Friday, June 29, 2007

Experimentación sonora en Argentina bajo estado de sitio (1930-1976) (V)


El Di Tella y el sueño trunco del internacionalismo

Habría que esperar a la inauguración del Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales (CLAEM) en 1964 para que el desarrollo de la electroacústica alcanzara su punto álgido. Surgido de la conjunción entre el impulso modernizador interno y la reconfiguración de las relaciones exteriores entre Estados Unidos y América Latina, llevaba inscripto en su frente el dato empírico de un desplazamiento geográfico en el paisaje de la Guerra Fría: la revolución cubana del ’58.
En rigor de verdad, la repercusión de tan imprevisto acontecer no se sentiría de manera plena en nuestro país hasta 1961, con la obtención por parte del socialismo de una banca en el Senado. El peronismo proscrito la haría valer como amenaza velada de un súbito despertar revolucionario de las masas obreras, cuyo ímpetu en esa dirección su exiliado líder tanto había contribuido a adormecer. De efectos más concretos fue la presunción e ineptitud de la administración Kennedy, la que en nombre de un supuesto progresismo convirtió a la conciencia latinoamericana en ámbito privilegiado de su imaginaria guerra santa contra los cubanos. El nuevo celo reformista de los norteamericanos se tradujo en la Alianza para el Progreso y se corporizó en un programa de ayuda económica y social para esta olvidada región del mundo.
Los orígenes del CLAEM se remontaban a la Fundación Torcuato Di Tella, creada en 1958 por su familia, en homenaje al industrial homónimo fallecido diez años antes. Se financiaba con el 10% de las acciones de su empresa SIAM, ejemplo egregio de ese pujante progreso industrial que prometía el desarrollismo. La fundación del instituto del mismo nombre dos años más tarde nos concedería una versión autóctona de la alianza para el progreso, al poner el capital privado al servicio de las artes y las ciencias. El Di Tella se diseñó entonces como un conjunto de centros de investigación de entre los cuales tanto descollaría el de Artes Visuales que su destino se volvería el síntoma ineludible de toda una época.
La función del CLAEM fue bastante más restringida. Por un instante pudo parecer que transformaba a Buenos Aires en la capital de la música de vanguardia, al menos en el subcontinente. Pero esa ilusión se disipa rápidamente cuando constatamos la estructura elitista sobre la que descansaba. Limitado a doce becarios bienales, todos los recursos se ponían al servicio de esos pocos elegidos. Es cierto que por allí pasaron nombres que dejarían rastro en la electroacústica posterior y, en casos contados, hasta en la experimentación más amplia: los peruanos César Bolaños, Alejandro Núñez Allauca y Edgar Valcárcel, la colombiana Jacqueline Nova, el ecuatoriano Mesías Maiguashca, el chileno Gabriel Brncic, los brasileños Jorge Antunes y Marlos Nobre, los argentinos Oscar Bazán, Alcides Lanza, Eduardo Kusnir y Mariano Etkin entre muchos otros. También lo es que el círculo de profesores de postgrado incluía a lo más selecto de la vanguardia internacional: Messiaen, Xenakis, Nono, Copland, Dallapiccola, Ussachevsky y Maderna dieron allí seminarios. Y que una vez renovado su laboratorio de música electrónica a partir de 1966, gracias a las notables ideas del ingeniero Fernando von Reichenbach (entre las que se cuenta la de un convertidor gráfico de sonido) y bajo la dirección musical del propio Kröpfl, se transformó en referencia ineludible de las pretensiones vanguardistas latinoamericanas.
Sin embargo, la profecía de Bruno Maderna estuvo lejos de cumplirse. El italiano, en un arranque de optimismo, declaraba que el próximo boom musical se produciría en Argentina y que si Italia tuviera esa calidad de músicos y ese nivel en las creaciones barrería al mundo.[1] Pero el mundo siguió su curso sin darse por aludido. El problema consistía en el desequilibrio entre investigación y difusión que parecía constitutivo de esa música. Y la razón era sobre todo ideológica: la fe ciega en la especialización, el rigor formal y el manejo de la técnica como criterios excluyentes de validez, hicieron que los esfuerzos del centro se dirigieran a un círculo de iniciados y subestimaran a un público que, gracias al crecimiento del consumo, se hallaba por entonces en plena efervescencia cultural. Tarea de aproximación para la que serían claramente insuficientes esos ciclos anuales de conciertos que apuntaban a promocionar la actividad de los becarios y a los que daban el pomposo nombre de “Festivales”. Se vislumbra aquí otra de esas antinomias que engalanan nuestra historia: el propio impulso altanero, seguro de sus credenciales, de la electroacústica siembra las semillas de su disolución como fuerza capaz de impulsar la experimentación sonora del futuro. La vanguardia se tornará retaguardia, su aislamiento y su ceguera tecnocrática la convertirán en otro academicismo, menos inofensivo que retardatario. Un derrotero sobre el cual nuestro país ni siquiera puede reclamar algún certificado de originalidad, puesto que ese es el destino que la música académica del siglo tiende a sufrir una y otra vez, del serialismo a la composición por computadoras.

Aporías del internacionalismo

Debemos consignar aún un detalle que por sí mismo basta para comprender las paradójicas consecuencias de tanto espíritu emprendedor. El CLAEM fue financiado desde sus inicios por una beca de la fundación Rockefeller, cuyo apoyo se le retiraría en 1969. Eso influyó, sin duda, para que se nombrara a Alberto Ginastera como su director general, un puesto que cualquier otro sitio, menos ingrato con sus ciudadanos y más autónomo en sus decisiones, le habría asignado a Paz. Ginastera tenía mayor repercusión internacional y contactos más aceitados con los Estados Unidos, en parte gracias a una primera estadía allá entre el ’45 y el ’48, cuando buscaba refugiarse del régimen peronista. Pero representaba ese nacionalismo anacrónico que tanto fustigaba Paz. Si bien es cierto que hacia los ’60 pugnaba por incorporar técnicas más experimentales en sus composiciones, su horizonte estético seguía siendo tradicionalista. Aunque ni siquiera eso libraría a su ópera Bomarzo de caer en las garras de la censura, cuando la acusaran de obscenidad en 1967.
Con todo, no era sólo el despecho lo que llevaba a Paz a referirse al CLAEM como la “Academia Pitman de la música moderna” y a la obra de Ginastera como “demostraciones antológicas que gustan mucho a los norteamericanos y las retribuyen alegremente con su alianza para el progreso de la música argentina”. Mientras uno redescubría el dodecafonismo, el otro incorporaba a sus composiciones los principios de indeterminación y la idea de una música más abierta, en sintonía con la brisa de aire puro que Cage, Feldman y el grupo de Nueva York habían introducido en el férreo esquema del serialismo europeo. Con este giro, Paz sentaba las bases para una experimentación argentina que recién asomaría la cabeza con la apertura democrática de las dos últimas décadas. Porque aunque su figura se volvería pública en los golden sixties, su música seguiría sin escucharse. Una diferencia sustancial con el Ginastera al que versionaban los mismísimos Emerson, Lake and Palmer.
Estas rencillas distrajeron a la prensa de una dificultad más grave. El ambicioso proyecto para colocar a nuestra cultura en un plano de igualdad con las tendencias de las grandes metrópolis dependía de dos factores: la estabilidad política interna y la continuidad sin fisuras de la política exterior norteamericana. La megalomanía nacional llegó al punto de suponer que la exportación de arte argentino a los centros primermundistas no era más que el merecido reconocimiento a la calidad de nuestros artistas. Pero ni bien se modificase el escenario internacional, las veleidades cosmopolitas caerían como castillo de naipes. Bastó que Vietnam reemplazara paulatinamente a Cuba como nuevo foco de conflicto en la Guerra Fría para que ese preciado internacionalismo mostrara su verdadero rostro: la dependencia pertinaz de las necesidades estratégicas de una nación que no era la nuestra.


[1] Citado en Sergio Pujol. La década rebelde: Los años 60 en la Argentina. Bs. As., Emecé, 2002, p. 305.

Saturday, June 23, 2007

Experimentación sonora en Argentina bajo estado de sitio (1930-1976) (IV)


El optimismo infundado de una época

Un nuevo golpe de estado, autoproclamado “la Revolución Libertadora”, terminó en el ’55 con diez años de hegemonía peronista. Como en tantas otras ocasiones a través de nuestra historia, fue recibido con alivio por sectores considerables de la población y apoyado por ciertos partidos políticos que alguna vez se habían tenido por populares. Pero los dos períodos de gobierno justicialista, para bien o para mal, habían modificado de manera irreversible las relaciones entre las diversas fuerzas sociales. Ahora la clase obrera se había constituido en un factor con el que se hacía imperioso lidiar. Y dado su apoyo incondicional al presidente destituido, se convirtió rápidamente en el blanco privilegiado de la represión policial. Esta dificultad para reconocer a las masas -que seguirían siendo empecinadamente peronistas con el correr de las décadas- desmentía la retórica democrática de un régimen poco acostumbrado a ella y sumía a la corporación militar en pugnas internas de proporciones. Los fusilamientos de junio del ’56, drástica respuesta del ejército a un levantamiento justicialista, daban la pauta de una escalada inédita de esa condición de sorda guerra civil en la que se debatía el país desde la década del ’30.
Pero de a poco se iría instalando un discurso modernizador que apostaba a la rápida industrialización como expediente de la ansiada reinserción argentina en el mundo. Un desarrollismo que, a partir de 1958, tendría en la administración del doctor Frondizi a un defensor un tanto equívoco. Más allá de las dualidades y dobleces del nuevo gobierno democrático, las artes se vieron saturadas de renovado optimismo y, por una vez, la música no fue la excepción.
Ese mismo año Tirso de Olazábal inauguraba la posibilidad de escuchar en vivo, con adecuada amplificación, la música concreta y electrónica de algunos compositores europeos contemporáneos. Las experimentaciones con registros sonoros sobre discos de acetato las había anticipado Mauricio Kagel hacia 1954, cuando se le solicitó que musicalizara una exhibición industrial en la ciudad de Mendoza. El resultado fue Música para la torre, una obra concreta en la línea de las búsquedas francesas de Shaeffer y cía. Ya a finales de los ´50 combinaba su interés por el teatro instrumental con grabaciones para cinta. Por entonces había intentado infructuosamente montar un estudio de música electrónica. Con su ida a Alemania en 1957, el país perdería a un compositor de excepción, que cuanto mayor reconocimiento obtenía en la escena internacional, tanto más olvidado era en la nuestra. El destino de Kagel -aquí tardíamente reivindicado el pasado año, en ocasión de su septuagésimoquinto cumpleaños- constituyó un ejemplo temprano de la imposibilidad de asegurar políticas culturales sostenidas que impidieran la emigración de aquellos capaces de afianzar una herencia autóctona de experimentación radical. En ese sentido, la euforia de los años ’60 se demostraría, con el paso del tiempo, como otro de esos espejismos infundados que aquejaban a una idiosincrasia nacional excesivamente dada a la autoestima.

La institucionalización de la música electroacústica

El sueño de Kagel lo cumpliría Francisco Kröpfl con la fundación del Estudio de Fonología Musical a fines de 1958. Las circunstancias un tanto fortuitas de su creación ilustran bien acerca de cómo se hacían las cosas en nuestra capital por aquel entonces. La sede de la revista Nueva Visión solía reunir en tertulias informales a artistas de diferentes disciplinas. Allí escribía Kagel sobre cine y fotografía. Allí estaba, como siempre, el inefable Paz tratando de convencer a su auditorio de las bondades del puntillismo de Anton Webern. La gente de Poesía Buenos Aires -una legendaria publicación de vanguardia que se inició en la primavera del ’50 para concluir con rigurosa puntualidad, diez años después, en la primavera del ’60- también las frecuentaba. El más joven de sus miembros, Rodolfo Alonso, se convertía en el ’57 en director del Departamento de Actividades Culturales de la Universidad de Buenos Aires. Desde esta recuperada base institucional encargaba a Kröpfl y al ingeniero Fausto Maranca el estudio, que funcionaría en la Facultad de Arquitectura gracias a que existía en dicha sede un laboratorio para mediciones acústicas en desuso, readaptado para su utilización electrónica.
La visita de Pierre Boulez en 1954, a los 29 años y con las partituras aún sin terminar del Martillo sin amo bajo el brazo, simboliza el camino que tomaría de aquí en más la entusiasta vanguardia local. A Kagel lo convence, luego de examinar algunas de sus partituras, de que se presente a una beca en Colonia. A Kröpfl le obsequia el esquema serial de su opus magnun. A la mayoría le contagia la reverencia por el rigor formal y la fascinación por unas innovaciones tecnológicas que, según su conocida prédica, serán capaces de orientar a la música por el sendero luminoso de una nueva ciencia exacta.
No obstante, semejante obsesión por el control y la organización racional de las diversas dimensiones del sonido, esa idea tan típica del serialismo integral acerca de que el valor de la nueva música radica en sus principios de estructuración y en su forma orgánica, conducirá a buena parte de la experimentación contemporánea por el camino de un academicismo cerril e improductivo del que aún hoy no logra desprenderse.

continuará

Saturday, June 16, 2007

Experimentación sonora en Argentina bajo estado de sitio (1930-1976) (III)

Nueva música y dodecafonismo

“La improvisación, que caracteriza a una larga etapa lograda en base a desechos románticos, impresionistas, "veristas", folklóricos, ha terminado y en su lugar comienza la era de la estructuración consciente, planteada con perspectivas a la liberación de factores meramente localistas, en procura de un sentido general, universalista.” [1]

En la estructuración racional del material sonoro encontrará Paz la virtud más estimable del método dodecafónico. Su uso le permitirá desembarazarse por completo de cualquier resabio sentimental y convertirlo en arma formidable contra el nacionalismo que tanto lo irrita. Su identificación con los valores universalistas es, en cambio, discutible. ¿Por qué elevar a semejante plano una técnica cuyos lazos con la tradición centroeuropea, hegemónica en la música culta durante casi tres siglos, era harto visible? Las obsesiones de Schönberg se inspiraban en el organicismo romántico y eran producto de una coyuntura específica: la del modernismo vienés fin de siécle. De ahí que entroncase con una corriente eminentemente germana.
No sin cierta ironía, hubo que someter al dodecafonismo a un proceso de deshistorización para cargarlo de connotaciones históricas renovadas. La época demandaba esa clase de soluciones. En el contexto del nazismo, el rigor shönbergiano se había vuelto sinónimo de música degenerada y, como tal, de resistencia. Los exiliados austriacos y alemanes -Paul Walter Jacob, Wilhelm Graetzer, Stefan Eitler, Sofía Knoll- traían noticias de la nueva música a Buenos Aires y terminaban gravitando indefectiblemente en torno a la órbita de Juan Carlos Paz. Prueba de ello es el recital de música alemana prohibida que éste comparte en 1939 junto a Graetzer y la cantante Liselotte Reger, esposa de Jacob. Se ejecutan allí obras de Mahler, Schönberg, Krenek, Hindemith y Weill, entre otros.
Pero será una condición interna la que legitime en última instancia esta adopción de la música dodecafónica como cifra de un dudoso universalismo. A partir de la presidencia del doctor Castillo el país se embarca en una política de neutralidad que no oculta sus preferencias por las fuerzas del Eje. El aislamiento diplomático y las amenazas de los aliados no bastan para impedir el agravamiento de la situación con el golpe militar de 1943 y, en particular, con el intento de restauración de un régimen clerical y autoritario que puede esgrimir entre sus logros la disolución de los partidos políticos y el establecimiento de la enseñanza religiosa. Recién en los estertores del conflicto, en marzo del ’45, Argentina declarará la guerra a Alemania y a Japón. Artífice de ese intento de retornar a una normalidad siempre huidiza será el entonces coronel Perón, un hombre que desde el gobierno, en el exilio y hasta en su condición de mito después de muerto, dirimirá una parte dolorosamente amplia de las antinomias que desangrarán al país.

Los significados cambiantes de la vanguardia

Si durante la segunda guerra el dodecafonismo pudo parecer todavía sinónimo de vanguardia, hacia la fecha de Dédalus (1950), partitura en la que Paz corteja ese método por última vez- se había convertido en un anacronismo.[2] Ya las composiciones para orquesta de jazz de Esteban Eitler -Dodecafónico A y Concierto 1948, ambas de fines de los ‘40 - dejaban un leve resabio a cosa superada. La instauración triunfante de la técnica serial, que dominará la música europea en la década del ’50 y tendrá su base de sustentación en los cursos de verano de Darmstadt, más tarde o más temprano debía fastidiar a Paz, un antiacademicista a ultranza. En una transformación sin precedentes -ligada en no escasa medida a las necesidades culturales de la Guerra Fría y a la nueva hegemonía de Estados Unidos- la vanguardia renunciará, sin admitirlo, a esa venerable carga de negatividad que en general la había caracterizado. Se erigirá así en cómplice de un establishment que hará de la abstracción en las artes el símbolo de esas libertades democráticas que tanto se empeñaba en combatir el enemigo soviético. El precio a pagar será el de un formalismo desvinculado de cualquier referente social, indefenso ante la apropiación indiscriminada de sus logros, cualesquiera que hubiesen sido en el pasado, por parte de la agresiva política exterior norteamericana.
La reacción despareja y tardía de nuestros músicos frente a este nuevo orden obedeció a una serie de factores complejos. El primer gobierno peronista (1945-1955) fue vivido por la gran mayoría de los intelectuales argentinos como un sofocante interregno que congeló los escasos avances en curso. Decir que estos fueron tiempos hostiles a la experimentación no es en absoluto falso. Pero supone también una sobredimensión nostálgica de las posibilidades con que ella contó en el período previo. Aún bajo condiciones difíciles, las artes plásticas se las ingeniaron para incorporar durante los ’40 ciertas corrientes de la abstracción geométrica y darles un perfil que combinaba el cosmopolitismo con ciertos rasgos locales: fue el caso de agrupaciones como el movimiento Madí y la Asociación Arte Concreto-Invención. [3]
La música, en cambio, más allá de las excepciones mencionadas, se mantuvo rezagada en relación con estos desarrollos. Que la experimentación sonora careciera de un público real no fue un obstáculo menor. A su vez, ese dodecafonismo con el que también flirtearon Kagel, Kröpfl, Ricardo Becher, Carlos Rausch y Miguel Gielen antes de hallar rumbos más definidos, se asumió en Argentina bajo la forma poco comprometida de un universalismo abstracto que hacía de la autonomía artística un principio incontrovertible. Útil como antídoto frente a los rasgos diletantes y coloristas de la tradición anterior, terminaría por osificarse en un vanguardismo estéril que replicaba el destino de las técnicas seriales en el primer mundo. [4]
La creciente voluntad racionalizadora, la obsesión por controlar científicamente todos los elementos musicales, la conversión de esas técnicas en meros recursos procedimentales, arrojaban sombras sobre ese supuesto rigor que, dada su extendida ausencia en nuestro medio, se había postulado como atributo indispensable en un círculo restringido de entendidos. Que no bastara para delatar la crisis incipiente en que se sumiría nuestra música culta se debió a que su estatuto seguía gozando de los dones ambiguos de la marginalidad. Y al inevitable retraso con el que se incorporaban las novedades provenientes de las metrópolis. La situación cambiaría drásticamente a partir de la década siguiente.

[1] La cita corresponde a “Música brasileña de vanguardia: Hans-Joachim Koellreutter y el Grupo Música Viva”, en Revista Latitud, año 1, Nº 4, Buenos Aires, mayo 1945, pp. 16-17. Una suerte de artículo-manifiesto donde Paz festeja la introducción del dodecafonismo en Brasil en 1937 por parte del exiliado alemán Koellreutter. Versión electrónica en http://www.latinoamerica-musica.net/historia/paz-koell.html No obstante, las circunstancias políticas de esa misma operación en los dos países serán diversas.
[2] En sus memorias Paz afirma que introduce el dodecafonismo en 1934 y lo abandona en “Dédalus, 1959, última composición sobre planteo dodecafónico.” Op. cit., tomo III, p. 87. El Dédalus que se conoce, y que incluso ha sido grabado en un CD de circulación restringida, es de 1950. No hemos podido dirimir si se trata de un error de impresión o si existe otra versión tardía, o incluso una obra por entero diferente, con el mismo título. De ser ese el caso, no haría más que reforzar nuestro argumento. Debemos consignar aquí que en 1958 Paz publica por la editorial Nueva Visión Arnold Schönberg o el fin de la era tonal, una suerte de obituario para sus intereses dodecafónicos.
[3] Paz y Eitler participaron de una exposición pionera en casa de Enrique Pichón Riviere el 8 de octubre de 1945. Bajo el título Art Concret Invention la muestra despliega música, pintura, escultura y poemas concretos. Anticipa la formación de la Asociación un mes más tarde. Muchos de estos artistas hallaron una solución intermedia entre el representacionalismo que aquejaba a las tendencias realistas y la metafísica que contaminaba a la mayor parte de las pretensiones abstractas. Las soluciones, tan personales como discutidas apasionadamente en la época, merecerían una explicación extensa que no podemos dar aquí. Pero para una música que retome las ideas de intervención concreta en un espacio real habrá que esperar a las actividades precursoras de Guillermo Gregorio en la década del ’60. La mención a la muestra en lo de Pichón Riviere se halla en Andrea Giunta. Vanguardia, internacionalismo y política: Arte argentino en los años sesenta. Bs. As., Paidós, 2001, p. 56, nota 25. La descripción original aparentemente pertenece al libro de Nelly Perazzo: El arte concreto en la Argentina, Bs. As., Gaglianone, 1983.
En sus memorias, Paz da cuenta de los concretistas con bastante admiración y de los madistas con cierto desprecio. Op. cit, tomo 2, pp. 38-40. Gregorio sostiene que el opus 43 de Paz, Música para flauta, saxo alto y piano (1943) evoca las figuras geométricas móviles de Madí.
[4] Distinto fue el caso en Brasil, donde Koellreutter lo utilizó como medio para que la búsqueda de innovaciones formales contribuyera a la transformación social. Con ello generó una reacción populista y nacionalista, encabezada por Camargo Guarnieri pero que incluiría también a algunos de sus propios discípulos de antaño como Santoro y Guerra Peixe y terminaría con la experiencia de Música Viva en 1949.

continuará

Thursday, June 07, 2007

Experimentación sonora en Argentina bajo estado de sitio (1930-1976) (II)


La era de las dictaduras

Debemos fechar con ominosa exactitud el momento en que Argentina ingresa en una debacle de la que aún hoy no logra recuperarse del todo. El 6 de septiembre de 1930 un golpe militar dirigido por el general Uriburu quebrará un orden constitucional que, al menos en sus formas, se había mantenido vigente durante 68 años. Este tipo de respuesta política autoritaria ante cada vaivén de la economía se repetirá con una constancia que bordeará la desmesura. El crack del ’29 convertirá la inédita prosperidad de la primera posguerra en poco más que un agradable recuerdo. Y traerá también profundas modificaciones ideológicas. Hasta entonces, incluso los grupos más conservadores se avergonzaban de recurrir a ideas arcaicas. A partir del ‘30, una voluntad restauradora se opondrá con vehemencia a cualquier innovación económica o social mientras nos regala mecanismos como el fraude electoral, la intervención en las provincias y el uso sistemático de la tortura.
Puesto que buena parte de la modernización cultural se encontraba todavía en manos de las elites tradicionales -en particular la revista Sur dirigida por Victoria Ocampo, exponente peculiar de la oligarquía porteña- la situación no parecerá tan desesperada en primera instancia. Allí escribían Juan José Castro, Siccardi y Paz y los contactos entre la revista y el grupo Renovación mantenían cierta fluidez.
Sin embargo, las modificaciones del paisaje político dotan a ciertas posiciones ideológicas de un espesor inédito. Es el caso de la enconada oposición de Paz a cualquier forma de nacionalismo y al abuso de ritmos y melodías populares o folklóricas en la música culta, criollismo que caracterizaba las prácticas de la Sociedad Nacional de Música y del que no estaban exentos algunos miembros de su propio grupo como Gilardi y el primer Gianneo. Un nacionalismo que mostraría su peor rostro durante esa década: con el ascenso del nazismo en el frente externo y con las simpatías filofascistas de varios sectores en el interno. Prueba de la extendida confusión de la época la constituye el hecho de que el propio Paz, ya en 1939, arrojara algunos de sus dardos más envenenados contra el chauvinismo desde las páginas del ultrapatriótico periódico Reconquista, reivindicado como antiimperialista por su director Scalabrini Ortiz pero acusado de simpatías con el nazismo por sus detractores. De esas mismas contradicciones da cuenta su colaboración en el diario izquierdista Crítica, desde donde apoya la gestión de Castro en el Colón, a contrapelo de los ataques de otros periodistas del mismo órgano a la comisión directiva del teatro por su pertenencia a la “aristocracia vacuna”.[1]
Pero Paz no era hombre de posicionamientos dogmáticos. Sus actitudes no deben medirse en los términos estrictos del partidismo político. Menos aún cuando los acontecimientos internacionales -la guerra civil española y los inicios de la segunda guerra- provocan un corrimiento del espectro ideológico hacia la derecha, en gran medida gracias a la desembozada simpatía que la elite gobernante demuestra por las potencias del eje. Semejante situación haría presuponer una radicalización en sentido opuesto de los intelectuales que, de hecho, no se dio. Los tibios esfuerzos modernizadores de Sur, cuyas preferencias en el conflicto se ubicaban del lado de los aliados, no bastaron para abrazar estéticas vanguardistas. Con frecuencia recaían en esa falsa neutralidad que renegaba de cualquier contaminación que amenazara la supuesta pureza insoslayable de la obra de arte.

El abandono de la minoría de edad

Por eso la visita de Stravinsky a Buenos Aires, impulsada por la propia Victoria Ocampo, será el acontecimiento cultural de 1936, a despecho de las conexiones del compositor con el régimen de Mussolini.[2] Ese año Paz abandonaba un grupo Renovación que languidecía desde tiempo atrás. Su inveterada vocación avant-garde lo había llevado a introducir el dodecafonismo dos años antes y lo encontrará al siguiente organizando la difusión de la música avanzada en un nuevo colectivo: la Agrupación Nueva Música. Desplazamiento éste que contrasta con la aprobación casi unánime, por parte de sus pares, del compositor soviético como ejemplo de modernismo sonoro por antonomasia.
La perspectiva histórica permite ahora una apreciación más justa de la tarea de la agrupación y obliga a admitir que es allí donde radica el comienzo de una ilustración real en el ámbito excesivamente provinciano de nuestra música contemporánea. Este abandono de la minoría de edad coincide con un período donde la reacción política y religiosa -impulsada, sin comulgar particularmente con ella, por el gobierno de Justo, sucesor del de Uriburu- se disemina en extensos círculos intelectuales, gana para su causa a importantes sectores de las clases medias urbanas, y confirma una de esas contradicciones a las que el país suele ser propenso. El Congreso Eucarístico de 1934 sanciona el ascenso de la Iglesia Católica y señala, a su vez, la abdicación del liberalismo conservador en favor de soluciones de extrema derecha.
Si bien la acción de Nueva Música, por mor de su restringido ámbito de influencia, escapa a las proscripciones que en aquel tiempo se volverían moneda común, debe enfrentar los furibundos ataques de una prensa antaño tan conformista como en la actualidad. Aún así, se las ingenia para introducir en nuestro medio el atonalismo, el dodecafonismo, la escritura atemática, la técnica serial y, algo más tarde, la música electrónica. Su labor se extenderá durante algo más de tres décadas y por allí pasarán algunos de los músicos capaces de trasladar la antorcha de la experimentación a las generaciones posteriores: Carlos Roque Alsina, Edgardo Cantón, Enrique Belloc, Francisco Kröpfl, Mario Davidovsky, César Franchisena y, de manera un tanto lateral, el mismísimo Mauricio Kagel, entre los más renombrados. Pero el exilio, nunca del todo voluntario, truncará esa posibilidad.

[1] Paz describe ambos casos, los asume como absurdos y a la vez se defiende en el segundo volumen de sus Memorias, pp.112-114 .
[2] Sobre las repercusiones de la visita del famoso compositor, cf. Omar Corrado. "Stravinsky y la constelación ideológica argentina en 1936", en Latin American Music Review - Volume 26, Number 1, Spring/Summer 2005, pp. 88-101, University of Texas Press. El mismo autor ensaya una descripción del período en “Música culta y política en Argentina entre 1930 y 1945: una aproximación”, en Música e Investigación, Nº 9, Buenos Aires, 2001. Ahora en la web en http://www.latinoamerica-musica.net/historia/corrado/musica1930-45.html
continuará