Se
ve el corazón pero nunca las caras consiste en un grupo de
tres instalaciones sonoras que Nicolás Diab está presentando por estos días en
el Espacio Ecléctico (Humberto Primo
730) con entrada libre y gratuita. Vale la pena darse una vuelta por allí y el
curioso tendrá tiempo hasta el 29 de noviembre.
Ni bien entramos nos recibe
una manguera que semeja la trompa de un elefante y cuelga sobre una malla compuesta
por pequeños parlantes. El sonido constituye la cicatriz de aquellos que
pasaron antes que nosotros y se atrevieron a dejar su impronta. Cada grito,
expresión, vacilación o declamación que los visitantes profieren a través de
tan elefantiásico adminículo alimenta un programa oculto que va conformando un
loop sónico que se modifica a medida que se suceden las contribuciones del
público.
La sala intermedia
multiplica por doce las mangueras plásticas y entrecruza toda suerte de
conversaciones cotidianas. Si se pretende una audición de conjunto, capaz de
aprehender los rasgos fugaces de tantos sonidos aleatorios, habrá que
recostarse en el suelo. La mayoría prefiere escuchar las mangueras de a una,
colocándoselas sobre un oído.
El maravilloso jardín del
fondo del Ecléctico es intervenido
por un soundscape que se lleva de maravillas con ese insospechado enclave oculto
en una de las tantas casas antiguas del barrio de San Telmo. Sonidos naturales reproducidos
tecnológicamente compiten con los del entorno por la atención de los visitantes.
Hay un verdadero encanto en estos pequeños ejercicios interactivos entre
sonidos, público y entorno; a años luz de las pretensiones que amenazan con
convertir el sound art en otra disciplina dominada por académicos ociosos y
galeristas mezquinos. Lejos de la pompa y la circunstancia que tiende a
adueñarse de un género al que el insufrible imperialismo del arte contemporáneo
se empeña en adoptar, encontramos aquí una combinatoria de vocación lúdica y
elogio de la sencillez que recuerda los años dorados del primer Fluxus. Los
detalles nimios y las relaciones cotidianas conforman la savia a través de la
cuál respiran las instalaciones de Diab. Y en su aparente simplicidad disparan
un conjunto de interrogantes que el artista se guarda muy bien de responder: el
problema de nuestra escucha fragmentaria en un mundo atiborrado de estímulos
auditivos en la segunda, la posibilidad de cuestionar por un momento la
venerable distinción entre naturaleza y cultura en la tercera, las dificultades
a la hora de afrontar las consecuencias de nuestras propias decisiones en la
primera. En fin, la fugacidad de los sonidos y la fijación de nuestras
aprehensiones, la memoria y el olvido como los ejes centrales del grupo en su
conjunto. Créanme, en la obra de Nicolás Diab hay mucho más de lo que aparenta.
Háganse un tiempito para descubrirlo.
Fotografía: Cristina Fangmann