Mientras junto fuerzas para escribir todo lo que tengo planeado para este blog, aquí va una nota que apareció hace ya algunos meses en el suplemento Radar de Página 12 y que todavía releo con agrado.
1- “Debes acentuar la libertad de la música para poder extenderte y ser universal”, solía aconsejarle John Coltrane a su segunda esposa, Alice. Precisamente eso ha venido haciendo la esposa en cuestión desde aquel, su primer disco de título recatado -A Monastic Trio (1968)- que la crítica de entonces asumió como sentido homenaje al marido recientemente fallecido.
Bastaron siete discos extraordinarios en tan sólo cinco años para que el mundo descubriera con asombro que Alice Coltrane, lejos de ser una extensión devaluada del genio torturado de John, poseía personalidad y talento propios. Y si bien compartía con el saxofonista la búsqueda espiritual que éste haría explícita en un álbum como A Love Supreme (1965), lo suyo fue siempre más calmo, menos precipitado que los arpegios acelerados y el gusto por los narcóticos de su controvertido esposo.
Acentuar la libertad de la música. Extender el registro de un instrumento, añadirle octavas, tocarlo en su totalidad, trabajar con armónicos, atender al cromatismo, explorar semitonos y sobretonos, perseguir nuevas coloraturas y timbres, variar el modo de ataque, ir más allá de las limitaciones típicas de esos cambios de acordes previsibles que siempre caen en el acento correcto. Recursos que Alice Coltrane tuvo en cuenta a la hora de ejecutar el arpa, el piano y el órgano. Pero ni las condiciones técnicas ni el gusto por la experimentación alcanzan para explicar el exquisito placer que se desprende de la fragilidad absoluta de su arpa, de esos arpegios en forma de cascada que constituyen el sello distintivo de su piano, de la disonancia controlada de su órgano Wurlitzer.
2- El secreto de su magia radica en otra parte. Su música nos concede pequeños atisbos de lo sublime, de esa armonía del cosmos cuya prosecución constituye su empeño más constante. Una cierta sensibilidad difícil de expresar en palabras. La ambigüedad rítmica y armónica que recorre su obra encarna nuestra condición de seres contingentes y promueve, a su vez, la búsqueda de cierta trascendencia, como si en la perfección de lo particular se ocultase la figura de lo universal.
No es preciso compartir las preocupaciones religiosas de Alice para admirar la elegancia con que su estilo -de ejecución, de composición y de improvisación- sabe convocar esa incompletud básica que nos caracteriza como especie. Y para apreciar el sortilegio de su superación. “Extiéndete que me alcanzarás” fue la forma en que una época intentó traducir el consejo de John. Y Alice fue una hija pródiga y un prodigio de esa época.
Su exploración incansable se tradujo en revelaciones parciales que excedían sus propias ambiciones cósmicas porque trasmitían la marca indeleble de su propia personalidad. Contagiaba posibilidades que eran demasiado humanas, elecciones existenciales que señalaban el ámbito de nuestra propia libertad.
No era Dios quien nos regalaba una improvisación de arpa sobre la base de un drone de tamboura –un instrumento hindú de cuatro cuerdas que produce un sonido sostenido- en Journey in Satchidananda (1971), hacía sonar un órgano feroz como si fuese un oboe en lugar de un teclado en Universal Consciousness (1972), intercalaba la rendición sentida de “A Love Supreme” con referencias a la religión Yoruba y a la teología hindú en World Galaxy (1972), y mezclaba negro spirituals con arreglos orquestales para cuerda de ascendencia stravinskiana en Lord of Lords (1972). ¿O tal vez sí?
3- Dejemos la respuesta a esos espíritus refinados que se ocupan de cuestiones metafísicas y detengámonos en el aspecto más terrenal de su biografía. Alice Coltrane nació McLeod un 27 de Agosto de 1937 en Detroit. De su madre heredó la costumbre de tocar el piano y la fascinación por el gospel. Comenzó a frecuentar ambas aficiones a la tierna edad de siete años. Fue su hermano, bajista profesional, quien la sumergió en las agitadas aguas del jazz. Su maestría con el arpa, en un territorio por entonces más bien machista, reconoce el único antecedente de Dorothy Ashby. A comienzos de los ’60 participó de la banda de Terry Gibbs.
Habrá tenido una primera revelación el 18 de Julio de 1963, fecha de su primer encuentro con John Coltrane. Se casaron en 1965 y poco después reemplazaba al pianista McCoy Tyner en el cuarteto de su esposo. John falleció exactamente cuatro años después de ese encuentro, un 17 de Julio de 1967. Hubo tiempo para el nacimiento de tres hijos y para un aprendizaje que transformaría por completo la vida de Alice.
Durante los ’70 abrazó la religión hindú y halló una segunda guía espiritual en el swami Satchidananda que titula uno de sus mejores discos. Después de la genialidad febril de las siete placas que grabara para el sello Impulse!, su inspiración cedió un poco. A esta circunstancia, que transformó la excelencia de antaño en lo muy bueno de ahora, no fueron ajenos su pasaje al sello Warner, la ausencia de dos de sus colaboradores más brillantes -el saxofonista Pharoah Sanders y el baterista Rashied Ali- y la fundación en 1975 del Centro Vedanta en California, que tiñó sus discos de un aspecto devocional excluyente.
Se retiró de la escena al concluir la década, dedicándose a sus actividades espirituales, hasta que en 1998 reapareció públicamente con un par de conciertos en Nueva York.
4- La aparición de Translinear Light el pasado año fue tan repentina como su edición en nuestro país. Una reencarnación que la encuentra en compañía de sus hijos Ravi y Oran y de antiguos colaboradores de la talla de Jack DeJohnette y Charlie Haden. 24 años que no han limado del todo las beneficiosas asperezas de su música ni la han desviado de sus sempiternas obsesiones. Se extraña el arpa que el panteón del jazz asocia de manera definitiva a su nombre. Pero descolla en un órgano Wurlitzer capaz de improvisar sobre un motivo hindú, actualizar un spiritual o destacar los aspectos ominosos del sonido de John en su versión de “Leo”. Los sintetizadores detentan una cualidad elegíaca. Y su estilo de piano parece haberse asentado un poco, a mitad de camino entre la balada y ciertas resonancias rítmicas. Se trata en definitiva de un disco de contrastes, de una indeterminación relativa que parece indicar tanto un comienzo renovado como la clausura de un tiempo cronológicamente cercano pero ineluctablemente pretérito.
Norberto Cambiasso
Tuesday, July 12, 2005
Sunday, July 03, 2005
Otro blog
En estos días en que no tengo ni un minuto para escribir unas líneas, aprovecho al menos para recomendar un blog interesante donde pueden enterarse de las fechas de Las Orejas y la Lengua y de las dificultades financieras, por enésima vez, de Recommended Records, el sello de Chris Cutler. Se llama Siete Octavos y su hacedor es Walter Gatti. El link: http://rockprogresivo.blogspot.com/
Saturday, July 02, 2005
Ese puto amor
El amor puro de Platón a Lacán
Jacques Le Brun
Traducción de Silvio Mattoni
Buenos Aires: Ediciones Literales-El cuenco de Plata, 2004.
444 páginas.
Hasta que la muerte los separe. Hoy esta fórmula está corroída por la ironía. El 50 por ciento de los matrimonios en Estados Unidos acaba en divorcio contencioso, en pleitos agrios ante los tribunales por la 4x4 y la tenencia de Dave y Mary y pruebas preconstituidas con fotos de la sucia perra o el negro calentón con que te acostaste. No había pleitos duraderos entre Aquiles y Patroclo, sobre cuyo amor puro trata el primer poema de Occidente, la Ilíada que los griegos atribuían a Homero. La pureza de ese amor reclamaba tener sexo entre ellos, el mezclarse de cuerpos y almas, nunca la fría castidad. Y Aquiles podía acostarse con perras sucias y con los negros que encontrara por las afueras de Troya, pero su amor sexual por Patroclo era finalmente inconmovible.
Es posible que no todos los antiguos amaran con la fuerza y la virtud de su héroe épico. Si embargo, el amor puro era un ideal viviente. La declinación de este ideal, y no las realidades sociales, constituye el tema y el eje de la obra del historiador de las religiones Jacques Le Brun, El amor puro de Platón a Lacán (se podrá tomar como una rebeldía argentina la tilde añadida a Lacan). El título es engañoso, y el autor lo sabe. Como si se dijera “la trompa, desde los elefantes a los zoólogos”. Porque en un extremo el filósofo Platón (428-348) defendía una teoría del amor puro, mientras que en el otro el psicoanalista Jacques Lacan (1901-1981) ya atiende al fenómeno como observador no participante, con distanciamiento de patólogo.
Los ideales pequeño-burgueses de izquierda envenenaron la atmósfera donde podía triunfar el del amor puro. Por ello, el grueso de los textos que estudia Le Brun son anteriores al fin del siglo XVIII. La doctrina del amor puro se afincó con el cristianismo en la experiencia mística con su unión de teología y erotismo, y se la encuentra en los escritos de los padres de la Iglesia.
Le Brun encuentra el centro de gravedad de su libro en un gran debate teológico de la edad clásica, la llamada querella del quietismo, cuyos célebres protagonistas fueron el prelado Jacques Bénigne Bossuet (1627-1704), opuesto al también obispo François Fénelon (1651-1715). La querella llegó a su clímax cuando el Papa Inocencio XII condenó, el 12 de marzo de 1699, las tesis quietistas de la santa indiferencia. De ese modo la Iglesia Católica cimentó, contra toda presuposición contemporánea, su rechazo a la celebración de un amor desligado de toda perspectiva de recompensa.
Uno de los objetivos de Le Brun es demostrar que esta polémica tiene orígenes todavía más epónimos y anteriores. Según el autor, en la querella del amor puro confluyeron otras épocas, pero llegó a una de sus conclusiones con la condena papal. Lo que sobrevivió, tal vez porque existía desde antes de ella, fue la idea del amor puro que había atravesado toda la cultura occidental, y que después del siglo XVIII se refugiará en autores anti-burgueses y anti-cristianos, para quienes el amor luchará contra la autopreservación, el “no te hagas daño”. Le Brun analiza las transformaciones de esta idea en el desinterés del acto moral en Kant (y en su imperativo categórico), en la negación schopenhaueriana del querer-vivir, en el amor mártir de Sacher-Masoch, y por último en la antinomia del principio de placer y la pulsión de muerte en el psicoanálisis freudiano duplicada, a su manera, por la antítesis de goce y utilidad en el lacaniano.
Sergio Di Nucci
Jacques Le Brun
Traducción de Silvio Mattoni
Buenos Aires: Ediciones Literales-El cuenco de Plata, 2004.
444 páginas.
Hasta que la muerte los separe. Hoy esta fórmula está corroída por la ironía. El 50 por ciento de los matrimonios en Estados Unidos acaba en divorcio contencioso, en pleitos agrios ante los tribunales por la 4x4 y la tenencia de Dave y Mary y pruebas preconstituidas con fotos de la sucia perra o el negro calentón con que te acostaste. No había pleitos duraderos entre Aquiles y Patroclo, sobre cuyo amor puro trata el primer poema de Occidente, la Ilíada que los griegos atribuían a Homero. La pureza de ese amor reclamaba tener sexo entre ellos, el mezclarse de cuerpos y almas, nunca la fría castidad. Y Aquiles podía acostarse con perras sucias y con los negros que encontrara por las afueras de Troya, pero su amor sexual por Patroclo era finalmente inconmovible.
Es posible que no todos los antiguos amaran con la fuerza y la virtud de su héroe épico. Si embargo, el amor puro era un ideal viviente. La declinación de este ideal, y no las realidades sociales, constituye el tema y el eje de la obra del historiador de las religiones Jacques Le Brun, El amor puro de Platón a Lacán (se podrá tomar como una rebeldía argentina la tilde añadida a Lacan). El título es engañoso, y el autor lo sabe. Como si se dijera “la trompa, desde los elefantes a los zoólogos”. Porque en un extremo el filósofo Platón (428-348) defendía una teoría del amor puro, mientras que en el otro el psicoanalista Jacques Lacan (1901-1981) ya atiende al fenómeno como observador no participante, con distanciamiento de patólogo.
Los ideales pequeño-burgueses de izquierda envenenaron la atmósfera donde podía triunfar el del amor puro. Por ello, el grueso de los textos que estudia Le Brun son anteriores al fin del siglo XVIII. La doctrina del amor puro se afincó con el cristianismo en la experiencia mística con su unión de teología y erotismo, y se la encuentra en los escritos de los padres de la Iglesia.
Le Brun encuentra el centro de gravedad de su libro en un gran debate teológico de la edad clásica, la llamada querella del quietismo, cuyos célebres protagonistas fueron el prelado Jacques Bénigne Bossuet (1627-1704), opuesto al también obispo François Fénelon (1651-1715). La querella llegó a su clímax cuando el Papa Inocencio XII condenó, el 12 de marzo de 1699, las tesis quietistas de la santa indiferencia. De ese modo la Iglesia Católica cimentó, contra toda presuposición contemporánea, su rechazo a la celebración de un amor desligado de toda perspectiva de recompensa.
Uno de los objetivos de Le Brun es demostrar que esta polémica tiene orígenes todavía más epónimos y anteriores. Según el autor, en la querella del amor puro confluyeron otras épocas, pero llegó a una de sus conclusiones con la condena papal. Lo que sobrevivió, tal vez porque existía desde antes de ella, fue la idea del amor puro que había atravesado toda la cultura occidental, y que después del siglo XVIII se refugiará en autores anti-burgueses y anti-cristianos, para quienes el amor luchará contra la autopreservación, el “no te hagas daño”. Le Brun analiza las transformaciones de esta idea en el desinterés del acto moral en Kant (y en su imperativo categórico), en la negación schopenhaueriana del querer-vivir, en el amor mártir de Sacher-Masoch, y por último en la antinomia del principio de placer y la pulsión de muerte en el psicoanálisis freudiano duplicada, a su manera, por la antítesis de goce y utilidad en el lacaniano.
Sergio Di Nucci
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