Wednesday, December 29, 2004

The Academy in Peril

Mientras junto fuerzas, tiempo y ganas para hacer un balance en lo musical del año que se va y para retomar mi dedicación de antaño a este querido y odiado blog, los dejo con una nota de color (o tal vez un síntoma más serio) que leo en la nueva Wire y dice así:

"No hay nada más nuevo (newer), raro (weirder) o americano que ésto. New Weird America ha sido ahora consagrado por la academia, formando la base de un curso de nueva música improvisada en la UCLA (University of California, Los Angeles), dirigido por un tal profesor Nathan Bush (ninguna relación con George, suponemos). Aquellos que pretendan un major en free folk/psicodelia serán obligados a estudiar las obras de Charalambides, Sunburned Hand of the Man, No Neck Blues Band y Jack Rose. La bibliografía incluye Lost Highway de Peter Guralnick, Invisible Republic de Greil Marcus y, por cierto, el artículo del 2003 de David Keenan que fue tapa de The Wire."

Hace poco leí en la web de Clarín que también se estaba planeando una escuela de rock en nuestro país. A decir verdad, el matrimonio entre el rock y la academia se remonta a comienzos de los años ´80 y a las iniciativas que llevaron a la fundación de la IASPM (International Association for the Study of Popular Music), que data de 1981 y donde, al menos en su etapa inicial, estuvieron involucrados Chris Cutler y Franco Fabbri (de Stormy Six). Unos cuarenta lugares para estudiar música popular están hoy desperdigados por el globo, de Sudáfrica a Brasil y de Australia a USA y UK, para bien o para mal.
Hay que decir que la IASPM conserva su autonomía respecto de intereses comerciales o gubernamentales. Debo reconocer también que algunos de los peores libros que leí el año pasado se debieron a académicos fascinados por lo que todavía consideran cierto carácter contracultural que, dicen ellos/as, el rock aún sustenta.

Entonces, rock y academia. ¿Para bien o para mal?

Saturday, December 18, 2004

Un festival del tedio asesino

Un viejo adagio dice que la vida empieza a los 40. Todo indica que ese adagio anima al festival cinematográfico que se viene llevado a cabo en Pinamar desde el 11 de diciembre (finalizará, “a pedido del público”, un día después del previsto, el domingo 19, donde se exhibirán los largometrajes más exitosos, según la votación del público). En la restrictiva “inauguración oficial” (porque todo tiene aquí un membrete, como ocurre, después de todo, en los festivales más prestigiosos), se proyectó el film argentino Cama adentro, del director Jorge Gaggero, con Norma Aleandro y Claudia Lapacó. El resumen de los folletos era una invitación al tedio asesino: “Beba, una mujer de clase media alta, sufre el derrumbe de su status a partir de la crisis económica argentina. Dora, su mucama, es testigo silenciosa de estos tiempos”. Por alguna razón que debería ser explicada, los directores cinematográficos argentinos muestran una irrefrenable pasión por los rostros de consternación. No era en absoluto necesario verlos, porque ya son parte de la memoria colectiva, los gestos de la Aleandro ante la “valdoria” menemista, aunque los de la mucama habrán sido sin duda un punto alto del rodaje. Tampoco era necesario permanecer en la sala (son dos las del festival, llamadas “Bahía” y “Pinamar”, cobijadas bajo un mismo techo, a metros del mar, sobre la avenida Bunge), en los que siguieron: Luz de mis ojos, del italiano Giuseppe Piccion, sobre un remisero romano que se enamora de una joven madre y que, hasta los 50 primeros minutos, no era correspondido e insistía en dividir las cosas entre seres extraterrestres y los de acá –él, por cierto, pertenecía al más allá, pero se enternece con los de acá: está enamorado.
Al día siguiente, el público pudo disfrutar, entre otras alternativas, de La esperanza (un film argentino con Ulises Dumont actuando de profesor que comienza en el entierro de su esposa y hasta llegar a una provincia sureña y ver, en un bar llamado "La esperanza", a la artista border o tonta de la que se enamora fueron necesarios unos 40 minutos: ahí está Dumont retornando en remís del cementerio, abriendo la puerta de su casa, subiendo una escalera, en la habitación matrimonial, consternado, ahora en remís yéndose hacia el aeropuerto, saliendo de otro aeropuerto y encima de otro remís –el viaje es más largo- que lo deposita en el pueblito sureño, en la casa familiar) y la francesa El corazón de los hombres, de Marc Esposito, sobre cuatro hombres de clase media entre 40 y 50 años con pequeños problemas a los que se presenta con hipérbole: la mujer de uno de ellos se entera con horror de que él tiene sexo extramatrimonial, otro no le permite fumar a su hija (le apaga el cigarrillo, indignado), hay uno que no quiere trabajar, la mujer del último le dice: "Te mentí". El la insulta, la empuja, sale de la casa, corre ahora por una calle estrecha, se aleja. El cartel con la señal de contramano es enorme.
Se anunció con pompa para el lunes 13 la española Atún y chocolate, de "uno de los integrantes del equipo CQC español", junto con la uruguayo-argentina Whisky, aburridísima, sobre un montevideano sexagenario y judío, y su mucama –o empleada, en este caso es lo mismo-, y Competencia desleal, de Ettore Scola, una tierna y aguda visión del fascismo italiano que aunque no nos priva de algún que otro golpe bajo refrenda las distancias enormes que existieron entre el nazismo alemán y ese régimen con talante de romería. Buenos Aires 100 Km y La niña santa, esa alternativa a La mala educación, en el sentido de la visión que es efecto de una educación católica, completaron el día.
Lo que siguió fue hasta ahora el summum de la pretensión de un festival que, también hasta ahora, muestra tantas distancias entre las pretensiones y los resultados. Fue exhibida Las consecuencias del amor, del italiano Paolo Sorrentino, que muestra, con una involuntaria comicidad, todo lo que una mente virgen cree que son los ambientes de las altas finanzas, filmado además con tomas tortuosas de las que hace uso la publicidad de automóviles. El público se mostró extasiado, y lo aplaudió rabiosamente. El miércoles 15 se pudieron ver dos excelentes films: El perro, de Carlos Sorín, y, bajo el rótulo, convengamos en que un poco categórico, de “La mirada oriental”, Zatoichi, de Takeshi Kitano, que muestra en positivo lo que denuncia en televisión Rolando Graña: el sexo homosexual en un niño de 9 años, o menos, con absoluta consciencia de lo que hace.
Hoy, jueves 16 de diciembre, el panorama es desolador: dos películas argentinas, dos españolas (una de ellas famosa del pos-franquismo) y una italiana acerca de la "progresiva locura del poeta italiano Dino Campana y su amor imposible con la actriz y poeta Sibilla Aleramo").
Con una vitalidad admirable que demuestra el entusiasmo ilimitado de los organizadores, casi todos los días hubo homenajes (es de temer que seguirán): a esposas de directores extinguidos, a alguno viviente, a funcionarios de entes cinematográficos argentinos, italianos o españoles, a actores nóveles, a hijos e hijas de actores, directores y distribuidores epónimos, etc. (Al de la hija de Lucas Demare fue sin duda el más excitante: en sus largos cuarenta aunque muy bien llevados años, acariciaba la “piña dorada” que le fue entregada de un modo que el varón gusta que acaricien su falo –es decir, de arriba hacia abajo, o al revés, con ritmo y sin pausa-, mientras ponderaba las virtudes de la Pinamar en la que se crió, y que ahora no es tan tranquila pero que sigue siendo linda).
Si bien pareciera que en el festival hubiese primado un criterio familiar-clasemediero, de matrimonio con hijos entre los 5 y 15 años con inmunidad por la letra impresa y que recorre 350 kilómetros para desplomarse en la arena y punto, hay que celebrar el bajísimo costo de las entradas. Lo que permitió, entre otras cosas, que a la función de El Perro asistiera un contingente de chicos down del Cotolengo, y tres monjas, para desgracia de alguna que otra indisimulada familia de turistas que vinieron para darle, después de todo, más Pinamar a sus vidas.

Sergio Di Nucci

Friday, December 17, 2004

Underground porteño

Este sábado 18 de diciembre (¡Bah!, mañana) toca en La Carbonera -Balcarce 998-, a eso de las 23 hs., Las Orejas y la Lengua.
Uno de mis grupos favoritos, existen a la sombra desde hace una docena de años. Recién en los últimos tres, gracias a los oficios del sello Viajero Inmóvil, pudieron grabar un par de CDs titulados La Eminencia Inobjetable y Error. Alguna vez formaron parte del ciclo Ensayo y Error, organizado por Esculpiendo Milagros. Desde entonces, salvo algunas reseñas favorables de periodistas sensatos como Jorge Luis Fernández y Marcelo Montolivo, el establishment rockero nacional prefirió darles la espalda. Una lástima. Pero un síntoma también de lo que ocurre con muchos otros grupos que, en silencio, forjan los sonidos interesantes del futuro. Buenos Aires no se caracteriza por la gratitud con quienes tratan de llevar a cabo algo digno. Prefiere siempre obsesionarse con las luces engañosas de la marquesina. Lo que no se puede clasificar con facilidad suele ser dejado de lado como si de un peso muerto se tratara. Por supuesto, en el exterior, las críticas han sido mucho más entusiastas.
Por eso, si tenés tiempo, date una vuelta por San Telmo y descubrí a un grupo que vale la pena. Antes de que terminen saliendo en alguna conocida revista anglosajona y todos aquí se pongan a gritar que ya los habían escuchado diez años atrás.
Para hacerte una idea de cómo suenan, reproduzco una de las gacetillas que enviaron. Con tiempo, escribiré mi propia opinión.

"Las Orejas y La Lengua -híbrido entre una banda de rock y un conjunto de
cámara- desarrolla con fino sentido del humor una música plagada de
imágenes. Lejos de la exhibición instrumental vacua y egocéntrica
entremezclan, sin límites precisos, diversos ingredientes como el punk, la
música disco, el minimalismo, la música concreta, el jazz con toques
folclóricos y urbanos, la improvisación, el noise o el rock progresivo. Un
viaje único, audaz, intenso y altamente personal. Imperdible para mentes
abiertas y deseosas de experimentación."

El grupo actualmente forma con:
Diego Suárez: flauta y melódica
Juan Bisso: violín
Diego Kazmieski: teclado y sampler
Nicolás Diab: bajo y mandolina
Fernando de la Vega: batería y xilofón

Nos vemos allá

Monday, December 06, 2004

Los pasos perdidos: un viaje en los orígenes del rock latino

La conexión México-Argentina brilla por su ausencia en las historias del rock rioplatense. Grave omisión puesto que sería determinante para el despertar de una música que casi cuatro décadas atrás supo adquirir carta de ciudadanía en el extremo sur del continente americano. He aquí un episodio olvidado de la contracultura rockera en América Latina que demuestra que nada viaja más rápido que el capital. Lástima que no sea un turista accidental, puesto que su visita, tan ansiada por muchos, tiende a modificar el paisaje de manera definitiva.



Los Locos del Ritmo (México)
Foto de 1960.

La marea comercial de la Nueva Ola
Un viaje plagado de consecuencias. En el otoño de 1960 RCA decide transferir a Ricardo Mejía, director artístico de la compañía, de su subsidiaria en México DF a la lejana Buenos Aires. Mejía era ecuatoriano, había residido en los Estados Unidos y llegaba a Argentina con el cargo de gerente general del sello. Ni lerdo ni perezoso, se rodea de unos cuantos publicistas y en 1962 lanza El Club del Clan por Canal 13, un programa de la televisión porteña que se encarga de promocionar a los jóvenes representantes de la Nueva Ola.
Chicos prolijos e inofensivos que entonan canciones pegadizas e intrascendentes sobre el amor y las flores. Copian algunas poses vacías tomadas de los vecinos rockeros del norte pero evitan su incontinencia rítmica y liman cualquier aspereza sospechosa. La apología de una juventud desenfadada que hace sonreír a los mayores y cuyos representantes son Palito Ortega, Violeta Rivas, Nicky Jones, Johny Tedesco, Jolly Land, Raul Lavié, Chico Novarro y un largo etcétera.
El engendro, moldeado en partes iguales sobre la fiebre rocanrolera mexicana y la canción italiana del Festival de San Remo, obtiene un éxito inmediato y fulminante. A tal punto que se extiende por el cono sur como esa plaga que celebra Enrique Guzmán en la famosa canción de los Teen Tops (en realidad, un cover del “Good Golly Miss Molly” de Little Richard). Canal 4 de Uruguay comienza a emitir El Club del Clan en 1963 y las radios del país vecino atiborran a los oyentes con programas dedicados a los hits nuevaoleros. A partir de octubre de ese mismo año, Smowing Club, por Teledoce, fabrica la versión local del Clan. Chile también tendrá su propia avanzada nuevaolera, con nombres que ya no recuerdan ni sus padres y cuyos años de “gloria” van de 1963 a 1967. Y Brasil promueve su Jovem Guarda, liderada por Roberto Carlos, a partir de 1965. Un peculiar fenómeno pop que mezcla el rock con la canción romántica. Su tema “O Calhambeque” es literalmente un cachivache que se pone de moda en Argentina y demuestra que la integración latinoamericana en poco se parece a aquella con la que soñaron los padres de la independencia.

Juventud divino tesoro
Mejía era muy consciente de su revolucionaria operación mercadotécnica. Había sido testigo presencial y partícipe -desde su cómoda oficina de ejecutivo- de los años de la explosión del rock and roll mexicano. Grupos como los Teen Tops, Los Locos del Ritmo, Los Rebeldes del Rock, Los Black Jeans y Los Loud Jets se dedicaban a hacer versiones en español -refritos las llamaban ellos- de los clásicos rockeros made in USA.
Al principio pudo parecer otra moda musical efímera con el pasaporte adulterado. Solo que en vez de provenir del Caribe, detentaba señas de identidad gringas. Pero a partir de 1959 las autoridades, la prensa y las infaltables ligas de la decencia tomaron buena nota de una juventud que, según venían alertando desde hacía un lustro, bordeaba la peligrosa línea de la delincuencia. La ocasión fue el escándalo desatado en el estreno de King Creole (film protagonizado por Elvis Presley que en México titularon Melodía Siniestra), cuando las pandillas destrozaron el cine y fueron ferózmente reprimidas por la policía.
De la noche a la mañana chicos inofensivos de clase media fueron estigmatizados como “rebeldes sin causa” y el rock fue satanizado. La sociedad, machista y chauvinista, y el gobierno, dudosamente legitimado en un sistema institucional unipartidista que hacía de la corrupción la vía regia para la adquisición de status, prefirieron desatar la represión antes que asumir los límites obvios de semejante modelo de autoritarismo.
Y aún así, el rock and roll cantado en castellano floreció en tierras aztecas e irradió su influencia a todo el orbe latinoamericano. No fueron pocos los rockeros que, en sus años formativos, se inflamaron del rock bailable y sin pretensiones de los Teen Tops y demás.
No debe buscarse al respecto contradicción alguna. Las discográficas, con Orfeón y Peerless a la cabeza, supieron domesticar al rock desde sus inicios. Facturaron rebeldía y la vendieron a manos llenas. La industria controlaba todas las piezas: decidía qué se cantaba, supervisaba el vestuario, imponía la coreografía y construía la imagen de niños buenos que, más allá de la histeria de los defensores de la moral y las buenas costumbres, dominó a todos los artistas mexicanos de la época. Las radios ayudaban con la difusión hasta el hartazgo de los hits del momento. El cine producía bodrios en serie donde los jóvenes eran retratados como una caterva de subnormales y los conflictos del muchacho con el padre de la novia se solucionaban por arte de magia. Las revistas publicaban fotos a página entera de los ídolos rocanroleros. El director artístico era el cerebro de la operación, el único protagonista de la historia. Las estrellas eran apenas un grupo de borreguitos dóciles dispuestos a vender su alma al diablo por un poco de fama y dinero.
Nada era auténtico, todo había sido prefabricado por la maquinaria comercial. De ahí que, unos años más tarde, los verdaderos pioneros del rock en América Latina consideraran a la autenticidad como el valor supremo de su incipiente contracultura.




Beatles for sale
La Nueva Ola terminaría por ser la bestia negra frente a la que se esgrimen, orgullosos, los primeros intentos de un rock genuinamente latinoamericano. Pura música pasatista, una traición a la supuesta rebeldía del rock de los ´50, la comercialización de un gesto generacional para consumo de adolescentes y jubilados por igual. Así, al menos, se la interpretaba desde este lado del mundo, donde muy pronto surgirían hordas de pelilargos dispuestos a cambiar la historia, a devolverle al rock lo que le correspondía por derecho: la energía, la intemperancia, la actitud desafiante y el aura amenazante de la delincuencia juvenil que, con el correr de la década, se transformaría en la protesta más chic de la resistencia contracultural. Se trata, claro, de una idealización, de un mito que, por falso, no es menos fundacional del rock latino.
Sería absurdo subestimar la importancia de los Beatles. Su influencia es planetaria y muy pronto, aquí, allá y en todas partes, los chicos forman sus primeras bandas y ensayan tímidas versiones de los éxitos británicos, cantadas en un inglés vacilante y arrastrado, digno de uno de esos pseudocursos de idioma que por entonces promocionaban las Academias Pitman. Es la época del beat, el momento en que el pop latino imita lo mejor que puede a su modelo anglosajón. En esos grupejos harán sus primeras armas los principales protagonistas del rock posterior. Y las corporaciones sabrán apropiarse de la nueva fiebre.
Algo peculiar sucede en la segunda mitad de la década. Argentina es su ejemplo más insigne, dado el desarrollo de su industria discográfica. Durante unos años conviven la Nueva Ola, los beats, los primeros atisbos de un pop autóctono y organizaciones como la Escala Musical, programa de radio y de televisión que había montado un formidable circuito de bailes y contrataba cualquier banda con tal de que el show continuara. La industria del entretenimiento se expandía fagocitando en su seno cualquier tendencia que osara oponérsele.
Así las cosas, ¿cómo podía distinguirse lo auténtico de lo comercial? ¿De dónde salió el sentimiento obstinado de que el rock era la nueva música urbana, alternativa por excelencia a tanto desecho vendible?

El nacimiento de la contracultura
En Argentina, de la convicción indeclinable de que había que cantar temas propios en español. La avanzada de este redescubrimiento de América se debe a “La Balsa”, un single de Los Gatos que en 1967 vendería la friolera de 200.000 copias, una cifra enorme para los números de la época. ¿El sello? Sí, adivinaron: RCA.
El tema en cuestión no era especialmente significativo, una cancioncita beat tan frágil como esa balsa que, según rezaba la letra, construirían para irse a naufragar. Pero en el lejano país del sur se convirtió en un himno generacional que nadie ha dejado de escuchar desde entonces. Hay razones, pues, para suponer que la suerte de la embarcación estuvo atada a los canales de difusión de la discográfica.
Con el tiempo, la consigna del canto en idioma propio se extendería a toda la América hispana. Los uruguayos de El Kinto lo intentaban en el ´67, mientras cortejaban al candombe (un ritmo típico del país oriental) en una fusión local que no tuvo mayor alcance porque no logró plasmarse en disco. El trío argentino Manal inauguraba en el ´68 un realismo urbano descarnado, con letras que describían la ciudad de Bs. As. en ritmo de blues. Almendra musicalizaba imágenes bellísimas, salidas de la pluma de un jovencísimo Luis Alberto Spinetta. Incluso en México, una escena mucho más reacia a dejarse atrapar por un nacionalismo lingüístico que identificaban aún con los refritos lavados de su primera oleada rocanrolera, Los Ovnis castigaban al público con canciones de protesta en la lengua de Cervantes adosadas con buenas dosis de fuzz. Pocos años más tarde, la agrupación chilena Los Jaivas grabaría “Todos Juntos”, asunción explícita de una identidad latinoamericana común traducida en un sonido que mezclaba rock y folklore en una poción única.

Teoría de la dependencia
Una contradicción fundante permea esos orígenes del rock que hoy nos parecen tan lejanos. Mientras el temperamento contracultural se preciaba de contraponerse a los dictámenes de la industria, necesitaba imperiosamente de ella para ampliar su influjo y abandonar el ghetto de unos pocos enterados. En el inicio mismo del rock argentino se encuentra la censura, cuando RCA obliga a Los Gatos a cambiar la letra de “Ayer Nomás”, cara B de su exitoso single. Cosa que, por cierto, aceptan sin chistar.
La globalización no fue un fenómeno de finales del siglo XX y al rock latino no lo inventó MTV. Se ha querido contar una historia de resistencia heróica frente a las sangrientas dictaduras que se adueñaron del castigado subcontinente y hay algo de verdad en ella. Pero hay otra, más subrepticia, menos visible, que se relaciona con los rasgos ubicuos del capital transnacional, que no reconoce patria ni frontera pero sabe viajar siempre en primera clase.
Y esta otra debe remontarse a la crisis económica mundial y al carácter dependiente de las economías latinoamericanas. Que hasta entonces habían logrado sobrevivir gracias a una ecuación espúrea: los países periféricos exportaban materias primas e importaban del primer mundo las manufacturas necesarias. Habida cuenta de la diferencia de valor entre el material crudo y el producto terminado, era obvio que el arreglo perjudicaba a los países latinoamericanos y reproducía esa misma dependencia que se quería superar. La caída de los precios que acarrea la crisis de 1929 obliga a imaginar nuevas soluciones. A partir de la década del ´30 se conocerá a la nueva panacea que abraza América Latina con el nombre de sustitución de importaciones.
Bajo el pretensioso título se esconde una frágil estrategia modernizadora que se extenderá hasta mediados de la década del ’60. La clave consiste en ensayar un proceso de industrialización con el cuál la economía pueda satisfacer las demandas de grupos sociales diversos. No hace falta decir que terminó en un fracaso completo. La modernización fue insuficiente porque afectó a sectores limitados. Y la industrialización quedó trunca ante la imposibilidad de ampliar sus mercados.
Dos factores, económicos en principio, determinarían el nuevo paisaje de levantamientos sociales y represión estatal que atribularía a la región promediando los ´60. Por un lado, la necesidad de crédito era aún mayor que en la época agroexportadora, dado que la creciente complejidad industrial requiere de materias primas, combustible y, fundamentalmente, de bienes de capital que sólo pueden ser importados de las metrópolis europeas o de Estados Unidos. Se localiza aquí el comienzo de la enorme deuda externa que acumularán los países latinoamericanos. Por otro lado, la inflación alcanza niveles intolerables, señala la ruina de las políticas económicas dirigistas y abre las puertas a recetas neoliberales que traerán un sufrimiento todavía más insoportable.





Das Kapital
Este desarrollo, resumido en sus rasgos generales para no abusar de la paciencia del lector, sobredetermina a un rock latino al que le agrada pensarse a buen resguardo de cualquier contaminación material. Si los ´60 atestiguan el nacimiento de la nueva música urbana, es gracias a que la década anterior promueve un crecimiento repentino y desordenado que afecta las relaciones entre el campo y la ciudad. Un éxodo rural que no está exento de efectos colaterales, con la instalación de barrios de emergencia, villas miserias y favelas en el cordón industrial que rodea a las grandes ciudades. Es el caso de Lima, Buenos Aires, el Distrito Federal en México, San Pablo y Río de Janeiro. En resumidas cuentas, el rock es dependiente de un proceso de urbanización previo.
También lo es de la tecnología y de la evolución de los mass media. La estrategia industrial basada en la sustitución de importaciones reduce la exportación de bienes de consumo manufacturados de EEUU a América Latina. Pero genera a su vez nuevos nichos de mercado que las transnacionales no tardarán en explotar. Y es la industria del entretenimiento y la electrónica el ámbito privilegiado de las nuevas inversiones. Así, RCA exporta tubos de televisión y transistores a México, Cuba y Brasil en 1957. Y tanto ésta como CBS instalan sus propias plantas de operación, manufactura y distribución de discos en los centros industrializados del Tercer Mundo. En 1958 Columbia Records celebra su primera convención latinoamericana en la ciudad de Nueva York. De allí surge una agresiva estrategia de marketing que apunta a los mercados del Caribe y Sudamérica. Un año después, la misma compañía reporta que su subsidiaria en Buenos Aires está exportando ingentes cantidades de discos a otros mercados del Cono Sur. En el ´60 nombran un vicepresidente para sus operaciones latinas y dicen dominar el 30% del mercado regional. Con estudios de grabación ubicados en México y Argentina, ambas corporaciones elaboran una estrategia de pinzas donde el país del norte abastece las necesidades comerciales del Caribe y Centroamérica mientras el del sur se ocupa del Río de la Plata y los países andinos.
En defnitiva, la integración latinoamericana es un hecho en los comienzos del rock latino. Pero no por las esperanzas desmedidas que contagió a la década la revolución cubana en curso sino por el propio capital que ha obrado maravillas, apropiándose de todos los canales desde donde un rock que se cree autónomo vocifera su indignación ante las exigencias de ese mismo capital. Su voz se escuchará mientras las multinacionales tarden en reparar en la potencialidad comercial del nuevo ritmo. Una vez franqueado el acceso a los medios masivos de comunicación durante la década del ´80, el rock latino se integrará alegremente al establishment y olvidará que, en otro tiempo, pudo asumirse como la antítesis altanera de la música comercial, como la resistencia ante tanta chatura de la sociedad. No importaba que fuera falso ni que su derrota se colara en el inicio mismo de la lucha. Sirvió para que un puñado de buenos discos y canciones sobrevivieran al paso del tiempo. Para que una generación recordara con nostalgia algún que otro concierto. Para expresar una identidad que ayudara a soportar el pan cotidiano de la represión militar.
Quizás no fuera mucho, pero era algo. Ahora que la pretendida modernidad rockera aspira apenas a participar de un video clip ni siquiera eso queda. Los nuevos rockeros se parecen tanto a los viejos nuevaoleros que el buen Ricardo Mejía, si aún vive, debe estar frotándose las manos de placer.

Norberto Cambiasso
Publicado previamente en la revista Parabólica n.2 (2004)

Wednesday, December 01, 2004

El despegue milagroso de Domenico Modugno



1- Dicen que en 1954 el propio Frank Sinatra se entusiasmó cuando en Roma, en un homenaje que la RAI había organizado en su honor, escuchó a un joven que se hacía acompañar con la guitarra mientras cantaba. El desconocido en cuestión respondía al nombre de Domenico Modugno y manifestaba algunas características fuera de lo común para la época: cantaba temas de su propia autoría, a la manera de esos cantautori que en Italia se impondrían recién una década más tarde; y lo hacía en un dialecto peculiar que mezclaba el pugliese y el siciliano.
Ejemplo insigne de esos primeros esfuerzos a los que dedicaría tres años de su vida es una canción como U pisci spada, motivo que contrastaba ciertas inflexiones deudoras de las óperas de Mozart con la melancolía desesperada de ese universo meridional de pescadores que había retratado Visconti en La Terra Trema.
Su posterior traspaso al napolitano elude las mezquindades de la convención. Ya de por sí resultaba extraño que alguien de origen no napolitano -había nacido en la provincia de Bari en 1928-, versado en una generosa cantidad de dialectos, se atreviera a incursionar en el sacrosanto territorio de la tradición partenopea. Más escandaloso aún, Modugno subvertía la tradición al acortar la melodía y desplazar las sílabas donde debían caer los acentos. Es el caso de Strada ‘nfosa.
Y los memorables versos de Resta cu’mme -“Nun me’mporta d’o passato/ num me ‘mporta ‘e chi t’avuto/ resta cu’mme” (No me importa el pasado/ no me importa quien te ha tenido/ quédate conmigo)- alardeaban de una devoción por la mujer amada ajena al machismo reinante y desafiaban a la hipócrita moral católica de entonces, sustentada en la virginidad y en la exhibición pública de las sábanas de la primera noche de matrimonial amor.
La canción fue censurada por una democracia cristiana (DC) que vivía su hora más difícil desde la riconstruzione de posguerra. Eran los tiempos de la denominada legge truffa -una vergonzosa ley impulsada por el propio De Gasperi que transformaba las reglas de juego democráticas para aislar a la izquierda-, de las alianzas de la DC con el MSI (la extrema derecha neofascista) bendecidas por el Vaticano, de la restricción de las libertades civiles durante la guerra fría, amparándose en el desafortunado concepto de “democracia protegida” (la idea de que el estado italiano era aún vulnerable y debía protegerse de sus enemigos).
“Cantar en dialecto era una reacción a la imposición de tener que vivir en italiano”. En una curiosa inversión, Modugno erigía el dialecto -tan ligado a costumbres y ritos de proverbial provincianismo- en una lengua que apelaba a la modernidad, que sancionaba un progreso que la década demostraría incontenible.

2- Cuando en 1958 Modugno sube al escenario de San Remo hacía ya tres años que cantaba en italiano ritmos ligeramente valseados de dosificada nostalgia, como la bellísima Vecchio Frac. Pero sus canciones sólo eran apreciadas por un restringido círculo de conocedores. Para el gran público era un perfecto desconocido.
Y de repente allí está, ese dandy elegante de eterno bigote, venciendo sus aprensiones y entonando ese estribillo que se volvería tan famoso -“Volare, oh, oh!/ Cantare, oh, oh, oh!/ Nel blu, dipinto de blu/ Felice di stare lassù...”- abriendo los brazos como para lanzarse al vacío (en una imagen que recuerda el famoso fotomontaje de Yves Klein pero se inspira en realidad en Le coq rouge, un cuadro de Chagall) o como queriendo beberse el infinito azul del cielo. El éxito es inmediato, la platea enloquece, la gente corea el ritornello mientras agita sus pañuelos. Por fin la música ligera vence a la ley de gravedad y deviene moderna. Despega junto a la economía y se convierte en la banda de sonido del milagro italiano.

3- Varias son las razones que explican la inmensa fortuna de Nel blu, dipinto de blu.
La más inmediata -y por cierto no la menos importante-, la voz del propio Modugno: nasal, estrangulada, plena de inflexiones regionales y de una expresividad sin culpa, natural, carente de esas exageraciones retóricas tan frecuentes por entonces.
También ayuda la actitud. En una época donde los intérpretes entonaban melodías melosas con letras decididamente pasatistas y tendían a cantar con las manos cruzadas sobre el corazón, el gesto ínfimo de estirar los brazos constituye toda una señal.
Ni hablar de la inspiración en el rhythm & blues que delata un ritmo de cuatro cuartos más acentuado que de costumbre, especie de Only You (el conocido tema de los Platters) acelerado. Y esas ansias de libertad, ese optimismo generalizado que trasuntan versos tan extraños como el que da título a la canción.

4- No es necesario abundar en el derrotero posterior de Nel blu, dipinto de blu. Rebautizada Volare en los EEUU, se convierte en un fenomenal éxito de ventas. Supera los 22 millones de copias y es versionada por Ella Fitzgerald y Louis Armstrong entre cientos de intérpretes. Todo había comenzado por casualidad. Un sujeto cualquiera puso al aire el disco en una radio de Michigan y al día siguiente llamaron 2000 personas que deseaban volver a escucharlo. Lo vuelve a pasar y adivinen qué, otras 2000 personas claman por el tema. La aparición del mismísimo Modugno en el show televisivo de Ed Sullivan terminaría por desatar el furor.
En Italia vende de golpe la exorbitante cifra (para esos tiempos) de entre 800.000 y 900.000 copias. El ´58 es un año clave para la industria discográfica del país mediterráneo. La RCA comienza a distribuir los discos de Elvis y el 45 rpm reemplaza definitivamente al vetusto disco de 78 revoluciones. Los jóvenes consumían los hits a través de los miles de jukebox dispersos en los lugares más distantes y comenzaban a imponerse programas de concursos televisivos como Il Musichiere, donde se trataba de adivinar el nombre de las canciones que se transmitían. Como se ve, el estado de la tecnología, en pleno proceso de ebullición y de una hegemonía americana que será irreversible, ayuda al despegue de los ideales modernizadores de Volare. El reino de la evasión se tiñe de barras y estrellas mientras comienza la agonía de la canción tradicional.
Durante la década del ’60 -hasta el ´66- Modugno dominará la música ligera. Coloca otros tres temas -Piove al año siguiente, Addio...Addio...! en el ´62 y Dio, come ti amo! en el ’66- entre los triunfadores del festival de San Remo, anticipa la moda de los urlatori -que tendrá a Adriano Celentano como su representante más equívoco y a Mina como su manifestación más exquisita- e inspira la escuela genovesa de cantautores (Umberto Bindi, Gino Paoli, Luigi Tenco, Sergio Endrigo, Fabrizio de Andrè, Bruno Lauzi).

5- Decía el musicólogo Massimo Mila en un ensayo titulado Le canzoni di San Remo e quelle di Modugno: “Ahora en Italia las canzonette se escriben casi exclusivamente para la radio, y es por esto que sufren de anemia, porque la radio no es un público, la radio no es un ambiente, la radio no es un lugar físico determinado. La radio es un micrófono, detrás del cual hay demasiadas cosas para que pueda convertirse en una presencia concreta. Y así la canzonetta vive en una condición de aislamiento social que nada tiene que envidiarle al más arduo contrapunto dodecafónico. Hay una excepción en Italia que confirma la regla, porque es uno que no escribe para la radio y tiene un público, pequeño pero real. Es Modugno...”
Mila, uno de los grandes musicólogos cultos de Italia, daba en el clavo. Lo que hacia 1958 tiende a desaparecer, -cosa que percibe y expresa muy bien un tema como Volare- es el aislamiento social de la pequeña comunidad rural y provinciana, de la mano de un boom de la producción que da pie para que se hable del milagro económico. Traumático, desordenado pero incontenible. Las exportaciones se convierten en el hilo conductor del crecimiento, cambiando el patrón de expansión por demanda interna que había dominado el período anterior, las fábricas del norte -lideradas por la producción de autos de la FIAT- introducen la cadena de montaje fordista y el proceso de automación, surge el operaio massa, el nuevo tipo de obrero "descalificado" que será la niña mimada de la teoría autonomista marxista de los '60 y '70, se incrementa la producción de electrodomésticos y cientos de miles de personas emigran del sur hacia los centros industriales septentrionales en búsqueda de un bienestar que el campo volvía cada vez más esquivo. Asoma la dorada década del ´60, plena de prosperidad según la percepción popular; sometida a peligrosos desajustes estructurales que darán lugar a la contestación del bienio ’68-’69, según unos pocos observadores atentos.
Pero esa es otra historia. Y habrá más canciones y anécdotas que sepan reflejarla como se merece.

Norberto Cambiasso