Desde mediados de los ’90 una leve agitación ha sacudido algunos de los dogmas más preciados de la música improvisada y se ha propagado por los centros urbanos. Berlín, Viena, Londres, Tokio y Boston han sido testigos del surgimiento de una nueva camada de músicos que pugnan por extirpar ciertos vicios que el paso del tiempo incorporó de manera permanente en la improvisación, volviéndola poco flexible a las transformaciones históricas de las últimas décadas.
No hay acuerdo sobre la denominación de esta nueva música y las controversias terminológicas distan de haberse resuelto. Fue en Berlín donde surgió el mote de reduccionismo, aunque en gran medida era un sustantivo que le adjudicaban aquellos que se encontraban fuera del movimiento. El término fue defendido durante algún tiempo por Phil Durrant, uno de los protagonistas de esta escena. En Tokio se refirieron a este conjunto de actitudes compartidas, más que de resultados similares, bajo el nombre de onkyo, tal vez en relación con los primeros trabajos de Taku Sugimoto y Tetuzi Akiyama. Lowercase music se debe originalmente a Steve Roden, alude a la música de bajas frecuencias en un contexto algo distinto, pero tiene el problema de que puede aplicarse por igual a la música improvisada y a la compuesta (por ejemplo la de Bernhard Günter). EAI (Electroacustic Improvisation) ha sido propuesto por Dan Warburton, quien la remonta explícitamente a la estética de AMM. Conviene descartar de plano el uso de minimal o minimalismo, demasiado ligado a ciertas concepciones en música y artes visuales con raíces que también retroceden hasta finales de la década del ’60
No todos los músicos que adhieren a esta nueva “cofradía” son jóvenes. Uno de sus ideólogos más viscerales ha sido Radu Malfatti, trombonista que en los ’70 participara de la Brotherhood of Breath de Chris McGregor, una fantástica Big Band que mezclaba integrantes sudafricanos y británicos y se caracterizaba por sus riffs múltiples y simultáneos. Phil Durrant solía ser violinista en la escena de improvisación inglesa de los ’70. Muchos combinan su instrumento con el procesamiento electrónico y profesan una fe inquebrantable en las técnicas extendidas. Otra violinista, Kaffe Matthews, amplifica y procesa el instrumento a través de procedimientos analógicos pero también recurre a las laptops. Una lista incompleta de quienes se encuentran experimentando en las coordenadas reducccionistas debería incluir, además de a los ya mencionados, al trompetista Axel Dörner, a Robin Hayward (su instrumento es la tuba), a un guitarrista como Taku Sugimoto y a ciertos experimentos de otro como Kevin Drumm, al sintetista Thomas Lehn, a Burkhard Beins y Burkhard Stangl, a las nombradas más arriba Andrea Neumann y Annette Krebs, a los austríacos Polwechsel y a algunos de los últimos trabajos del percusionista suizo Günter Müller. Ya hemos hablado también de Sachiko M y cía.
Lo que al principio pudo parecer una brisa de aire fresco, una reacción radical a los abusos de esa vieja escuela demasiado ligada a un tiempo ineluctablemente pasado, corre el riesgo de convertirse en un radicalismo reaccionario que sancione el retraimiento y la retirada de la acción como actitudes aceptables en los albores del siglo XXI.
Una nueva música que se concentra en la escasez y en la privacidad, en los gestos ínfimos -un labio que toca el metal, el aliento que entra en un tubo, la mano que pulsa una cuerda-, y explora los sonidos pequeños, las dinámicas tenues y los silencios profundos. Música que sólo la revolución digital pudo hacer posible pero sobre la cuál no conviene cargar las tintas si los resultados no se demuestran satisfactorios.
Ningún desarrollo tecnológico existe por sí sólo, es el uso que los hombres hacen de las máquinas lo que admite nuestro juicio. De lo contrario, se corre el riesgo de recaer en alguna versión aggiornada del ludismo, un rasgo contradictorio de cierta contracultura que se difundiría más tarde en algunos movimientos ecologistas.
En ciertos aspectos se trata simplemente de la reintroducción de las ideas de Cage en el molde de la improvisación. Sin embargo, muchos han establecido conexiones explícitas con las inflexiones microtonales y los ensanchamientos percusivos de la estética de AMM. Después de todo, la concepción de que cada sonido posee un peso específico -que no existe una clara línea divisoria entre la música, el ruido y el silencio- se conjugaba en los británicos con las técnicas extendidas y las preocupaciones tímbricas. Pero AMM promovía un sonido áspero, duro, casi cruel, de timbres contrastantes en extremo, que funcionaba como la conciencia crítica de una sociedad basada en la miseria global, la represión política y la privación cultural.
La impugnación reduccionista a los elementos idiomáticos de la free music de los ’60 y los ’70 -su desagrado manifiesto por el esquema de acción y reacción, por su locuacidad excesiva, por el virtuosismo instrumental, por el incesante puntillismo asociado a la insect music de grupos como el Spontaneus Music Ensemble, por la cristalización de patrones estrechos de ejecución e interacción- termina por subordinarse a una especie de política de la prescindencia. Si el temor de antaño consistía en que la experimentación colectiva demostrara las limitaciones de la libertad y acabara encubriendo el germen de una nueva tiranía, en la autorrestricción de esta nueva ortodoxia se adivina un peligro más tangible. Para expresarlo en términos lógicos: su repugnancia ante cualquier juicio apodíctico le impide incluso la más leve licencia asertórica. Una falta de compromiso, una reticencia, que se refugia en la relatividad de los valores y constituye un reflejo especular de la irresolución y las vacilaciones contemporáneas.
El mismísimo Eddie Prevost (percusionista de AMM) ha acusado al reduccionismo de estar tan temeroso de expresar algo que eso, en sí mismo, constituye una forma de la tiranía. De ahí también la producción de efectos sónicos siempre similares entre sí que caracteriza a esta tendencia, la falta de diferenciación entre las fuentes materiales del sonido, esas interacciones que cortejan la amabilidad y el sobrentendido y, voluntaristamente, expulsan los conflictos y los desacuerdos del ámbito de la comunicación.
Radu Malfatti lo explica como un intento por resistir a la desolación cultural de un entorno urbano saturado de ruidos e hiperestimulación sensorial, un capitalismo avanzado que nos vuelve proclives al hedonismo y a la aceleración, una sociedad del espectáculo que mercantiliza el deseo y genera estímulos artificiales.
El diagnóstico es conocido, la cura, de lo más debatible. La renuncia a cualquier concepto de totalidad no redimirá al mundo ni servirá para penetrar en su intrincada complejidad. Dice mucho de nuestra incapacidad para comprenderlo, para ponernos a la altura de los acontecimientos, pero no aporta absolutamente nada a nuestra necesidad de intervenir en él.
La introducción de elementos compuestos en la música improvisada que practican muchos reduccionistas señala la retirada última de aquellas intuiciones que distinguían a las vertientes libres del pasado. El retorno a las jerarquías de la notación musical y la tendencia a separar la ejecución de sus condiciones últimas de producción -la idea de que los sonidos son sólo ondas que atraviesan el aire y la subestimación correlativa del contexto total de la performance- destierra la noción de la música como un proceso social y descarta esa dimensión política que alguna vez se consideró autoevidente.
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