Monday, December 26, 2005

La desaparición del espacio (físico, corporal e interior)

El sound art contemporáneo ha hecho de la localización física (del músico, del instrumento) un aspecto cada vez menos importante. Las dimensiones reales del espacio retroceden ante su dimensión imaginaria. O en el caso de Francisco Lopez, Chris Watson, Hildegard Westerkamp, Bernie Krause, Michael Prime, artistas que trabajan con la grabación del sonido ambiente, se ha desplazado hacia las coordenadas naturales del mundo que habitamos, un soundscape de cosas y seres vivientes que poseen su propia respiración. Se trata de un fenómeno ambivalente: la descomposición del entorno físico en una pantalla fantasmal de bajas frecuencias, vibraciones imperceptibles y atributos psicoacústicos para volvernos más concientes de esa misma fisicalidad, la resonancia de las ondas sonoras moviéndose en el aire y generando sus propios armónicos.
Las disposiciones auditivas invierten sus prioridades. No es el otro, como en toda improvisación que se precie de tal, quien merece la escucha atenta. Es la materialidad del sonido que exige una concentración desmesurada y desafía nuestras empobrecidas facultades perceptivas.
Por su parte, la música por computadoras amenaza con suprimir de manera definitiva el espacio de la performance, la actuación en vivo ¿Cuál es el sentido de observar a un par de músicos moviendo los dedos en el teclado de sus laptops o ajustando algunas perillas? ¿Cómo identificar la acelerada generación de timbres con sus respectivas fuentes de producción? Los aditamentos electrónicos le han arrancado a los instrumentos su misma interioridad, esa caja de resonancia que antaño constituía su orgullo más preciado. Y las técnicas preparadas han multiplicado las posibilidades de ataque y el contacto entre dos superficies (por ejemplo la fricción del arco de un violín contra las cuerdas preparadas de una guitarra) en una combinatoria que excede cualquier esfuerzo de aprehensión de un oyente común.
Las computadoras tienden irremisiblemente a ocultar la relación entre la acción y el sonido a los ojos de la audiencia. Escuchar es ahora la consigna. Lo visual carece de importancia. Aún cuando el sonido viaje por el espacio cuidadosamente armado de una instalación sonora, la ubicación física podrá conservar cierta importancia relativa pero las ideas e intenciones del artista seguirán apuntando a nuestro cerebro y a nuestros oídos, no a los ojos. Y las máquinas seguirán tocando incluso después de que los músicos y hasta el público se hayan ido.
El cuerpo mismo se ha tornado una molestia. Allí está la inmovilidad de Sachiko M sobre el escenario, obstinada en que su presencia pase desapercibida, en que el cuerpo de las máquinas y el desorden de cables sobre el piso pasen a primer plano. Allí están Annette Krebs y Andrea Neumann, una con su guitarra acostada sobre sus rodillas, la otra escondida tras las cuerdas de su Innerklavier (las cuerdas interiores del piano que elige como instrumento), separadas por la imprescindible mixing desk que convertirá los sonidos acústicos en señales electrónicas. No se miran pero se escuchan. La austeridad domina sus movimientos. Ningún gesto de más. Apenas esa concentración íntima, ese hacer metódico que reniega de todo virtuosismo y se adhiere a la improvisación contemporánea como una pátina que nos resguarda de cualquier interacción con el prójimo que no hayamos calculado de antemano.

Tuesday, December 20, 2005

Paraíso ahora

Dadas las circunstancias, resulta lógico que el free jazz apelara a la idea de Otherness, esa cualidad de ser otro, diferente, extraño y hasta exótico. Que los acelerados fraseos de saxos y trompetas o las progresiones intempestivas de teclados convocaran un más allá, una retórica de la espiritualidad, la imagen de un mundo superior que redimiera la miseria de nuestro mundo concreto. La música era el ticket de entrada y el instrumento, el medio privilegiado a la hora de viajar.
La relación con el instrumento era esencial, una extensión del propio cuerpo. Pero sobre todo, la ocasión impostergable para la afirmación de la propia individualidad. La expresividad desbocada del free que a tantos molesta todavía hoy no era sólo física. También era material, aunque viniese adulterada bajo la forma de un supuesto misticismo. En palabras del crítico David Toop:

Aquellas eran voces (se refiere a los cantantes de gospel) que habitaban el cuerpo hasta un punto más allá de sus límites corporales, gritándole al espíritu, elevándose a través de sus registros hacia un lugar por encima de la existencia convencional. Ayler habitaba el saxofón de la misma manera, estallando hacia la otredad por medio de la expresión física y mecánica del instrumento.[1]

Una preponderancia del espacio físico entonces. La libertad musical se obtenía a través de la interacción de los sonidos con el espacio. En términos formales equiparaba la función de aquellos con la del silencio. Era la igualdad potencial entre ambos elementos la que generaba esa aguda sensación de espacialidad, la convicción de que ninguna línea (rítmica, melódica, armónica) estaba en sí misma completa, que requería del contraste o de la complicidad ajenas, de un entorno que permitiera el libre fluir de las notas y reordenara sus significados. Un arte en el que descollaría el Art Ensemble of Chicago y que en gran medida influiría a la improvisación europea unos pocos años más tarde.

En términos estrictamente empíricos, el espacio del recital era la ceremonia misma de la celebración de esa libertad, compartida entre músicos y público por igual. La realización, todo lo parcial o fugaz que se quiera, de esa dimensión utópica asociada a las nociones de colectividad y comunitarismo. Trasladada al contexto radicalizado de Europa a fines de los ´60, esa música liberada apuntaba a hacer de las jerarquías una cosa estéril, a promover una igualdad de interacciones entre todos los participantes y generar una comunicación que pudiera consensuarse como “auténtica”.

Delataba por último una confianza irreductible en la agencia humana, en las capacidades creativas de la especie: la elevación de la práctica musical a una suerte de principio configurador del universo. Si bien en músicos como Derek Bailey se extremaba en un pragmatismo del tocar que rechazaba cualquier explicación ulterior[2], no fue una mala actitud mientras pudo sobrevivir a sus contradicciones. Postulaba una relación directa entre la música y la vida cotidiana cuyo distanciamiento, contra todas las apariencias en contrario, se tornaría cada vez más inflexible con el correr de la revolución digital.

Las conclusiones parciales de este apartado son, en cierta medida, válidas por igual para el free jazz norteamericano y para los comienzos de la improvisación libre en Europa. Sin embargo, quisiéramos apartarnos de una larga cadena de interpretaciones que tiende a considerar a la segunda como un mero epifenómeno del primero. El capítulo sobre free jazz en Europa del libro de John Litweiler (The Freedom Principle: Jazz after 1958. Da Capo, New York, 1984) constituye una buena muestra de este equívoco frecuente. Los contextos son muy diferentes y la ruptura con la aparente continuidad del jazz sería mucho más fuerte en Europa. El abandono de ciertos parámetros propios de las músicas afroamericanas coincide con la necesidad de replantear una historia y una geografía eminentemente europeas. También la presencia del racionalismo contemporáneo de la música académica es, para bien y para mal, más tangible en Europa que en la América de la misma época. En la transición entre dos conjuntos de iniciales legendarias, la que lleva del sello ESP en U.S.A. al sello FMP (Free Music Productions) al otro lado del Atlántico, en Alemania, podría residir una de las pautas de todo el proceso. La favorable recepción europea a músicos como Albert Ayler, Don Cherry y el Art Ensemble es otra de las claves interpretativas. Como sea, la música libre en el viejo continente adquirió rápidamente señas de identidad propias y la chispa ardió hasta convertirse en un incendio que se expandió desde las Islas Británicas hasta los Urales. Las tendencias se adaptaron a las idiosincrasias nacionales: la insect music ligada al Spontaneous Music Ensemble y a Music Improvisation Company en Gran Bretaña, la escena de comprovisación holandesa, el peculiar matrimonio entre free jazz y free rock en Francia o el cruce entre tradiciones folk, world music, rock y jazz en Escandinavia son algunos ejemplos que no podemos tratar en el contexto de este artículo. Como quedará claro en lo que sigue, nos concentraremos en un aspecto específico, el de la improvisación electrónica en tiempo real, que consideramos esencial para nuestro argumento. [3]

[1] David Toop. Haunted Weather: Music, Silence and Memory. Serpent’s Tail. London, 2004. p. 237.
[2] Derek Bailey. Improvisation: Its Nature and Practice in Music. Da Capo. New York, 1993. Cf. también Ben Watson. Derek Bailey and the Story of Free Improvisation. Verso. London, 2004.
[3] Explicaciones parciales de la escena continental pueden hallarse en Kevin Whitehead. New Dutch Swing. New York, Billboard, 1998, Vincent Cotro. Chants Libres: Le free jazz en France, 1960-1975. Outre Mesure, Paris, 1999, y en el reciente Northern Sun, Southern Moon: Europe’s Reinvention of Jazz de Mike Heffley (Yale University Press. New Haven, Connecticut, 2005)

Thursday, December 15, 2005

Free Jazz e identidad afroamericana

Hasta cierto punto podrían narrarse los orígenes del free jazz a través de una curiosa dialéctica entre afirmación y negatividad. Los primeros intentos por abandonar cualquier estructura predeterminada –Lennie Tristano, Warne Marsh y Lee Konitz en 1949, Charles Mingus con Teo Macero y Mal Waldron en 1954, Cecil Taylor y Steve Lacy en 1955, George Russell y Bill Evans en 1956, Ornette Coleman y Don Cherry en 1959, Eric Dolphy en 1960- trasuntan una extrañeza que la época trata de exorcizar con etiquetas provisorias -forma libre, música abstracta- y adjetivos insuficientes –atonal, disonante, raro-.
Casi sin excepción, la improvisación temprana delata una perseverancia mayormente acústica, una extendida resistencia a la tecnología. Punto que atestiguan el disgusto de Cecil Taylor por la música electrónica, la espiritualidad rediviva de John Coltrane a partir de A Love Supreme o la recuperación de formas tradicionales como el gospel en Albert Ayler. Incluso las innovaciones electrónicas en los teclados pioneros de Sun Ra –el moog, el clavioline, los efectos de cintas- generan una dislocación sutil respecto de las polirritmias africanas y las modalidades medio-orientales del resto de su Arkestra.
El entorno de la década del ’50 ameritaba esa desconfianza. La amenaza de la Guerra Fría, la escalada nuclear y la constitución de una sociedad de consumo que excluía a los afroamericanos del banquete económico con la misma fuerza con que les escamoteaba sus derechos civiles bastaban, de por sí, para que sus percepciones difirieran del optimismo conformista que caracterizaba a la mayoría blanca de clase media.
Una estructura represiva que paulatinamente tendieron a identificar con su entorno inmediato. Un sentimiento de alienación ante la mercantilización incipiente y la propaganda mediática, que promovía la realización del sueño americano en cada compra de un electrodoméstico o de un televisor nuevos.
Las jerarquías culturales exclusivistas y excluyentes que oponían el modernismo de un pretendido arte alto al ámbito más prosaico –aunque también más festivo- de la mass culture tenían sin cuidado a quienes se veían obligados a sobrevivir en los márgenes, aquellos a los que la fiesta interminable del crecimiento económico y el consumo a ultranza había olvidado girarles una invitación.
No se trata de repetir aquí las conocidas historias de pobreza extrema en los inicios de Anthony Braxton o el Revolutionary Ensemble, la desafección que traslucen las muertes prematuras de Coltrane o Ayler, esa repugnancia de los clubes nocturnos de Chicago ante cualquier forma de jazz, lo que llevaría a la fundación de la Association for the Advancement of Creative Musicians (AACM).
Hay algo más, que escapa a lo anecdótico y trasciende las circunstancias personales. Por un lado, una ética de la afirmación que corteja el mito del comienzo absoluto -llevar a término las promesas incumplidas del jazz a partir de la superación de su lenguaje- hasta confundirlo con lo Absoluto mismo -la promesa de liberación que acarrea un mundo nuevo-. Por el otro, una recusación del pasado cercano en favor de otro distante y mitologizado –el de África y las comunidades no occidentales-. En la conjunción de estos dos extremismos aparentemente irreconciliables radica la fortaleza del free jazz: la utopía de la libertad y la nostalgia de lo que se perdió, la materialidad del instrumento y la invocación espiritual, la expresión desafiante de una identidad específica y su vocación universalista. Tensiones contradictorias que, bajo una coyuntura histórica y social diferente, determinarán el estatuto de la improvisación en las décadas venideras y promoverán la reacción insidiosa de ciertas corrientes actuales.

Monday, December 12, 2005

¿Una lógica del ruido discreto o la discreta lógica del ruido?

Extreme Noise Terror como una forma bien visible (y bien audible) de la negatividad. Los ´90 traerán la amarga conciencia de que aún la música más impenetrable puede ser recuperada por la industria. Se vislumbra aquí un primer eje contra el cual reaccionará parte de la nueva generación digital. En manos de músicos como Ryoji Ikeda, Sachiko M y Toshimaru Nakamura el ruido abandonará cualquier analogía con los sufrimientos promovidos por la sociedad industrial para descomponerse en sus elementos discretos, el soundtrack específico de un futuro basado en la comunicación virtual.
Lo radical, en los tiempos que corren, es la desconfianza a la hora de adjudicarle al ruido capacidades de transformación. El sampler ha terminado por aislar a los sonidos de su contexto originario. Una inmensa memoria material donde la historia de la música se apretuja en una aceleración de citas fugaces, reciclables hasta el hartazgo, que parecen poblar un espacio vacío de significados. La especificidad del momento, la coyuntura concreta, desaparecen en el canibalismo desmesurado de este nuevo artilugio. Del mismo modo, el noise se convierte en una mercancía como cualquier otra, indistinguible en el fluir de la vida contemporánea bajo un capitalismo que fagocita cualquier gesto en la antropofagia indiferenciada del consumo.
Todavía en la estética de Otomo Yoshihide (y, en un contexto más ligado con la impugnación de las nociones de autoría y copyright, en la plunderfonía de John Oswald), en su uso de técnicas de scratching, cut-ups y mezclado a través de sus turntables (bandejas giradiscos), se adivina la voluntad de restaurar la violencia del ruido y deconstruir la sociedad de consumo. La música de Yoshihide actúa por medio de la saturación, un caos de sonidos que constituye el eco del ritmo frenético de nuestra vida social. Ataca el vientre mismo de la bestia, el disco como artefacto canónico de la cultura pop. Y expande el virus del sampler para cuestionar la identidad de la sociedad de la información, el universo comercializado de un Japón olvidadizo de sus propias tradiciones.
La escena reciente de la improvisación japonesa, en cambio, hace del ruido un espacio habitable. Una estética de la disfunción fascinada con los accidentes tecnológicos, el fraccionamiento digital, las repeticiones sorpresivas, los errores y defectos de sus máquinas. Explora el ámbito infinitesimal del sonido, lo descompone en sus partes discretas y lo procesa a través de la alta fidelidad de la tecnología. Invierte el famoso dictum de Marshall McLuhan, ahora el mensaje es el medio. Basta pensar en Sachiko M tocando un sampler sin memoria alguna, sólo a partir del feedback, en Toshimaru Nakamura mezclando sonidos que provienen exclusivamente de su mesa mezcladora, para hacerse una idea de cuán en serio toman este postulado.
En el camino, lo que desaparece es el contenido. Un formalismo del diseño sonoro que logra abandonar el ámbito de la reproducción mecánica a costa de incurrir en un productivismo que sobrevive apenas como apología del propio medio. La atención obsesiva a las cualidades y texturas electrónicas de los sonidos impone la sintaxis de una lengua tecnológica que rechaza toda asociación semántica. Es éste un mundo de la comunicación virtual que se sustrae a los significados. Tal vez ese abandono resulte confortable en una época como la nuestra, de complejidad y fragmentación crecientes. Pero persiste la sospecha de que quizás no sea suficiente.

Friday, December 09, 2005

Paisaje después de la tormenta

Kaoru Abe y Masayuki Takayanagi se convirtieron en íconos de la escena improvisada gracias a sus frecuentes apariciones en los jazz kissa (cafés de jazz). Fenómeno eminentemente nipón de comienzos de los ’70, bastaba un espacio reducido (de unos dos metros y medio por seis), una pequeña barra, un par de centenares de discos de jazz y una colección de libros de manga para que la cosa empezara a funcionar. Allí pasaban sus horas los jóvenes que emigraban a las provincias, desilusionados por el reciente fracaso de las rebeliones estudiantiles en la céntrica Tokio. Y los cafés, administrados por algún propietario excéntrico que pasaba sus discos favoritos durante todo el día, difundían en la periferia una especie de sustituto cultural de la abortada intransigencia de la generación del ´68. Era común en ese contexto escuchar los discos de Ornette Coleman o Eric Dolphy, incluso en ocasiones alguno de Derek Bailey e Evan Parker. Como ocurre con frecuencia, el sueño inconcluso de la transformación social se consolaba con la experiencia concreta de esa libertad sonora que traducían las evoluciones del free jazz y la improvisación más libre.
Cuenta Otomo Yoshihide que Abe y Takayanagi compartían “una negación casi estoica por la sociedad de la época”. Un temperamento que no desentonaba del todo con esa ideología del “aquí y ahora” que la contracultura había difundido unos pocos años atrás. Pero si el presente era el punto donde todas las demandas debían confluir, ambos traducían semejante postulado en un deseo impostergable por hacer música del momento y para el momento, sin pausas y sin concesiones. Hay similitudes estructurales entre la respiración circular de Abe y la de un Evan Parker, entre su ataque furibundo a la hora de soplar el saxo y el de un Peter Brötzmann. Similitudes que eluden el juego de las influencias y convocan un inasible “espíritu de época”. No obstante, el radicalismo nihilista de estos japoneses no tiene correlatos en ninguna otra geografía. Trascienden la improvisación en una espiral de feedback y noise que los alejará por completo de cualquier asociación con el jazz y sentará las bases de una estética extremista que anticipará la saturación eléctrica del free rock, el punk y el industrial.

Tuesday, December 06, 2005

El fantasma de la libertad

El 9 de Julio de 1970, Masayuki Takayanagi y Kaoru Abe ejecutaron en el pequeño club Station 70, en Shibuya, Tokio, uno de los sets más extremistas de los que el mundo de la improvisación libre guarde memoria. La sesión, editada treinta años más tarde en dos CDs titulados Mass Projection y Gradually Projection por el sello DIW, cobra una actualidad impensada en el marco de las controversias sobre el reduccionismo. El feedback atronador de la guitarra de Takayanagi y las líneas disonantes en el saxo de Abe, la incontinencia expresiva de sus intercambios, se ubican en las antípodas de esa estética de la acción retardada -hecha a base de gestos microscópicos y modificaciones infinitesimales, de pausas extensas y volumen casi imperceptible- que parece haberse adueñado de la improvisación desde mediados de los ’90.
No es para menos. Mucho agua ha corrido bajo el puente y la perplejidad un tanto insegura reemplaza hoy a las convicciones airadas de ayer. Los desarrollos tecnológicos han hecho del mundo, si cabe, un lugar todavía más extenso, aunque la revolución digital se empeñe en achicar las distancias. Los cantos de sirena de las ideologías –en particular, las relacionadas con tradiciones izquierdistas eminentemente europeas- ya no despiertan el entusiasmo de antaño. Y las visiones utópicas, si aún existen, deben confrontarse con las ruinas de un muro que permanece como testigo mudo de las tensiones que atravesaron a nuestro convulsionado siglo XX.
La historia no admite comienzos desde cero. No obstante, en el acotado campo de la improvisación actual se adivina una voluntad de hacer tabula rasa con el pasado, incluido el más personal y subjetivo. Como si la retórica fuerte de décadas más “optimistas”, tanto en la forma musical como en su contenido ideológico, fuese una carga demasiado indigesta para la incertidumbre y la prudencia que parecen reinar en la experimentación contemporánea. Una suerte de retraimiento, de abandono paulatino de la acción, que en sus extensos silencios dice mucho acerca de las condiciones específicas de nuestra época.

Sunday, November 27, 2005

Plastic People en la radio

Mañana lunes a las 23 hs. los chicos del programa de música progresiva El Sueño de Isildur pondrán al aire un especial sobre Plastic People of the Universe, banda checa que ya no necesita presentación en este blog.

Sus conductores -Claudio Retali, Pablo Mazzuconi y Humberto Luna- han tenido la amabilidad de invitarme a pasar discos y a hablar un poco sobre el asunto. El programa va por FM Universidad, la radio de la Universidad Nacional de La Plata. Los curiosos podrán sintonizarlo en http://www.lr11.com.ar

Thursday, November 24, 2005

Noticia de último momento

Hoy a las 19 hs, en La Boutique del Libro (Thames entre Honduras y El Salvador) se presentará Con toda intención, libro póstumo de Charlie Feiling, quien falleciera algunos años atrás. El libro contiene una serie de textos críticos compilados por Gabriela Esquivada y Alfredo Grieco y Bavio. Admito que aún no lo he leído, pero puedo imaginar el comentario ácido y punzante de Failing, su increíble erudición y su diversidad de intereses, que lo volvían igualmente digno de escuchar tanto si se refería a la filosofía analítica anglosajona, a la literatura grecolatina o las últimas corrientes del policial inglés.

Recuerdo con alegría la primera nota de Alfredo para Escupiendo Milagros. De manera anticipatoria, consistía en una reseña sobre El agua electrizada, la primera novela de Charlie. Desde entonces, reseñista y reseñado forman parte de mi muy exclusivo, casi tiránico, parnaso de personas a las que vale la pena escuchar (y leer) Lamentablemente, no podré estar allí porque coincide con mi horario de laburo. Pero imagino que los curiosos serán bienvenidos.

Monday, October 17, 2005

Underground de terciopelo

Para los que viven en el exterior y para los que no leen Página 12, linkeo la nota sobre Plastic People of the Universe que salió en el suplemento Radar de ayer.

Como suele decir mi amigo Pablo Strozza, enjoy.

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-2571-2005-10-17.html

Saturday, September 17, 2005

Mañana a la noche

Power Trance Posexperimental. Al menos eso anuncia la gacetilla que convoca a la reunión de tres músicos bastante movedizos del underground experimental porteño. Ellos son el multifacético Roberto Conlazo, inefable animador de Reynols y Minexio. La última vez lo ví promoviendo cierta clase peculiar de caos ordenado en una megabanda de angry young men bautizada como Cosmic Mostacholi. A Zelmar Garín también lo ví enojado unos cuantos meses atrás en el festival Experimenta, rompiendo platos y haciendo un ruido infernal con la guitarra. Aunque esta noche se anuncia en batería, así que tal vez no fuera él. Y a Lucio Capece lo presencié en un tono más pausado, como corresponde en una institución como el Goethe, en plena improvisación con Andrea Neumann y otra gente.
A los tres los vería de nuevo. Mañana domingo a la noche será posible. La cita es en Surdespierto (Thames 1344) a las 20 hs. Tres líneas de experimentación bastante disímiles entre sí tratarán de reunirse en un concierto que promete. Una de las escasas ocasiones para escuchar música interesante. ¿Nos vemos allá?

Sunday, September 04, 2005

Dungen: La nueva psicodelia escandinava

















Cuesta creer que un grupo de jóvenes suecos que bordean los 25 años hayan podido crear un álbum como Ta det Lungt ("Take it easy", en inglés) y que su cantante y cerebro musical, Gustav Ejstes, haya sido capaz de ejecutar casi todos los instrumentos durante la grabación del disco. Aparte de las voces, él es responsable de componer todo el disco, además de ejecutar guitarras, bajo, batería, teclados y flauta.
Todo el bagaje de este geniecillo se debe al aprendizaje musical que tuvo de su padre -profesor de música y violinista- que introdujo a Gustav en el fascinante y misterioso mundo del folk sueco. Pero su progenitor no sólo le enseñó los sonidos de su país sino que también lo inició en el rock and roll, mostrándole algunas joyas que servirían como pilar fundamental en su posterior desarrollo musical.
Contrario a lo que muchos podrían imaginar, en su adolescencia, Ejstes ingresó al mundo del hip-hop y los samplers, influido por su hermano, quien lo introdujo en bandas como Public Enemy o N.W.A.
A pesar de este radical cambio en sus gustos musicales, esta época de su vida también fue marcada por el descubrimiento de algunas gemas locales de fines de los 60’s e inicios de los 70’s. Con este nuevo background en su cuerpo, Ejstes renuncia a la idea de usar samplers y toda la tecnología digital bajo la premisa de que podía ejecutar todos sus instrumentos, en un momento en el que decide optar por un cambio radical en su vida, dejando novias y vendiendo sus haberes para comprar algunos instrumentos e irse a vivir a la granja de su madre, donde su interés por el folk de su país se intensificaría.

Ta det Lungt (2004, Kemado Records) es un hermoso y alucinate trabajo, que traslada de inmediato al oyente a algún bosque nórdico en un verano de esos en que el sol se esconde a la medianoche. Cuando todos los ojos apuntaban a tener un cierto grado de curiosidad musical, luego de la explosión mediática de bandas como The Hives y The Soundtrack of our Lives, aparece Dungen (Se pronuncia “Dune-yen”), quienes armados hasta los dientes, aparecen dispuestos a arrebatarles el trono de la corona sueca a ambas bandas.
La prensa estadounidense suele compararlos con agrupaciones como Olivia Tremor Control o incluso, Wilco y Comets on Fire, pero la verdad es que lo de Dungen está mucho más emparentado con una tradición musical propia del país escandinavo. Al escuchar las primeras notas de “Ta Det Lungt”, da la impresión de que hubiesen retomado el hilo conductor dejado por International Harvester o Algarnas Tradgard. Tampoco hay que dejar de considerar la siempre importante influencia del Kraut Rock en el sonido de los suecos. La influencia de los momentos comunales de Can y especialmente Amon Düül II, catapultan a la banda a través del túnel de tiempo.
A primeras, pareciera que su sonido sólo fuese una reverencia a un “pasado que fue mejor” pero la verdad es que Ejstes y sus compañeros solo se dedican a continuar una rica tradición musical, en un país que no sólo es Black Metal y rock and roll (en su vertiente más ortodoxa).
A diferencia de pares contemporáneos como Liquid Scarlet, The Works o The Spacious Mind, Dungen logra una frescura y efectividad en sus composiciones que los hace marcar la diferencia en la nueva camada psicodélica sueca. Ta Det Lugnt logra un balance auditivo casi perfecto entre sus composiciones más convencionales (por llamarlo de algún modo) como “Panda”, “Lipsill” o “Gjort Bort Sig”, la improvisación de “Tat de Lugnt” o la neoprogresiva “Sluta Folja Efter”.

Hace un par de meses, la banda se embarcó en su primera gira norteamericana, (ya había realizado algunas presentaciones acústicas unos meses antes) con actuaciones a tablero vuelto y grandes elogios por parte de la prensa especializada. Aun están frescos los testimonios de las audiencias entrando en un estado hipnótico con su música y no era extraño sentir el olor de algunas sustancias alucinógenas que necesitan de combustión para su uso.
Sus canciones, interpretadas en un incomprensible sueco, no parecen ser una barrera para dejar de encantar a audiencias que no saben una palabra de su lengua nativa. Gustav Ejstes declararía en la Revista Rolling Stone: “Mi inglés no es muy bueno así que prefiero seguir cantando en sueco. Quiero que mi música sea honesta y real”.
Ta Det Lungnt es uno de los grandes discos aparecidos durante el 2005 (Si bien, su edición es del 2004, a partir de agosto se encuentra disponible en todo el mundo). Una psicodélica colección de canciones, de esas que ya no se fabrican en estos días.

Iván Daguer

Friday, August 26, 2005

Andanzas de Etron Fou

Al principio fue apenas un lamento, uno de esos textos de cuya cuidadosa ejecución saben dar prueba las mohosas paredes de nuestros nunca bien ponderados baños públicos. “Algunos vienen aquí a sentarse y a pensar, otros vienen aquí a cagar y a apestar”. Delicada muestra de observación costumbrista, la métrica elegante de su enunciación y la simetría de su rima melodiosa no bastaron para hacer ingresar la frase en los puritanos manuales de gramática y lingüística. Excluida de las altas letras, habría de llamar la atención de Jean-Baptiste Moulu, un maestro de escuela que a finales de 1971 se empeñaría en transcribirla para órgano electrónico. No estaba solo en tan magna empresa; contaba con la ayuda de Guigou Chenevier, un adolescente escatológico que puntuaba la suave musicalidad de semejante agudeza con ritmos ligeramente fracturados.
Lejos estaba el mundo de sospechar que ese arranque humorístico, de una inutilidad calculada, constituiría la primera, espontánea encarnación de Etron Fou Leloublan, banda francesa que promediando los ’70 haría las delicias de unos pocos enterados y, algo más tarde, accedería al ambiguo parnaso de los grupos de culto de la mano de un movimiento del que cuanto más se habla, menos se sabe: el mítico y mistificado Rock in Opposition.
Hubo que esperar a 1973 para que Etron Fou adquiriera su núcleo estable, ese que guiaría sus desvelos por los sinuosos laberintos de una carrera sin perspectivas (aparentes). Tal la fecha aproximada en que el equívoco se enseñorea de la banda, concediéndole su idiosincrasia más duradera. Moulu había abandonado los cantos de sirena, por cierto bastante inocuos, del star-system rockero para refugiarse en el más confortable y seguro sistema de la Educación Nacional Francesa. Chenevier, junto a otro sobreviviente de la primera época, el saxofonista y actor en partes iguales Chris Chanet, deciden publicar un aviso clasificado donde solicitan un pianista en el estilo de McCoy Tyner y el Mike Ratledge de Soft Machine. Ante lo desmesurado de la pretensión ocurrió lo inevitable: respondió un tal Ferdinand Richard que tocaba el bajo y cuya sagrada fuente de inspiración era, en realidad, Captain Beefheart.
Sin arredrarse ante los imprevistos, Etron hizo de la necesidad virtud y, ya con Richard como miembro estable, debutaron como número de apertura para un concierto de los populares Magma en Grenoble, a finales de ese mismo año. Debe haber sido digno de contrastar la seriedad un tanto épica de estos últimos, con sus crescendos a lo Carl Orff, sus parlamentos operísticos, sus vestimentas oscuras y su universo apocalíptico, con la soltura despreocupada de nuestros amigos y sus historias sobre las miserias levemente ridículas de nuestra vida cotidiana.

Más temprano que tarde empezó a ser claro que el único camino que les quedaba era el de la autonomía. Su ácido sentido del humor no encajaba en las dos líneas que atravesaban la música francesa de la época: cierto pop liviano que copiaba el modelo de sus pares anglosajones y el desbocado planeta de la improvisación más libre, aquel que había convertido a un extranjero como Steve Lacy en héroe parisino. El formato de la banda, un trío de bajo, batería y un saxo que cambió de manos con demasiada frecuencia, tampoco ayudaba al reconocimiento. La base rítmica abandonaba sus funciones características, renunciaba a su rol metronómico, para expandir texturas y melodías. Nada a lo que el rock pudiera acostumbrarse con facilidad. Vivir en una comuna rural no era, por cierto, el menor de los obstáculos.
Así las cosas, algunos otros grupos a los que una merecida fama tomaría después por sorpresa también sobrevivían en los márgenes: Art Zoyd, Univers Zero, Albert Marcoeur y ZNR acuden a mi memoria. Considerando la importancia que conservaban en los ’70 las ideas colectivistas y de producción y organización alternativas, sorprende poco que 1977 sea testigo de la formación de una cooperativa denominada Dupon et ses Fantômes. Una alianza inicial entre Etron Fou y un combo de Chartres llamdo Camizole, a la que pronto se sumarían otras cuatro bandas: Grand Gouïa, Mozaïk, Herbe Rouge y unos intrigantes que se ocultaban bajo la sigla N.A.C.
De esos tiempos esperanzados proviene también el manifiesto de Etron Fou, donde sostienen cosas como que la música existe 24 horas al día, que los silencios entre las notas pueden durar horas y que la información que llena esos agujeros crea la música.
Tamaña capacidad de iniciativa ofrecería al fin su recompensa. Una gira autofinanciada por los EE.UU. los coloca dentro del foco de atención de la prensa gala, tan obtusa para cualquier cosa que escapase al mainstream como la de nuestro país (a excepción de la revista / sello Atem). Y el 12 de Marzo de 1978, en el London New Theatre, forman parte del primer concierto de Rock in Opposition ante una audiencia de escasas 450 personas y en compañía de los británicos Henry Cow, los belgas Univers Zero, los suecos Samla Mammas Manna y los italianos Stormy Six.
En definitiva, quedan seis discos que constituyen su herencia más duradera. Donde se expresa un fuerte ideal, el de la interacción entre la música y la vida cotidiana. Álbumes plagados de transiciones rítmicas y melódicas, de contrastes en la dinámica, historias desopilantes y memorables arreglos de saxo y piano (estos últimos, cortesía de Jo Thirion) También, la participación en Speechless, proyecto solista de Fred Frith. Y una inmensa lista de colaboraciones, discos solistas y grupos paralelos (Les Batteries, Octavo, Bruniferd, Gestalt et Jive, Les i, Zero Pop, Encore plus Grande, Art Moulu y Volapük, entre los más conocidos).

Versión abreviada de un artículo aparecido originalmente en el catálogo de Experimenta ’99.

Friday, August 05, 2005

Vuelve el Decibel Festival

Parece que el Decibel Festival va camino a convertirse en una sana costumbre anual. Estuve ausente con aviso en su primera versión, en Noviembre del pasado año, porque me encontraba en el exterior, pero no dejaré pasar esta segunda ocasión. Y les recomiendo calurosamente que hagan lo propio. La cita debe agendarse para el viernes 26 de Agosto en el Teatro Empire (Hipólito Yrigoyen 1934), las entradas cuestan 20 mangos y se venden anticipadas en el mismo teatro. Me soplan por allí que las localidades son limitadas.
Hasta donde sé, se trata de un festival organizado autónomamente por los ex-Reynols, con esa característica del todo a pulmón que hiciera tristemente célebre la fea canción de Alejandro Lerner y que persiste como la única respuesta posible ante la desatención proverbial que los burócratas de la cultura suelen conceder a esta clase de iniciativas.
La oportunidad aparece como inmejorable para chequear unos cuantos nombres que suenan con fuerza en las últimas tendencias de la música experimental y que son completamente desconocidos para la mayoría del público argentino. Entre ellos se encuentra el noruego Tom Hovinbole, hacedor de un documental sobre el ruido titulado Nor Noise que reúne a cultores de tan noble y despreciado género como los japoneses Otomo Yoshihide, Masami Akita (aka Merzbow) y Toshimaru Nakamura, al español Francisco López y a un elenco incipiente de artistas nórdicos que impulsan el noise hacia nuevos territorios: Maja Ratkje, Helge "Deathprod" Sten, Origami Republika y Lasse Marhaug, entre otros.
También este último, una de las dos mitades de Jazzkammer, será de la partida. Lo de Lasse no se reduce a su participación en el mítico combo noruego sino que es bastante más polifacético, con colaboraciones que incluyen a lo más granado del internacionalismo avant-garde. Sus dúos con el mismísimo Anla Courtis (North and Sound Neutrino) y con Kevin Drumm (Frozen by Blizzard Winds) son dos de los discos que más suenan en mi CD player. Paro la lista de sus participaciones abarca a Yoshihide y a Merzbow, a Aube y a Pita, a Thurston Moore y al saxofonista Mats Gustafsson.
Otro que nunca permanece quieto y a quien también podremos apreciar en el susodicho festival, es el guitarrista norteamericano James Plotkin. Desde sus inicios con el trío de heavy metal Old a finales de los '80 hasta la fecha ha grabado más de una docena de discos, ha establecido furibundas alianzas con gente como KK Null y Mick Harris (de Scorn/Napalm Death/Painkiller/Lull) y se ha decantado hacia la manipulación electrónica de sonidos de guitarra.
Entre los autóctonos figuran Minexio -el nuevo proyecto de algunos ex-Reynols- nombres fabulosos como Cosmic Mostacholli -que presumo emparentados con nuestros post-neo-anti-hiper-dadás favoritos- y el compositor de 72 años y 100.000 leyendas Nelson Gastaldi, un misterio por derecho propio que merece ser descubierto.
¿Qué más puedo agregar? Que si ninguno de estos nombres te conmueve, el hecho carece de importancia. Simplemente estás leyendo el blog equivocado.

Tuesday, July 12, 2005

Alice Coltrane. La eternidad en una hora

Mientras junto fuerzas para escribir todo lo que tengo planeado para este blog, aquí va una nota que apareció hace ya algunos meses en el suplemento Radar de Página 12 y que todavía releo con agrado.

1- “Debes acentuar la libertad de la música para poder extenderte y ser universal”, solía aconsejarle John Coltrane a su segunda esposa, Alice. Precisamente eso ha venido haciendo la esposa en cuestión desde aquel, su primer disco de título recatado -A Monastic Trio (1968)- que la crítica de entonces asumió como sentido homenaje al marido recientemente fallecido.
Bastaron siete discos extraordinarios en tan sólo cinco años para que el mundo descubriera con asombro que Alice Coltrane, lejos de ser una extensión devaluada del genio torturado de John, poseía personalidad y talento propios. Y si bien compartía con el saxofonista la búsqueda espiritual que éste haría explícita en un álbum como A Love Supreme (1965), lo suyo fue siempre más calmo, menos precipitado que los arpegios acelerados y el gusto por los narcóticos de su controvertido esposo.
Acentuar la libertad de la música. Extender el registro de un instrumento, añadirle octavas, tocarlo en su totalidad, trabajar con armónicos, atender al cromatismo, explorar semitonos y sobretonos, perseguir nuevas coloraturas y timbres, variar el modo de ataque, ir más allá de las limitaciones típicas de esos cambios de acordes previsibles que siempre caen en el acento correcto. Recursos que Alice Coltrane tuvo en cuenta a la hora de ejecutar el arpa, el piano y el órgano. Pero ni las condiciones técnicas ni el gusto por la experimentación alcanzan para explicar el exquisito placer que se desprende de la fragilidad absoluta de su arpa, de esos arpegios en forma de cascada que constituyen el sello distintivo de su piano, de la disonancia controlada de su órgano Wurlitzer.

2- El secreto de su magia radica en otra parte. Su música nos concede pequeños atisbos de lo sublime, de esa armonía del cosmos cuya prosecución constituye su empeño más constante. Una cierta sensibilidad difícil de expresar en palabras. La ambigüedad rítmica y armónica que recorre su obra encarna nuestra condición de seres contingentes y promueve, a su vez, la búsqueda de cierta trascendencia, como si en la perfección de lo particular se ocultase la figura de lo universal.
No es preciso compartir las preocupaciones religiosas de Alice para admirar la elegancia con que su estilo -de ejecución, de composición y de improvisación- sabe convocar esa incompletud básica que nos caracteriza como especie. Y para apreciar el sortilegio de su superación. “Extiéndete que me alcanzarás” fue la forma en que una época intentó traducir el consejo de John. Y Alice fue una hija pródiga y un prodigio de esa época.
Su exploración incansable se tradujo en revelaciones parciales que excedían sus propias ambiciones cósmicas porque trasmitían la marca indeleble de su propia personalidad. Contagiaba posibilidades que eran demasiado humanas, elecciones existenciales que señalaban el ámbito de nuestra propia libertad.
No era Dios quien nos regalaba una improvisación de arpa sobre la base de un drone de tamboura –un instrumento hindú de cuatro cuerdas que produce un sonido sostenido- en Journey in Satchidananda (1971), hacía sonar un órgano feroz como si fuese un oboe en lugar de un teclado en Universal Consciousness (1972), intercalaba la rendición sentida de “A Love Supreme” con referencias a la religión Yoruba y a la teología hindú en World Galaxy (1972), y mezclaba negro spirituals con arreglos orquestales para cuerda de ascendencia stravinskiana en Lord of Lords (1972). ¿O tal vez sí?

3- Dejemos la respuesta a esos espíritus refinados que se ocupan de cuestiones metafísicas y detengámonos en el aspecto más terrenal de su biografía. Alice Coltrane nació McLeod un 27 de Agosto de 1937 en Detroit. De su madre heredó la costumbre de tocar el piano y la fascinación por el gospel. Comenzó a frecuentar ambas aficiones a la tierna edad de siete años. Fue su hermano, bajista profesional, quien la sumergió en las agitadas aguas del jazz. Su maestría con el arpa, en un territorio por entonces más bien machista, reconoce el único antecedente de Dorothy Ashby. A comienzos de los ’60 participó de la banda de Terry Gibbs.
Habrá tenido una primera revelación el 18 de Julio de 1963, fecha de su primer encuentro con John Coltrane. Se casaron en 1965 y poco después reemplazaba al pianista McCoy Tyner en el cuarteto de su esposo. John falleció exactamente cuatro años después de ese encuentro, un 17 de Julio de 1967. Hubo tiempo para el nacimiento de tres hijos y para un aprendizaje que transformaría por completo la vida de Alice.
Durante los ’70 abrazó la religión hindú y halló una segunda guía espiritual en el swami Satchidananda que titula uno de sus mejores discos. Después de la genialidad febril de las siete placas que grabara para el sello Impulse!, su inspiración cedió un poco. A esta circunstancia, que transformó la excelencia de antaño en lo muy bueno de ahora, no fueron ajenos su pasaje al sello Warner, la ausencia de dos de sus colaboradores más brillantes -el saxofonista Pharoah Sanders y el baterista Rashied Ali- y la fundación en 1975 del Centro Vedanta en California, que tiñó sus discos de un aspecto devocional excluyente.
Se retiró de la escena al concluir la década, dedicándose a sus actividades espirituales, hasta que en 1998 reapareció públicamente con un par de conciertos en Nueva York.

4- La aparición de Translinear Light el pasado año fue tan repentina como su edición en nuestro país. Una reencarnación que la encuentra en compañía de sus hijos Ravi y Oran y de antiguos colaboradores de la talla de Jack DeJohnette y Charlie Haden. 24 años que no han limado del todo las beneficiosas asperezas de su música ni la han desviado de sus sempiternas obsesiones. Se extraña el arpa que el panteón del jazz asocia de manera definitiva a su nombre. Pero descolla en un órgano Wurlitzer capaz de improvisar sobre un motivo hindú, actualizar un spiritual o destacar los aspectos ominosos del sonido de John en su versión de “Leo”. Los sintetizadores detentan una cualidad elegíaca. Y su estilo de piano parece haberse asentado un poco, a mitad de camino entre la balada y ciertas resonancias rítmicas. Se trata en definitiva de un disco de contrastes, de una indeterminación relativa que parece indicar tanto un comienzo renovado como la clausura de un tiempo cronológicamente cercano pero ineluctablemente pretérito.

Norberto Cambiasso

Sunday, July 03, 2005

Otro blog

En estos días en que no tengo ni un minuto para escribir unas líneas, aprovecho al menos para recomendar un blog interesante donde pueden enterarse de las fechas de Las Orejas y la Lengua y de las dificultades financieras, por enésima vez, de Recommended Records, el sello de Chris Cutler. Se llama Siete Octavos y su hacedor es Walter Gatti. El link: http://rockprogresivo.blogspot.com/

Saturday, July 02, 2005

Ese puto amor

El amor puro de Platón a Lacán
Jacques Le Brun
Traducción de Silvio Mattoni
Buenos Aires: Ediciones Literales-El cuenco de Plata, 2004.
444 páginas.

Hasta que la muerte los separe. Hoy esta fórmula está corroída por la ironía. El 50 por ciento de los matrimonios en Estados Unidos acaba en divorcio contencioso, en pleitos agrios ante los tribunales por la 4x4 y la tenencia de Dave y Mary y pruebas preconstituidas con fotos de la sucia perra o el negro calentón con que te acostaste. No había pleitos duraderos entre Aquiles y Patroclo, sobre cuyo amor puro trata el primer poema de Occidente, la Ilíada que los griegos atribuían a Homero. La pureza de ese amor reclamaba tener sexo entre ellos, el mezclarse de cuerpos y almas, nunca la fría castidad. Y Aquiles podía acostarse con perras sucias y con los negros que encontrara por las afueras de Troya, pero su amor sexual por Patroclo era finalmente inconmovible.
Es posible que no todos los antiguos amaran con la fuerza y la virtud de su héroe épico. Si embargo, el amor puro era un ideal viviente. La declinación de este ideal, y no las realidades sociales, constituye el tema y el eje de la obra del historiador de las religiones Jacques Le Brun, El amor puro de Platón a Lacán (se podrá tomar como una rebeldía argentina la tilde añadida a Lacan). El título es engañoso, y el autor lo sabe. Como si se dijera “la trompa, desde los elefantes a los zoólogos”. Porque en un extremo el filósofo Platón (428-348) defendía una teoría del amor puro, mientras que en el otro el psicoanalista Jacques Lacan (1901-1981) ya atiende al fenómeno como observador no participante, con distanciamiento de patólogo.
Los ideales pequeño-burgueses de izquierda envenenaron la atmósfera donde podía triunfar el del amor puro. Por ello, el grueso de los textos que estudia Le Brun son anteriores al fin del siglo XVIII. La doctrina del amor puro se afincó con el cristianismo en la experiencia mística con su unión de teología y erotismo, y se la encuentra en los escritos de los padres de la Iglesia.
Le Brun encuentra el centro de gravedad de su libro en un gran debate teológico de la edad clásica, la llamada querella del quietismo, cuyos célebres protagonistas fueron el prelado Jacques Bénigne Bossuet (1627-1704), opuesto al también obispo François Fénelon (1651-1715). La querella llegó a su clímax cuando el Papa Inocencio XII condenó, el 12 de marzo de 1699, las tesis quietistas de la santa indiferencia. De ese modo la Iglesia Católica cimentó, contra toda presuposición contemporánea, su rechazo a la celebración de un amor desligado de toda perspectiva de recompensa.
Uno de los objetivos de Le Brun es demostrar que esta polémica tiene orígenes todavía más epónimos y anteriores. Según el autor, en la querella del amor puro confluyeron otras épocas, pero llegó a una de sus conclusiones con la condena papal. Lo que sobrevivió, tal vez porque existía desde antes de ella, fue la idea del amor puro que había atravesado toda la cultura occidental, y que después del siglo XVIII se refugiará en autores anti-burgueses y anti-cristianos, para quienes el amor luchará contra la autopreservación, el “no te hagas daño”. Le Brun analiza las transformaciones de esta idea en el desinterés del acto moral en Kant (y en su imperativo categórico), en la negación schopenhaueriana del querer-vivir, en el amor mártir de Sacher-Masoch, y por último en la antinomia del principio de placer y la pulsión de muerte en el psicoanálisis freudiano duplicada, a su manera, por la antítesis de goce y utilidad en el lacaniano.

Sergio Di Nucci

Thursday, May 19, 2005

Las Orejas y la Lengua. Tratado de acústica ocular

1- Conozco a Las Orejas y la Lengua desde hace años. En rigor de verdad, siempre han estado conmigo. Si he de ser específico, diría que las mías han sido desafiadas en más de una ocasión por el sonido que emanaba de estas otras (orejas) que hoy nos convocan. Y por esas cosas de la cercanía y de la perplejidad, mi lengua permaneció silenciosa, salvo alguna intervención privada, a la hora de referirme a un grupo cuyos orígenes se remontan a un borroso 1992 plagado de recuerdos y anécdotas personales.
Cuentas claras conservan la amistad, dicen. Pero ya es tiempo de vencer una reluctancia disfrazada de prescindencia e intentar el balance de una de las experiencias musicales más longevas y austeras de la escena porteña. Porque como enseñan en “Las mil y una formas de acabar con la tragedia de Occidente”, bien puede ocurrir que “mañana despierte usted y descubra que todo lo que había planeado por la noche con método y razón era sólo una absurda fantasía”.
Despojémonos entonces de los convencionalismos. Más aún para hablar de una banda que los combate con tanto ahínco. Abandonemos esa engañosa neutralidad de tanta crítica, que fluctúa entre la carencia de ideas y el temor a irritar a sus anunciantes, y digámoslo de una vez: Las Orejas y la Lengua es el mejor grupo que ha dado el rock nacional en los ’90. Que nunca hayan obtenido el reconocimiento que merecen podrá decir mucho de nuestra peculiar idiosincrasia pero no anula ni un ápice de lo que su universo sonoro propone.

2- Un universo compuesto sobre la base de pequeñas células rítmico-melódicas que se repiten sin solución de continuidad, hecho de cortes abruptos y de transformaciones impredecibles, de transiciones sutiles y de abstracciones intempestivas. Contradictorio en sus partes, recompensante en su totalidad. Basta reparar en un tema como “Hermanas Colgantes”, de su segundo y hasta el momento último disco, intencionalmente titulado Error. Allí, de una sucesión de delicados fragmentos instrumentales parece surgir, como por arte de magia, la sombra de una melodía y la evolución de una canción. Un modus operandi que invierten por completo en “Telelito”, cuando puntúan la belleza de los motivos melódicos del original de Rodolfo Alchourrón con bruscos arranques improvisatorios que suelen extender en sus presentaciones en vivo.
Un universo, al cabo, que muchos gustarían definir como patafísico. De obsesiva atención al detalle, respetando siempre los derechos del particular: las progresiones de acordes en la guitarra de un Gastón Leirás que ya no está, esa manera intrigante de tocar la batería de Fernando de la Vega, con el golpe continuo del bombo que nunca se escucha pero se siente por doquier, la rítmica fracturada en el bajo de Nicolás Diab cuando no está empeñado en hacerlo sonar como una lead guitar, la economía irónica de los teclados de Diego Kazmierski, capaz de llenar todos los espacios mientras apenas parece tocarlos. Y la nueva fórmula melódica en la flauta de Diego Suárez y en el violinista, contraponiendo tonalidades más amables y aireadas a cierta predilección de la base rítmica por los ambientes ominosos.

3- Y de repente, el secreto de la alquimia sonora de Las Orejas amenaza con revelarse. Porque esos cuidadosos fragmentos musicales que el grupo procura con un amor casi artesanal están plagados de reminiscencias: el golpe del bajo que traiciona un lejano origen jazzero, la súbita aceleración de ciertos artefactos progresivos, los aires circenses, el arcaísmo conmovedor, casi pastoral, en algunos momentos de la flauta, las coloraciones urbanas de su primer CD, las inevitables connotaciones clásicas del violín, la violencia de ciertas partes que no desentonarían en el downtown neoyorquino, unas pocas referencias a la música concreta... No hay certeza alguna si uno se empeña en jugar el juego de las influencias. Conviene darse por vencido de antemano. O asumir lo que falta, esa instancia externa que terminará por ordenar el flujo caótico de instantáneas musicales que la banda nos proporciona: la propia memoria auditiva del oyente.
Hay algo perturbadoramente democrático en el sonido de Las Orejas. Aunque yace oculto detrás de una suerte de benigna imposición. LOYLL nos obliga a escuchar. Y gracias a ello, nos arranca de la pasividad con que tanta música enlatada tiende a aprisionar nuestros oídos. Dirán ustedes que eso es característico de toda buena música que no aspire a sumirse en la intrascendencia. Pero en el caso de Las Orejas ayuda la flexibilidad, el hecho de atreverse a probar cosas nuevas sin preocuparse demasiado por las consecuencias. Una encantadora inconsciencia que los pone a buen resguardo de las modas y tendencias de la escena contemporánea. No aspiran a ser raros o excéntricos. Mucho menos, a las declaraciones altisonantes o a las veleidades de pseudoestrellitas con que nos castigan los rockeros argentinos. Ni siquiera apuntan a esa libertad mal comprendida de tantos exponentes de la improvisación.
No. Hay un equilibrio beneficioso en el mundo de Las Orejas, sin virtuosismos innecesarios ni egos desbordados. Un mundo conformado con una buena dosis de paciencia y otra aún mayor de sentido del humor. Un rasgo, este último, que atraviesa su obra escasa de principio a fin. Y que con frecuencia logran traducir en sonidos para arrancarnos una sonrisa. Los ingleses lo definen con adjetivos como quirky y zany y unas pocas bandas francesas (ZNR, L’Ensemble Rayé, Etron Fou) inspiradas en Satie lo han perfeccionado. LOYLL no se parece a ellas en lo musical pero sí en espíritu. Una mezcla entre la gracia y la sutileza, a años luz del chiste fácil, que funciona a través de diminutos gestos musicales que no podemos menos que agradecer.

4- ¿Qué son Las Orejas entonces? Un organismo en evolución constante. Los he visto muchas veces a lo largo de estos catorce años. En recitales y en ensayos privados, como quinteto, cuarteto, terceto y hasta en una presentación memorable como dúo, cuando salieron del paso con dignidad y oficio pese a quedar reducidos a la base rítmica porque las partes pregrabadas de teclados no funcionaban. He hablado con gran parte de su público, heterogéneo hasta el absurdo en sus gustos musicales pero extrañamente fiel en las ocasionales convocatorias del grupo en vivo. No sé cuál es la cuerda exacta que logran tocar en la audiencia, pero en sus conciertos se respira una quieta algarabía, sin manifestaciones excesivas, con una especie de sentimiento quedo de satisfacción que parece contenernos a todos.
Tampoco el placer que se desprende de su música es sencillo de explicar. Pero quien sepa escuchar obtendrá su recompensa. La familiaridad con algunos fragmentos no compensará la ineludible extrañeza de sus decisiones. El incansable reptar de una cosa a otra, la urgencia que trasuntan esos pasajes auditivos que se adhieren a nuestra memoria para que ella se encargue de dotarlos del contexto definitivo.
Las Orejas nos escamotea su lógica y exige al oyente para que sea él quien complete la pieza final del rompecabezas. Será por eso que al escucharlos una y otra vez uno descubre con agrado que el mundo no era tan predecible como parecía.

Norberto Cambiasso

Thursday, May 12, 2005

Una noticia y dos reapariciones

Desde el jueves 5 al domingo 22 de Mayo se estará llevando a cabo el ciclo La rebelión de las formas: Vanguardia, experimentación y abstracción en el cine alemán de los años veinte. Organizado conjuntamente por el Goethe Institut y el Malba, se trata de un panorama completísimo de algunos directores fundamentales que contribuyeron a que el cine experimental diera sus primeros pasos: Hans Richter, Viking Eggeling, Oskar Fishinger, Lazlo Moholy Nagy y las esenciales Weekend y Berlín, sinfonía de una ciudad de Walther Ruttmann, entre otras.
Reedito más abajo un par de notas al respecto que aparecieron en el blog a mediados del año pasado sin otra ocasión que mi gusto y mi capricho. Aprovecho ahora para reponerlas en un nuevo contexto y para demostrar que hasta el capricho más arbitrario tiende tarde o temprano a convertirse en crítica actualizada, contra lo que siempre esgrimen los adalides del populismo fácil y los fustigadores impenitentes del "elitismo".
Pueden consultar la programación en http://www.goethe.de/buenosaires y en http://www.malba.org.ar. Enjoy! y hasta la próxima.

Wochenende: entre la pieza radiofónica y el cine para los oídos

1- “No había imagen, solo sonido (que fue transmitido por radio). Era el relato de un fin de semana, desde el momento en que el tren deja la ciudad hasta que los amantes son separados por la multitud que retorna a sus hogares. Era una sinfonía de sonidos, fragmentos de discurso y silencio entrelazados en un poema. Si tuviera que elegir entre todas las obras de Ruttmann, a ésta le otorgaría el premio como la más inspirada. Recreaba en el sonido, con perfecta desenvoltura, la poesía pictórica que había sido característica del ‘film absoluto’”.

Con estas palabras recordaba Hans Richter en 1949 el Wochenende que Walter Ruttmann había ¿grabado, filmado? en 1928 y difundido a través de la radio el 3 de Junio de 1930.
¿Qué era exactamente Wochenende (Fin de semana)? ¿Un film sin imágenes, un montaje sonoro, un documental de los ruidos de la ciudad, una película ciega, como la denominó el propio Ruttmann? Era todo eso y era, también, un Hörspiel, una pieza para radio.
Once minutos y medio de sonidos grabados en celuloide, con cámara y micrófono, puesto que no existía aún la cinta de audio, el tape magnético. Un montaje documental de los ruidos de la calle, del lapso de tiempo que va desde el Feierabend -el fin de la jornada de trabajo- hasta el regreso a las labores típico del “lunes otra vez”. Con coordenadas espacio-temporales bien definidas: la ciudad de Berlín en la época de la República de Weimar.

2- Sabemos hoy que Wochenende estaba dividida en seis escenas, grabadas a lo largo de tres días mientras Ruttmann recorría las calles berlinesas. Su orquestación de ruidos posee atributos narrativos. Oímos una historia mientras escuchamos sonidos de máquinas de escribir, cajas registradoras, las sirenas de la fábrica, el ritmo monótono de las herramientas, llamadas telefónicas, silbatos, bocinas, el rugir del motor de un auto de carrera, jefes que le dictan algo a sus secretarias, el reloj que anuncia el fin de la jornada laboral, campanas de iglesia, coches que pasan, marchas militares, voces de niños, cantos, risas, ladridos de perro. La vida cotidiana, tiempo de trabajo y tiempo libre, una escapada al campo, discurriendo a lo largo del fin de semana.
Pero no es el rigor documental el interés prioritario de Ruttmann sino la condensación de esos tres días en un collage sonoro de once minutos. Un montaje constructivista que reproduce el pulso de la modernidad. Más difícil que reunir esos materiales disímiles es articularlos en una lógica rítmica, en contrapuntos que remiten a, pero no imitan, la agitada vida moderna.
Los sonidos condensan una situación específica (por ejemplo, las risas y el ruido de copas chocando en un brindis) que funciona a su vez como típica, paradigma de otras similares. Es esa la ecuación de Ruttmann, la abstracción de lo particular en lo general. No me atrevo a afirmar su universalidad, propia de la lógica hegeliana, porque subestimaría la peculiaridad histórica y cultural de la obra.
Wochenende se sitúa en una encrucijada que permea la complicada coyuntura de una República de Weimar que retrocede impotente ante la amenaza del nacional-socialismo. La confluencia o el contraste de dos ideologías alemanas: la de una Ilustración que continúa en el idealismo filosófico germano (y también en Marx) los logros de la poesía de Goethe y Schiller, y el irracionalismo que se remonta al joven Schelling y corona la locura asesina del Führer.
Es este contexto el que está ausente de las recepciones actuales de la pieza. El que demuestra que el revisionismo histórico de nuestros días es muy poco histórico y bastante histérico, dominado por toneladas de información mal digerida.

3- Baste decir aquí que Wochenende no carece de antecedentes en la obra de Ruttmann. Ya hablamos de sus films abstractos a comienzos de la década del ’20. Se impone ahora una mención a Berlín: sinfonía de una ciudad, otro experimento con el montaje, esta vez de imágenes, que Ruttmann conluyó en 1927. El mismo impulso temático, la misma voluntad abstracta, idéntica persuasión rítmica. También en Berlín presenciamos en veloces cuadros las puertas de los negocios que se cierran al final de la jornada, el tren que recorre las vías y esa imagen inicial extraordinaria de formas geométricas en movimiento que se convierten en una señal vial. El ritmo desfila ante nuestros ojos como, poco después, lo hará ante nuestros oídos.
Se trata de la época. Ningún experimento proviene de la nada. Toda expresión cultural, humana, se encuentra determinada. Las conexiones son casi ilimitadas. La tradición del Hörspiel, el descubrimiento casi paralelo de lo cotidiano en la vanguardia soviética y en la germana (el byt en ruso, el Alltag en alemán), las relaciones entre la sinfonía ruttmaniana y el Kino Glaz de Dziga Vertov, la psicopatología de la vida cotidiana de Freud, la inflación, la reducción a cero en ciertas pretensiones avant-garde (al menos de Malevich en adelante), la excitación ante la tecnología, la experimentación con medios nuevos como la radio y el film.
No escribiremos un libro. Sí indagaremos en algunos de estos temas en posteos futuros. El formato es breve, el mundo, demasiado vasto.

Norberto Cambiasso

Absoluter Film: Cine abstracto alemán en la década del '20

1- No recuerdo con certeza. Habrán pasado entre doce y quince años. El Instituto Goethe de Buenos Aires invitó a un alemán (creo que era director de los archivos de cine de Colonia o algo así pero, dificultades de la vida nómade, no tengo el dato a mano) para que ofreciera un ciclo sobre vanguardia experimental germana. Allí pude apreciar por primera vez breves y extraños ensayos visuales de Walter Ruttmann, Viking Eggeling, Hans Richter y Oskar Fischinger.
Desde entonces no había tenido oportunidad de revisar esas piezas, productos de la exacerbada imaginación de entreguerras. Hasta hace poco, cuando obtuve de una biblioteca unas cuantas copias en video –la mayoría en mal estado-.
Hubo un tiempo en que se discutía quién de ellos había sido responsable del primer film de animación abstracta. Ahora el trono parece corresponderle a los futuristas Bruno Corra y Arnaldo Ginna. No se sabe a ciencia cierta cómo lucían esos intentos pioneros, de los cuáles apenas han sobrevivido sus descripciones. Fragmentos de celuloide pintados a mano. Cientos de metros de film a los que se les removía la gelatina y se les aplicaba el color. Y una técnica de scroll (como un rollo de pergamino) donde la sucesión cuadro por cuadro debió haber desviado el interés inicial de Corra y Ginna por el contraste entre colores hacia la incipiente geometría abstracta que se configuraba con el correr de las imágenes.

2- Cine abstracto-Música cromática se titulaba el documento que Corra publicó en 1912. Introducía en el cine experimental una analogía con la música que se mantiene hasta nuestros días. Los títulos de las obras dan fe: Sinfonía Diagonal y una inacabada Orquesta Vertical-Horizontal de Eggeling, Ritmo 21, Ritmo 23 y Ritmo 25, de Richter, Opus 1, 2, 3 y 4 de Ruttmann.
De todas, elijo el rigor formal de la Sinfonía (1924) de Eggeling, un sueco radicado en Alemania que moriría al año siguiente. Una forma compleja, constituida por líneas en diagonal y semicírculos, que se descompone y reorganiza a través de todas las permutaciones posibles. Combinaciones basadas en el espesor y la densidad de las líneas, su cantidad, la dirección de su movimiento y su desplazamiento en la pantalla.
En Rhythmus 21 (1921), a diferencia de Eggeling, con quien mantuvo una estrecha colaboración, Hans Richter se preocupa más por el movimiento que por la composición. Podríamos decir que su voluntad es eminentemente cinematográfica, más acorde a las características del nuevo medio. Figuras geométricas simples (cuadrados y rectángulos) que avanzan y retroceden, abren y cierran una pantalla que Richter sabe usar en su totalidad.
Lichtspiel Opus 1 (1921) de Ruttmann difiere de las anteriores en el uso del color (rojo y verde se combinan para generar otros colores) y en la presencia de un soundtrack compuesto por Max Butting. Las otras eran mudas y en blanco y negro. La figura básica es aquí el círculo, sin contornos definidos pero con una suerte de sombreado, desplazándose como campanas, medialunas o como las agujas del reloj mientras un triángulo puntúa el movimiento. Cuando caen cuadrados a uno y otro lado de la pantalla, lo hacen en diagonal, remitiendo otra vez a la trayectoria circular.

3- Una paradoja aparente domina estos films, algo así como la visibilidad del sonido en la época del cine mudo. Comparten una común inspiración en el constructivismo y el suprematismo soviéticos. De hecho, los tres autores provenían de las artes plásticas. No cabe duda de que sus experimentos procuraron resolver ciertos problemas estructurales de la pintura abstracta a través de un nuevo medio. Se distinguen en eso de otra tradición, paralela y contemporánea, de cine experimental, la que inaugura Fernand Léger, otro pintor, con el Ballet Mécanique (1924): el primer film abstracto en generar todas sus imágenes por medio de la fotografía.
No obstante, las asociaciones musicales son ineludibles. Hay una lógica compositiva en las imágenes de Eggeling, donde los movimientos de las líneas se reiteran, invertidos o simétricos, y los tiempos se marcan mediante el pasaje sucesivo de las figuras simples a las complejas y viceversa. Lógica que no parece ajena a la de una partitura dodecafónica, con su posibilidad de permutar la serie de doce sonidos en todas sus variantes. El mismo rigor conceptual y elementos básicos similares (la serie en Schoenberg, la línea en Eggeling).
La crudeza técnica de los films de Richter grafica bien su obsesión kinética. La dinámica del movimiento lo es todo: genera los cambios de forma, la variación de velocidades y hasta un efecto de profundidad. Esa simplicidad formal termina por anular la percepción de la forma en sí y nos deja librados a la contemplación del movimiento. No importan ya las figuras geométricas sino sus relaciones, no la cualidad de un objeto particular (aún uno tan sencillo como el rectángulo) sino las posiciones que adopta con respecto a los demás. La repetición continua de esas variables posicionales permite visualizar cierta clase de ritmo.
Ruttmann sí orquesta sus formas con maestría técnica. Hay texturas y diferenciaciones tonales en sus colores, probablemente por el uso de pinceles o de carbonilla sobre papel. La musicalidad radica tanto en el ritmo y el fluir de las imágenes -que crecen, se desplazan y se transforman- como en la repetición de las secuencias, similares a las unidades melódicas de una estructura musical.

4- Deben descartarse las analogías maquínicas e industriales que corroboran otras películas del período: el Ballet de Léger, los films de Dziga Vertov, incluso la imprescindible Berlín: Sinfonía de una ciudad del propio Ruttmann. La manifestación geométrica originaria cede paso a un modo que es primariamente óptico. Modo que se torna auditivo en Weekend, otra peculiar demostración ruttmanniana que nos vuelve testigos de un fin de semana completo a partir de un collage de sonidos.
Alguien definió a la Sinfonía Diagonal como “el intento por descubrir los principios básicos de los intervalos de tiempo en el medio fílmico.” El tiempo es el medio donde confluyen cine y música. Y a esta última se le suele atribuir la abstracción como condición por antonomasia.
Es éste un momento histórico donde el sonido asume su mayoría de edad. A partir de la década del ´10 el modernismo se radicaliza y la polución sonora contagia a todas las disciplinas. Tiene en el arte de los ruidos de Luigi Russolo su expresión extrema y en la guerra, su contexto dramático. También la poesía sonora consigue aquí su certificado de nacimiento.
Una historia compleja que de a poco trataremos de ir dilucidando.

Norberto Cambiasso

Monday, April 11, 2005

Jean Dubuffet ¿Una metafísica de la materia?

1- Fue por las navidades de 1960 que Dubuffet comenzó a improvisar en los instrumentos más diversos junto a su amigo, el pintor danés Asger Jorn. Jorn era uno de esos tipos ubicuos, siempre en el lugar correcto en el momento justo: supo despreciar tempranamente a los surrealistas agrupados en torno a Breton, acusándolos de “reaccionarios”, fue una figura central del grupo Host -una serie de pintores, escritores y arquitectos daneses reunidos en torno a la revista Helhesten-, ayudó a fundar COBRA -una de las primeras vanguardias utópicas de posguerra-, participó del Movimiento Internacional para una Bauhaus Imaginista, mantuvo contactos con los alemanes del grupo Spur, intervino en la fundación de la Internacional Situacionista y, hasta que falleció de cáncer en 1973, financió a las facciones encontradas de un situacionismo que tiempo después se volvería tan célebre como discutido (¿y discutible?) Uno de los personajes más heterodoxos del arte contemporáneo, su figura merecería una reinvindicación que no ensayaremos por el momento.
La admiración que mutuamente se profesaban con su amigo Dubuffet debió basarse en el interés compartido por cierto primitivismo, en su común predilección por el arte de los niños y en algunos ensayos pioneros con las inscripciones intempestivas -marcas en superficies resistentes, inspiradas en el graffiti, en el caso del francés, manchas de color en viejas pinturas de segunda mano, sus famosas Modifications, en el caso del danés-.

2- Se rumorea que existen cuatro LPs. que recogen la estación febril de sus improvisaciones en conjunto. Jamás los he visto siquiera ni he logrado confirmar si el rumor es verdadero. En caso de serlo, sólo los tenaces, los afortunados o los adinerados habrán obtenido alguna copia.
Mejor suerte correrán quienes se conformen con escuchar al gran pintor francés en solitario, en su papel de hombre orquesta. Supe por primera vez de sus intereses musicales gracias a la edición, que data de 1973, de ocho de sus piezas en el pequeño pero imprescindible sello Finnadar, regenteado por el inquieto compositor turco de música electrónica Ilhan Mimaroglu. Las notas de ese disco citaban la siguiente declaración de principios de Dubuffet:

Deseo situarme en la posición de un hombre de 50.000 años atrás, un hombre que lo ignora todo acerca de la música occidental e inventa una música para sí, sin referencia alguna, sin ninguna disciplina, sin nada que le prohíba expresarse libremente y para su propio placer. Esto es lo que también he querido hacer en mi pintura, con la diferencia de que conozco perfectamente bien la pintura occidental de los últimos siglos y deliberadamente quiero olvidarlo todo acerca de ella... Pero no sé música, y esto me otorga cierta ventaja en mis experiencias musicales...

Una voluntad primitivista que a priori no suena del todo convincente. ¿Cómo podría inventarse algo de la nada? ¿Cómo podría ignorarse aquello que aún no existe? ¿Cómo llegaría un hombre prehistórico a la idea de sonido organizado? Paradojas que señala el crítico Kyle Gann en su artículo al respecto: http://www.artsjournal.com/postclassic/archives20031001.shtml#54627. Pero admite también que esas piezas concretas, grabadas en un vetusto Grundig TK 35, son admirables: sucias, crudas, ruidosas, de un brutalismo consecuente con la pretensión de Dubuffet de hacer tabula rasa con la tradición, de dinamitar sin contemplaciones una cultura occidental cuya impostación le resulta insoportable.

3- Hay que armarse de paciencia y despojarse de prejuicios para apreciar las Experiences Musicales de Jean Dubuffet (Mandala, 1996), un CD largamente agotado que ahora pueden bajarse de la maravillosa Ubuweb http://www.ubu.com/sound/dubuffet.html.
Música que se precia de ser amorfa pero que no carece por completo de forma; sin principio ni fin aparentes y mucho menos desarrollo; similar en intención a sus pinturas; improvisada en instrumentos que no sabe realmente cómo usar pero los utiliza de todos modos. El resultado se ubica a mitad de camino entre la urgencia de la experimentación y una extraña cualidad lúdica, como un niño que se regodeara en el descubrimiento primario de los sonidos.
Prueben a escuchar el solo de piano de “Coq à l’oeil”, especie de Satie o Nancarrow acelerados y deformes, las ráfagas de flauta que entrecortan la declamación de varias voces superpuestas en el poema “La fleur de barbe”, las cuerdas percutidas de violines, violas y violoncelos, el esqueleto ínfimo del jazz resonando por algunos segundos en la trompeta de “Gai savoir”, el experimento percusivo y concreto de “L’eau”, los dos fagots y las cuerdas del cello reproduciendo en forma de drone el mugido de una vaca en “Longue peine”.
Se trata de una preocupación evidente por las características físicas, por la materialidad misma del sonido. Un materialismo que se convierte en empirismo liso y llano porque Dubuffet no vacila en asociar esos ruidos con los que oímos sin escuchar en nuestra vida cotidiana, aunque rara vez nos volvamos conscientes de ese soundtrack que musicaliza nuestros menesteres diarios: el taladro del obrero de enfrente, un bocinazo, el ladrido de un perro, la aceleración o la frenada brusca de un automóvil, el chirrido de las ruedas contra el asfalto, el ruido intermitente del teclado de la computadora mientras escribo esto... En este aspecto, más allá de su reluctancia por cualquier linaje intelectualmente construido, quizás Dubuffet no se sintiera incómodo en compañía de una tradición que se remonta al futurismo italiano, que abarca la experimentaciones sonoras de Dziga Vertov y de Walter Ruttmann en los años ’20 y las de la música concreta de los ‘50, y que vuelve explícita y autoconsciente por primera vez el Alvin Lucier de I’m sitting in a room. Aunque para él no están en juego las capacidades representacionales, miméticas, del ruido sino el hecho mismo de que el noise funciona como un flujo continuo, familiar e inaprehensible a la vez.
Pero a esta música opone otra, libre de toda intervención humana, como si la naturaleza tuviese una evolución autónoma que nos fuera dado escuchar, un poco a la manera de esas obsesiones extáticas que pueblan la teoría y la práctica de John Cage. Una música de los elementos -el humus descomponiéndose, el pasto creciendo, los minerales en proceso de transformación (son sus ejemplos)- que trasciende nuestros sentidos y parece abrir la puerta a una especie de universo cosmológico predeterminado. Y aquí retorna esa vocación metafísica, como si la espontaneidad, el caos y la libertad que tan bien traduce la obra de Dubuffet en todos sus aspectos necesitaran en última instancia de un orden suprarracional para poder funcionar.

Saturday, March 26, 2005

Jean Dubuffet. La apología de la espontaneidad.

1- Cuando Jean Fautrier presentó sus Otages (Rehenes) en la galería de René Drouin en Octubre de 1945 el público debió ser muy consciente de los siniestros acontecimientos que habían inspirado esa serie de torsos y cabezas sin forma que se regodeaban en la materialidad más cruda. Sospechado por la Gestapo de colaborar con la resistencia francesa, Fautrier se ocultó durante un tiempo en el sanatorio de Chatenay- Malabry, en las afueras de París. Allí se dedicó a pulverizar el cuerpo en esas imágenes perturbadoras que caracterizan su obra y que anticiparon lo que posteriormente se conocería -en gran medida gracias a los oficios mediadores del crítico Michel Tapié y sus ideas sobre un art autre- como art informel. El público actual, en cambio, debe haber olvidado la fuente mórbida de semejante inspiración: los sonidos ominosos que llegaban desde un bosque cercano al sanatorio, donde las fuerzas de ocupación nazis torturaban y ejecutaban prisioneros.
Hay pues en el nacimiento del informel una percepción auditiva que reconstruye (pero no ve) los aberrantes sucesos de la época y los traduce en imágenes. El colapso de la cohesión estructural en este tipo de pinturas parece la negación deliberada de la utopía de la abstracción geométrica de preguerra (que tan bien ilustran los cuadros de Mondrian) Y aún así, por detrás de los lazos ineludibles con lo orgánico y con lo corporal, más allá de la crudeza de sus materiales y de sus técnicas -empastado grueso aplicado a hojas de papel absorbente dispuesto sobre la tela en Fautrier, incisiones con los dedos y con palillos en las pinturas del alemán Wols, grabado y cavado con gubia y otros instrumentos en Dubuffet-, se adivina por momentos (en Wols en particular) el desarrollo de un nuevo lenguaje abstracto, más gestual y, sin duda, más desencantado.

2- Se suele asociar a Jean Dubuffet con el informel. Sus Corps de Dames de 1950 -una serie de cuerpos de mujer distorsionados hasta el límite de la tela, la brutal yuxtaposición en esas deformidades entre lo general y lo particular, entre lo metafísico y lo trivial- guardan una relación de semejanza superficial con los Otages de Fautrier. Su voluntad es más ostensiblemente antiestética, un intento por subvertir ese desnudo femenino deudor de una tradición de belleza que se remonta a los griegos y persiste en las revistas de moda contemporáneas. Esos supuestos trazos instintivos pretenden priorizar la intuición frente al intelecto, apuntan a una espontaneidad desacralizadora de la idea del artista y de lo bello. No obstante, están obsesionados por el estado del arte modernista de su época.
Un famoso artículo suyo de 1949 -“L’Art brut préféré aux arts culturels”- sanciona su desconfianza ante la institución artística, su desagrado por lo académico y la admisión incipiente de las connotaciones represivas del “gusto estético”. Pero ese saludable rechazo a la normativa lleva a Dubuffet a la apología de cierto arte instintivo que amplía el acceso a la esfera estética a costa de disminuir su racionalidad. Es el arte de los irregulares: los niños, los “deficientes mentales”, los expulsados de la sociedad. Un arte crudo al alcance de cualquiera, un do it yourself de la inmediata posguerra que se repetirá como leit-motiv en todas las manifestaciones culturales radicalizadas de la segunda mitad del siglo (baste citar aquí la improvisación en tiempo real a fines de los ’60, los experimentos comunales del rock europeo a comienzos de los ’70 y, por supuesto, el punk británico). En todos los casos los enemigos tienden a ser el orden y la estructura. Un orden que, por una rara simbiosis, se relaciona con la racionalidad y a ésta, con la autoridad y el autoritarismo. Un rechazo desesperado de lo social que se expresa en términos de cierto nihilismo de la inmediatez.
Dubuffet es demasiado consciente del state of art de su propio tiempo como para que su teoría suene convincente. Pero está lo suficientemente asqueado de la Academia como para que su obra resulte fascinante. Podrá admirar a Heinrich Anton, a Adolf Wölfli y a tantos otros que aparecen en las compilaciones de art brut. O a los chimpancés Congo de Londres y Betsy de Baltimore exhibiendo sus dibujos en el Institute of Contemporary Arts (ICA) en 1957-58. Pero nunca se parecerá a ellos. Demasiado cultivado, consustanciado con el pensamiento lógico de rigor, con los medios y los materiales de su quehacer artístico -un hombre culto obsesionado con la anticultura, lo definió alguna vez el crítico Edward Lucie-Smith- no logra escapar del racionalismo dominante. En su búsqueda desesperada por abrazar la espontaneidad, Dubuffet se topa con una lógica alternativa. El lo explica mejor que nadie: “Hacer que el bosquejo de los objetos representados dependa fuertemente de un sistema de necesidades que a su vez parezca extraño, sea por el carácter inapropiado de los materiales, sea por la inapropiada manipulación de las herramientas, o por algún concepto obsesivo y excéntrico, como si una lógica extraña dirigiera la pintura y el objeto se sacrificara a ese modo perentorio.”
Nada puede colocarse aquí en el casillero de la inmediatez, todo depende de la reflexión. Aprendemos a valorar a Dubuffet porque sus dibujos, sus pinturas y sus esculturas constituyen un nuevo lenguaje, no porque nieguen alguna mediación discursiva. Los materiales y las técnicas solo pueden parecer inapropiados si se miden con el rasero del arte académico pero son perfectamente legítimos y adecuados a las necesidades expresivas de su obra. Y como tales, deliberadamente pensados, cuidadosamente elegidos. La libertad radica en nuestra capacidad de decidir entre un cúmulo más o menos ilimitado de posibilidades, no en el renunciamiento o en la obediencia a una autoridad externa.
Habrá que esperar la década del ’70, a Marcel Broodthaers y a Hans Haacke, a Daniel Buren y a los conceptualistas del grupo Art & Language, para que se entienda que el problema de la institución no es equivalente al de la razón, para que el comentario irónico y una adecuada comprensión del funcionamiento del poder reemplacen al gesto instintivo y al nihilismo a ultranza. Mientras tanto, la tensión entre el caos indiferenciado de nuestra cotidianeidad y la apelación a un cosmos desestructurado, libre de toda intervención humana, se trasladará a los experimentos musicales del propio Dubuffet. De eso hablaremos en el futuro inmediato.

Norberto Cambiasso

Friday, March 11, 2005

Salven a Tonic

1- No, no me fui. En realidad, volví. Estos últimos cuarenta días estuve tan ocupado en asegurarme la subsistencia (sin mayor éxito) que nunca pude sentarme un par de horas a escribir algo para el blog que tuviera un mínimo de decencia. No volvemos al país con la frente marchita, más bien nos vamos del país porque éste se empeña en marchitarnos. Y aún así, contra el buen sentido, muchos regresamos.
Pero no escribo este post para hacerlos partícipes de mis tribulaciones y de mis perplejidades, sino para contarles que en todas partes se cuecen habas, para obtener una perspectiva más equitativa, menos permeable a mis urgencias porteñas de estos días.
Tonic (http://www.tonicnyc.com) es, sin discusión, el mejor lugar de Nueva York para ver y escuchar músicas experimentales de la más variada procedencia. Un sitio minúsculo en el Lower East End, a metros del puente de Williamsburg que conecta Manhattan con ese barrio de Brooklyn que ahora está tan de moda. Una pequeña barra donde se expenden bebidas alcohólicas, un sucucho al que se sube por una escalerita, donde se aloja la sonidista, un escenario diminuto y un espacio rectangular que albergará poco más de un centenar de personas.
Semejante incomodidad está harto compensada por la calidad de los shows y por la onda que respira el lugar. La entrada es barata -para los estándares neoyorquinos, se entiende-, en general entre 8 y 15 dólares. Los precios de las bebidas son razonables. No existe la consumición obligatoria tan irritante de los clubes de jazz con pretensiones avant-garde. Con frecuencia organizan recitales con tres bandas, sus famosas triple bill, y pareciera que toda la comunidad experimental, no sólo la neoyorquina, se da cita allí.
En Tonic pasé las mejores noches de mi aventura yanqui. Fui testigo de improvisaciones casuales que reunían músicos de aptitudes extraordinarias. Presencié los mejores recitales de mi vida. Descubrí los instrumentos más exóticos, los sonidos más inconcebibles, las ideas más delirantes. Pero no se trata sólo de la jerarquía de los nombres que honran su escenario, sino de un asombroso sentimiento de bienestar que contagia a todos, músicos y público por igual. Thurston Moore se sentaba en la tarima después de una jam electrizante y se ponía a charlar con la gente. Arto Lindsay paseaba despreocupado por el pasillo, sin que nadie se le tirara encima. Las bandas vendían sus discos, exhibidos en una modesta mesita, antes y después de cada concierto. Vi a Jim O´Rourke sentado ante la barra, a mi lado, escuchando con atención los tapices sónicos que tejía la guitarra de Richard Pinhas en un concierto donde no había ni veinte personas. Semanas después estaba sobre el escenario, empeñado en un largo drone de piano, inaugurando una de esas triple bill en la que también tocaban la No Neck Blues Band y Trad Gras och Stenar. Precisamente de otro concierto de los suecos salió extasiado, gritando ¡¡TRAD GRAD STENAR!!, modulando esas aes que suenan como oes, Sean Lennon, el hijo de John y Yoko. Coincidí con uno de la No Neck acerca de la excelencia del Artaud de Pescado Rabioso en la puerta del baño. Vi a Keiji Haino sentado en el piso con absoluta humildad, después de habernos regalado uno de los shows más trascendentes que recuerde. Lo volví a ver al día siguiente, compartiendo su extraña inspiración con el bajista de Fushitsusha, y me cambió uno de sus discos por otro de Reynols. Vi a Tony Conrad sacudiendo su violín y hablando pestes de Bush, al de la Ubu Web recitando un largo poema, a Robert Ashley que me hizo reír con ganas, a John Zorn protestando por el cigarrillo cuando todavía se podía fumar y a Pamelia Kurstin detrás de su theremin, fumando a escondidas cuando ya no se podía. Y en la puerta, esa improvisada sala de fumadores que debemos a la ley anti-tabaco, la propia Pamelia se enfrascaba conmigo en un diálogo delirante del que no lograba entender ni la mitad, trataba de arreglar un reportaje con Devendra Banhart mientras me comentaba sobre lo bueno de su experiencia en Venezuela, o era interpelado por una neoyorkina que descubría mi acento, me preguntaba sobre Spinetta, a quien un ex-novio argentino le había enseñado a amar, y me presentaba a su nuevo novio ruso, que tenía puesta una remera con la imagen de Plastic People of the Universe.
Cada noche era igual, una galería de tipos estrafalarios, unidos por el amor a y el fanatismo por la música. No recuerdo ya a cuántos vi, arriba y abajo del escenario: Supersilent, Michael Gira y los Angels of Light, Genesis P. Orridge, Bardo Pond, Khanate, Tarantula, CocoRosie, Ikue Mori, Sylvie Courvisier, Wadada Leo Smith, Chris Corsano, Paul Rubinstein, Derek Bailey, Glenn Branca, Barbez, decenas y decenas. Y siempre la misma onda, como si estando todos allí dentro, las calamidades de este mundo no pudieran hacernos daño. Un lugar donde cada uno se despojaba de sus prejuicios, donde los roles sociales y el status no eran vinculantes, donde desaparecía el divismo de los músicos y la admiración del fan, donde todos se trataban como iguales e intercambiaban experiencias, donde la ansiedad por compartir se imponía largamente a la voluntad por destacar. En definitiva, una auténtica comunidad.

2- Ahora esa comunidad se encuentra amenazada. Hace un par de días recibí un mail donde explicaban que estaban al borde del desalojo. Los costos del alquiler se duplicaron desde su inauguración en 1998, los gastos de seguro se triplicaron, colapsaron las cloacas y ya no pueden lidiar con el incremento que supone mantener un edificio en mal estado. Para colmo de males les robaron. Y entonces ellos, que tantas veces organizaron campañas para recaudar fondos y ayudar a emprendimientos políticos y artísticos experimentales y alternativos, decidieron apelar a la buena voluntad de los músicos y de la audiencia. Necesitan recaudar más de 100.000 dólares para evitar el desalojo. Y por fortuna, la gente respondió. Se organizaron recitales a beneficio. Desde Medeski Martin and Wood hasta la Gold Sparkle Band, desde Michael Gira a Barbez, los benefit se suceden noche tras noche. Un montón de personas hizo donaciones y cientos de norteamericanos y extranjeros dejaron testimonio de lo que significa Tonic para ellos. Después de todo, nadie desea que desaparezca aquello que enriquece sus vidas.
Seguramente se salven, al menos por el momento. Hace un par de días la cifra recaudada estaba en 25.000 dólares y hoy ya alcanza los 70.000
Tonic conserva esa extraña habilidad para sacar lo mejor de sí de cada persona. Y lo que es aún más llamativo, ningún individuo es responsable por sí solo de semejante resultado. Es en el colectivo, más o menos anónimo, con relaciones sociales siempre diferentes cada noche, donde radica esa fortaleza. Una lección que yace olvidada en las entrañas de esta era obtusa y egoísta. Habrá quien diga que es Nueva York y que ahí todo el mundo tiene dinero. Que por lo tanto no cuesta gran cosa hacer un aporte. No es verdad. Habrá quien piense que es una cuestión del primer mundo, lejana, que nada tiene que ver con nuestra realidad de escasez y supervivencia. Tampoco es verdad. Lo que ocurre en Tonic se relaciona con su entorno neoyorquino, uno de rentas por el cielo y especulación inmobiliaria desbocada del que hablamos hace unos meses en la nota de punk funk. Pero alude también a cuestiones como la autonomía, las relaciones en el seno de grupos que comparten intereses definidos, la necesidad de estar a la altura de aquello en lo que creemos, de nuestros gustos y predilecciones. Y enseña mucho acerca de cómo el secreto de la buena vida se juega en la comunicación con los otros, en la posibilidad de priorizar en todas las ocasiones la solidaridad a la competencia. Valdrá la pena discutir estos puntos, pero para no extendernos, la seguimos en el próximo post.

Norberto Cambiasso

Saturday, January 22, 2005

Retrospectiva 2004. La confirmación: Comets on Fire



1- Habida cuenta de que su CD anterior -con el inspirado título Field Recordings from the Sun (Ba Da Bing!, 2002)- rozaba por momentos la excelencia, deberíamos concluir que el nuevo -Blue Cathedral (Sub Pop, 2004)- en ocasiones alcanza rasgos sublimes.
Lejos estaba de sospechar este entusiasmo sin reservas cuando escuché su álbum debut -Comets on Fire (Alternative Tentacles, 2001)- una masa algo amorfa de ruido, sin demasiadas variantes, de una electricidad descontrolada y caótica. Confieso que la banda me fue ganando de a poco, a medida que limaban asperezas sin perder ni un ápice de ese sonido extremo que los caracteriza. Una evolución cuidadosa, como si se tratara de una compleja partida de ajedrez, a la que no resulta ajena cierta preferencia de los Comets por el bajo perfil.
Blue Cathedral sanciona definitivamente el ingreso de un quinto miembro -Ben Chasny, el geniecillo detrás de Six Organs of Admittance- cuya contribución aquí es mucho más sustancial que sus tímidos aportes a Field Recordings. La psicodelia folkie y desvergonzada de "Wild Whiskey", de reminiscencias orientales, parece salida de su fértil imaginación, lista para apresar algún instante de felicidad fugaz propio de 1967. Como segunda guitarra, se adapta sin inconvenientes a esos riffs furibundos de Ethan Miller que constituyen la columna vertebral del grupo. Basta reparar en la presentación virulenta de "The Bee and the Cracking Egg" -canción que abre la placa- o en el hard ominoso de "Whiskey River" para comprobarlo. El echoplex de Noel Harmonson renuncia en cambio a la omnipresencia de antaño aunque persista, dosificado, como seña de identidad ineludible.
El rubro innovaciones arroja un considerable uso de los teclados, como los que introducen la melodía entre amable y juguetona de "Pussy Footin' the Duke", algunas ráfagas de saxo que contribuyen a una extendida sensación de inquietud, y una profusión de sintetizadores analógicos que le aportan al disco una dimensión más texturada y plena de coloraturas.
Se percibe una marcada voluntad por los contrastes y las sutilezas. Cada vez que la canción amenaza con desbordarse, Comets on Fire restringe su desenfreno eléctrico con interludios instrumentales que convocan los fantasmas de Amon Düül II y de los sintetizadores de Allen Ravenstine en Pere Ubu. Este elegante linaje de influencias se completa en "Brotherhood of Harvest" con la etapa intermedia de Pink Floyd, un órgano sostenido sobre el que se desplazan los demás instrumentos. Y en la versión 2004 de los cometas en llamas, las jams desprejuiciadas de Blue Oyster Cult tienden a imponerse a los riffs de Blue Cheer como modelo general de desarrollo.
El disco concluye con la repetición incesante de un mismo riff (con leves variaciones) en Blue Tomb, un tema que se torna elegíaco a medida que transcurre. Un obituario perfecto para esa edad dorada que muchos creyeron percibir en la psicodelia.

2- Comets on Fire es una banda del siglo XXI que no rehúye sus deudas con el pasado. En sus canciones cada fragmento indica una referencia más o menos transparente pero la combinación de todos los hace únicos. Actualizan el venerable panteón del rock´n´roll y radicalizan sus consecuencias a fuerza de una batería de pedales que los acerca a ciertos visionarios japoneses (High Rise, Fushitsusha, Musica Transonica, Acid Mothers Temple) más que a cualquier memorialista anglosajón de insípida factura. Lejos de la nostalgia, nos conceden, no obstante, el placer del reconocimiento. Abundan en citas de una tradición que está allí para ser utilizada y hasta saqueada, no para ser contemplada y osificada con la resignación del que supone que "todo tiempo pasado fue mejor".
Esta actitud, irreverente y respetuosa por igual, se apoya en una erudición del gusto muy extendida entre las jóvenes bandas norteamericanas y los resguarda de cualquier recaída en la épica o en el oportunismo. Y los ubica a la vanguardia de una generación que ya está dando que hablar, atraída por las facilidades tecnológicas para la experimentación y por la renovada disponibilidad de la historia de la música, sin distinciones estrictas de género ni de fronteras.
Blue Cathedral es otra muestra -una de las mejores- de álbumes notables editados durante el 2004 por agrupaciones nóveles. Un disco impecable del primero al último acorde.

Norberto Cambiassso

Wednesday, January 19, 2005

Retrospectiva 2004. El regreso: Revolutionary Ensemble

Más vale tarde que nunca. Iniciamos aquí una serie de notas que darán cuenta de lo sucedido en materia musical durante el año que pasó. No se trata de un balance completo ni de una reflexión general sobre un movimiento cada vez más acelerado y menos aprensible. Apenas una radiografía fuertemente subjetiva de sus rasgos salientes.

1- Primero fue la reedición de The Psyche (Mutable), fantástico e inaccesible disco que el trío grabara allá por 1975 en su propio sello RE, y cuya edición original, limitada a 1000 copias, se agotaría en la gira europea que realizaron ese mismo año.
Después, la ovación espontánea que le brindó el público neoyorquino en el Vision Festival del pasado Mayo. Dicen los que estuvieron allí que el grupo brilló muy por encima del resto, aunque el lote incluyera a lo más granado del jazz y la improvisación.
Siguió el extraordinario concierto en el Joe's Pub el penúltimo día de Octubre. Un recinto pequeño en el East Village, un recital con nula promoción y un motivo que intrigaba a la treintena de afortunados que decidimos asistir: la presentación de un nuevo disco después de casi tres décadas de inactividad.
Y por fin, la aparición del flamante álbum por el sello Pi Recordings con el explícito título de And Now, arañando el milagro de la eterna juventud aunque los integrantes de la banda promedien la nada desdeñable cifra de 70 años.
Cuatro acontecimientos que signaron al 2004 como el año del regreso de Revolutionary Ensemble a los escenarios y al estudio de grabación o, para el caso, como el regreso del año.

2- Revolutionary Ensemble. Un trío de afroamericanos con Leroy Jenkins en violín, Sirone en contrabajo y Jerome Cooper en batería, doblándose cuando la ocasión lo requiere en instrumentos tan disímiles como piano, cello, viola, balafón y demás.
Criados en parte en las innovaciones de la AACM de Chicago, decidieron recalar en Nueva York a comienzos de los '70 y se las ingeniaron para grabar un disco -Vietnam, 1972- en el mítico sello ESP. Persiste como antecedente la participación de Leroy Jenkins en la legendaria Creative Construction Company junto a Anthony Braxton y Wadada Leo Smith. Un desembarco temprano en Europa que convertiría a la CCC en la contracara sin suerte del éxito rotundo que supo cosechar el Art Ensemble of Chicago en tierras parisinas.
Tampocó la suerte acompañó al Revolutionary Ensemble. Cuentan sus integrantes que la determinación a vivir en forma excluyente de la música del grupo los llevó más de una vez al borde de la inanición. Como legado aún secreto dejaron una media docena de discos de los cuales The People's Republic (1975), aparecido en una subsidiaria del sello A&M, sea quizás el más conocido.
Basta una anécdota para entender por qué la época les fue tan esquiva. Una cena en casa de Herb Alpert (el famoso trompetista de la Tijuana Brass y dueño de la subsidiaria en cuestión) con un invitado de lujo: el por entonces hiperexitoso compositor, arreglador y productor Quincy Jones. De una serie de vinilos en los que Alpert estaba revolviendo, Jones detecta la tapa de The People's Republic y pregunta qué es eso. Ansioso por impresionar a su ilustre huésped Alpert replica: "¿quieres escucharlo?" Fue ponerlo y a Jones se le desdibujó el rostro. Acto seguido la emprendió contra el grupo, que eso no era música y que esa clase de gente debería desaparecer de todas las grabadoras (mainstream).
Afortunadamente para Quincy, el mundo le hizo caso. Después de todo, ¿A quién puede importarle tres negros con pretensiones revolucionarias en el ámbito musical y también en el ideológico que, para colmo de males, propiciaban una experiencia colectiva en el terreno más bien individualista de la escena de los lofts neoyorquinos de la década del '70?

3- A nosotros. Y por razones fáciles de dilucidar. En términos de improvisación colectiva, jamás escuché ni vi nada que sonara tan natural, tan poco esforzado, como este trío. Se compenetran a la perfección, saben oírse con atención casi desmesurada, no existe el menor atisbo de egocentrismo en sus performances -ese mal tan extendido en la escena improvisada- y se nota con facilidad que acumulan miles de horas de práctica y experiencia compartida.
Su sonido es radical sin resultar elusivo. Se apoya en dos puntales básicos: la introducción del violín de Jenkins -una jugada harto riesgosa en una tradición dominada por los vientos- y la asombrosa ductilidad de Sirone para tocar el contrabajo con arco durante largos períodos. Un jazz de cámara donde las variables microtonales del violín contrastan con las florituras clásicas y hasta melódicas del bajo. Por su parte, la batería de Cooper recorre sin dificultades toda la escala de posibilidades expresivas.
Quizás el rasgo más revolucionario de este ensamble revolucionario sea su obsesión pionera por el espacio. Una cualidad que hoy reinvindica cierta improvisación denominada reduccionista a fuerza de perder esa furia sagrada que caracterizaba a los Albert Ayler, los John Coltrane y los Cecil Taylor de este (o de otro) mundo.
No es el caso del Revolutionary Ensemble, cuyas disonancias controladas, sus exquisitas texturas y esa dimensión colectiva que los convierte en mucho más que la suma de tres voluntades deberían servir de lección al marco amplio de la música improvisada actual. Lección que parece mejor estudiada por bandas americanas como Flying Luttenbachers o algunos momentos de Wolf Eyes y Black Dice que por las secas proposiciones intelectuales que acumula mucho del experimentalismo europeo de nuestros días.

Norberto Cambiasso