Saturday, March 26, 2005

Jean Dubuffet. La apología de la espontaneidad.

1- Cuando Jean Fautrier presentó sus Otages (Rehenes) en la galería de René Drouin en Octubre de 1945 el público debió ser muy consciente de los siniestros acontecimientos que habían inspirado esa serie de torsos y cabezas sin forma que se regodeaban en la materialidad más cruda. Sospechado por la Gestapo de colaborar con la resistencia francesa, Fautrier se ocultó durante un tiempo en el sanatorio de Chatenay- Malabry, en las afueras de París. Allí se dedicó a pulverizar el cuerpo en esas imágenes perturbadoras que caracterizan su obra y que anticiparon lo que posteriormente se conocería -en gran medida gracias a los oficios mediadores del crítico Michel Tapié y sus ideas sobre un art autre- como art informel. El público actual, en cambio, debe haber olvidado la fuente mórbida de semejante inspiración: los sonidos ominosos que llegaban desde un bosque cercano al sanatorio, donde las fuerzas de ocupación nazis torturaban y ejecutaban prisioneros.
Hay pues en el nacimiento del informel una percepción auditiva que reconstruye (pero no ve) los aberrantes sucesos de la época y los traduce en imágenes. El colapso de la cohesión estructural en este tipo de pinturas parece la negación deliberada de la utopía de la abstracción geométrica de preguerra (que tan bien ilustran los cuadros de Mondrian) Y aún así, por detrás de los lazos ineludibles con lo orgánico y con lo corporal, más allá de la crudeza de sus materiales y de sus técnicas -empastado grueso aplicado a hojas de papel absorbente dispuesto sobre la tela en Fautrier, incisiones con los dedos y con palillos en las pinturas del alemán Wols, grabado y cavado con gubia y otros instrumentos en Dubuffet-, se adivina por momentos (en Wols en particular) el desarrollo de un nuevo lenguaje abstracto, más gestual y, sin duda, más desencantado.

2- Se suele asociar a Jean Dubuffet con el informel. Sus Corps de Dames de 1950 -una serie de cuerpos de mujer distorsionados hasta el límite de la tela, la brutal yuxtaposición en esas deformidades entre lo general y lo particular, entre lo metafísico y lo trivial- guardan una relación de semejanza superficial con los Otages de Fautrier. Su voluntad es más ostensiblemente antiestética, un intento por subvertir ese desnudo femenino deudor de una tradición de belleza que se remonta a los griegos y persiste en las revistas de moda contemporáneas. Esos supuestos trazos instintivos pretenden priorizar la intuición frente al intelecto, apuntan a una espontaneidad desacralizadora de la idea del artista y de lo bello. No obstante, están obsesionados por el estado del arte modernista de su época.
Un famoso artículo suyo de 1949 -“L’Art brut préféré aux arts culturels”- sanciona su desconfianza ante la institución artística, su desagrado por lo académico y la admisión incipiente de las connotaciones represivas del “gusto estético”. Pero ese saludable rechazo a la normativa lleva a Dubuffet a la apología de cierto arte instintivo que amplía el acceso a la esfera estética a costa de disminuir su racionalidad. Es el arte de los irregulares: los niños, los “deficientes mentales”, los expulsados de la sociedad. Un arte crudo al alcance de cualquiera, un do it yourself de la inmediata posguerra que se repetirá como leit-motiv en todas las manifestaciones culturales radicalizadas de la segunda mitad del siglo (baste citar aquí la improvisación en tiempo real a fines de los ’60, los experimentos comunales del rock europeo a comienzos de los ’70 y, por supuesto, el punk británico). En todos los casos los enemigos tienden a ser el orden y la estructura. Un orden que, por una rara simbiosis, se relaciona con la racionalidad y a ésta, con la autoridad y el autoritarismo. Un rechazo desesperado de lo social que se expresa en términos de cierto nihilismo de la inmediatez.
Dubuffet es demasiado consciente del state of art de su propio tiempo como para que su teoría suene convincente. Pero está lo suficientemente asqueado de la Academia como para que su obra resulte fascinante. Podrá admirar a Heinrich Anton, a Adolf Wölfli y a tantos otros que aparecen en las compilaciones de art brut. O a los chimpancés Congo de Londres y Betsy de Baltimore exhibiendo sus dibujos en el Institute of Contemporary Arts (ICA) en 1957-58. Pero nunca se parecerá a ellos. Demasiado cultivado, consustanciado con el pensamiento lógico de rigor, con los medios y los materiales de su quehacer artístico -un hombre culto obsesionado con la anticultura, lo definió alguna vez el crítico Edward Lucie-Smith- no logra escapar del racionalismo dominante. En su búsqueda desesperada por abrazar la espontaneidad, Dubuffet se topa con una lógica alternativa. El lo explica mejor que nadie: “Hacer que el bosquejo de los objetos representados dependa fuertemente de un sistema de necesidades que a su vez parezca extraño, sea por el carácter inapropiado de los materiales, sea por la inapropiada manipulación de las herramientas, o por algún concepto obsesivo y excéntrico, como si una lógica extraña dirigiera la pintura y el objeto se sacrificara a ese modo perentorio.”
Nada puede colocarse aquí en el casillero de la inmediatez, todo depende de la reflexión. Aprendemos a valorar a Dubuffet porque sus dibujos, sus pinturas y sus esculturas constituyen un nuevo lenguaje, no porque nieguen alguna mediación discursiva. Los materiales y las técnicas solo pueden parecer inapropiados si se miden con el rasero del arte académico pero son perfectamente legítimos y adecuados a las necesidades expresivas de su obra. Y como tales, deliberadamente pensados, cuidadosamente elegidos. La libertad radica en nuestra capacidad de decidir entre un cúmulo más o menos ilimitado de posibilidades, no en el renunciamiento o en la obediencia a una autoridad externa.
Habrá que esperar la década del ’70, a Marcel Broodthaers y a Hans Haacke, a Daniel Buren y a los conceptualistas del grupo Art & Language, para que se entienda que el problema de la institución no es equivalente al de la razón, para que el comentario irónico y una adecuada comprensión del funcionamiento del poder reemplacen al gesto instintivo y al nihilismo a ultranza. Mientras tanto, la tensión entre el caos indiferenciado de nuestra cotidianeidad y la apelación a un cosmos desestructurado, libre de toda intervención humana, se trasladará a los experimentos musicales del propio Dubuffet. De eso hablaremos en el futuro inmediato.

Norberto Cambiasso

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