“Pescado Rabioso fue el
primer eructo después de que uno se toma un Uvasal tras haber comido y bebido a
mansalva. La primera huella de la lucha del anticuerpo contra la infección.
Como el primer síntoma de tratar de rebobinar un proceso autodestructivo,
frenarlo...”, le comentaba Luis Alberto Spinetta al periodista Miguel Grinberg
una noche tormentosa de comienzos de 1977. Se refería a esos tiempos azorados y
perplejos, de crisis y paranoias, posteriores a la disolución de Almendra: una
relación que no prospera (y que saldaría en “Blues de Cris”), el reviente en
compañía de la pesada del rock’n’roll (“si no tocás blues sos un paquete”), la
admiración por Pappo, a quien le regala su guitarra de 750 dólares que el Carpo
vende a los pocos días, el viaje curativo a Europa. Era la fragilidad de la
juventud, el fin de la infancia de una personalidad creativa que redundaría en
algunos discos sin parangón en la historia del rock argentino.
Desatormentándonos
(1972) constituyó un inicio
renovado, la primera luz al final de un largo túnel. “Era oponerse a esa mentalidad argentina que erige
ídolos para luego desmitificarlos. Yo esperaba que esa violencia reaccionase
por medio de la creatividad, porque si uno se expresa no puede estar
atormentado por las cosas. La creatividad sería una forma de suprimir el dolor
que da despegar...” Una de esas tantas paradojas bienhechoras del Flaco, donde detrás
de la energía pesada de los dos primeros discos de Pescado se adivinaba la
belleza vulnerable de canciones quebradizas que, si uno se atrevía a tocarlas,
se hacían añicos como el cristal. El Spinetta de este período está hecho
de dudas y vacilaciones puestas al servicio de una extraordinaria capacidad
expresiva que alcanzaría una doble cumbre al final de cada grupo: con Artaud
en 1973 y con El jardín de los presentes en 1976.
“Había que inventar un mundo para salir a la intemperie”, le decía a
Eduardo Berti a propósito de Pescado Rabioso. Precisamente eso hace Luis
Alberto entre el ’72 y el ’76. Y, otra contradicción luminosa, su manera tan
personal de llevarlo a cabo se convierte en la cifra de una experiencia
compartida por miles de jóvenes que pronto verían como las sombras de la noche
negra de la dictadura militar se cernirían sobre sus pelilargas cabezas. El
Flaco mamaba todos los estímulos: Hendrix y Zeppelin, el blues y la progresiva,
la bossa y el tango, las cartas de Rimbaud y las de Rodez, Vietnam y la Argentina
en el callejón de la primera mitad de los setenta. Con ellos construye un
universo único e irreprochable, pletórico de sutilezas y de sentidos
subrepticios.
En lo formal,
comienza con la reelaboración del power
trio: primero con Bocón Frascino y Black Amaya, después, con Machi y Pomo,
dos bases rítmicas de su antiguo ídolo napolitano. Aunque las dos bandas
terminarán como cuarteto: con David Lebón en Pescado, con Tommy Gubitsch en Invisible.
El debut de Pescado abunda en esquirlas de furia guitarrera que traslucen un
raro lirismo. Pero las guitarras flagelantes de tanto heavy desbocado se
vuelven aquí colgantes, suspendidas en una suerte de prefiguración de futuros
puentes amarillos. La inclusión de los teclados de Cutaia en “Serpiente (Viaja
por la sal)”, un tour de force de
riguroso ADN progresivo, anticipa la forma de las cosas por venir.
El estreno homónimo de Invisible (1974) es ya de otro planeta, uno que
sucesivas generaciones de capitanes Betos aún pugnan por alcanzar. En el
brevísimo lapso de un año, Spinetta abandona el blues, todo lo deforme que se
quiera, para incursionar en improvisados experimentos que no reconocen
antecedentes locales y rehúsan las influencias fáciles. Inclasificable por
donde se lo mire (o se lo escuche), articula un espacio rarefacto, con las
cintas al revés del inicio, plagado de digitaciones peculiares de guitarras, texturas
primorosas, ritmos controversiales, cortes abruptos, acordes levemente
disonantes y esa voz deliciosa, reinando soberana sobre imágenes que parecen
sacadas de viejos volúmenes de Edward Lear y Lewis Carroll pasados por la
picadora de carne del Lennon de “Strawberry Fields Forever”.
Por esos años su poética adquiere un apogeo temprano: en la lírica
crepuscular de “Cristálida”, empeñada en sacudirse el peso muerto de la
tradición para obtener la ansiada libertad; en las resonancias rimbaudianas de
“iniciado...” y “poseído del alba”; en la cualidad elegíaca de “Mi espíritu se
fue”, de “Cementerio Club”, de la
apocalíptica “Corto”; en los insondables abismos de Artaud, con esa
“Cantata de puentes amarillos” que configura un triple ajuste de cuentas: con
su propio pasado (“aunque me fuercen yo nunca voy a decir/ que todo tiempo por
pasado fue mejor”), con el del rock nacional ( “y en el mar naufragó/ una balsa
que nunca zarpó”) y con la sociedad de la época (“con esta sangre alrededor/ no
sé qué puedo yo mirar”), en esa mezcla esotérica de niveles de la cual sólo
puede darse el lujo aquel que está inventando un idioma nuevo. Retazos,
astillas de un mundo que implosiona en Pescado para reconstruirse en Invisible.
Pescado Rabioso 2 (1973) y, sobre todo, Artaud (un álbum solista bajo el nombre de la banda ya separada) configuran el reparo, el refugio que le permite al Flaco evitar el contagio que transmite la locura del dramaturgo francés y que atestigua esa sorda guerra civil en la que se desangra este país incorregible. “No creas que ya no hay más tinieblas/ tan sólo debes comprenderla/ es como la luz en primavera”, y todos nos sentimos un poco como Starosta, el idiota. “Ya nada puedo hacer por él”, confiesa hacia el final de la canción, “Él se quemará/ mirando al sol/ y es esta la historia/ del que espera/ para despertar/ ¡Vámonos de aquí!” Pero Luis no se resigna, nos induce a movernos, y el verde se impone al amarillo en la legendaria tapa irregular del tercer disco de PR, que en palabras del poeta que lo titula simboliza la resurrección frente a la descomposición y decadencia de aquel otro que corteja, por fortuna sin seducirlo del todo, su célebre “Cantata”. Porque “mañana es mejor”, y al final de Invisible, tras el interludio de Durazno sangrante (1975), con El jardín de los presentes Spinetta reencuentra esa ciudad de Buenos Aires que se le había perdido en el primer LP de Almendra. Que es la suya, pero también la nuestra, la del entrañable capitán Beto, la de las golondrinas de Plaza de Mayo, los bandoneones de Mossalini y Mederos, la fusión con el tango en pos de una música ciudadana que se atreve a decir su nombre.
Pero “los libros de la buena memoria”
ya no bastarían. Quizás uno de los momentos sublimes del altísimo canon
spinettiano, su irreprimible melancolía, la gracia indeleble de sus versos,
contrasta con el desasosiego que inaugura el terror inédito del régimen
militar, incluso en un país acostumbrado a los peores calvarios. Para cuando Invisible
presenta el disco hacia fin de año en un Luna Park totalmente colmado, la
violencia simbólica de Pescado, el experimentalismo a ultranza de Artaud e Invisible se declinan ya en
tiempo pasado. A partir de ahora sólo se trata de sobrevivir. La música
progresiva agonizará en su propia encrucijada, incapaz de erguirse frente a ese
otro monstruo grande que pisa fuerte. El Flaco todavía se las ingeniará para
ofrecernos aquí y allá fragmentos de sus iluminaciones. Pero eso será otra,
dolorosa, historia. Que su talento brillase como nunca en los años más oscuros
de la sociedad argentina constituye la última de sus paradojas, ésta un tanto amarga,
de la que siempre nos quedará el consuelo de ese puñado de álbumes inmortales.
4 comments:
Versión original, sin los desafortunados cortes del editor, que apareció en la Rolling Stone de marzo, en el número dedicado a Luis Alberto Spinetta.
Albumes inmortales...eso es lo que son las obras de los grandes de rock nacional...
Un saludito
Que lindo, la puta madre.
Hoy releyendo tus hermosas palabras todavía me caen lágrimas. No sé que decir, el título lo dice todo. ¡Qué gris este mundo sin el Flaco! Se extrañan demasiado tus clases, Norberto.
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