6- Liberar a los sonidos de su esclavitud en este conjunto de relaciones formales e institucionales sería la tarea de la música experimental y, en particular, de la estética de Cage. De allí su famoso dictum: “to let sounds be themselves” (Dejad que los sonidos sean ellos mismos).
En el modernismo musical de la primera mitad del siglo -y aquí no cambia nada el hecho de que se trate de una partitura con notación convencional (como en la tradición dodecafónica/ serial) o de la medición de frecuencias sonoras de la electrónica y la electroacústica- cada parámetro de la composición debía estar interrelacionado. Fue el propio Schönberg quien legó a buena parte de los compositores posteriores una concepción de la forma como equilibrio estructural entre las partes, cuyos orígenes podían rastrearse sin dificultad en cierto organicismo romántico: la idea de que una obra acabada se medía por su completud formal, la relación perfecta entre todos los elementos que la componían. Una totalidad cerrada en sí misma donde no faltase ni sobrase una sola nota, donde cada sonido se articulara con el anterior y con el siguiente en una conexión necesaria y donde nada interviniera que pudiera considerarse ajeno al material técnico requerido por la estructura misma de la composición. De este modo, la música, como la más abstracta de las artes, no hacía más que replicar el modo en que funcionaba la naturaleza. Así como en la semilla ya se encuentra en germen la planta, así también en la idea de un buen compositor se oculta ya la concepción completa de la obra. El resto es mero asunto de ejecución.
Huelga decir que semejante visión hacía del artista un genio, unos cuantos escalones por encima del común de los mortales. El modernismo vienés simplemente sustituía las veleidades metafísicas por el acento en las técnicas compositivas. La inspiración romántica cedía su lugar al manejo puntilloso del material sonoro. Pero el compositor seguía siendo tanto el factotum de la obra como la fuente última de su significado.[1]
7- Nuestra vida diaria no siempre se rige por las relaciones causales que invoca el método experimental. Las acciones cotidianas no pueden aislarse o manipularse a voluntad como si fueran variables científicas. Para comprobarlo, basta reparar en esta encantadora anécdota que cuenta Cage y que vale la pena citar en toda su extensión:
“La revisora de un autobús lleno de gente y a punto de salir de Manhattan hacia Stockport vio que había demasiados pasajeros de pie. Preguntó entonces: ‘¿cuál fue la última persona en subir al autobús?’ Nadie dijo nada. Afirmando que el autobús no partiría hasta que el pasajero extra lo abandonase, fue a avisar al conductor, que volvió a preguntar: ‘Vamos a ver, ¿quién fue el último que subió al autobús?’ De nuevo el silencio del público. De modo que se fueron los dos a buscar al director. Éste preguntó: ‘¿Quién fue la última persona que subió al autobús?’ Nadie habló. Entonces anunció que iba a traer a un policía. Mientras la revisora, el conductor y el director se fueron en busca de un policía, un hombre bajito llegó a la parada del autobús y preguntó: ‘¿es éste el autobús que va a Stockport?’ Al oír que lo era, se subió. A los pocos minutos los tres que se habían marchado volvieron acompañados por un policía. Éste preguntó: ‘¿cuál es el problema? ¿Quién ha sido el último en subir al autobús?’ El hombre bajito contestó: ‘He sido yo’. El policía le ordenó: ‘De acuerdo, bájese’. Todos los ocupantes del autobús se echaron a reír. La revisora, pensando que se reían de ella, se echó a llorar y dijo que se negaba a ir a Stockport. El inspector dispuso entonces que fuera sustituida por otra revisora. Ésta, al ver al hombre bajito de pie en la parada del autobús, dijo: ‘¿Qué está haciendo aquí?’ Él le contestó: ‘Estoy esperando para ir a Stockport’. Ella replicó: ‘Pues éste es el autobús que va a Stockport. ¿Va a subir o no?’”
Una serie de circunstancias encadenadas que guardaban entre sí perfecta consistencia lógica terminaron por producir la consecuencia exactamente contraria a la buscada. Esa clase de indeterminación, en la cual hacen su aparición variables que el científico o el compositor no controlan, guiará los desvelos de una música experimental que debe a Cage por igual sus fundamentos primarios, su primera fundamentación explícita y su definición más célebre.[2]
“...aquí la palabra “experimental” es apta siempre que se entienda, no como la descripción de un acto que luego será juzgado en términos de éxito o de fracaso, sino simplemente como un acto cuyo resultado es desconocido”.
Una partitura experimental no juzga entonces sus resultados en términos de éxito y de fracaso porque el compositor renuncia de antemano a controlarlos. “Un acto cuyo resultado es desconocido”, nos dice Cage. ¿Desconocido para quién? En primera instancia, para el propio compositor. Idea ésta que arranca la experimentación sonora no sólo del ámbito de la causalidad (a la que sin embargo no renuncia necesariamente) sino también del de la teleología. Porque aquí ya no se trata de los propósitos y de las intenciones sino del continuo fluir de los sonidos: “de los que están en el pentagrama y de los que no”, esos aparentes silencios que abren “las puertas de la música a los sonidos del ambiente”.[3]
Una música, entonces, que lejos de cristalizarse en una partitura que, amén de las interpretaciones, permanece idéntica a sí misma de una vez y para siempre, prefiere constituirse como un proceso susceptible de modificaciones futuras, similar a ese río heraclitiano en el que nadie se baña dos veces. Un organismo vivo -tan distinto de ese organicismo romántico del que deriva la tradición del racionalismo modernista- que renace siempre de manera diferente ante cada nueva ejecución. Y que postula en un mismo gesto la muerte del compositor y la liberación del oyente.[4] Pero no, como creía Enzensberger, para descargar al músico de responsabilidades. Porque a diferencia del compositor serial, que se rige por un sistema de reglas preestablecidas, el compositor experimental apunta a producir con sus sonidos una intervención en el mundo, un acto que requiere de la participación de los ejecutantes y de la audiencia para poder ser completado. Y que en ese sentido se diferencia del típico individualismo moderno, propio de los métodos axiomáticos cartesianos (y, por cierto, de una economía de mercado) y se aproxima a una tradición pragmatista en la que cualquier clase de interpretación es fruto de procesos de aprendizaje compartidos.
En el modernismo musical de la primera mitad del siglo -y aquí no cambia nada el hecho de que se trate de una partitura con notación convencional (como en la tradición dodecafónica/ serial) o de la medición de frecuencias sonoras de la electrónica y la electroacústica- cada parámetro de la composición debía estar interrelacionado. Fue el propio Schönberg quien legó a buena parte de los compositores posteriores una concepción de la forma como equilibrio estructural entre las partes, cuyos orígenes podían rastrearse sin dificultad en cierto organicismo romántico: la idea de que una obra acabada se medía por su completud formal, la relación perfecta entre todos los elementos que la componían. Una totalidad cerrada en sí misma donde no faltase ni sobrase una sola nota, donde cada sonido se articulara con el anterior y con el siguiente en una conexión necesaria y donde nada interviniera que pudiera considerarse ajeno al material técnico requerido por la estructura misma de la composición. De este modo, la música, como la más abstracta de las artes, no hacía más que replicar el modo en que funcionaba la naturaleza. Así como en la semilla ya se encuentra en germen la planta, así también en la idea de un buen compositor se oculta ya la concepción completa de la obra. El resto es mero asunto de ejecución.
Huelga decir que semejante visión hacía del artista un genio, unos cuantos escalones por encima del común de los mortales. El modernismo vienés simplemente sustituía las veleidades metafísicas por el acento en las técnicas compositivas. La inspiración romántica cedía su lugar al manejo puntilloso del material sonoro. Pero el compositor seguía siendo tanto el factotum de la obra como la fuente última de su significado.[1]
7- Nuestra vida diaria no siempre se rige por las relaciones causales que invoca el método experimental. Las acciones cotidianas no pueden aislarse o manipularse a voluntad como si fueran variables científicas. Para comprobarlo, basta reparar en esta encantadora anécdota que cuenta Cage y que vale la pena citar en toda su extensión:
“La revisora de un autobús lleno de gente y a punto de salir de Manhattan hacia Stockport vio que había demasiados pasajeros de pie. Preguntó entonces: ‘¿cuál fue la última persona en subir al autobús?’ Nadie dijo nada. Afirmando que el autobús no partiría hasta que el pasajero extra lo abandonase, fue a avisar al conductor, que volvió a preguntar: ‘Vamos a ver, ¿quién fue el último que subió al autobús?’ De nuevo el silencio del público. De modo que se fueron los dos a buscar al director. Éste preguntó: ‘¿Quién fue la última persona que subió al autobús?’ Nadie habló. Entonces anunció que iba a traer a un policía. Mientras la revisora, el conductor y el director se fueron en busca de un policía, un hombre bajito llegó a la parada del autobús y preguntó: ‘¿es éste el autobús que va a Stockport?’ Al oír que lo era, se subió. A los pocos minutos los tres que se habían marchado volvieron acompañados por un policía. Éste preguntó: ‘¿cuál es el problema? ¿Quién ha sido el último en subir al autobús?’ El hombre bajito contestó: ‘He sido yo’. El policía le ordenó: ‘De acuerdo, bájese’. Todos los ocupantes del autobús se echaron a reír. La revisora, pensando que se reían de ella, se echó a llorar y dijo que se negaba a ir a Stockport. El inspector dispuso entonces que fuera sustituida por otra revisora. Ésta, al ver al hombre bajito de pie en la parada del autobús, dijo: ‘¿Qué está haciendo aquí?’ Él le contestó: ‘Estoy esperando para ir a Stockport’. Ella replicó: ‘Pues éste es el autobús que va a Stockport. ¿Va a subir o no?’”
Una serie de circunstancias encadenadas que guardaban entre sí perfecta consistencia lógica terminaron por producir la consecuencia exactamente contraria a la buscada. Esa clase de indeterminación, en la cual hacen su aparición variables que el científico o el compositor no controlan, guiará los desvelos de una música experimental que debe a Cage por igual sus fundamentos primarios, su primera fundamentación explícita y su definición más célebre.[2]
“...aquí la palabra “experimental” es apta siempre que se entienda, no como la descripción de un acto que luego será juzgado en términos de éxito o de fracaso, sino simplemente como un acto cuyo resultado es desconocido”.
Una partitura experimental no juzga entonces sus resultados en términos de éxito y de fracaso porque el compositor renuncia de antemano a controlarlos. “Un acto cuyo resultado es desconocido”, nos dice Cage. ¿Desconocido para quién? En primera instancia, para el propio compositor. Idea ésta que arranca la experimentación sonora no sólo del ámbito de la causalidad (a la que sin embargo no renuncia necesariamente) sino también del de la teleología. Porque aquí ya no se trata de los propósitos y de las intenciones sino del continuo fluir de los sonidos: “de los que están en el pentagrama y de los que no”, esos aparentes silencios que abren “las puertas de la música a los sonidos del ambiente”.[3]
Una música, entonces, que lejos de cristalizarse en una partitura que, amén de las interpretaciones, permanece idéntica a sí misma de una vez y para siempre, prefiere constituirse como un proceso susceptible de modificaciones futuras, similar a ese río heraclitiano en el que nadie se baña dos veces. Un organismo vivo -tan distinto de ese organicismo romántico del que deriva la tradición del racionalismo modernista- que renace siempre de manera diferente ante cada nueva ejecución. Y que postula en un mismo gesto la muerte del compositor y la liberación del oyente.[4] Pero no, como creía Enzensberger, para descargar al músico de responsabilidades. Porque a diferencia del compositor serial, que se rige por un sistema de reglas preestablecidas, el compositor experimental apunta a producir con sus sonidos una intervención en el mundo, un acto que requiere de la participación de los ejecutantes y de la audiencia para poder ser completado. Y que en ese sentido se diferencia del típico individualismo moderno, propio de los métodos axiomáticos cartesianos (y, por cierto, de una economía de mercado) y se aproxima a una tradición pragmatista en la que cualquier clase de interpretación es fruto de procesos de aprendizaje compartidos.
[1] Una buena discusión de todo el asunto se encuentra en Judit Frigyesi: Béla Bártok and Turn-of-the-Century Budapest (University of California Press, Berkeley, 1998) En especial en su primer capítulo: “Organic Artwork or Communal Style?” Allí Frigyesi distingue dos modernismos paralelos a principios del siglo XX pero considerablemente disímiles: el de la segunda Escuela de Viena y el húngaro, cuya figura central es, como se sabe, Béla Bártok. Los presupuestos del primero, propios del modernismo vienés y que ella liga al organicismo romántico, impiden la recepción de las tradiciones folklóricas que caracterizarían al segundo. Un análisis clásico de las vertientes organicistas y románticas del siglo XIX, aunque volcado a la discusión literaria de la época, es el de M. H. Abrams: El espejo y la lámpara: teoría romántica y tradición crítica acerca del hecho literario. Buenos Aires, Nova, 1962.
[2] La anécdota del autobús pertenece a una conferencia denominada “Indeterminación” que consta exclusivamente de 57 anécdotas. Cf. John Cage. Silencio. Árdora, Madrid, 2005. p. 271. La definición que citamos a continuación se encuentra en “Música experimental: doctrina” en op. cit, p. 13. También Adorno, ubicado en las antípodas de la concepción cageana, asume la música experimental como aquella “que no se puede prever en el proceso mismo de producción”. Cf. Theodor Adorno. “Vers une musique informelle”, en Escritos Musicales I-III. Akal, Madrid, 2006.
[3] Cage, “Música experimental” en op. cit., pp. 7-8.
[4] Los razonamientos de Cage anticiparon en casi dos décadas la celebrada noción de Roland Barthes acerca de “la muerte del autor”, quien, en 1968, no parecía estar haciendo mucho más que aplicar esta idea, harto discutida en los ámbitos de la música contemporánea, a las esferas literaria y artística.
continuará
1 comment:
Muy bueno!
Post a Comment