Por Clive James
Mis cuatro temporadas de Los Sopranos me llegaron en cuatro limpias cajas de DVDs. Si me limito a un par de episodios por noche, puedo acabar con toda la repugnante saga en menos de un mes, y así permitirme un intervalo razonable antes de empezar de nuevo. El desafío, sin embargo, como con The West Wing, es no excederse de la ración. Bajo el hechizo de una deriva narrativa tan rica, con tantas tramas, dirigida como por una mano invisible, nos sentimos bajo la constante tentación de mirar ya mismo un tercer episodio, o un cuarto, extendiendo esta experiencia supuestamente repelente hasta las profundidades de la noche. En la noche, después de todo, es donde está la acción, aun cuando el episodio esté filmado en pleno día. En la oscura noche del alma a menudo son las tres de la tarde en la sala de pool de la casa de un mafioso en New Jersey. La ley existe sólo para que la violen; el poder, para jactarse, y abusar de él; todos los escrúpulos, para burlarse de ellos. Es terrible. Me encanta.
Me gusta más, incluso, que la trilogía del Padrino, que se supone que es el logro cinematográfico mayor, la fuente originaria de la que las meras series televisivas extraen su inspiración, y la diluyen. Parece verosímil que Los Sopranos deban parte de su brío a Buenos muchachos, pero también parece seguro que Martin Scorsese, a su vez, inspiró su film hiperkinético en la urgencia de rebelarse contra el paso majestuoso del ancestro común. David Chase, el guionista-productor que hizo Los Sopranos del mismo modo que puede decirse que Aaron Sorkin hizo The West Wing, nunca estuvo personalmente involucrado en el proyecto de El Padrino. Su idea de una gran film es 8 1/2 de Fellini; de una película policial, Cul de Sac de Polanski: cosas europeas, culturalmente superiores. Sólo dos de sus actores fueron dirigidos por Francis Ford Coppola: Dominic Chianese (Uncle Junior) y Tony Sirico (Paulie Walnuts) tuvieron papeles menores en El Padrino II. Pero todo personaje masculino vinculado a los Sopranos vive en un marco de referencia empapado en las minucias de los Padrinos. Sean que estén sentados delante de la Carnicería Porcina (su idea de una tarde al aire libre) o relumbrando oscuramente en las profundidades del Bada-Bing, ese bar de strippers, saben mantener largos simposios en los cuales las escenas de la familia Corleone son revividas línea por línea, sonido ambiente incluido.
Este es el tipo de resurrección cultural que da palpitaciones y cólicos a los líderes de la comunidad italiana: italoamericanos que se definen a sí mismos como herederos de los gángsters.
Pero estos personajes son gángsters, ¿por qué no podrían definirse así, entonces? ¿De qué otro tipo de películas se podrían acordar a cada rato? ¿De Los puentes de Madison? Y la verdad es que todos los norteamericanos, de origen italiano o no, recuerdan de memoria los films de El Padrino; y muchos del resto de nosotros, también. La verdadera pregunta es si el retoño le debe todo a la trilogía del Padrino, o si, al revés, el retoño es mejor que el supuesto modelo. Sin lugar a dudas, se trata de lo segundo. No debemos dejar que las dimensiones del film nos engañen. En la pantalla chica pasan muchas más cosas, y mucho más verdaderas. Muchos de los muchos directores de los episodios seguramente querrían estar haciendo films para el cine, porque así ellos se harían un nombre: esta es una de las muchas maneras con las que la cultura de la celebridad y la fama distorsiona a la cultura a secas. Nunca van a trabajar mejor que bajo la guía de Chase. Chase odiaba trabajar para las cadenas de televisión, porque odiaba que lo censuraran. Pudo rebelarse al aceptar la oportunidad que sólo HBO ofrece, la de hacer otro tipo de televisión, un tipo que cuenta menos mentiras reconfortantes.
Mi candidato como predecesor épico de Los Sopranos sería Yo, Claudio. Mi única prueba para un préstamo directo es el nombre de la letal madre de Tony, Livia. Pero me asombraría que Chase no haya tenido en cuenta a Yo, Claudio. Si la semejanza es una casualidad, se debe a que, si uno pretende mostrar cómo la violencia irrestricta modela el destino de una familia extendida, uno necesariamente termina con algo así como el Imperio Romano después de que Tiberio consolidara el dudoso logro de Augusto de subordinar toda ley a la voluntad del líder. Mussolini pensaba que el fascismo significaba el renacimiento de la gloria de Roma, pero tenía el hábito debilitador de dejar respirando a sus enemigos potenciales. Los emperadores vivían en un baño de sangre, y así viven los Sopranos.
En el último episodio de la cuarta temporada, al confiable psicópata Ralph (Joe Pantoliano) lo mata personalmente Tony. Le hacen un signo al aún más psicopático Christopher para que venga a limpiar el desastre, y vemos una imagen en la que él sostiene la mano de Ralph. Por desgracia para la paz espiritual de los televidentes, esa mano ya no sigue pegada al resto del cuerpo de Ralph. Tony y Christopher sufren un shock: descubren que a lo largo de las cuatro temporadas de la serie Ralph estuvo usando una peluca. Ninguno de los dos sufre nada por el proceso de cortar en pedacitos a Ralph. Los televidentes diletantes que de casualidad se encuentran con algo así pueden impresionarse, pero se necesita mucha habilidad para tropezarse con escenas de esta índole. En la pantalla, las escenas de violencia real son escasas. Lo que siempre está presente es la amenaza de la violencia. Los que sacan más provecho de la Cosa Nostra intimidan a los de abajo desde arriba de la pirámide, y consiguen que el flujo de dinero siga estable, intimidando a todos los demás. Cuando los soldados de la mafia están en sus puestos y los civiles pagan puntualmente, la vida continúa pacíficamente de episodio en episodio. Pero, Dios no lo quiera, si un subordinado mafioso de golpe se vuelve ambicioso, o si a algún ciudadano inocente le cruza por la mente la idea de que una ley existe más allá de la que imponen los mafiosos, es el infierno. Un infierno breve, pero efectivo. Pocas veces hace falta, porque todos los miembros de la milicia mafiosa saben desde su juventud patear y golpear hasta que la víctima expire. El asesinato es como la bomba atómica. La mayor parte del tiempo, no hay que usarla. La excitación que produce la acción física en Los Sopranos depende precisamente de eso. En este sentido, la serie no ha sufrido de censuras morales o higiénicas; es en el mismo sentido que contrasta con los films del Padrino, siempre tan limpios.
Aun el más ferviente de los fans del Padrino tiene que admitir que en el tercer film de la trilogía la magia se perdió. Se filmó demasiado rápido, y se nota: el guión es fatal. La iluminación es la correcta, y respeta toda la sfumatura sepia que había sido revolucionaria desde la primera película de la serie. Las metidas de pata de la dirección son incidentales. Coppola debía estar filmando contra reloj cuando Michael, que sufre un shock insulínico al visitar el monasterio italiano, pide jugo de naranja y caramelo. Un factótum con una bandeja con jugo de naranja y caramelo aparece de inmediato, como si los monasterios italianos estuvieran super bien provistos por si aparecen capomafias norteamericanos con diabetes. Otras monotonías parecieron inevitables. El asesinato múltiple orquestado con música sacra había sido un invento glorioso en El Padrino I. Cuando se repitió en El Padrino II, esta epifanía depravada ya empezaba a tener gusto a plato fijo. En El Padrino III, vemos el mismo truco travestido, porque la música sacra ocurre en el teatro Máximo de Palermo, durante una representación de la ópera Cavalleria Rusticana, pero resulta transparente que nos están ofreciendo, sin dramatismo, el mismo truco. Muchas veces los directores de cine repiten lo que inventaron, pero el precio es alto, porque demuestran que valorizan su dirección mas que la acción.
Un director nunca puede permitirse vacilar acerca de hacia dónde va un guión. ¿Qué hace Michael, mostrándose sincero y diciendo que ya no quiere ser mafioso? Pero el veneno sentimental ya se había infiltrado mucho antes. Desde el comienzo de El Padrino, Vito Corleone era una figura de sabio bondadoso, que se ocupaba de salvar a los civiles italianos indefensos ante una Ley norteamericana indiferente por la suerte de los extranjeros. Era una noción reconfortante, pero tan falsa como los chichones que perturbaban la mandíbula perfecta de Marlon Brando: como ellos, la noción sólo era viable gracias a la introducción de adecuadas cantidades de algodón. La familia Corleone, se nos dice, gana su fortuna gracias al juego y la prostitución: dos bien aceptados vicios humanos. En un momento crítico para la trama, Vito excluye involucrarse en drogas y prostitución homosexual, “negocios sucios”, como si el resto de sus negocios fueran limpios. Apenas si se menciona un negocio central: el pago a la mafia por “protección”.
En un libro publicado hace poco, Cosa Nostra, John Dickie construye una imagen muy diferente de la mafia. Aunque esta obra es una contribución importante a la historiografía italiana moderna, es posible anticipar que se va a vender más allá de la academia, entre otras cosas porque lleva adentro una buena docena de películas (dos de ellas, Salvatore Giuliano y Le Mani sulla Città, ya fueron filmadas, pero habrá que hacerlas de nuevo). Pero lo que realmente importa son las novedades que aporta sobre el modus operandi de la mafia en Sicilia. En el entresiglos del XIX al XX, los campos de explotación agrícola sicilianos eran trabajados por campesinos cuya situación estaba sólo un peldaño más arriba que la esclavitud. Se les dejaba sólo un balde del grano que cosechaban: el resto, era retirado por los gaballoti, capataces que respondían a los dueños de la tierra, que residían en Palermo. Habría sido lindo que la mafia protegiera a los campesinos. Por desgracia, era común que la mafia estuviera hecha de gaballoti.
La extorsión y la protección fueron habitualmente los negocios clave de la Honorable Sociedad siciliana. En Estados Unidos, después de la guerra intermafias de 1930-31, la Cosa Nostra resultó, según Dickie, perfectamente italianizada. En Italia, familias de diferentes regiones habían tenido hasta entonces muy poca idea de la nacionalidad italiana: Estados Unidos se las dio. La familia Soprano, originaria de Nápoles, integra este contexto amplio. No importa cuánto creciera la Cosa Nostra, la extorsión de los indefensos estuvo siempre en su corazón, como un recuerdo imborrable de que incluso en los idílicos días sicilianos Robin Hood no les dio nada a los pobres más que tristeza. Los mafiosos modernos y norteamericanizados como Lucky Luciano pensaban en grande. Pero no hay por qué pensar que la mafia siempre operó en negocios grandes. Las familias se hicieron grandes sumando negocios pequeños, o sumando los de familias pequeñas, y los negocios siempre comenzaban con pactos de protección y préstamos extorsivos. Un capomafia se vuelve rico quedándose con la mejor parte del dinero robado o pagado a sus subordinados. El diagrama de flujo de las finanzas mafiosas es simple. En todos los niveles hay que pagar, y el capo recibe una parte de cada pago por la sola virtud de mantener funcionando el esquema piramidal. Tony Soprano guarda su dinero en el techo de su casa, o en una caja fuerte en el patio. Se podría hacer un film sobre mafiosos que tratan de dominar Microsoft. A todos nos gustaría ver cómo reacciona Bill Gates cuando encuentre en su cama la sanguinolenta cabeza de un caballo decapitado. Pero sería una fantasía. Los mafiosos son oportunistas, no genios de los negocios.
En Los Sopranos, estas realidades sórdidas son retratadas con sobrio realismo. Uno puede ser un amigo de la familia, y sin embargo perderlo todo. Artie, el dueño del restaurant, trata de jugar de acuerdo a las reglas, hasta que le pide dinero a Tony para invertirlo en lo que parece una franquicia óptima. La mujer de Artie, que trabaja duro, y que es más inteligente que él, está escandalizada con la idea. Tony Soprano se da cuenta de que todo va a fracasar, pero se limita a advertirle a Artie en contra de convertirse en un deudor: no le niega el dinero que le pide. La moraleja es que Artie, que con el tiempo se podría haber hecho rico, cometió su error más irreparable al tratar de volverse rico rápido. Cuando no puede pagar la deuda, el restaurant pasa a manos de Tony. La cara dolida de Artie es un emblema de toda la serie. Artie sigue siendo amigo de Tony, pero ahora no tiene que hacerle favores ocasionales: ahora debe vivir haciéndole favores. Esto es lo que Tony puede hacerle a un amigo. Lo que puede hacerle a un mero conocido, y no digamos a un extraño, ocurre suficientes veces por episodio como para recordarnos que su gran encanto personal añade un significado adicional a la palabra “irresistible”. Lejos de ayudar a las pequeñas gentes, a los pobres del mundo, Tony coloca a los desdichados bajo su poder. Lo consigue por el terror, o por la sugestión del terror.
¿Cómo se siente Tony con todo lo que hace? Lo suficientemente mal como para buscarse una analista, la tranquilizadoramente ronca doctora Melfi, interpretada por Lorraine Bracco. Teóricamente, ella está del lado de la ley, pero hay complicaciones. En Analízame, el psicólogo del mafioso Robert de Niro estaba interpretado por Billy Crystal, con resultados hilarantes. Tomando la misma situación, Chase transformó un gag en una extraña historia de amor pervertida. La transferencia se da en el análisis, y Tony desea sexualmente a su analista. A ella le da repugnancia. Pero después, en un parking subterráneo, a la analista la viola el Empleado del Mes de una pizzería cercana. La policía no la ayuda a ella en absoluto. Ella reconoce su sexualidad femenina al admitir la atracción que le produce el poder de Tony. Le cuenta a su comprensivo pero impotente ex marido lo que le pasaría al violador si ella le contara a Tony lo que pasó: su paciente “aplastaría al Empleado del Mes como a un insecto”.
Los sentimientos de la analista por Tony Soprano le darían horror a una feminista de estricta observancia, pero son muy plausibles, y por lo tanto perturbadores. Ella misma está lo suficientemente perturbada como para buscar análisis a su vez. Presa de esa atracción de la que por su trabajo debe mantenerse distanciada, la doctora Melfi cada vez está peor: una prueba de que entrar en la órbita de Tony tiene efectos amenazadores para toda vida humana. En cuanto a Tony, sus ataques de pánico disminuyen, pero le contó poco a la analista acerca de las verdades que más importan. Le contó lo que le hicieron a él –padre violento, madre intrigante- pero no le dijo nada acerca de lo que él le hace a los otros.
Hay una complejidad, única pero todopoderosa, en el carácter de Tony. Fuera de su casa, sus poderes son ilimitados. Dentro de ella, puede afectar la conducta de los demás sólo hasta un cierto punto, porque los demás saben que él no los va a matar. Por vivaz que sea, éste es un conflicto real, genuinamente sutil y complicado, siempre sorprendente. La mujer de Tony, Carmela, y sus hijos A.J. y Meadow están siempre haciéndole fintas a un hombre que los agarraría con un cuchillo largo si ellos no fueran su propiedad. Michael Corleone puede cerrar su puerta y dejar afuera a esposa e hijos. Tony se tiene que pelear con ellos porque le sirvieron un plato demasiado chico de lasaña. En comparación, el conflicto que vive Michael Corleone entre la maldad de sus negocios y su desarrollado sentido del bien y del mal es una mera excusa para que Al Pacino se lleve los dedos a sus ojos cansados mientras que el close-up nos da una oportunidad de especular acerca de las cosas improbables que le estuvieron pasando a los cabellos del actor.
En el equipo de Tony Soprano todos son individualidades, y seguirán sus vidas aunque Tony vaya a parar a la cárcel como Al Capone. Parece muy probable que le recordaron esto al agente de James Gandolfini, el actor que hace el papel de Tony, durante las discusiones sobre el salario de su representado. Los personajes secundarios, temporada tras temporada, adquieren mayor vida propia. Esta es una de las áreas en las que realmente se ve la ventaja de una serie de televisión sobre el mejor de los films-para-el-cine. A una película siempre le falta tiempo. Una serie puede guardarse muchos rincones sin explorar. El secuaz Paulie Walnuts no es simplemente un corte de pelo con unas pocas líneas amenazadoras para decir. Paulie padece inseguridades. Su humillación con ojos saltones cuando un mafioso de la gran ciudad no llega a reconocerlo documenta qué significa hacerse desde abajo en Newark, New Jersey. A todos los personajes se les da tiempo para que sean como nosotros, en los intervalos entre los momentos en los que recibimos la prueba aterradora de que no son como nosotros.
El mundo de los personajes secundarios está bien poblado en Los Sopranos, pero acaso Christopher sea el más notable. Christopher es un drogón homicida que se engaña con la idea de que puede llegar a ser un escritor. Todos los que nacimos con la misma ilusión debemos estar agradecidos de haber crecido en otro barrio. Recordamos que Goebbels era un novelista: el mal puede tener sensibilidad artística. Christopher sueña con la creación mientras destruye. El actor que interpreta el papel de Christopher es lo suficientemente inteligente como para haber escrito uno de los mejores episodios de la serie (Y Steve Buscemi dirigió otro: una teleserie tan vital como ésta atrae talentos tanto como los genera). Pero en la pantalla Christopher es tan irremediablemente impulsivo que hace falta todo un brazo lleno de heroína para serenarlo un poco. Uno se pregunta por qué Tony lo eligió como heredero, porque la elección hace que Tony parezca estúpido, y se supone que no es nada estúpido. Si la serie tiene una implausibilidad innecesaria, es ésta. Pero Christopher como futuro capo es mucho más creíble que Sonny en El Padrino. Aun Brando, que nunca vio el guión excepto cuando se lo escribían grande para que lo dijera en escena (una leyenda dice que una parte estaba escrita sobre la camisa de Robert Duvall), debe haberse sorprendido de tener que decir un texto como que “un mero proxeneta no podría engañar a Santino”. Nuestras madres podrían engañar a Santino: hasta ese punto, la película había estado dando pruebas de esto.
La madre de Tony Soprano nos lleva a las mujeres, y es uno de los aspectos más inquietantes de la serie. En El Padrino, incluso la hermana de los Corleone, Connie, es un personaje inescrutable, mientras que Los Sopranos no tiene un solo personaje inescrutable. Como la Livia de Sian Phillips en Yo, Claudio, la Livia de Nancy Marchand en Los Sopranos es el mal absoluto hecho absolutamente creíble. Nancy Marchand hizo de propietaria de fuste en Lou Grant y después se quedó pegada a roles patricios siempre que estuvo en películas: era la madre de Harrison Ford en la remake de Sabrina y se podría haber pasado una vida actoral de grandes damas si no le hubiera caído en las faldas el rol de la madre de Tony Soprano. Lo que hizo con ese papel será estudiado por las aspirantes a actrices durante mucho tiempo. En el geriátrico, Livia regresó a una segunda infancia, pero al mismo tiempo hizo todo lo posible, y era mucho, para hacer asesinar a su propio hijo. ¿Sólo fingía demencia senil? Su muerte abrió una brecha, pero fue cubierta por Janice, la hermana de Tony. Tan desagradable que dicen que hizo bajar el rating, Janice es encarnada por Aida Turturro, quien comparte con su hermano John la capacidad de congelarnos la sangre con unas pocas expresiones faciales. El background de Janice es impresionante. Todavía cobra una pensión de invalidez por un supuesto sindrome que se le pegó cuando trabajaba en la máquina de leche hirviente de una cafetería. Ahora hace desastres satisfaciendo las más extravagantes fantasías sexuales de los subordinados de Tony, pero su verdadera relación sexual es con Tony mismo. A ella le gustaría satisfacerla haciéndolo matar. Una sola hora conversando con ella sería capaz de matar a cualquiera. Imagínense quedar atrapados en un ascensor con Donatella Versace. Janice es peor que eso. Carmela, en cambio, resulta para Tony una esposa perfecta, hasta que empieza a desear un macho más sensible. Lo encuentra, o sueña que lo encuentra, en Furio, un socio de Tony. En lo que respecta a Janice -que se derrite por él-, Furio es un hombre de honor. Respeta a Tony, y resiste esta fácil tentación. Carmela, maravillosamente interpretada por Edie Falco, no soporta estar sin él. Furio se quema vivo en los fuegos de la pasión insatisfecha. Esta relación que no será parece creíble precisamente porque sabemos que la existencia de Carmela depende de su perversa falta de interés por imaginarse de dónde viene el dinero de Tony, y si nosotros le debiéramos algo, Furio sería la última persona en la tierra que querríamos que nos toque el timbre.
Como su hermano A. J., Meadow (Jamie-Lynn DiScala), hija de Tony, estuvo creciendo en la pantalla ante nuestros ojos, y cada vez se nos presenta más hermosa y brillante. Por una esperable reacción ante sus circunstancias hogareñas, quiere ser una abogada, y llevar justicia a los desposeídos. Podría resultar fatal para Tony al final, si no lo es antes mi mujer favorita en la serie, Adriana (Drea de Matteo). Adriana es el paradigma de la joven que se va convirtiendo en una especie de zombie porque cada vez adquiera mayor consciencia de que lo único que tiene en la vida es su propia belleza. Estar casada a Christopher no la ayuda. Es lo suficientemente lúcida como para darse cuenta de que él es un maníaco, pero, como tantas mujeres, no tanto como para advertir que su insaciable gusto por el lujo depende de él. Tan drogada como él y con mucho menos que hacer –ni siquiera tiene que matar a nadie-, Adriana es un blanco fácil para los Federales a la caza de mafiosos. De ella pueden llegar a conseguir las pruebas que hacen falta para encerrar a Tony. Si de golpe descubrimos que en realidad no queremos que lo encierren, es porque él es como nosotros. Michael Corleone también es nosotros, pero sólo cuando nos entregamos a sueños de grandeza. Tony Soprano nos lleva de vuelta a la selva primitiva; a los instintos, no a los sueños. Con él también nos tomamos vacaciones de la vida cotidiana, pero de una manera bien diferente. Si queremos saber cuán excitante puede ser la vida en un mundo sin ley, aquí la tenemos.
(Traducción: Sergio Di Nucci)
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