Monday, December 06, 2004

Los pasos perdidos: un viaje en los orígenes del rock latino

La conexión México-Argentina brilla por su ausencia en las historias del rock rioplatense. Grave omisión puesto que sería determinante para el despertar de una música que casi cuatro décadas atrás supo adquirir carta de ciudadanía en el extremo sur del continente americano. He aquí un episodio olvidado de la contracultura rockera en América Latina que demuestra que nada viaja más rápido que el capital. Lástima que no sea un turista accidental, puesto que su visita, tan ansiada por muchos, tiende a modificar el paisaje de manera definitiva.



Los Locos del Ritmo (México)
Foto de 1960.

La marea comercial de la Nueva Ola
Un viaje plagado de consecuencias. En el otoño de 1960 RCA decide transferir a Ricardo Mejía, director artístico de la compañía, de su subsidiaria en México DF a la lejana Buenos Aires. Mejía era ecuatoriano, había residido en los Estados Unidos y llegaba a Argentina con el cargo de gerente general del sello. Ni lerdo ni perezoso, se rodea de unos cuantos publicistas y en 1962 lanza El Club del Clan por Canal 13, un programa de la televisión porteña que se encarga de promocionar a los jóvenes representantes de la Nueva Ola.
Chicos prolijos e inofensivos que entonan canciones pegadizas e intrascendentes sobre el amor y las flores. Copian algunas poses vacías tomadas de los vecinos rockeros del norte pero evitan su incontinencia rítmica y liman cualquier aspereza sospechosa. La apología de una juventud desenfadada que hace sonreír a los mayores y cuyos representantes son Palito Ortega, Violeta Rivas, Nicky Jones, Johny Tedesco, Jolly Land, Raul Lavié, Chico Novarro y un largo etcétera.
El engendro, moldeado en partes iguales sobre la fiebre rocanrolera mexicana y la canción italiana del Festival de San Remo, obtiene un éxito inmediato y fulminante. A tal punto que se extiende por el cono sur como esa plaga que celebra Enrique Guzmán en la famosa canción de los Teen Tops (en realidad, un cover del “Good Golly Miss Molly” de Little Richard). Canal 4 de Uruguay comienza a emitir El Club del Clan en 1963 y las radios del país vecino atiborran a los oyentes con programas dedicados a los hits nuevaoleros. A partir de octubre de ese mismo año, Smowing Club, por Teledoce, fabrica la versión local del Clan. Chile también tendrá su propia avanzada nuevaolera, con nombres que ya no recuerdan ni sus padres y cuyos años de “gloria” van de 1963 a 1967. Y Brasil promueve su Jovem Guarda, liderada por Roberto Carlos, a partir de 1965. Un peculiar fenómeno pop que mezcla el rock con la canción romántica. Su tema “O Calhambeque” es literalmente un cachivache que se pone de moda en Argentina y demuestra que la integración latinoamericana en poco se parece a aquella con la que soñaron los padres de la independencia.

Juventud divino tesoro
Mejía era muy consciente de su revolucionaria operación mercadotécnica. Había sido testigo presencial y partícipe -desde su cómoda oficina de ejecutivo- de los años de la explosión del rock and roll mexicano. Grupos como los Teen Tops, Los Locos del Ritmo, Los Rebeldes del Rock, Los Black Jeans y Los Loud Jets se dedicaban a hacer versiones en español -refritos las llamaban ellos- de los clásicos rockeros made in USA.
Al principio pudo parecer otra moda musical efímera con el pasaporte adulterado. Solo que en vez de provenir del Caribe, detentaba señas de identidad gringas. Pero a partir de 1959 las autoridades, la prensa y las infaltables ligas de la decencia tomaron buena nota de una juventud que, según venían alertando desde hacía un lustro, bordeaba la peligrosa línea de la delincuencia. La ocasión fue el escándalo desatado en el estreno de King Creole (film protagonizado por Elvis Presley que en México titularon Melodía Siniestra), cuando las pandillas destrozaron el cine y fueron ferózmente reprimidas por la policía.
De la noche a la mañana chicos inofensivos de clase media fueron estigmatizados como “rebeldes sin causa” y el rock fue satanizado. La sociedad, machista y chauvinista, y el gobierno, dudosamente legitimado en un sistema institucional unipartidista que hacía de la corrupción la vía regia para la adquisición de status, prefirieron desatar la represión antes que asumir los límites obvios de semejante modelo de autoritarismo.
Y aún así, el rock and roll cantado en castellano floreció en tierras aztecas e irradió su influencia a todo el orbe latinoamericano. No fueron pocos los rockeros que, en sus años formativos, se inflamaron del rock bailable y sin pretensiones de los Teen Tops y demás.
No debe buscarse al respecto contradicción alguna. Las discográficas, con Orfeón y Peerless a la cabeza, supieron domesticar al rock desde sus inicios. Facturaron rebeldía y la vendieron a manos llenas. La industria controlaba todas las piezas: decidía qué se cantaba, supervisaba el vestuario, imponía la coreografía y construía la imagen de niños buenos que, más allá de la histeria de los defensores de la moral y las buenas costumbres, dominó a todos los artistas mexicanos de la época. Las radios ayudaban con la difusión hasta el hartazgo de los hits del momento. El cine producía bodrios en serie donde los jóvenes eran retratados como una caterva de subnormales y los conflictos del muchacho con el padre de la novia se solucionaban por arte de magia. Las revistas publicaban fotos a página entera de los ídolos rocanroleros. El director artístico era el cerebro de la operación, el único protagonista de la historia. Las estrellas eran apenas un grupo de borreguitos dóciles dispuestos a vender su alma al diablo por un poco de fama y dinero.
Nada era auténtico, todo había sido prefabricado por la maquinaria comercial. De ahí que, unos años más tarde, los verdaderos pioneros del rock en América Latina consideraran a la autenticidad como el valor supremo de su incipiente contracultura.




Beatles for sale
La Nueva Ola terminaría por ser la bestia negra frente a la que se esgrimen, orgullosos, los primeros intentos de un rock genuinamente latinoamericano. Pura música pasatista, una traición a la supuesta rebeldía del rock de los ´50, la comercialización de un gesto generacional para consumo de adolescentes y jubilados por igual. Así, al menos, se la interpretaba desde este lado del mundo, donde muy pronto surgirían hordas de pelilargos dispuestos a cambiar la historia, a devolverle al rock lo que le correspondía por derecho: la energía, la intemperancia, la actitud desafiante y el aura amenazante de la delincuencia juvenil que, con el correr de la década, se transformaría en la protesta más chic de la resistencia contracultural. Se trata, claro, de una idealización, de un mito que, por falso, no es menos fundacional del rock latino.
Sería absurdo subestimar la importancia de los Beatles. Su influencia es planetaria y muy pronto, aquí, allá y en todas partes, los chicos forman sus primeras bandas y ensayan tímidas versiones de los éxitos británicos, cantadas en un inglés vacilante y arrastrado, digno de uno de esos pseudocursos de idioma que por entonces promocionaban las Academias Pitman. Es la época del beat, el momento en que el pop latino imita lo mejor que puede a su modelo anglosajón. En esos grupejos harán sus primeras armas los principales protagonistas del rock posterior. Y las corporaciones sabrán apropiarse de la nueva fiebre.
Algo peculiar sucede en la segunda mitad de la década. Argentina es su ejemplo más insigne, dado el desarrollo de su industria discográfica. Durante unos años conviven la Nueva Ola, los beats, los primeros atisbos de un pop autóctono y organizaciones como la Escala Musical, programa de radio y de televisión que había montado un formidable circuito de bailes y contrataba cualquier banda con tal de que el show continuara. La industria del entretenimiento se expandía fagocitando en su seno cualquier tendencia que osara oponérsele.
Así las cosas, ¿cómo podía distinguirse lo auténtico de lo comercial? ¿De dónde salió el sentimiento obstinado de que el rock era la nueva música urbana, alternativa por excelencia a tanto desecho vendible?

El nacimiento de la contracultura
En Argentina, de la convicción indeclinable de que había que cantar temas propios en español. La avanzada de este redescubrimiento de América se debe a “La Balsa”, un single de Los Gatos que en 1967 vendería la friolera de 200.000 copias, una cifra enorme para los números de la época. ¿El sello? Sí, adivinaron: RCA.
El tema en cuestión no era especialmente significativo, una cancioncita beat tan frágil como esa balsa que, según rezaba la letra, construirían para irse a naufragar. Pero en el lejano país del sur se convirtió en un himno generacional que nadie ha dejado de escuchar desde entonces. Hay razones, pues, para suponer que la suerte de la embarcación estuvo atada a los canales de difusión de la discográfica.
Con el tiempo, la consigna del canto en idioma propio se extendería a toda la América hispana. Los uruguayos de El Kinto lo intentaban en el ´67, mientras cortejaban al candombe (un ritmo típico del país oriental) en una fusión local que no tuvo mayor alcance porque no logró plasmarse en disco. El trío argentino Manal inauguraba en el ´68 un realismo urbano descarnado, con letras que describían la ciudad de Bs. As. en ritmo de blues. Almendra musicalizaba imágenes bellísimas, salidas de la pluma de un jovencísimo Luis Alberto Spinetta. Incluso en México, una escena mucho más reacia a dejarse atrapar por un nacionalismo lingüístico que identificaban aún con los refritos lavados de su primera oleada rocanrolera, Los Ovnis castigaban al público con canciones de protesta en la lengua de Cervantes adosadas con buenas dosis de fuzz. Pocos años más tarde, la agrupación chilena Los Jaivas grabaría “Todos Juntos”, asunción explícita de una identidad latinoamericana común traducida en un sonido que mezclaba rock y folklore en una poción única.

Teoría de la dependencia
Una contradicción fundante permea esos orígenes del rock que hoy nos parecen tan lejanos. Mientras el temperamento contracultural se preciaba de contraponerse a los dictámenes de la industria, necesitaba imperiosamente de ella para ampliar su influjo y abandonar el ghetto de unos pocos enterados. En el inicio mismo del rock argentino se encuentra la censura, cuando RCA obliga a Los Gatos a cambiar la letra de “Ayer Nomás”, cara B de su exitoso single. Cosa que, por cierto, aceptan sin chistar.
La globalización no fue un fenómeno de finales del siglo XX y al rock latino no lo inventó MTV. Se ha querido contar una historia de resistencia heróica frente a las sangrientas dictaduras que se adueñaron del castigado subcontinente y hay algo de verdad en ella. Pero hay otra, más subrepticia, menos visible, que se relaciona con los rasgos ubicuos del capital transnacional, que no reconoce patria ni frontera pero sabe viajar siempre en primera clase.
Y esta otra debe remontarse a la crisis económica mundial y al carácter dependiente de las economías latinoamericanas. Que hasta entonces habían logrado sobrevivir gracias a una ecuación espúrea: los países periféricos exportaban materias primas e importaban del primer mundo las manufacturas necesarias. Habida cuenta de la diferencia de valor entre el material crudo y el producto terminado, era obvio que el arreglo perjudicaba a los países latinoamericanos y reproducía esa misma dependencia que se quería superar. La caída de los precios que acarrea la crisis de 1929 obliga a imaginar nuevas soluciones. A partir de la década del ´30 se conocerá a la nueva panacea que abraza América Latina con el nombre de sustitución de importaciones.
Bajo el pretensioso título se esconde una frágil estrategia modernizadora que se extenderá hasta mediados de la década del ’60. La clave consiste en ensayar un proceso de industrialización con el cuál la economía pueda satisfacer las demandas de grupos sociales diversos. No hace falta decir que terminó en un fracaso completo. La modernización fue insuficiente porque afectó a sectores limitados. Y la industrialización quedó trunca ante la imposibilidad de ampliar sus mercados.
Dos factores, económicos en principio, determinarían el nuevo paisaje de levantamientos sociales y represión estatal que atribularía a la región promediando los ´60. Por un lado, la necesidad de crédito era aún mayor que en la época agroexportadora, dado que la creciente complejidad industrial requiere de materias primas, combustible y, fundamentalmente, de bienes de capital que sólo pueden ser importados de las metrópolis europeas o de Estados Unidos. Se localiza aquí el comienzo de la enorme deuda externa que acumularán los países latinoamericanos. Por otro lado, la inflación alcanza niveles intolerables, señala la ruina de las políticas económicas dirigistas y abre las puertas a recetas neoliberales que traerán un sufrimiento todavía más insoportable.





Das Kapital
Este desarrollo, resumido en sus rasgos generales para no abusar de la paciencia del lector, sobredetermina a un rock latino al que le agrada pensarse a buen resguardo de cualquier contaminación material. Si los ´60 atestiguan el nacimiento de la nueva música urbana, es gracias a que la década anterior promueve un crecimiento repentino y desordenado que afecta las relaciones entre el campo y la ciudad. Un éxodo rural que no está exento de efectos colaterales, con la instalación de barrios de emergencia, villas miserias y favelas en el cordón industrial que rodea a las grandes ciudades. Es el caso de Lima, Buenos Aires, el Distrito Federal en México, San Pablo y Río de Janeiro. En resumidas cuentas, el rock es dependiente de un proceso de urbanización previo.
También lo es de la tecnología y de la evolución de los mass media. La estrategia industrial basada en la sustitución de importaciones reduce la exportación de bienes de consumo manufacturados de EEUU a América Latina. Pero genera a su vez nuevos nichos de mercado que las transnacionales no tardarán en explotar. Y es la industria del entretenimiento y la electrónica el ámbito privilegiado de las nuevas inversiones. Así, RCA exporta tubos de televisión y transistores a México, Cuba y Brasil en 1957. Y tanto ésta como CBS instalan sus propias plantas de operación, manufactura y distribución de discos en los centros industrializados del Tercer Mundo. En 1958 Columbia Records celebra su primera convención latinoamericana en la ciudad de Nueva York. De allí surge una agresiva estrategia de marketing que apunta a los mercados del Caribe y Sudamérica. Un año después, la misma compañía reporta que su subsidiaria en Buenos Aires está exportando ingentes cantidades de discos a otros mercados del Cono Sur. En el ´60 nombran un vicepresidente para sus operaciones latinas y dicen dominar el 30% del mercado regional. Con estudios de grabación ubicados en México y Argentina, ambas corporaciones elaboran una estrategia de pinzas donde el país del norte abastece las necesidades comerciales del Caribe y Centroamérica mientras el del sur se ocupa del Río de la Plata y los países andinos.
En defnitiva, la integración latinoamericana es un hecho en los comienzos del rock latino. Pero no por las esperanzas desmedidas que contagió a la década la revolución cubana en curso sino por el propio capital que ha obrado maravillas, apropiándose de todos los canales desde donde un rock que se cree autónomo vocifera su indignación ante las exigencias de ese mismo capital. Su voz se escuchará mientras las multinacionales tarden en reparar en la potencialidad comercial del nuevo ritmo. Una vez franqueado el acceso a los medios masivos de comunicación durante la década del ´80, el rock latino se integrará alegremente al establishment y olvidará que, en otro tiempo, pudo asumirse como la antítesis altanera de la música comercial, como la resistencia ante tanta chatura de la sociedad. No importaba que fuera falso ni que su derrota se colara en el inicio mismo de la lucha. Sirvió para que un puñado de buenos discos y canciones sobrevivieran al paso del tiempo. Para que una generación recordara con nostalgia algún que otro concierto. Para expresar una identidad que ayudara a soportar el pan cotidiano de la represión militar.
Quizás no fuera mucho, pero era algo. Ahora que la pretendida modernidad rockera aspira apenas a participar de un video clip ni siquiera eso queda. Los nuevos rockeros se parecen tanto a los viejos nuevaoleros que el buen Ricardo Mejía, si aún vive, debe estar frotándose las manos de placer.

Norberto Cambiasso
Publicado previamente en la revista Parabólica n.2 (2004)

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