Los setenta: la década inconclusa
Gregorio dejará Música Más en el ’72. Recién a partir de los ’90, ya radicado en el exterior, podrá ampliar esas experiencias iniciales a través de una música que traduzca en sonidos las intuiciones de los concretistas y madistas de la década del ’40. Por entonces, todo el trabajoso tinglado de relaciones institucionales que la cultura argentina había construido desde mediados de los ’50 se desmoronaba sin remedio. El CLAEM cerraba sus puertas a fines del ’71 por razones económicas. Su laboratorio pasaba a depender de la Municipalidad de Buenos Aires. En Córdoba el Centro de Música Experimental yacía en estado de coma desde el ’68. Los aportes privados caían al tiempo que industrias como Kaiser fundían. La familia Di Tella negociaba con los militares el cierre del famoso Instituto para salvar a sus empresas de la quiebra. El capital extranjero procuraba ventajas monopólicas bajo una situación que favorecía el traspaso de los recursos nacionales a las corporaciones privadas. Ante semejante panorama, los sectores obreros ensayaban una serie de insurrecciones que culminarían en el llamado Cordobazo de 1969 y sembrarían la semilla guerrillera de la década siguiente. También entre muchos artistas e intelectuales de clase media las opciones pasaban por la radicalización ideológica o la emigración.
Esta última produciría una verdadera sangría en esa generación de músicos que se había formado a la sombra de un incansable Juan Carlos Paz que falleció en 1972. Mario Davidovsky y Mauricio Kagel habían partido tiempo atrás. Ahora los seguían Horacio Vaggione, Pedro Echarte, Edgardo Cantón, Enrique Belloc, Carlos Roque Alsina, Alcides Lanza, Carlos Rausch, Hilda Dianda, Enrique Gerardi, Eduardo Kusnir y un largo etcétera. Algunos se iban por un tiempo y regresaban. Pero la mayoría prefería una carrera segura en el exterior antes que arriesgarse a las inclemencias de una Argentina que empezaba a desangrarse en una incipiente guerra civil. La misma dinámica de becas (Ford, Guggenheim, Rockefeller, etc.) que había favorecido la modernización cultural, promovería a su vez la huída de “cerebros” hacia lugares más promisorios.[1]
Bajo estas condiciones, la llama de la experimentación se trasladaba a la música popular. La extendida estadía de Steve Lacy hacia 1966 -con un cuarteto de ensueño que incluía a Enrico Rava en trompeta, Johnny Dyani en bajo y Louis Moholo en batería- lograba el milagro de gustar por igual a los vanguardistas del free y a los tradicionalistas del swing. Walter Thiers era el principal difusor de un free jazz que los argentinos denominaban “la nueva cosa”. Y excelentes improvisadores se daban cita en la Agrupación Nuevo Jazz, desde el mismísimo Gato Barbieri antes de viajar a Italia hasta Jorge Navarro, Baby López Furst, Jorge López Ruíz y el Mono Villegas. Por momentos, y sin la menor noticia de la existencia de esas corrientes foráneas, sus jams sonaban en la línea de la improvisación británica y de la escuela de Canterbury.
Las progresiones de un tango renovado por los bandoneones virtuosos de Astor Piazzolla y Eduardo Rovira, luego del rechazo inicial, se imponían en el inconsciente colectivo de finales de los ’60. Incluso el folklore desplegaba un lenguaje más audaz gracias a la capacidad orquestal de Waldo de los Ríos, al trabajo armónico de Eduardo Lagos (¡otro discípulo de Paz!) y al gusto sinfónico y camarístico de Manolo Juárez. También el naciente rock argentino brindaba algunas gemas tempranas que se extenderían hasta mediados de los setenta.
Estaba a la orden del día la confluencia entre diversas corrientes: el folklore no tenía empacho alguno en contagiarse del jazz, el tango, en recurrir a técnicas de la música contemporánea y el rock, en mimetizarse con ritmos folklóricos y tangueros.
Pero tamaña vocación creativa no sobreviviría a la década nueva. El 20 de junio de 1973 Perón regresaba al país. La masacre en el Aeropuerto de Ezeiza ese mismo día se cobraba la vida de trece personas y dejaba claro que las diferencias entre la extrema izquierda y la ultraderecha en el seno del movimiento eran irreconciliables. El general recuperaba el poder por medio de elecciones democráticas en octubre pero fallecía siete meses más tarde. Lo sucedía su viuda María Estela Martínez de Perón, más conocida como Isabelita. Sin embargo, el verdadero gobernante en las sombras sería su secretario personal y Ministro de Bienestar Social José López Rega, alias el Brujo. Bajo su gobierno financió a un grupo paramilitar denominado Alianza Anticomunista Argentina o Triple A que a través de atentados, secuestros, torturas y asesinatos de militantes de izquierda y presuntos “subversivos” anticipó un siniestro modus operandi -el terrorismo de estado- que el Poceso de Reorganización Nacional llevaría a niveles atroces de perfección. En efecto, en marzo de 1976 una junta militar se adueñó del poder y con la excusa de concluir la guerra sucia contra las organizaciones guerrilleras, limitó todas las libertades y reprimió cualquier forma de protesta social. Se iniciaba así la época más tenebrosa de un país que nunca nos había ahorrado calamidades. Aquí ya no hubo milagro posible. La tarea, ya no prioritaria sino casi excluyente, consistió en sobrevivir como se pudiese. Ninguna cualidad experimental podía florecer en tan claustrofóbica atmósfera.
Por eso, con la lenta recuperación democrática a partir de 1983, la música experimental todavía busca reestablecer los lazos con un pasado que fue cortado de cuajo. No nos corresponde juzgar, en el marco de este artículo, acerca de sus éxitos o de sus fracasos.
[1] Aún está por hacerse una historia de los aportes experimentales de tantos expatriados, que incluso en nuestros días no cesa de crecer. Cualquier esbozo de esa época debería considerar la exposición lograda por Kagel como miembro conspicuo de la segunda generación de Darmstadt, la participación de Alsina en el colectivo de improvisación New Phonic Art junto a Vinko Globokar, Michel Portal y Jean Pierre Drouet, las aventuras vanguardistas del Gato Barbieri de los ’60 a partir de sus colaboraciones con Don Cherry y la peculiar experiencia de Roberto Detreé como miembro del grupo alemán multiétnico Between y como colaborador en el primer disco de Embryo.
FIN
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