Thursday, May 27, 2004

New Rock America 2: Lo nuevo de Black Dice

Con Miles of Smiles (DFA, 2004), el dúo asentado en Brooklyn, New York, viene a consolidar un sonido que ya es su marca de fábrica. Si Beaches and Canyons -su anterior y único larga duración- sorprendía con una nueva forma de encarar el noise y utilizaba elementos naturales tales como una secuencia interminable de olas (“Endless Happiness”), un año después el escenario cambia a un bosque nocturno, donde el ruido de los insectos y otros habitantes toman el disco por las astas.
Esta obsesión de Black Dice por reproducir ciertas atmósferas naturales no es un gesto casual. Tal como lo señala Norberto Cambiasso en una nota del mes de abril, “Estos son días donde la abstracción comunica más que los discursos. Y donde los sonidos imaginan una sociedad futura que desmiente el autismo de la sociedad presente”. El tiempo de los discursos lingüísticos ha dado paso a una nueva forma de expresión; y esta propuesta sonora se asemeja a una válvula de escape que intenta arrancar de todo el entorno urbano y comunicacional que lo rodea.

“Trip Dude Relay”, es el segundo corte del disco. Un verdadero viaje onírico que se inicia con toneladas de drones que crecen en intensidad a medida que transcurren los minutos. La intensidad da paso a la calma, matizada con ciertas explosiones electrónicas plagadas de percusión que comienzan a sucederse continuamente en un loop que no tiene fin.
Cientos de fotos componen el arte del disco y ejemplifican una necesidad de comunicación, quizás no en términos convencionales. Pero que es entendida por una nueva generación, esa misma que se decepciona y reniega de su América neo-conservadora e imperialista, y que cuenta con todos los recursos tecnológicos a su alcance. Aunque paradójicamente se encuentre profundamente atrapada y aislada por estos mismos recursos.

Cuando te encuentras atiborrado de información que entra y sale de tu cabeza durante todo el día, cuando el entorno social en el que te mueves no te permite una salida convencional a tus emociones, la creación de un paraíso virtual e inerte, como plantea Black Dice, no es una idea descabellada. Si a fines del los 70’s Joy División proponía una idea de aislamiento a través de una suerte de revolución personal que pondría fin a las manifestaciones colectivas (o al menos a su efectividad), dos décadas mas tarde, ya no hay lugar para la angustia personal. Las emociones solo son transmitidas mediante gestos artificiales dentro de un entorno virtual que es acomodado según nuestra preferencia. Un hecho sintomático que preanuncia la llegada de vientos de cambio.

Iván Daguer

Tuesday, May 25, 2004

Michael Moore: Enemigo Americano

"Si pudiéramos dar un premio al mejor actor cómico, se lo habríamos dado a Bush. Pero atención: Fahrenheit 9/11 no es un film sobre el jefe de la Casa Blanca ni sobre la guerra, es una obra sobre el sistema que sufrimos, sobre el poder que manipula". Con estas certeras palabras, Tilda Swinton -una de los nueve jurados en Cannes- abría la conferencia y explicaba una decisión sorpresiva. Tarantino presidía al jurado y agregó: "El nuestro no ha sido un voto político. El film de Moore es el mejor: hace pensar, divierte amargamente, angustia con la pena y con el horror".

Lo cierto es que Michael Moore, de 50 años y originario de Flint, Michigan, cosechó otro gran premio. A él, que lo han definido como hostil al liberalismo, aliado de Sadam, cómplice de Osama, enemigo de América, periodista gordo y ramplón... (los detractores profesionales tienen incluso un sitio repleto de injurias, en la tierra de la "libertad": michaelmoorehatesamerica. Moore, por su parte, está acostumbrado a las críticas y sabe que Cannes ha transformado en una mina de oro su film. Lo cierto es que Fahrenheit 9/11 es más que un alegato político, es una espacio de disenso. Ojalá haya muchos más Michael Moore.

Eduardo Nureyewicz

Friday, May 21, 2004

Water Music (and Film): un recorrido húmedo por sonidos e imágenes acuáticas en varias etapas

Segunda etapa: Gotas de lluvia sobre mi cabeza

1- Debo mi primera inmersión sonora en el agua al álbum debut de los alemanes Faust. De esto hará ya unos quince años. La tapa transparente con la radiografía del puño, la técnica surrealista (de cadáver exquisito) para escribir las letras, la belleza sin sentido de versos como a wonderful wooden reason, las citas sintetizadas del “All You Need Is Love” y de “Satisfaction”, el riff de un órgano que parece pasado por cintas, el inédito (para mi época y mi contexto) jazz/kraut-rock del disco: todo esto desbordaba mi juvenil capacidad de asombro. Pero nada me sorprendió tanto como escuchar ese fragmento de lluvia que reproducían en un pasaje específico, sin relación aparente con lo que venían tocando, y que mi ingenuidad tendía a confundir sin más con la realidad. Casi hubiera esperado mojarme las manos en el momento de agarrar el vinilo. Aunque supiera en el fondo que ese interludio lluvioso pertenecía a un universo musical diferente, alejado por completo del rock alternativo que solía escuchar.
Con el tiempo el agua inundaría mis oídos. Los detractores dirían que terminó tapándomelos por completo. Y tal vez tengan algo de razón. En algún punto de mi obsesiva voluntad por escucharlo todo, condenada de antemano al fracaso, perdí la inocencia ante la música. Esa que afloraba también cuando oía un montaje con vidrios rotos, silbatos y sintetizadores que el crudo dato empírico decodificaba como el “Sentimental Journey” de Pere Ubu. Imágenes de un veinteañero fascinado con la novedad y el descubrimiento. Todavía conservo la fascinación. Pero la compulsión por rastrear la historia de los sonidos me ha enseñado a desconfiar de aquello que se presenta como novedoso. Digamos que la ingenuidad dejó paso al escepticismo. Y a la amarga enseñanza de que en la música, al igual que en la literatura, las artes, la teoría o la política, the next big thing casi nunca coincide con the next great thing.

2- Tiempo después conocí la música concreta. Comencé a comprender la relación entre el object trouvé vanguardista y los found sounds. Descubrí que en Silence (The Future of Music Credo, 1937), Cage incluía a la lluvia entre los sonidos “que podían ser capturados y controlados” por medio de ciertos procedimientos tecnológicos. Gracias a un poema del brasileño Augusto de Campos, titulado Cage Rain, aprendí que la lluvia podía expresarse en imágenes. Que esa profusión de letras que caen en cascada sobre la página, con frases tomadas del compositor norteamericano, poseían una extraña cualidad auditiva, aunque más no fuera por los intervalos que conformaban las letras en su disposición vertical y en su asociación horizontal. Y por esos blancos que remitían al famoso silencio cageano.
Si Schaeffer, Cage, los compositores de hörspiele, el llamado posindustrial y tantas otras metamorfosis sónicas me enseñaron a ver el mundo con los oídos, la poesía concreta y cierto cine abstracto y experimental me instruyeron en el arte de escucharlo a través de los ojos.

3- Lo cual me lleva al tópico de este post. Un par de films a ambos lados del océano que comparten año -los dos son de 1929- y humedad.
Regen (Lluvia) es de los holandeses Joris Ivens y M.H.K. Franken y describe una tarde lluviosa en una Amsterdam espectral. Comienza con el reflejo del sol en el agua y la anticipación del chaparrón: las nubes ominosas, el cielo que se oscurece, el viento que mueve las ramas de los árboles, los toldos y la ropa colgada, bandadas de pájaros, gente que se apresura, ventanas que se cierran. Apenas 12 minutos cargados de lirismo donde destaca la sombra de un hombre en bicicleta sobre el camino mojado, la visión de la ciudad a través de los vidrios empapados de un tranvía, una coreografía de paraguas que la cámara enfoca desde arriba y el fluir del agua cayendo por caños y canaletas.
A mitad de camino entre lo abstracto y el documental, sin definirse por ninguno, Regen propone un ensayo de readaptación al medio. Sus imágenes se entretienen en el detalle y la narrativa contagia cierta languidez, mientras presenciamos como hombres, objetos y animales se reacomodan frente al fenómeno climático. Nos hace ver con nuevos ojos una ciudad que se vuelve fantasmal pero donde la vida no se detiene. Casi podemos escuchar (aunque no lo oigamos) el contrapunto de las gotas repercutiendo sobre sus famosos canales. Una suerte de movimiento sonoro con el agua como conductor omnipresente. El uso del montaje libera una serie de asociaciones que puntúan ese soundtrack imaginario.
La música original de Lou Lichtveld carece de distinción. Hans Eisler producirá más tarde una nueva partitura para la película bajo el explícito título de Fourteen Ways of Describing Rain. Y el compositor Edward Dudley Hughes (más conocido como Ed Hughes) contribuirá poco después con Light Cuts through Dark Skies.

4- H2O pertenece a Ralph Steiner, un fotógrafo neoyorquino de ascendencia checa que había colaborado con Robert Flaherty en la exitosa Nanook of the North. De este último, casi con seguridad, proviene la preferencia de Steiner por las lentes de largo alcance y foco amplio.
El film es extraordinario. Un estudio de los contornos de luces y sombras sobre el agua hasta que la cámara se abandona a las texturas y formas del líquido. El resultado es un experimento abstracto cuya belleza inigualable lo distingue de las combinaciones geométricas que por entonces ensayaba la escuela alemana. El montaje rápido del inicio intenta reproducir la caída del agua -aparentemente una cascada- e impide reconocer los objetos. Pero a medida que transcurren sus escasos 14 minutos, el diseño que compone el movimiento del agua se parece cada vez más a esas manchas en la tela que caracterizarían al expresionismo abstracto. Aunque a diferencia de Jackson Pollock, sus imágenes carecen de significaciones ocultas o metafísicas.
Si es imperiosa la comparación con las artes plásticas, diría que prefiguran las fotografías del río Támesis que la ultraminimalista Roni Horn, una americana fascinada con Islandia, expuso unos pocos años atrás. La obsesión por aprehender el movimiento del río -los cambios de luz y color a lo largo de las horas, de los días y de las transformaciones climáticas- mediante el recurso quieto de la cámara fotográfica contrasta y se complementa con la pretensión de Steiner de retratar el instante efímero de ese fluir incontenible. Donde una multiplica para diferenciar, el otro divide para adicionar, separa el flujo de las imágenes hasta independizarlas del movimiento del agua. Los procedimientos son opuestos, la intención analítica es similar.
H2O es muda. No sólo por la época. Hasta tal punto hemos interiorizado el sonido del agua que tendemos a asumirlo como acompañamiento del silencio. Un ruido que jamás osa interrumpir nuestras meditaciones. No obstante, el sucederse de esas imágenes en movimiento, cada vez más abstractas y alejadas de su origen, le otorga un atributo rítmico irresistible.

5- Con el tiempo la presencia del agua en las artes se volvería abrumadora. En el marco más acotado del cine experimental, el propio Steiner prosiguió el tópico en su film del año siguiente, Surf and Seaweed (1930). Kenneth Anger nos regaló una extraña obra maestra titulada Eaux d’Artifice (1953), de la que recuerdo a una enana de circo corriendo por los jardines de Tívoli, el azul uniforme de la cinta, la cámara lenta, chorros de agua, la disolución de las imágenes y unos rostros bizarros emergiendo de la fuente. Rob Finne atrapó la dinámica del movimiento acuático a través de un soundtrack repetitivo en How Old Is the Water (1968). Stan Brakhage, Richard Rogers, Barbara Hammer, Elida Schogt y muchos otros cortejarían después a ese elemento esencial.
Los surrealistas le atribuyeron al agua connotaciones freudianas y se regocijaron en sumergir allí a las mujeres . Desde un precursor como Raymond Roussell hasta el Pez soluble de Breton o Le Paysan de Paris de Aragon. Significados intrauterinos y asociaciones entre las ondas del agua y las curvas femeninas abundan en la literatura y el cine de esa vanguardia polémica. L’Etoile de Mer (1928) de Man Ray también recurre a esa clase de símbolos.
No obstante esos numerosos esfuerzos, a la hora de grabar en la memoria una única imagen acuática, temo que la mayoría optará por la de Gene Kelly bailando bajo la lluvia.

Norberto Cambiasso

Tuesday, May 18, 2004

Water Music (and Film): un recorrido húmedo por sonidos e imágenes acuáticas en varias etapas

Primera etapa: John Cage

1- Water Music: un sintagma que refiere a la obra de John Cage del mismo nombre. Compuesta en 1952, incluía entre sus instrucciones la de sumergir gradualmente un silbato en un recipiente con agua. No era la primera vez que el compositor se mojaba. Double Music, una colaboración con Lou Harrison de 1941, apelaba a un pequeño gong acuático cuyo sonido variaba a medida que se elevaba del agua o se hundía en ella. Según el propio Harrison, había sido el maestro de Cage, Henry Cowell, quien los había inducido a experimentar con esta suerte de percusión submarina que, como veremos, puede remontarse al boutelliphone de Erik Satie.
Cage cuenta una historia diferente. Sostiene que desarrolló el instrumento en cuestión en 1937 para resolver un problema específico: que los bailarines nadadores de un ballet en la Universidad de Los Ángeles, California (UCLA) conservaran alguna pista musical cuando sumergían sus cabezas bajo el agua.
Desde entonces, un torrente de líquido inundó sus composiciones. Por Water Walk: For Solo Television Performer (1959) fluían una bañadera llena de agua, un sifón de soda, una botella de Campari, cubos de hielo, un vaso y una olla a presión con agua caliente. En una performance de su 0’00” (1962) colocó un micrófono de contacto en su garganta mientras bebía un vaso de agua. Repitió la misma acción, esta vez con cognac, en Solo for Voice 83, de 1970. Señal de que al bueno de John le empezaba a ir bien y podía darse el lujo de reemplazar el líquido incoloro por el exquisito marrón de la bebida francesa.

2- ¿Qué significaban estos gestos? Con Cage siempre es difícil saberlo, dado que hizo una religión de la renuncia de las intenciones. Con el experimento del gong produjo una inversión de consecuencias: en lugar de llenar un instrumento de agua para modificar su afinación, ahora era el agua la que contenía al instrumento. A su vez, era muy consciente de que la percepción del sonido del gong variaba según el oyente estuviera fuera, dentro o bajo el agua. Su desarrollado sentido de la escala le hizo comprender rápidamente que la música no sólo discurría a través del tiempo sino también a través del espacio. Un dato que será precioso para la evolución del sound art a partir de la década del ´80.
Más importante, según propia confesión, esta incapacidad para controlar el tono lo preparó para adoptar la técnica de chance operations por la que se volvería reconocido.
Amplificar con micrófonos el sonido de una acción cotidiana (como la de beber líquido) apuntalaba la idea del mundo como una inmensa caja de resonancias, donde tanto la naturaleza objetiva (física) como subjetiva (nuestro propio cuerpo) adquieren un nuevo significado en cuanto aprendemos a escuchar lo que nos rodea. No obstante, la única manera de aprehender las vibraciones más inaudibles del entorno requiere de la tecnología y provoca una paradoja: la incapacidad de escuchar muchos sonidos sin la ayuda de micrófonos de contacto y otros adminículos técnicos y, por ende, la imposibilidad de captar ese sonido en toda su pureza y autenticidad, puesto que la transmisión tecnológica lo modifica en el mismo momento en que lo vuelve audible.

3- Menos exitoso fue a la hora de comprender la naturaleza social, debido quizás a esa rara impronta que mezclaba una vocación anarquista con su amor por el zen. Sería injusto asumir que Cage carecía de una concepción de la acción (en el sentido de agency y no de action, como aquello que impulsa a los hombres y mujeres a actuar o como su capacidad de hacerlo) Sí es verdad que, cualquiera que ésta sea, parece a buen resguardo de las determinaciones sociales. Hay razones históricas que explican –aunque no la legitimen- semejante concepción. Pero lo cierto es que el mundo para Cage detenta un estatuto peligrosamente autónomo, una especie de espíritu que residiría en todos los objetos. La asunción de esos rasgos metafísicos deriva de su relación cercana con Oskar Fishinger. Liberar el sonido de cada objeto sería entonces como alcanzar su esencia. Liberación que promueve una nueva paradoja, ya que el “sonido absoluto”, abstracto, independiente de sus condiciones materiales, convierte al mundo en un episodio musical indiscriminado que elude la percepción de los fenómenos en lo que tienen de específicos y en lo que los distingue de los demás. Cualquier asociación con “la armonía de las esferas” pitagórica no es mera coincidencia.
Durante los ´60 LaMonte Young proseguiría este aspecto débil de la teoría cageana y lo elevaría a nuevas cumbres trascendentales. Por la misma época, su antítesis sería Alvin Lucier, un compositor que solía frecuentar también el círculo de Cage, quien recuperaría la saludable noción de la música como un hecho físico y material. De ahí en más, las líneas quedarían demarcadas para un debate que llega hasta la actualidad y que dista mucho de haber concluido.

Norberto Cambiasso

Friday, May 14, 2004

Tonalidad o muerte

Un interrogante recorre los dos volúmenes de Peter Kivy, a punto de aparecer por la editorial de la Universidad de Oxford: qué es la música, es decir cuál es su entidad o estatuto. New Essays on Musical Understanding e Introduction to a Philosophy of Music analizan, desde distintos ángulos pero con intacto cuerpo teórico, un tema que algún lector travieso (y en este blog parecen serlo uno, ponele dos) atribuiría al propio Kant. Sin embargo, la extemporaneidad de Kivy es un punto a favor, más por el espíritu (de algún modo hay que nombrar eso que mueve a alguien a pensar y escribir sobre un tema como éste) que por sus resultados. Las repercusiones de estas dos obras hablan por el material que, cuanto menos, parece ser polémico, provocador. Kivy asegura que la música (la música absoluta, es decir sin texto) es incapaz de representar emociones porque, ciertamente, la música carece de poderes representacionales. Tal es así que las emociones que le atribuimos a la música son propiedades de la música, no de quien la escucha. Y esas propiedades son objetivas y cuantificables. Esto, dicho así literalmente, llama a escándalo: sería casi asegurar que una pieza musical es una especie de ser con estado emocional incluido. Pero para llegar a estas conclusiones, Kivy sopesó textos de Platón, Aristóteles, Descartes, Kant, Schonpenhauer, Hanslick y ensayistas contemporáneos como Bouwsma, Davies, Katz, Langer, Levinson, Meyer y otros cuyos nombres, debido a nuestra ignorancia, jamás hemos oído. La seguridad, la valentía con que Kivy presentó al público estos temas no impidió la respuesta lapidaria. La del TLS, en manos de David Pitt, fue muy destructiva. El reseñista, conviene aclararlo, encuentra los más arduos problemas en la ausencia de un tema trascendental: la música pre y post-tonal. Omisiones irreparables teniendo en cuenta que, según Kivy, los únicos modos de composición hechos por compositores reunidos en la a-tonalidad, y en el siglo XX, son el serialismo y el minimalismo. Las cosas estando así parecerían indicar el renacimiento enano de la batalla entre Antiguos y Modernos: "La poca familiaridad de Kivy con la práctica composicional del siglo XX –-argumenta Pitt--, sus orígenes y su desarrollo, así como su obstinado rechazo a que existen verdaderas obras de arte, limita el significado de sus reflexiones, porque la música que no entra en el sistema tradicional de la tonalidad puede, de hecho, ofrecer sentido e incluso un pleno contenido emotivo".

Sergio Di Nucci

Wednesday, May 12, 2004

Música camaleónica: In C de Terry Riley

1- No es la primera vez que hablamos de Terry Riley en Esculpiendo Milagros (cf. el post de Daniel Varela del 30 de Marzo) Ni será la última. El tiempo parece estar de su parte. A medida que pasa, crece la fascinación de su música. Como si esa constante atemporal que siempre persiguió se volviese más real con el paso de los años.
Una rara oportunidad de presenciar la ejecución en vivo de su famosa pieza In C fue la del pasado viernes en la Universidad de Wesleyan, donde la actividad febril de su departamento de música –con profesores como Anthony Braxton, Alvin Lucier, Ron Kuivila, Marc Slobin y Eric Charry- contrasta con el soporífero aburrimiento del pueblo que la alberga, Middletown, en el centro del pequeño estado de Connecticut.
La ocasión vino dada por un concierto de Bang on a Can –colectivo fundado por los compositores David Lang, Michael Gordon y Julia Wolfe en New York en 1987- que incluyó también obras de Zack Browning y del holandés Louis Andriessen.
In C constituye un fragmento incuestionable de la historia musical del siglo XX. Y no sólo de la llamada música contemporánea. Desde su estreno en 1964 se la sometió a toda clase de versiones: para ensambles de percusión, grupos de guitarras, enormes orquestas, participación de DJs, instrumentos tradicionales chinos y conjuntos microtonales. El carácter abierto de su partitura, sus libertades improvisatorias, han sido las principales responsables de tamaña flexibilidad.
A mediados de los ´60 sirvió para incrementar audiencias y promover el minimalismo que por entonces surgía en las artes plásticas. La estadía de Riley en Estocolmo durante unas pocas semanas de la primavera del ´67 alcanzó para transformar por completo el derrotero que seguiría la progresiva sueca en el futuro inmediato. Personajes como Brian Eno y John Cale la han celebrado sin titubear. En proporción considerable determinó las búsquedas de varias generaciones de compositores americanos, desde Steve Reich y Philip Glass hasta John Adams, Laurie Anderson y Michael Torke, por nombrar a unos pocos. Al otro lado del océano, experimentalistas como Chris Hobbs, el primer Nyman, Howard Skempton y Gavin Bryars cruzaron su influencia con la de Cornelius Cardew, Morton Feldman y el rock para generar una de las escenas más fascinantes y menos estudiadas de los ´60. Andriessen en Holanda, Jan Bark y Folke Rabe en Suecia, Steve Martland en Inglaterra, son algunos de esa enorme legión planetaria que ha acudido a In C en busca de inspiración. Hasta un clásico como Tubular Bells de Mike Olfield parece deberle algo.

2- In C (En Do) consta de 53 figuras que los ejecutantes tocan de manera consecutiva. El ritmo –ocho notas regulares entre los dos do de la octava más alta del piano dispersas a lo largo de la obra- le indica a los músicos el tiempo. Pero dónde poner los acentos, cuándo y por cuánto tiempo descansar, la forma de ataque de los diversos instrumentos y la decisión de moverse hacia la próxima figura quedan enteramente librados al arbitrio de los integrantes del grupo. La performance concluye cuando todos los miembros han alcanzado la figura 53 y suele durar entre 40 y 90 minutos.
De lo anterior se deduce que la pieza es básicamente un esquema que dispara la improvisación. Desde la cadencia inicial surgen tensiones entre los instrumentos mientras tratan de sincronizar con el tiempo. Pero a medida que progresa, In C adquiere una cualidad casi atemporal, donde ese tiempo no es la mera duración sino el acontecimiento en sí. Los sonidos parecen independizarse de su origen y asumir una vida propia.
Las figuras pueden cambiar línea por línea, la cadencia se vuelve suave por momentos y mucho más dura en otros, la dinámica se transforma de acuerdo al tipo de instrumentos elegidos. En una audición apresurada destaca el atributo metronómico, fuertemente rítmico, que concede a la obra su carácter general. Pero el correr de las escuchas descubre posibilidades casi ilimitadas, texturas que varían por la combinación de las figuras y por el diálogo entre los instrumentos.
Hay que ubicarse en la época, dominada por procedimientos racionalistas que sometían todos los elementos musicales a un control riguroso (tanto en el serialismo como en la música electroacústica), para comprender los rasgos revolucionarios de la concepción de Riley. Y su naturaleza libertaria fue esencial para que la pieza disfrutara de una recepción tan positiva en los cuarteles rockeros.

3- La primera y más clásica de las versiones grabadas de In C corresponde a un grupo de músicos reunidos en torno a la State University Of New York de Buffalo. Fue editada por Columbia en 1968 e incluía entre otros a Jon Hassell, Stuart Dempster, David Rosenboom y al propio Riley en saxo soprano. Bang on a Can digitalizó en CD otra no menos célebre en el 2001.
Un tanto diferente fue la de la noche del viernes, con apenas cuatro miembros en común: Evan Zyporyn en clarinete, David Cossin en percusión, Lisa Moore en piano y Mark Stewart en guitarra eléctrica. Completaban el grupo Robert Black en contrabajo, Wendy Sutter en violoncelo, Cristina Valdés en clavicordio y el mismísimo Riley en voz y teclados.
Difícil de describir. Más reflexiva si se quiere. El canto del compositor, inspirado en las tonalidades orientales de su maestro Pandit Pra Nath, se complementó con la energía rockera de un colectivo como Bang on a Can, caracterizado por un bienvenido desprecio de las distinciones tradicionales entre las escenas del uptown y el downtown neoyorquinos. El piano de Moore, más sutil, menos intrusivo que el de su equivalente en la versión del ´68, compartió con los demás instrumentos la obligación de señalar el pulso. La relación entre tensiones y distensiones, entre crescendos y atmósferas más quietas -que a veces instalan a la pieza en una suerte de meseta- exhibió rasgos comunes con la que se escucha en el disco.
En última instancia, la performance constituyó otra muestra de la extraordinaria maleabilidad de In C a cuarenta años de su composición original. Una ductilidad que impide dos versiones iguales y demuestra que ningún fragmento musical se acaba en una partitura, que todos requieren de los ejecutantes y del público para completar su significado. Una lección que todavía no se comprende del todo en ciertos entornos académicos, signados por un férreo conservadurismo que se resiste a abandonar sus privilegios. Mientras tanto, el resto del mundo, más práctico y prosaico, sigue disfrutando de las sucesivas metamorfosis de esta obra seminal.

Norberto Cambiasso

Wednesday, May 05, 2004

Rizomas y otros asuntos

Richard Pinhas. Tranzition (Cuneiform Rune 186)

Así como hablamos de la reedición del Persian Surgery Dervishes de Terry Riley, ahora es el turno de otro maestro de los bucles electrónicos. Richard Pinhas ha innovado muchos aspectos del rock progresivo desde los años setentas y ha contribuído , con sus grupos Schizotrope y Heldon, a escribir buena parte de la desconocida historia del rock francés. El mundo electrónico de Heldon ha sido a menudo asociado a influencias del Tangerine Dream más volátil y arriesgado, así como el trabajo guitarrístico de Pinhas debe parte de su color a los logros tímbricos de Robert Fripp. El respeto por el trabajo del inglés nunca ha sido negado por Pinhas, quien incluso toma bastantes elementos del universo sonoro de los "soundscapes" de Fripp y de sus (hoy históricos) trabajos sistémicos junto a Brian Eno.
El otro elemento interesante del marco creativo de Richard Pinhas lo constituye su contacto con el mundo filosófico de Gilles Deleuze y buena parte del pensamiento francés post '68. No es el fin de esta revisión considerar estos vericuetos en el pensamiento de Pinhas, o si hay una neta correspondencia entre sus preocupaciones filosóficas o en la science fiction de Philip K.Dick con sus sonidos electrónicos. Por el momento, baste decir que en oportunidades, ciertas teorías sociales podrían justificarlo casi todo, a la manera de la intertextualidad que muchas de ellas promueven. Volviendo a lo musical, Tranzition nos pone en contacto con el mejor Pinhas; el que se acerca en partes iguales tanto al sonido de sintetizadores cósmico de los años setenta como al mágico mundo de Terry Riley y sus patrones cíclicos de teclados electrónicos.

El trabajo de guitarra es contundente. Sin virtuosismo ni sofisticaciones técnicas, pero con el fuego propio de sus discos como Allez Teia y Electronique Guerrilla. Abundan los tejidos electrónicos con paredes de sintetizadores e incluso con algunas ayudas de sonido procesado en laptop. Las ondulaciones sonoras no resultan en ritmos a la manera de las anacrónicas bases de pulsos de los primeros secuenciadores tan amados por una parte del rock electrónico de fin de los setentas (incluídas las producciones más endebles de Tangerine Dream). Usando otro recurso propio de los días de Heldon, Pinhas echa mano de sus contactos con el colectivo Magma y se vale de la percusión sobria pero inexorable de Antoine Paganotti. Especial mención para "Moumoune Girl", una épica que incluye la voz de Philip K. Dick y que nos envuelve en una multitud de capas de sonido electrónico.
Richard Pinhas logra en este disco una atmósfera de tensiones y colores magistralmente resueltos. Se mantiene en el mundo sonoro del rock y rescata (como muchas otras veces lo ha hecho) los logros de músicas de las que mucho se habla pero aún hoy poco se conoce. Los minimalismos, los procedimientos sistémicos y los ambientalismos más decididos se reúnen en esta nueva producción de Cuneiform, una etiqueta fiel al francés y a la difusión de algunas de las músicas más interesantes de las últimas décadas.

Daniel Varela

Jesus & Music Chain

Por qué se les exigen opiniones políticas o económicas contundentes a los actores y actrices es un interrogante que pertenece con todo el derecho a nuestra época --la cual, seguramente, se caracteriza por todos los pronósticos que han hecho de ella, y más, ensayistas como Jean Baudrillard o profesores como Frederic Jameson o Stanley Fish o David Harvey. Más misterioso resulta en cambio entender por qué los músicos, sin que nadie vaya a importunarlos con preguntas cuyas respuestas ignoran, se pronuncien para orientar, o predecir, el rumbo hacia el cual el mundo se dirige, y nos arrastra.
Es el caso hoy de Prince, que alguna vez respondió a los símbolos O(+>, y cuyo último trabajo, Musicology, goza de excelentes críticas (dijeron que es lo mejor que ha hecho en quince años). El hombre de 46 años que el miércoles presentó su disco en Jacksonville (Florida), declaró en una entrevista que está harto de "las vulgaridades del pop", que "hoy estamos siendo bombardeados por la música sintética, preconfeccionada en las computadoras de burócratas con masters en Economía", y que "la industria [discográfica] es el Imperio del Mal, un diabólico engranaje que busca el máximo provecho y transforma al artista en mercancía". Quien lo entrevistó no pudo evitar preguntar: "¿Pero por qué después de tanta polémica con la "Industria del Mal" ha firmado con la Sony?".
-Porque la Sony no es más que un servicio de distribución. Y hoy el propietario exclusivo de toda mi música soy yo.

Como para ratificar al Prince sociólogo, Musicology es, por su parte, un CD con altas referencias a temas políticos y sociales; las hay acerca de la pobreza, del Sida, de la opresión, de Irak, del terrorismo, de la erosión de los derechos civiles, de un tal Mr. Man... ¿Por qué tales temas, entonces? "La política es algo que está en todos mis álbumes –aseguró. Hay que recordar Dirty Minds/Controversy, hecho hace 20 años. Tampoco ha cambiado mi relación con Dios, después de convertirme en Testigo de Jehová, hace cuatro años. Lo he siempre amado y venerado, siguiendo siempre sus enseñanzas. Porque la monogamia no es sólo respecto al sexo sino que soy monógamo con Dios, con el arte, con la música".
La entrevista, que a partir de esto termina por desbarrancarse del todo (entre otras cosas, "El Artista", exhorta a su público "a leer las sagradas Escrituras, que es lo único que revela la Verdad"), puede leerse completa en el Corriere della Sera.

Sergio Di Nucci

Monday, May 03, 2004

Fabio Salas Zúñiga: La primavera del rock chileno

Fabio Salas Zúñiga es un periodista enérgico y entusiasta, que no teme decir las cosas con nombre y apellido. Citamos un párrafo de su nuevo libro, La primavera terrestre: Cartografías del rock chileno y la nueva canción chilena (Editorial Cuarto Propio, Santiago, Chile, 2003), donde se refiere a la alianza entre ciertos periodistas y las multinacionales discográficas: “Tipos que prometieron una movida para cientos de años se quedaron en el hipo estropajoso de una resaca ochentera mal asimilada y mal digerida. Si la verdad de este tiempo no estuvo en las novelas de Auster ni en las películas de Tarantino ni tampoco en los discos de Pearl Jam, mal se podía esperar una réplica de sus clones chilenos. Y además pronto este oficialismo veinteañero se vio superado por el paso del tiempo, evidenciando las vacuas pretensiones de grandeza que en un momento les alentó y el hipócrita y cobarde conformismo que en realidad escondían.
Así pues, ¿ha cambiado en algo el panorama literario con las novelas de Fuguet?, ¿ha mejorado la condición del periodismo chileno tras la aparición de los Valenzuelas y compañía? El sistema los eligió a ellos para reacomodar las cosas y seguir dirigiendo el gusto y el consumo de las masas juveniles y fue precisamente ésa la señal más visible del RCH (rock chileno) de los noventas: cínico, estereotipado y conformista, tal cual la identidad insolidaria y esnob de estos personajes, que nunca quedaron mal con nadie, como alegaba uno de sus más preclaros líderes.”

Cualquier semejanza con nuestro país no es mera coincidencia. Pero, ¿quién se atreve a escribir así en Argentina? Este tono apasionado, por momentos brutal, no es la menor de las virtudes de un libro que merece ser conocido y leído. Tono que se sostiene en, y se argumenta desde, una postura ideológica concreta que el autor deja clara desde la primera página. Chile es un país escindido, desgarrado por la sangrienta dictadura pinochetista. Este marco articula la organización de todo el texto en tres partes: un antes, un durante y un después que sitúan a la nueva canción y al rock chilenos en las transformaciones históricas, políticas, sociales, económicas y culturales del país vecino.
Salas Zúñiga no oculta sus simpatías por Salvador Allende y su Primavera de los mil días, el experimento social del ´70-´73 abortado por la infausta intervención militar de ese otro 11 de Septiembre. Tampoco el eje axiológico que legitima sus elecciones estéticas: el sincretismo entre rock progresivo y música latinoamericana que, a uno y otro lado de la línea divisoria, se suele identificar con bandas como Los Jaivas, Congreso e Inti Illimani.
Su conocimiento de la escena chilena es enciclopédico y su análisis de la relación entre las transiciones musicales y las sociales, especialmente bueno. El fervor de la nueva canción (Violeta Parra, Víctor Jara, Quilapayún, Illapu, Inti-Illimani, etc.) durante el gobierno de la Unidad Popular cede al tono entre resignado y panfletario de los artistas del Canto Nuevo en la dictadura. La confusión del beat alcanza no obstante para legarnos algunas perlas (el tercer disco de los Macs, el único de Los Vidrios Quebrados) que anticipan la explosión posterior de la música progresiva. Esa misma progresiva que sobrevive como puede durante los años oscuros y resurge a finales de los ´80 con el trabajo de un grupo como Fulano. Fabio no ahorra esfuerzos a la hora de describir las opciones restringidas y las limitadas posibilidades de la época, la distancia abismal entre lo que se pretendió y lo que se logró. Ambiciones y concreciones que brillan por su ausencia en el rock chileno de la concertación democrática, de un carácter tan acomodaticio como el del rock argentino después de Malvinas.
Hay que tener valor para denunciar la conciliación obligatoria que el rock latino más visible y difundido, escudado en pueriles actitudes seudo-modernistas y en una retórica cultural que se pretende cool pero es apenas ágrafa y analfabeta, ha firmado con los poderes del status-quo en nuestra “aldea global” contemporánea. Criticar allí a intocables como Los Prisioneros y Los Tres cierra las mismas puertas que poner en duda aquí a Soda Stereo o Fito Páez. Las cosas son iguales a ambos lados de la cordillera. La verdad es una cualidad escasa y antipática.

La polémica abierta que instaura La primavera terrestre ofrece una serie de lecciones para un buen libro sobre nuestra propia escena musical que aún está por hacerse. Las conexiones y desencuentros entre rockeros e intelectuales, o entre quienes abrazaron la música progresiva y quienes defendieron una improbable identidad latinoamericana, inspirada en la revolución cubana y sustentada en las tradiciones folklóricas de la región, también tuvieron su cuarto de hora en nuestro país. Pero no sabemos de ningún texto que explore las relaciones conflictivas entre Almendra o Manal y la modernidad sui generis del Instituto Di Tella, las asociaciones entre la propensión folk de Arco Iris y Contraluz y la voluntad progresiva de Anacrusa y Huerque Mapu. Tampoco las transformaciones sociales y tecnológicas de los proyectos desarrollistas y la expansión global del mercado discográfico han sido ligadas al surgimiento del beat y a los orígenes del rock nacional. Y nada con un mínimo de sentido se ha dicho acerca del estatuto del rock durante el Proceso o en el contexto de nuestra propia transición democrática. Las circunstancias son diferentes pero Chile y Argentina no son universos tan irreconciliables como, por ejemplo, la Checoslovaquia de la invasión soviética y el París del Mayo francés.
Nuestro ofuscado nacionalismo ha impedido hasta ahora comprender que el rock argentino no existió aislado en una burbuja sino que formó parte de tendencias que, de maneras diversas, también se plantearon en países vecinos. Su aparente liderazgo en el mundo de habla hispana se ha demostrado, en la mayoría de los casos, una ficción producto de nuestra pedantería acérrima. Una dialéctica sutil y compleja entre la coyuntura histórica local, regional y global estaría más cerca de la verdad.
No se puede acusar a Fabio de ignorar estos vínculos. Su comprensión de las tradiciones del rock latino es amplia y evita con soltura el panegírico sin privarse de la diatriba cuando la juzga necesaria. Su libro inaugura una discusión que esperamos que otros prosigan. Agreguemos tan sólo que los interesados en obtenerlo pueden escribir a la editorial: cuartopropio@cuartopropio.cl o al propio Fabio: fafio7@hotmail.com

Norberto Cambiasso

Sunday, May 02, 2004

Now it’s time to say good-bye

"This is the way the world ends, not with a bang but a whimper". La cita de T. S. Eliot vale para el final del Festival de Cine Independiente en Buenos Aires. Pero esta vez fue al revés; porque el Bafici terminó a todo volúmen repitiendo los dos filmes movilizadores sobre Los Ramones. Otro hallazgo del programador Quintín y su equipo de colaboradores.

Parecía increíble escuchar entre tanta juventud palermista los acordes de un punk-rocker que se casó con una argentina y vivió en Lanús. Fue un final auspicioso porque trazó una parábola que repetía las coordenadas del fenómeno ramones, una historia que gana cuantas más veces se la cuenta. La lección la enseña el punk-rock: do it yourself.

Este año, por primera vez, el sexto Bafici premió con su máximo galardón a un film argentino: "Parapalos", de Ana Poliak. Homenaje imperfecto a la más perfecta de las crisis: la Argentina. Y el homenaje perfecto era cerrar con los Ramones. One, Two, Three, Four!

Eduardo Nureyewicz