Friday, March 11, 2005

Salven a Tonic

1- No, no me fui. En realidad, volví. Estos últimos cuarenta días estuve tan ocupado en asegurarme la subsistencia (sin mayor éxito) que nunca pude sentarme un par de horas a escribir algo para el blog que tuviera un mínimo de decencia. No volvemos al país con la frente marchita, más bien nos vamos del país porque éste se empeña en marchitarnos. Y aún así, contra el buen sentido, muchos regresamos.
Pero no escribo este post para hacerlos partícipes de mis tribulaciones y de mis perplejidades, sino para contarles que en todas partes se cuecen habas, para obtener una perspectiva más equitativa, menos permeable a mis urgencias porteñas de estos días.
Tonic (http://www.tonicnyc.com) es, sin discusión, el mejor lugar de Nueva York para ver y escuchar músicas experimentales de la más variada procedencia. Un sitio minúsculo en el Lower East End, a metros del puente de Williamsburg que conecta Manhattan con ese barrio de Brooklyn que ahora está tan de moda. Una pequeña barra donde se expenden bebidas alcohólicas, un sucucho al que se sube por una escalerita, donde se aloja la sonidista, un escenario diminuto y un espacio rectangular que albergará poco más de un centenar de personas.
Semejante incomodidad está harto compensada por la calidad de los shows y por la onda que respira el lugar. La entrada es barata -para los estándares neoyorquinos, se entiende-, en general entre 8 y 15 dólares. Los precios de las bebidas son razonables. No existe la consumición obligatoria tan irritante de los clubes de jazz con pretensiones avant-garde. Con frecuencia organizan recitales con tres bandas, sus famosas triple bill, y pareciera que toda la comunidad experimental, no sólo la neoyorquina, se da cita allí.
En Tonic pasé las mejores noches de mi aventura yanqui. Fui testigo de improvisaciones casuales que reunían músicos de aptitudes extraordinarias. Presencié los mejores recitales de mi vida. Descubrí los instrumentos más exóticos, los sonidos más inconcebibles, las ideas más delirantes. Pero no se trata sólo de la jerarquía de los nombres que honran su escenario, sino de un asombroso sentimiento de bienestar que contagia a todos, músicos y público por igual. Thurston Moore se sentaba en la tarima después de una jam electrizante y se ponía a charlar con la gente. Arto Lindsay paseaba despreocupado por el pasillo, sin que nadie se le tirara encima. Las bandas vendían sus discos, exhibidos en una modesta mesita, antes y después de cada concierto. Vi a Jim O´Rourke sentado ante la barra, a mi lado, escuchando con atención los tapices sónicos que tejía la guitarra de Richard Pinhas en un concierto donde no había ni veinte personas. Semanas después estaba sobre el escenario, empeñado en un largo drone de piano, inaugurando una de esas triple bill en la que también tocaban la No Neck Blues Band y Trad Gras och Stenar. Precisamente de otro concierto de los suecos salió extasiado, gritando ¡¡TRAD GRAD STENAR!!, modulando esas aes que suenan como oes, Sean Lennon, el hijo de John y Yoko. Coincidí con uno de la No Neck acerca de la excelencia del Artaud de Pescado Rabioso en la puerta del baño. Vi a Keiji Haino sentado en el piso con absoluta humildad, después de habernos regalado uno de los shows más trascendentes que recuerde. Lo volví a ver al día siguiente, compartiendo su extraña inspiración con el bajista de Fushitsusha, y me cambió uno de sus discos por otro de Reynols. Vi a Tony Conrad sacudiendo su violín y hablando pestes de Bush, al de la Ubu Web recitando un largo poema, a Robert Ashley que me hizo reír con ganas, a John Zorn protestando por el cigarrillo cuando todavía se podía fumar y a Pamelia Kurstin detrás de su theremin, fumando a escondidas cuando ya no se podía. Y en la puerta, esa improvisada sala de fumadores que debemos a la ley anti-tabaco, la propia Pamelia se enfrascaba conmigo en un diálogo delirante del que no lograba entender ni la mitad, trataba de arreglar un reportaje con Devendra Banhart mientras me comentaba sobre lo bueno de su experiencia en Venezuela, o era interpelado por una neoyorkina que descubría mi acento, me preguntaba sobre Spinetta, a quien un ex-novio argentino le había enseñado a amar, y me presentaba a su nuevo novio ruso, que tenía puesta una remera con la imagen de Plastic People of the Universe.
Cada noche era igual, una galería de tipos estrafalarios, unidos por el amor a y el fanatismo por la música. No recuerdo ya a cuántos vi, arriba y abajo del escenario: Supersilent, Michael Gira y los Angels of Light, Genesis P. Orridge, Bardo Pond, Khanate, Tarantula, CocoRosie, Ikue Mori, Sylvie Courvisier, Wadada Leo Smith, Chris Corsano, Paul Rubinstein, Derek Bailey, Glenn Branca, Barbez, decenas y decenas. Y siempre la misma onda, como si estando todos allí dentro, las calamidades de este mundo no pudieran hacernos daño. Un lugar donde cada uno se despojaba de sus prejuicios, donde los roles sociales y el status no eran vinculantes, donde desaparecía el divismo de los músicos y la admiración del fan, donde todos se trataban como iguales e intercambiaban experiencias, donde la ansiedad por compartir se imponía largamente a la voluntad por destacar. En definitiva, una auténtica comunidad.

2- Ahora esa comunidad se encuentra amenazada. Hace un par de días recibí un mail donde explicaban que estaban al borde del desalojo. Los costos del alquiler se duplicaron desde su inauguración en 1998, los gastos de seguro se triplicaron, colapsaron las cloacas y ya no pueden lidiar con el incremento que supone mantener un edificio en mal estado. Para colmo de males les robaron. Y entonces ellos, que tantas veces organizaron campañas para recaudar fondos y ayudar a emprendimientos políticos y artísticos experimentales y alternativos, decidieron apelar a la buena voluntad de los músicos y de la audiencia. Necesitan recaudar más de 100.000 dólares para evitar el desalojo. Y por fortuna, la gente respondió. Se organizaron recitales a beneficio. Desde Medeski Martin and Wood hasta la Gold Sparkle Band, desde Michael Gira a Barbez, los benefit se suceden noche tras noche. Un montón de personas hizo donaciones y cientos de norteamericanos y extranjeros dejaron testimonio de lo que significa Tonic para ellos. Después de todo, nadie desea que desaparezca aquello que enriquece sus vidas.
Seguramente se salven, al menos por el momento. Hace un par de días la cifra recaudada estaba en 25.000 dólares y hoy ya alcanza los 70.000
Tonic conserva esa extraña habilidad para sacar lo mejor de sí de cada persona. Y lo que es aún más llamativo, ningún individuo es responsable por sí solo de semejante resultado. Es en el colectivo, más o menos anónimo, con relaciones sociales siempre diferentes cada noche, donde radica esa fortaleza. Una lección que yace olvidada en las entrañas de esta era obtusa y egoísta. Habrá quien diga que es Nueva York y que ahí todo el mundo tiene dinero. Que por lo tanto no cuesta gran cosa hacer un aporte. No es verdad. Habrá quien piense que es una cuestión del primer mundo, lejana, que nada tiene que ver con nuestra realidad de escasez y supervivencia. Tampoco es verdad. Lo que ocurre en Tonic se relaciona con su entorno neoyorquino, uno de rentas por el cielo y especulación inmobiliaria desbocada del que hablamos hace unos meses en la nota de punk funk. Pero alude también a cuestiones como la autonomía, las relaciones en el seno de grupos que comparten intereses definidos, la necesidad de estar a la altura de aquello en lo que creemos, de nuestros gustos y predilecciones. Y enseña mucho acerca de cómo el secreto de la buena vida se juega en la comunicación con los otros, en la posibilidad de priorizar en todas las ocasiones la solidaridad a la competencia. Valdrá la pena discutir estos puntos, pero para no extendernos, la seguimos en el próximo post.

Norberto Cambiasso

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