatro, cine, rock y pop. Ha trabajado con artistas como Matthew Ostrowski, Nicolas Collins, Evan Parker, Burkhard Stangl, Mats Gustafsson, Lê Quan Ninh, Nels Cline, Han Bennink y Andrea Parkins. Ha interpretado obras de Morton Feldman, James Tenney, John Cage, Iannis Xenakis, Roscoe Mitchell, Christian Wolff, Wadada Leo Smith, Krzysztof Penderecki, Ana-Maria Avram, y Louis Andriessen, entre otros. Realizó grabaciones para los sellos Apestaartje, Evolving Ear, Black Saint, Leo, Beak Doctor, Emanem, Rastascan, Music & Arts, Nine Winds y 482 Music. Actualmente vive en Tábor, Republica Checa, donde es artista en residencia, curador y administrador de CESTA, un centro de arte internacional.






INFO








Wednesday, April 21, 2010

Cómo hacer cosas con sonidos: La estética de John Cage y los orígenes de la música experimental (V)


11- En segundo término, el acento ya no recae tanto en las relaciones entre los sonidos (como quería el racionalismo musical) sino en los propios sonidos como tales. Una suerte de empirismo radical que busca evitar el peligro al que inevitablemente nos conduce la percepción mecanicista del mundo: el hecho de que “cuanto más se perciben las relaciones entre las cosas, menos se tiende a tener conciencia de su existencia como cosas en sí mismas.” Todo el conjunto de procedimientos (azar, indeterminación, etc.) al que apela esta nueva música tiene como propósito fundamental el de volvernos conscientes de la inutilidad de los propósitos. Para decirlo en palabras de Leonard Meyer:

“La negación de la realidad de las relaciones y de la pertinencia de los propósitos, la creencia de que sólo las sensaciones individuales y no las conexiones entre ellas son reales, y la aserción de que las predicciones y objetivos no dependen de un orden existente en la naturaleza, sino de los hábitos y preconceptos acumulados del hombre, todo esto descansa sobre una negación menos explícita pero más fundamental todavía: la negación de la realidad de causa y efecto.”[1]

No se trata tanto de negar la causalidad como principio sino de combatir la tendencia al aislamiento de los acontecimientos particulares, de contrarrestar la suposición (encarnada en toda la tradición occidental) de que los sonidos se encadenan entre sí siguiendo una suerte de narrativa, que se nos aparece como el discurrir visual de las notas cuando leemos una partitura y como una sucesión cronológica ordenada cuando escuchamos una pieza musical determinada.
Esta impugnación de un espacio musical unificado y homogéneo, heredado de la preponderancia visual que parece dominar nuestras percepciones al menos desde el Renacimiento, coincide con la voluntad última del proyecto cageano: sustituir la prioridad de la vista por una nueva reconsideración del mundo en términos auditivos, hasta borrar también las distinciones entre ambos sentidos.[2] “Aprender a escuchar” constituye el valor supremo de la música experimental. Para ello, los sonidos adquieren una especie de concretud, de peso específico en sí mismos, independientes de su función en un desarrollo más general.[3]

Y la música se convierte en acción. Porque una vez que se arranca a los sonidos de cualquier significado preestablecido, una vez que el péndulo de la experiencia acústica se traslada al oyente, una vez que se desmantelan las relaciones unívocas entre compositor y partitura, partitura e intérprete, intérprete y oyente, una vez, en fin, que se subvierte la distinción entre música y ruido, o entre sonido y silencio, queda apenas un ámbito de indeterminación susceptible de ser llenado con cualquier contenido que queramos atribuirle. Y semejante posibilidad, lejos de ser arbitraria, se identifica más bien con el libre arbitrio, con nuestra capacidad de conceder significados siempre renovables a un marco de experiencia que desafía nuestros hábitos preconcebidos. Una acción que, en la medida en que se sitúa en el aquí y ahora de nuestra existencia, disuelve también la diferencia entre arte y vida, asumiendo que “todas y cada una de las cosas en el tiempo y el espacio tienen relación con todas las demás cosas en el tiempo y el espacio” (Cage, op. cit., p.47)

“Una acción experimental, generada por una mente tan vacía como lo estaba antes de haberla concebido, y por lo tanto abierta a cualquier posibilidad, es, por otra parte, práctica. No se mueve en términos de aproximaciones y errores, como debe hacerlo por naturaleza una acción bien fundamentada, ya que antes no se habían establecido imágenes mentales de lo que ocurriría; ve las cosas directamente como son: no permanentemente implicadas en un infinito juego de interpretaciones. Música experimental.” (Cage, op. cit., p.15)

Una acción, entonces, que es verdaderamente libre porque asume que el universo es un proceso continuo, que todo recorte para orientarnos en él es meramente artificioso, y que la vida, como quería Henri Bergson, es fundamentalmente duración (el único atributo que, por otra parte, según Cage, comparten sonidos y silencios).

12- Lo que nos conduce finalmente a la transformación radical de la idea de tiempo que impulsa la música experimental. Un golpe directo al corazón de la herencia occidental, acostumbrada a pensar la música como el arte temporal y abstracto por excelencia: una sucesión de sonidos enlazados por ciertas reglas armónicas complejas que no sólo garantizaban el desarrollo de una pieza determinada, también brindaban al compositor las técnicas necesarias para llevar a cabo esa tarea. La elección de temas y motivos definidos, sus constantes transposiciones y recapitulaciones, las diferencias estrictas entre las diversas formas (que permitían distinguir por ejemplo entre una fuga y una sonata) y hasta la teoría misma del contrapunto se basaban en un supuesto fundamental: que la música, como la sucesión de sonidos en el tiempo, estaba sujeta a un orden narrativo, sintagmático, similar al de cualquier lengua (escrita o hablada) pero sin el acento referencial que caracterizaba a otras disciplinas estéticas. De lo que se deducía su autosuficiencia, el carácter autónomo de ese universo sonoro empecinadamente cerrado a cualquier incidencia externa. Carácter que la revolución vanguardista conservaría, hasta volverlo prácticamente inviolable, con su búsqueda paulatina de una abstracción cada vez mayor. Puede que la rebelión serialista (y hasta la electroacústica) desafiara las reglas clásicas de la composición, pero jamás abandonó las presuposiciones de una evolución progresiva de los sonidos, sometidos a la atenta vigilancia del artista, cuya inmaterialidad sólo desvelaba la notación convencional de la partitura. Podía discutir la jerarquía de las alturas pero dejaba intacto el elevado lugar que la música, debido a su supuesta inmaterialidad, ocupaba en unas consideraciones estéticas que hacían de la abstracción el valor por excelencia de cualquier obra.

La teoría (y la práctica) de Cage, en cambio, promulgaba una especie de transparencia acústica, que arrancaba a los sonidos de su encadenamiento forzoso para que flotaran libremente en un espacio que, en la medida en que se abría también a los acontecimientos externos (los ruidos del público en 4’ 33”), incorporaba el movimiento temporal. El tiempo no se asumía aquí en los términos de un progreso más o menos lineal sino a partir de la idea, derivada de la filosofía de Bergson y reforzada por su interés en el Zen, de la naturaleza como un proceso continuo de creación y cambio. Un flujo incesante sólo comprensible como duración, que requería de todos aquellos involucrados en la música (compositores, intérpretes y oyentes) percepciones intensificadas que mantuvieran a raya la tendencia del intelecto a aprehender el discurrir de los sonidos como entidades estables y estáticas. Muchas piezas experimentales hicieron de la duración extensa un desafío para la fortaleza física de los ejecutantes y para la paciencia del público. La Monte Young parece haber convertido ambos requisitos en condición sine qua non para la apreciación de su peculiar estética. Y Morton Feldman sacó las conclusiones lógicas de esta transformación temporal al elevar la desorientación de la memoria, como quería el propio Bergson y como demuestra su famosa Triadic Memories, a principio formal capaz de revelar la funcionalidad y direccionalidad de los acordes como meras ilusiones.

No es necesario multiplicar los ejemplos. Baste decir que la música experimental, con su aceptación de nuestra radical contingencia, cuestiona los presupuestos ontológicos de la tradición occidental sin ignorar la lección básica de la modernidad: la conciencia de nuestra inevitable finitud e historicidad, la obligación de volvernos responsables de nuestras propias acciones y decisiones. De cómo hemos de transformar esa contingencia en destino, en una época que ya no puede apelar a las cosmovisiones trascendentes, religiosas y metafísicas de antaño, da cuenta también, entre muchas otras actividades humanas, la experimentación sonora, con su búsqueda de una relación menos forzada entre el hombre y la naturaleza, con esa forma lúdica, y a la vez gozosa, que tiene en ocasiones de dejarse llevar por el fluir de la vida. No alcanzó para cambiar el mundo ni tampoco lo pretendía. Pero sirvió para que unas cuantas personas aprendieran a verlo y a escucharlo con ojos y oídos diferentes.


[1] Leonard Meyer. ¿El fin del Renacimiento?: Notas sobre el empirismo radical de la vanguardia. En revista Sur n° 285, p. 33. Meyer engloba en un mismo concepto de vanguardia al modernismo artístico y a la experimentación radical que aquí procuramos distinguir.


[2] No podemos desarrollarlo aquí como se merece pero digamos que ese parece ser también el proyecto de Marshall McLuhan, desde un lugar distinto, con su crítica al hombre tipográfico y su noción de la nueva primacía de lo audiotáctil. Cf. La galaxia Gutenberg y, en particular, ”Acoustic Space”, en Edmund Carpenter and Marshall McLuhan (Eds.), Explorations in Communication (Beacon Press, Boston, 1960)


[3] “En términos musicales, cualquier sonido puede producirse en cualquier combinación y en cualquier continuidad.” Cage, op. cit., p.8, “Un sonido no se considera a sí mismo como pensamiento, como obligación, como necesitado de otro sonido para su dilucidación, como etc.; no tiene tiempo para ninguna consideración –está ocupado con el ejercicio de sus características: antes de morir debe haber dejado claras su frecuencia, su volumen, su duración, su estructura de armónicos, la morfología exacta de todo ello y de sí mismo”. Op. cit., p.14


FIN
Norberto Cambiasso

Monday, April 19, 2010

Cómo hacer cosas con sonidos: La estética de John Cage y los orígenes de la música experimental (IV)


8- De lo dicho hasta aquí no hay que deducir que la música experimental renuncia sin más a cualquier atisbo de racionalidad, una interpretación lamentablemente extendida, que se apoya en el documentado interés de Cage por el Zen, ciertas fuentes hindúes, la psicología de Carl Gustav Jung y místicos cristianos como Meister Eckhart. Ni tampoco suponer (aunque de manera involuntaria este artículo contribuya a ello por centrarse en su figura) que la experimentación sonora radical descanse exclusivamente en sus ideas pioneras y no haya evolucionado desde los tempranos años 50.
Trazar ese desarrollo fue una de las tareas que se impuso Michael Nyman en su Experimental Music: Cage and Beyond. A él debemos la distinción hoy canónica entre la tradición vanguardista de la primera mitad del siglo XX y la vertiente de experimentación que se ha ido afirmando a partir de las primeras intuiciones cageanas.[1] El ahora reconocido compositor británico distinguía en la música experimental una serie de procesos cuyo carácter impersonal sustraía los sonidos de la voluntad integradora del compositor moderno. En lugar de congelarse en una estructura de relaciones, en un sistema de reglas cuya perfección sancionaba la propia partitura, ahora era posible escucharlos en su peculiar devenir, ajenos a las conexiones lógicas que, lejos de formar parte de su propia naturaleza como sonidos, tendían a ser impuestas por la mente humana, acostumbrada a recortar en una serie de estados separados el flujo continuo de la realidad.
No se trataba de un mero repertorio de técnicas sino de medios en general sencillos de poner los sonidos en movimiento, a los que Nyman unificaba bajo la idea de “procesos”, inspirado por las consideraciones del propio Cage. Apuntaban a provocar una situación en la cual los sonidos podían ocurrir, a generar una acción que no siempre era simplemente sonora. Una lista parcial debería contemplar el abandono de la notación convencional por instrucciones verbales (Fluxus) y partituras gráficas (de Christian Wolff al Treatise de Cornelius Cardew), el uso de procedimientos de azar (como el I-Ching, los mapas estelares, los mazos de cartas, etc.), la libertad para que el ejecutante se mueva a través del material sonoro a su propia velocidad (como en In C, la famosa pieza de Terry Riley donde cada intérprete debe completar 53 figuras a su propio ritmo, sin que sea obligatoria la coincidencia unísona de los instrumentistas), la repetición de ciertos parámetros musicales (los procesos graduales de Steve Reich y el minimalismo de Riley, Glass y cía.), la apelación a un repertorio de sistemas contextuales (variables que surgen de la propia continuidad musical como en los últimos dos parágrafos del The Great Learning de Cardew o en el plan de improvisación del Spacecraft de Musica Elettronica Viva), las posibilidades renovadas de una electrónica casera (MEV, el Once Group, Sonic Arts Union, el San Francisco Tape Music Center), el uso de técnicas instrumentales extendidas, la reconsideración del noise (de Luigi Russolo a Merzbow) y los silencios (de 4’ 33” al moderno reduccionismo), los sonidos interminablemente sostenidos bajo la forma de drone (La Monte Young y el Theatre of Eternal Music), las game pieces (como Cobra de John Zorn), entre muchos otros.
La música experimental sustituía las cosas por las acciones, los objetos por los procesos, la composición cerrada por las posibilidades abiertas, las explicaciones mecanicistas por las incógnitas de la indeterminación, el control por la simple expectativa, el tiempo abstracto –articulado por una sucesión de momentos estáticos- por la duración -el tiempo concreto en que suceden los acontecimientos-. Que renunciara a figurarse la naturaleza como una inmensa máquina regida por leyes matemáticas o como la mera realización de un plan, que cuestionara las conexiones lógicas que derivan de una imagen geométrica del universo, no significa que esta nueva actitud experimental postulara un irracionalismo sin más. Se trataba de intensificar nuestra percepción del entorno, del conjunto de fuerzas que nos atraviesan y nos convierten en seres únicos pero situados siempre en configuraciones que exceden la mera voluntad individual, de conectar nuestra existencia con el fugaz pero constante discurrir del mundo, de acercar otra vez, si se quiere, el arte a la vida.

9- En Cage y en buena parte de la tradición experimental que deriva de él, se busca entonces desarticular cualquier conexión a priori, abstracta o trascendente, entre los sonidos. Y quebrar también cualquier lazo a posteriori a través de la introducción de procedimientos de azar y otras variables indeterminadas. En este caso, las conexiones entre compositor, intérprete y oyente, liberadas de los corsés institucionales de una venerable tradición occidental, sujetas ahora al mismo tipo de indeterminación que rige las relaciones entre los sonidos. Toda vez que los sonidos renuncian a cualquier significado establecido de antemano, que se cuestiona su continuidad rítmica o melódica, que se resisten a cualquier estructuración predeterminada (sea esta armónica, atonal o dodecafónica), y que ni compositor ni intérprete detentan ya la autoridad en última instancia de una composición, la experiencia acústica adquiere valor en sí misma y se traslada a la capacidad de cada oyente de hacer sentido de ese continuo discurrir sonoro, que no reconoce fundamento ni meta alguna más allá de su propia existencia como tal.
Una música que puede hallarse en cualquier lugar. Que no requiere que alguien golpee las teclas de un piano o pulse una cuerda para existir. Que desconfía de los gestos expresionistas y prefiere la experiencia de la escucha a la demiurgia del compositor. Que nos enseña a escuchar el mundo con oídos vírgenes, asumiéndolo como una inmensa caja de resonancias. Y que, por consiguiente, promueve una revolución total en nuestra concepción del espacio sonoro.

10- La llave de esa percepción tan modificada respecto de la tradición musical de Occidente no es otra que la conclusión a la que llegó Cage luego de su experiencia en la cámara anecoica.

“El espacio y el tiempo vacíos no existen. Siempre hay algo que ver, algo que oír. En realidad, por mucho que intentemos hacer un silencio, no podemos. Para ciertos procedimientos de ingeniería es deseable tener una situación lo más silenciosa posible. Una habitación así se denomina cámara sorda, sus seis paredes hechas de un material especial, un habitáculo sin ecos. Hace unos años entré en una de estas cámaras en la Universidad de Harvard y oí dos sonidos, uno agudo y otro grave. Cuando los describí al ingeniero encargado, me explicó que el agudo era mi sistema nervioso en funcionamiento; el grave, mi sangre circulando. Hasta que muera habrá sonidos. Y éstos continuarán después de mi muerte. No es necesario preocuparse por el futuro de la música.” (Cage, op. cit., p.8)

El silencio absoluto, entonces, no existe.[2] Lo que solemos concebir como silencio no es otra cosa que sonido no intencional. Y allí está su pieza más célebre -4’ 33”- para demostrarlo. Gracias a esta suerte de panauralidad[3] -la conclusión de que todo suena siempre por doquier- la nueva música experimental buscará establecer un continuum sonoro con la naturaleza. Ahora

“...la acción o existencia musical puede ocurrir en cualquier punto, o a lo largo de cualquier línea o curva, o de lo que sea, en el espacio sonoro total;... estamos, de hecho, técnicamente equipados para transformar en arte nuestra idea contemporánea de cómo opera la naturaleza.” (Cage, op. cit., p.9)

Las consecuencias que se desprenden de una declaración como ésta serán poco menos que formidables. En primer lugar, una democratización radical de la música, dispuesta ahora a aceptar en su seno los sonidos del ambiente, ya sea que pertenezcan a la propia naturaleza o a un entorno industrial modificado por el hombre. La borradura definitiva de cualquier diferencia que hubiese podido persistir entre el ruido y la música.[4] Porque el silencio, entendido de este nuevo modo, no es más que el espacio donde resuenan los sonidos, también aquellos agrupados en la partitura más compleja que quepa imaginar. Y la música, entonces, sale del venerable caparazón en que se mantuvo encerrada por cuatro siglos de reglas armónicas y regulaciones institucionales, para acudir al terreno más resbaladizo, pero también más recompensante, de la vida cotidiana.[5]


[1] Michael Nyman. Experimental Music: Cage and Beyond. Cambridge University Press, Cambridge, 1999. (Existe trad. castellana reciente) Cito de la segunda edición. La primera apareció en 1974, en el contexto de una colección de Studio Vista sobre los desarrollos experimentales en diversas disciplinas artísticas. Asumo que no todo el mundo está de acuerdo con la tajante diferenciación que Nyman hace entre vanguardia y experimentación. Sus detractores sostienen que el contagio entre ambas excede largamente sus diferencias. No obstante, Daniel Varela y yo creemos que esas diferencias existen y, en enorme medida, han guiado los criterios de selección del material de este archivo. Autores posteriores vulgarizaron parte de los argumentos de Nyman y tradujeron sin más las dos tradiciones como modernista y posmodernista, algo muchísimo más difícil de demostrar si implica reducir la experimentación de los ’50 y ’60 a criterios posmodernos. Es el caso de Georgina Born. Rationalizing Culture: IRCAM, Boulez and the Institutionalization of the Musical Avant-Garde. University of Clifornia Press, Berkeley, 1995. También el libro clásico de Fredric Jameson, Posmodernism: The Cultural Logic of Capitalism, considera a Cage como un mero exponente del posmodernismo, como si el norteamericano no hubiera sido otra cosa que una suerte de mero pasticheur.


[2] Poco se ha escrito, hasta donde sé, de la inmensa influencia que ejerció la filosofía de Henri Bergson en la concepción cageana de experimentación. Una excepción notable es Branden W. Joseph. Random Order: Robert Rauschenberg and the Neo Avant-Garde. MIT Press, Mass., 2003. En particular el primer capítulo, que versa sobre las relaciones entre las White Paintings de Rauschenberg, la pieza 4’ 33” y las tesis del filósofo francés. Sus argumentos acerca de la imposibilidad del silencio absoluto coinciden con la demostración bergsoniana de la imposibilidad de la nada absoluta y, por ende, de la representación de la idea de vacío en el capítulo 4 de La evolución creadora. Más adelante veremos que el concepto radicalmente transformado del tiempo en la música experimental debe toda su fuerza al supuesto de una duración entendida en términos bergsonianos.


[3] El término pertenece a Douglas Kahn. Noise Water Meat: A History of Sound in the Arts. MIT Press, Mass., 2001. La tesis de Kahn apunta a demostrar que esta nueva concepción del silencio como omnipresencia del sonido no intencional se produce a expensas de un silenciamiento de lo social. El capítulo 6 de su libro probablemente sea la mejor discusión de las consecuencias ideológicas de la estética de Cage que puede leerse en la actualidad.


[4] Cumpliendo hasta cierto punto el sueño del futurismo italiano acerca de un arte de los ruidos, sueño que el linaje moderno se había encargado de mantener a raya hasta entonces. Porque a partir de la ruptura schönbergiana de la tonalidad, el ruido sólo podía incorporarse como disonancia. Todavía en la música concreta, la insistencia de Schaeffer en suprimir cualquier referencialidad de sus found sounds, con su concepto de acusmática, seguía en la misma dirección de un universo musical autónomo derivada del organicismo romántico, aún cuando las condiciones técnicas hubieran cambiado de manera rotunda gracias a la cinta de grabación. Buena parte del noise contemporáneo ya no se preocupa por ocultar las fuentes referenciales de sus sonidos sino que busca, en muchos casos, volverlas explícitas y reconocibles al oído. Para un análisis de cómo las intuiciones ambiguas de Russolo fueron cooptadas por el modernismo hacia la esfera autónoma de la música bajo la forma de disonancias, cf. Norberto Cambiasso: “El oído inalámbrico. Diseño sonoro, auralidad y tecnología en el futurismo italiano”, en Cuadernos del Centro de Estudios en Diseño y Comunicación, n° 24, Universidad de Palermo, Buenos Aires, agosto de 2007. Una historia del ruido reciente, de Russolo al sound art contemporáneo, entendido bajo la impronta batailleana del exceso, en Paul Hegarty. Noise/ Music: A History (Continuum, London, 2007).


[5] El anarquismo un tanto ingenuo de Cage tiende a suponer que basta la liberación del oyente de los hábitos acústicos en los que se hallaba prisionero para contrarrestar la incidencia de los regímenes de poder; que la “expansión subjetiva en un ámbito de multiplicidad indeterminada” (la frase es de Brandon Joseph) hará de cada experiencia auditiva una cosa individual, diferenciada y única. No obstante, el hecho de que cada oyente particular se someta a esta experiencia cuando escucha música experimental, garantiza para Cage de modo suficiente el establecimiento de una comunidad: la audiencia como “un grupo de individuos unido en su experiencia, pero que difieren en su recepción”, lo contrario de esa muchedumbre solitaria a la que se referían sociólogos como David Riesman a la hora de describir el nuevo estatuto de los sujetos bajo las condiciones de una sociedad de masas. Una idea que también tuvo sus 15 minutos de fama en ciertas prácticas de la improvisación durante la década del ’70. Cf. Branden W. Joseph. Beyond the Dream Syndicate: Tony Conrad and the Arts after Cage. Zone Books, New York, 2008. Pp. 263-265


Continuará

Monday, April 12, 2010

Cómo hacer cosas con sonidos: La estética de John Cage y los orígenes de la música experimental (III)


6- Liberar a los sonidos de su esclavitud en este conjunto de relaciones formales e institucionales sería la tarea de la música experimental y, en particular, de la estética de Cage. De allí su famoso dictum: “to let sounds be themselves” (Dejad que los sonidos sean ellos mismos).
En el modernismo musical de la primera mitad del siglo -y aquí no cambia nada el hecho de que se trate de una partitura con notación convencional (como en la tradición dodecafónica/ serial) o de la medición de frecuencias sonoras de la electrónica y la electroacústica- cada parámetro de la composición debía estar interrelacionado. Fue el propio Schönberg quien legó a buena parte de los compositores posteriores una concepción de la forma como equilibrio estructural entre las partes, cuyos orígenes podían rastrearse sin dificultad en cierto organicismo romántico: la idea de que una obra acabada se medía por su completud formal, la relación perfecta entre todos los elementos que la componían. Una totalidad cerrada en sí misma donde no faltase ni sobrase una sola nota, donde cada sonido se articulara con el anterior y con el siguiente en una conexión necesaria y donde nada interviniera que pudiera considerarse ajeno al material técnico requerido por la estructura misma de la composición. De este modo, la música, como la más abstracta de las artes, no hacía más que replicar el modo en que funcionaba la naturaleza. Así como en la semilla ya se encuentra en germen la planta, así también en la idea de un buen compositor se oculta ya la concepción completa de la obra. El resto es mero asunto de ejecución.
Huelga decir que semejante visión hacía del artista un genio, unos cuantos escalones por encima del común de los mortales. El modernismo vienés simplemente sustituía las veleidades metafísicas por el acento en las técnicas compositivas. La inspiración romántica cedía su lugar al manejo puntilloso del material sonoro. Pero el compositor seguía siendo tanto el factotum de la obra como la fuente última de su significado.[1]

7- Nuestra vida diaria no siempre se rige por las relaciones causales que invoca el método experimental. Las acciones cotidianas no pueden aislarse o manipularse a voluntad como si fueran variables científicas. Para comprobarlo, basta reparar en esta encantadora anécdota que cuenta Cage y que vale la pena citar en toda su extensión:

“La revisora de un autobús lleno de gente y a punto de salir de Manhattan hacia Stockport vio que había demasiados pasajeros de pie. Preguntó entonces: ‘¿cuál fue la última persona en subir al autobús?’ Nadie dijo nada. Afirmando que el autobús no partiría hasta que el pasajero extra lo abandonase, fue a avisar al conductor, que volvió a preguntar: ‘Vamos a ver, ¿quién fue el último que subió al autobús?’ De nuevo el silencio del público. De modo que se fueron los dos a buscar al director. Éste preguntó: ‘¿Quién fue la última persona que subió al autobús?’ Nadie habló. Entonces anunció que iba a traer a un policía. Mientras la revisora, el conductor y el director se fueron en busca de un policía, un hombre bajito llegó a la parada del autobús y preguntó: ‘¿es éste el autobús que va a Stockport?’ Al oír que lo era, se subió. A los pocos minutos los tres que se habían marchado volvieron acompañados por un policía. Éste preguntó: ‘¿cuál es el problema? ¿Quién ha sido el último en subir al autobús?’ El hombre bajito contestó: ‘He sido yo’. El policía le ordenó: ‘De acuerdo, bájese’. Todos los ocupantes del autobús se echaron a reír. La revisora, pensando que se reían de ella, se echó a llorar y dijo que se negaba a ir a Stockport. El inspector dispuso entonces que fuera sustituida por otra revisora. Ésta, al ver al hombre bajito de pie en la parada del autobús, dijo: ‘¿Qué está haciendo aquí?’ Él le contestó: ‘Estoy esperando para ir a Stockport’. Ella replicó: ‘Pues éste es el autobús que va a Stockport. ¿Va a subir o no?’”

Una serie de circunstancias encadenadas que guardaban entre sí perfecta consistencia lógica terminaron por producir la consecuencia exactamente contraria a la buscada. Esa clase de indeterminación, en la cual hacen su aparición variables que el científico o el compositor no controlan, guiará los desvelos de una música experimental que debe a Cage por igual sus fundamentos primarios, su primera fundamentación explícita y su definición más célebre.[2]

“...aquí la palabra “experimental” es apta siempre que se entienda, no como la descripción de un acto que luego será juzgado en términos de éxito o de fracaso, sino simplemente como un acto cuyo resultado es desconocido”.

Una partitura experimental no juzga entonces sus resultados en términos de éxito y de fracaso porque el compositor renuncia de antemano a controlarlos. “Un acto cuyo resultado es desconocido”, nos dice Cage. ¿Desconocido para quién? En primera instancia, para el propio compositor. Idea ésta que arranca la experimentación sonora no sólo del ámbito de la causalidad (a la que sin embargo no renuncia necesariamente) sino también del de la teleología. Porque aquí ya no se trata de los propósitos y de las intenciones sino del continuo fluir de los sonidos: “de los que están en el pentagrama y de los que no”, esos aparentes silencios que abren “las puertas de la música a los sonidos del ambiente”.[3]
Una música, entonces, que lejos de cristalizarse en una partitura que, amén de las interpretaciones, permanece idéntica a sí misma de una vez y para siempre, prefiere constituirse como un proceso susceptible de modificaciones futuras, similar a ese río heraclitiano en el que nadie se baña dos veces. Un organismo vivo -tan distinto de ese organicismo romántico del que deriva la tradición del racionalismo modernista- que renace siempre de manera diferente ante cada nueva ejecución. Y que postula en un mismo gesto la muerte del compositor y la liberación del oyente.[4] Pero no, como creía Enzensberger, para descargar al músico de responsabilidades. Porque a diferencia del compositor serial, que se rige por un sistema de reglas preestablecidas, el compositor experimental apunta a producir con sus sonidos una intervención en el mundo, un acto que requiere de la participación de los ejecutantes y de la audiencia para poder ser completado. Y que en ese sentido se diferencia del típico individualismo moderno, propio de los métodos axiomáticos cartesianos (y, por cierto, de una economía de mercado) y se aproxima a una tradición pragmatista en la que cualquier clase de interpretación es fruto de procesos de aprendizaje compartidos.

[1] Una buena discusión de todo el asunto se encuentra en Judit Frigyesi: Béla Bártok and Turn-of-the-Century Budapest (University of California Press, Berkeley, 1998) En especial en su primer capítulo: “Organic Artwork or Communal Style?” Allí Frigyesi distingue dos modernismos paralelos a principios del siglo XX pero considerablemente disímiles: el de la segunda Escuela de Viena y el húngaro, cuya figura central es, como se sabe, Béla Bártok. Los presupuestos del primero, propios del modernismo vienés y que ella liga al organicismo romántico, impiden la recepción de las tradiciones folklóricas que caracterizarían al segundo. Un análisis clásico de las vertientes organicistas y románticas del siglo XIX, aunque volcado a la discusión literaria de la época, es el de M. H. Abrams: El espejo y la lámpara: teoría romántica y tradición crítica acerca del hecho literario. Buenos Aires, Nova, 1962.


[2] La anécdota del autobús pertenece a una conferencia denominada “Indeterminación” que consta exclusivamente de 57 anécdotas. Cf. John Cage. Silencio. Árdora, Madrid, 2005. p. 271. La definición que citamos a continuación se encuentra en “Música experimental: doctrina” en op. cit, p. 13. También Adorno, ubicado en las antípodas de la concepción cageana, asume la música experimental como aquella “que no se puede prever en el proceso mismo de producción”. Cf. Theodor Adorno. “Vers une musique informelle”, en Escritos Musicales I-III. Akal, Madrid, 2006.

[3] Cage, “Música experimental” en op. cit., pp. 7-8.


[4] Los razonamientos de Cage anticiparon en casi dos décadas la celebrada noción de Roland Barthes acerca de “la muerte del autor”, quien, en 1968, no parecía estar haciendo mucho más que aplicar esta idea, harto discutida en los ámbitos de la música contemporánea, a las esferas literaria y artística.


continuará

Saturday, April 03, 2010

Cómo hacer cosas con sonidos: La estética de John Cage y los orígenes de la música experimental (II)


3- En general se admite, no sin cierta ligereza, que los inicios de la música contemporánea se remontan a la ruptura de Arnold Schönberg y la Segunda Escuela de Viena con los principios de la tonalidad clásica. Pero el propio Adorno, modernista inflexible en cuestiones estéticas, impulsor convencido de los compositores vieneses y discípulo del discípulo de Schönberg Alban Berg, demuestra sobradamente que en esa ruptura hay mucho de continuidad. Porque una vez que el cromatismo wagneriano dilata hasta la extenuación el momento de resolución en la tónica, ¿qué otra cosa queda que el abandono liso y llano de la jerarquía diatónica? Y aún así, la emancipación de la disonancia que promueve el nuevo método atonal no deja de ser una pequeña revolución, si se quiere, muy localizada, que ataca apenas las relaciones interválicas de la vieja y querida armonía funcional (a las que la música llamada “culta” volverá una y otra vez en el transcurso del siglo XX y la música popular nunca abandonará del todo). Una rebelión menor de las frecuencias o las alturas que no sólo deja intacto el gigantesco edificio institucional de la tradición clásica sino que renueva su eminente corazón germánico.
Será el mismísimo Schönberg, preocupado porque el expediente de la variación continua que la atonalidad requiere tiende a sustraerse a cualquier intento de organización racional, quien dé el siguiente y trascendental paso: la serie de doce sonidos o dodecafonismo.[1]

4- La serie a la que recurre Schönberg para recuperar el dominio de ese universo armónico que él mismo se había encargado de demoler con anterioridad, se extenderá en el serialismo integral posterior a todos los parámetros musicales: además de la altura de los sonidos, su amplitud, su timbre o estructura de armónicos, su duración, su morfología (el modo en que estos surgen, continúan y se apagan). Y también al ritmo, a la forma, al contrapunto y hasta al ataque de los instrumentos.
Una voluntad de predicción y control de todos los materiales sonoros que dominará el racionalismo modernista de la primera mitad del siglo XX y se perfeccionará en la música electro-acústica gracias a las nuevas posibilidades tecnológicas de medición y transformación de frecuencias sonoras que brinda la electrónica.
Esta redescubierta vocación cientificista hará de la organización serial el complemento estético de la cadena de montaje en el capitalismo monopólico. Y del control a ultranza, el reflejo especular de los nuevos modos de organización fordista del trabajo. Así como el obrero renuncia a cualquier cualificación de su trabajo para adaptarse al ritmo inclemente y monótono de la máquina, así también el compositor renunciará a aquello que le es más propio para convertirse en un mero arreglador del material, puesto que una vez elegida la serie generadora, el resto de la partitura se deriva de la combinación más o menos automática de dicha serie con los mecanismos (retrógrada, inversa y demás) característicos del método dodecafónico.[2]

5- ¿La música como nueva ciencia exacta? Ese pareció el sueño de compositores como Pierre Boulez y Karlheinz Stockhausen durante la década del ’50. Cuanto menos, este cientificismo prometía confirmar el diagnóstico de Max Weber acerca de la armonía funcional como anticipatoria de la racionalización capitalista. Y como el capitalismo se había transformado, la música cambiaba con él. Sólo que ahora iba por detrás del nuevo Estado industrial, no por delante.[3]
Era esta una vanguardia ambivalente, cuya abstracción sonora la alejó del público y la acercó a las instituciones del poder. Que requería de dinero estatal pero persistía en un funcionamiento elitista y jerárquico, distante de las necesidades o intereses de ese mismo ciudadano común que la financiaba a través de sus impuestos. Una música de pares, aislada en su propio universo autónomo, ajena a cualquier contagio social, al menos en sus variantes radicalizadas, como el IRCAM o el período más dogmático de Darmstadt.[4] Encerrado en sus propias y cerriles certezas tecnocráticas, este modernismo amigo del establishment hizo de la obsesión por el control de los sonidos su seña de identidad particular; de la complejidad que distinguía su voluntad racionalizadora, la pesadilla de los intérpretes, indefensos ante la partitura; y de la autoridad de un compositor devenido en ingeniero, el criterio a ultranza, excluyente, de cualquier cosa que, según esta peculiar ortodoxia, mereciera llamarse música.


[1] El dodecafonismo, inicialmente enfocado en las alturas, hace uso de las 12 notas de la escala cromática en un orden fijo. Cada una debe ser usada antes de que la serie vuelva a comenzar. El material de la composición se genera a través de cuatro transformaciones estructurales: la forma original, la serie leída al revés (retrógrada), con los intervalos invertidos (inversa) y mediante la combinación de ambas (retrógrada- inversa). Esto permite 48 permutaciones que constituyen el germen de cualquier pieza dodecafónica. Un espacio cromático homogéneo que renuncia a las jerarquías de la escala tonal, con sus tónicas, sus dominantes y subdominantes.

[2] Fue el propio Adorno quien puso el dedo en la llaga del nuevo problema con el que ahora se enfrenta el compositor dodecafónico, el hecho de que “el material indiferente del dodecafonismo se hace ahora indiferente al compositor”. El material sonoro se opone al compositor como “un sistema de reglas autocreado” y se degrada, por así decirlo, “antes de que las series lo estructuren, a un sustrato amorfo, en sí totalmente indeterminado, al cual luego el sujeto compositor interpuesto impone su sistema de reglas y legalidades.” El sujeto se vuelve esclavo del material en el mismo momento en que logra someterlo a una razón matemática. Cf, Th. W. Adorno, Filosofía de la nueva música. Akal, Madrid, 2003. Pp. 106-108.
La ausencia de una referencia tonal sitúa a este modernismo musical en las antípodas de las músicas populares. El serialismo no hará más que racionalizar y sistematizar esta diferencia en un estructuralismo duro de pretensiones cientificistas. Era lógico que Adorno, enemigo declarado de todo lo que oliera a positivismo, tuviera serias dudas al respecto, percibiendo desde el principio la ambigüedad entre su aparente voluntad negacionista (de la tradición y de la cultura de masas) y su insistencia en cierta manipulación determinista del material sonoro.
Suele considerarse a El martillo sin amo de Pierre Boulez como ejemplo paradigmático del serialismo integral. Pero será el propio Stockhausen quien lo llevará al extremo con su idea de una serialización total del timbre. Por fortuna, éste es el elemento musical que mejor se sustrae al control racionalista. El timbre renovará sus funciones y guiará muchos de los desvelos de la música experimental. Será fundamental en ámbitos como el drone, el noise, la improvisación y las nuevas vertientes de la música electrónica.


[3] La expresión The New Industrial State es del economista post keynesiano John Kenneth Galbraith. Titula su difundido libro de 1967, donde se refiere a una nueva sociedad de planificación cuyas necesidades industriales volverían inútiles las reglas de la libre oferta y demanda de mercancías que caracterizaron a las sociedades del capitalismo liberal temprano y a los lazos de antaño entre productores y consumidores.


[4] Y que tuvo incluso su variante porteña con la breve experiencia del CLAEM (Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales) -que funcionó en el marco del Instituto Di Tella- y la vertiente electroacústica de allí derivada, que todavía hoy sobrevive en el Centro Cultural Recoleta, a la sombra de unos tiempos radicalmente cambiados, en los que el acceso a muy bajo costo de las nuevas tecnologías y de la información vuelve risibles los criterios formales y las relaciones discipulares tan caras a sus antiguos cultores.