“En Winterland, el 14 de enero de 1978, el punk no era una sociedad secreta. Cuando la multitud se encontró delante de un grupo que ya era una leyenda, con el fenómeno en sí mismo, el “punk” se convirtió en una representación varias veces suprimida. Uno había oído que en el reino Unido el público “salivaba” —escupía— a los intérpretes punk; en San Franciso los Sex Pistols fueron recibidos con una cortina de saliva. Uno había oído que en el Reino Unido había violencia en los conciertos punk (e incluso se contaba la historia de una mujer que había perdido un ojo a causa de una botella de cerveza rota; se decía que Sid Vicious había sido el responsable, él lo negó, aunque no negó haber golpeado a un periodista con una cadena); en San Francisco, un hombre con un casco de futbol americano se abrió paso de cabeza entre la multitud, tiró a un parapléjico de su silla de ruedas y él mismo fue golpeado hasta caer al suelo. ¿No había dicho Johnny Rotten que quería destruir a los transeúntes? En este momento era un acto significativo, un intento colectivo de probar que la representación física de una representación estética podía producir realidad, o al menos sangre verdadera." (Extraído de Rastros de Carmín de Greil Marcus)
Con la música del Tourist de Saint Germain a tope, mezcal y tragos de todos los colores inundando una mesa improvisada como barra, olor a humo y vista al mar, quien escribe y un buen amigo, revolvíamos nuestra sangre ante la canallesca pregunta “¿ustedes también son artistas?”. El interrogante parecía tener como fin establecer algún contacto con un par de individuos totalmente desubicados en un contexto que no era el suyo. ¿Qué quedaba? La tentación, la pompa, el burdo caché de la pose. Mi amigo cedió y empezó a contarle a la curiosa sobre sus hazañas como ruidoextremista. “Ah, eres artista sonoro entonces”. Mentalemente fue sepultada viva al decir esas palabras. La réplica no se hizo esperar y creo que mi compinche comenzó a explicarle las bondades de su arte como ahuyentador de público. Era lo menos. En eso intervino en la charla un tipo con el que habíamos llegado a la fiesta. No sé quien diablos habló de cine, y de pronto era imparable hablar de nuestros gustos, de las películas que nos fascinaban, de cine gore y demás especias. Ah! y claro, de video arte. Sí, me gusta el video, pero sólo si hay calatas, le dije. Qué más tenía que decir, era claro que poco me interesaba demostrar algo de cultura. En ese momento me di cuenta del teatro que había allí, la marca del artista como una carta pase para vivir un estatus. Al rato, con la sangre doblemente revuelta producto de un trago rojo y picante que probé, empecé a darle vueltas a un viejo artículo que había pescado en la red. Para ese momento conversaba con un joven curador de arte, no muy amigo de las propuestas extremas, y le hablaba de la necesidad de hacer un poco de transgresión. Mi discurso podía venirse abajo en cualquier descuido, iba a quedar como un pobre idiota, como un loquito que sólo quiere hacer su catarsis, producto de las desgracias que el destino le pudo haber puesto en el camino. Bah, no iba a ser así, traté de ser lo más elocuente, lo más claro para explicar lo importante que era desprestigiarse un poco, ser un poco inmoral.
En No más arte, sólo vida Laura Baigorri dice: “A partir del momento en que se contextualiza una acción activista en el terreno artístico, ésta pierde su poder, porque se sabe que tan sólo se trata de una simulación". El arte ha dejado de ser vida para convertirse en simulador de vida.”
La guapa Baigorri menciona en su artículo a la generación Dada y a los Fluxus y habla de la estrecha relación (intercambiable) entre arte y vida que existía en ambos movimientos. Ciertamente esa relación arte y vida escasea ahora. Ya que todo ha entrado en el terreno de la negocio-simulación y el sello de “artista plástico” se ha hecho un valor que muy pocos se atreverían a sacrificar en pro de una propuesta transgresora anónima. El reconocimiento de la acción simbólica es el único consuelo en ese sentido, mas intentar plantear una acción artística que prácticamente bordee el delito (que sea un delito) resulta poco menos que un disparate o un suicidio.
Mientras caminaba, ya lejos del lugar, recordaba un video de Manuel Saiz, un notable artista español amante de las aventuras peligrosas. En su Hacking Video veías a Saiz cometiendo un delito. Aparecía él con un pasamontaña en la cabeza contando cómo se las ingeniaba para intervenir escenas de una película de Hitchcok. Saiz había sacado de un video rent una película, había montado, con la ayuda de su pc, un detalle encima de la imagen, distorsionando de esta manera el sentido de una de las escenas. Luego devolvía la cinta al video rent para que esta sea alquilada posteriormente por miles de usuarios, de este modo había intervenido una obra ajena y dañado irreversiblemente la cinta. Saiz estaba comentiendo un delito y estaba documentando su fechoría.
“Un artista debería entrar a un centro comercial a robar y luego ser metido preso, eso sería para mí el climax” le decía al joven curador, no sintiéndome del todo seguro de lo que estaba diciendo pero con las palabras irrefrenables en la boca. “Los artistas deberían desprestigiarse cada cierto tiempo, olvidarse de que son ejemplos en la vida, deberían demostrarnos lo capaces que son de ser un auténtico peligro social”. Esto último era aún más arriesgado y hasta pretensioso pero, copas de más, la idea no ha dejado de darme vueltas en la mente. Es decir, no dejo de pensar que en la actualidad es difícil ver situaciones que lleguen al límite.
“Pero al final los artistas que pueden hacer cosas como las que tú planteas terminan siendo objetos de culto para personas que necesitan ver cosas así, al final termina existiendo un mercado para ellos” me dijo el joven curador. Y cuanta razón tenía, diablos. Sin embargo, su razón dependía de la existencia de ese rótulo de artista que condiciona una situación como espectáculo, como puesta en escena. Afortunadamente la guapa Baigorri pudo sacarme de este atolladero:
“En una de las secuencias de la película El club de la lucha, el protagonista Jack/Tyler Durden propone a sus seguidores una serie de deberes o acciones de sabotaje que, por el momento, sólo son el preludio del Proyecto Mayhem, un plan supremo destinado a cambiar el mundo: vuelan una tienda de ordenadores, catapultan excrementos de paloma sobre un concesionario de coches de lujo, sustituyen las típicas instrucciones de salvamento en caso de accidente, que normalmente encontramos en los bolsillos de los asientos de los aviones, por unas láminas con dibujos de pasajeros horrorizados en el interior de un avión en llamas, borran las cintas de video de una conocida empresa de venta y alquiler (Blokbuster), cambian el contenido de los mensajes de las vallas publicitarias de la Agencia Estatal de Medioambiente,... Como sucede en la vida real, la prensa da cuenta de todos estos actos de las dos únicas maneras que sabe hacerlo, ya sea criminalizándolos o ubicándolos en el contexto artístico (!): Performance Artist' Molested'. Esta sarta de gamberradas, a medio camino entre activismo y vandalismo, culmina con una obra única que se desmarca de ambos y que muy bien podría estar no-rubricada por Debord: la amenaza de muerte a un pobre empleado nocturno si no cambia de inmediato su vida para cumplir su sueño de estudiar veterinaria.
El Proyecto Mayhem atenta directamente contra instituciones y corporaciones, pero sus anónimos militantes no demuestran ni una expresa orientación artística ni una voluntad activista, tan sólo se trata de acciones de vida. "No más arte, sólo vida."
Es aquí que le encuentro tanto sentido al punk, a ese primer latido.
Luis Alvarado
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