El amor puro de Platón a Lacán
Jacques Le Brun
Traducción de Silvio Mattoni
Buenos Aires: Ediciones Literales-El cuenco de Plata, 2004.
444 páginas.
Hasta que la muerte los separe. Hoy esta fórmula está corroída por la ironía. El 50 por ciento de los matrimonios en Estados Unidos acaba en divorcio contencioso, en pleitos agrios ante los tribunales por la 4x4 y la tenencia de Dave y Mary y pruebas preconstituidas con fotos de la sucia perra o el negro calentón con que te acostaste. No había pleitos duraderos entre Aquiles y Patroclo, sobre cuyo amor puro trata el primer poema de Occidente, la Ilíada que los griegos atribuían a Homero. La pureza de ese amor reclamaba tener sexo entre ellos, el mezclarse de cuerpos y almas, nunca la fría castidad. Y Aquiles podía acostarse con perras sucias y con los negros que encontrara por las afueras de Troya, pero su amor sexual por Patroclo era finalmente inconmovible.
Es posible que no todos los antiguos amaran con la fuerza y la virtud de su héroe épico. Si embargo, el amor puro era un ideal viviente. La declinación de este ideal, y no las realidades sociales, constituye el tema y el eje de la obra del historiador de las religiones Jacques Le Brun, El amor puro de Platón a Lacán (se podrá tomar como una rebeldía argentina la tilde añadida a Lacan). El título es engañoso, y el autor lo sabe. Como si se dijera “la trompa, desde los elefantes a los zoólogos”. Porque en un extremo el filósofo Platón (428-348) defendía una teoría del amor puro, mientras que en el otro el psicoanalista Jacques Lacan (1901-1981) ya atiende al fenómeno como observador no participante, con distanciamiento de patólogo.
Los ideales pequeño-burgueses de izquierda envenenaron la atmósfera donde podía triunfar el del amor puro. Por ello, el grueso de los textos que estudia Le Brun son anteriores al fin del siglo XVIII. La doctrina del amor puro se afincó con el cristianismo en la experiencia mística con su unión de teología y erotismo, y se la encuentra en los escritos de los padres de la Iglesia.
Le Brun encuentra el centro de gravedad de su libro en un gran debate teológico de la edad clásica, la llamada querella del quietismo, cuyos célebres protagonistas fueron el prelado Jacques Bénigne Bossuet (1627-1704), opuesto al también obispo François Fénelon (1651-1715). La querella llegó a su clímax cuando el Papa Inocencio XII condenó, el 12 de marzo de 1699, las tesis quietistas de la santa indiferencia. De ese modo la Iglesia Católica cimentó, contra toda presuposición contemporánea, su rechazo a la celebración de un amor desligado de toda perspectiva de recompensa.
Uno de los objetivos de Le Brun es demostrar que esta polémica tiene orígenes todavía más epónimos y anteriores. Según el autor, en la querella del amor puro confluyeron otras épocas, pero llegó a una de sus conclusiones con la condena papal. Lo que sobrevivió, tal vez porque existía desde antes de ella, fue la idea del amor puro que había atravesado toda la cultura occidental, y que después del siglo XVIII se refugiará en autores anti-burgueses y anti-cristianos, para quienes el amor luchará contra la autopreservación, el “no te hagas daño”. Le Brun analiza las transformaciones de esta idea en el desinterés del acto moral en Kant (y en su imperativo categórico), en la negación schopenhaueriana del querer-vivir, en el amor mártir de Sacher-Masoch, y por último en la antinomia del principio de placer y la pulsión de muerte en el psicoanálisis freudiano duplicada, a su manera, por la antítesis de goce y utilidad en el lacaniano.
Sergio Di Nucci
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