En ningún otro lugar como en Francia el discurso de la crítica cortejó tanto los tonos cargados de la retórica militante negra. Free Jazz Black Power, de Philippe Carles y Jean-Louis Comolli, fue su manifiesto más extremo. Este texto incendiario de 1971 se inspiraba en el célebre Blues People (1963) de LeRoi Jones y reinterpretaba el nacionalismo cultural afroamericano del crítico y poeta de Newark en clave anticolonialista. Su argumento, tan fascinante como fechado, asumía que el racismo era un problema ideológico que ocultaba una explotación de tipo más general: la del capitalismo norteamericano y, en última instancia, la del imperialismo occidental.
“Nosotros creemos que esta contradicción entre valores blancos y valores negros, que se producen en las colonizaciones y las resistencias a esas colonizaciones del jazz, no es más que uno de los momentos de la contradicción principal entre colonizadores y colonizados, explotadores y explotados: el capitalismo y sus presas. La ideología racista, la desvalorización de una raza y de una cultura en beneficio de otra, son los efectos, el producto del expansionismo capitalista y tienen por función la de justificarlo” (pp. 39-40)
Y más adelante: “En el caso de América, el ‘problema negro’ es en última instancia el de la explotación de una categoría de la población por la clase en el poder y sus aliados (el racismo, recordémoslo, es un producto ideológico...)” (p. 84)
El título de la primera parte –“más que un problema negro: un problema blanco”- era programático. En esta versión el jazz se leía como terreno privilegiado de la lucha ideológica y el free jazz constituía el ámbito de resistencia a la apropiación cultural (en realidad, una expropiación) que la ideología dominante (blanca, capitalista y norteamericana) había hecho de las tradiciones musicales afroamericanas. De ahí que el free fuese el aliado natural de un Black Power que, al luchar contra la opresión generalizada de los negros americanos, se convertía en modelo anticipatorio de una guerra antiimperialista de alcance global.
“Correlativamente, después del fin de la guerra de Argelia, el proceso de descolonización de África se precipita... La resistencia del tercer mundo (Cuba, Vietnam, América Latina) al imperialismo americano concierne directamente a los negros americanos, poniendo fin a su sentimiento de aislamiento, resquebrajando la imagen ambigua de una América ‘liberal’ y pujante...” (p. 55)
Era esta una línea de interpretación paradójica. Por un lado coincidía con el extremismo racial de los Black Panthers, con una inflexión tercermundista. No había término medio porque “en una situación de tipo colonial, la instancia cultural está directamente determinada por la política: la cultura o es la de los colonizados o es la de los dominadores. Es decir que si ella no es revolucionaria, se encuentra automáticamente al servicio de la ideología dominante y del capitalismo.” (p. 400) Una posición maximalista que se oponía a cualquier tipo de complicidad con la dominación capitalista y muy en particular, a cualquier atisbo de autonomía para la esfera estética: la forma privilegiada en que, al menos de Kant en adelante, se habían entendido a sí mismas la cultura y la música occidentales.
Por otra parte, siendo el racismo un mero problema ideológico que ocultaba una explotación de clase más general, toda especificidad que pudiera detentar la opresión de los afroamericanos desaparecía en el marco extendido de la colonización europeo-occidental, de la cual el imperialismo yanqui no era más que su última metamorfosis.
La agitación de los dos críticos franceses combinaba, en una melange característica de la época, la adaptación del relato de LeRoi Jones a través de un vocabulario marxista althusseriano (“aparatos ideológicos del Estado”, “contradicciones principales”, “sobredeterminación”), con el discurso anticolonialista de teóricos como Albert Memmi y Franz Fanon (no por casualidad, originarios de colonias francesas), con la crítica situacionista a la recuperación de la cultura y con una lectura adorniana de los mecanismos de la industria cultural en contra del propio Adorno (puesto que a diferencia del filósofo frankfurtiano, el modo de combatir la integración forzada de los intereses comerciales consistía en la politización comprometida, no en la autonomía artística del modernismo).
En resumidas cuentas, se trataba de una intervención directa en el debate acerca de las condiciones francesas posteriores al trauma argelino y al levantamiento del ’68, episodios ambos que ilustraban bien las ansiedades lógicas de una sociedad en transición, cuya peculiaridad (compartida tal vez con Italia) consistía en la necesidad de resolver simultáneamente los dilemas de una sociedad posindustrial y de sus persistencias preindustriales, de un desarrollo económico y tecnocrático que chocaba con sus ancestrales tradiciones administrativas. Una Francia en acelerada transformación donde, al igual que en otras partes de Europa, un sector restringido de su población -estudiantes e intelectuales de clase media- parecía sentirse avergonzada de su propia prosperidad.
No comments:
Post a Comment