1- Conozco a Las Orejas y la Lengua desde hace años. En rigor de verdad, siempre han estado conmigo. Si he de ser específico, diría que las mías han sido desafiadas en más de una ocasión por el sonido que emanaba de estas otras (orejas) que hoy nos convocan. Y por esas cosas de la cercanía y de la perplejidad, mi lengua permaneció silenciosa, salvo alguna intervención privada, a la hora de referirme a un grupo cuyos orígenes se remontan a un borroso 1992 plagado de recuerdos y anécdotas personales.
Cuentas claras conservan la amistad, dicen. Pero ya es tiempo de vencer una reluctancia disfrazada de prescindencia e intentar el balance de una de las experiencias musicales más longevas y austeras de la escena porteña. Porque como enseñan en “Las mil y una formas de acabar con la tragedia de Occidente”, bien puede ocurrir que “mañana despierte usted y descubra que todo lo que había planeado por la noche con método y razón era sólo una absurda fantasía”.
Despojémonos entonces de los convencionalismos. Más aún para hablar de una banda que los combate con tanto ahínco. Abandonemos esa engañosa neutralidad de tanta crítica, que fluctúa entre la carencia de ideas y el temor a irritar a sus anunciantes, y digámoslo de una vez: Las Orejas y la Lengua es el mejor grupo que ha dado el rock nacional en los ’90. Que nunca hayan obtenido el reconocimiento que merecen podrá decir mucho de nuestra peculiar idiosincrasia pero no anula ni un ápice de lo que su universo sonoro propone.
2- Un universo compuesto sobre la base de pequeñas células rítmico-melódicas que se repiten sin solución de continuidad, hecho de cortes abruptos y de transformaciones impredecibles, de transiciones sutiles y de abstracciones intempestivas. Contradictorio en sus partes, recompensante en su totalidad. Basta reparar en un tema como “Hermanas Colgantes”, de su segundo y hasta el momento último disco, intencionalmente titulado Error. Allí, de una sucesión de delicados fragmentos instrumentales parece surgir, como por arte de magia, la sombra de una melodía y la evolución de una canción. Un modus operandi que invierten por completo en “Telelito”, cuando puntúan la belleza de los motivos melódicos del original de Rodolfo Alchourrón con bruscos arranques improvisatorios que suelen extender en sus presentaciones en vivo.
Un universo, al cabo, que muchos gustarían definir como patafísico. De obsesiva atención al detalle, respetando siempre los derechos del particular: las progresiones de acordes en la guitarra de un Gastón Leirás que ya no está, esa manera intrigante de tocar la batería de Fernando de la Vega, con el golpe continuo del bombo que nunca se escucha pero se siente por doquier, la rítmica fracturada en el bajo de Nicolás Diab cuando no está empeñado en hacerlo sonar como una lead guitar, la economía irónica de los teclados de Diego Kazmierski, capaz de llenar todos los espacios mientras apenas parece tocarlos. Y la nueva fórmula melódica en la flauta de Diego Suárez y en el violinista, contraponiendo tonalidades más amables y aireadas a cierta predilección de la base rítmica por los ambientes ominosos.
3- Y de repente, el secreto de la alquimia sonora de Las Orejas amenaza con revelarse. Porque esos cuidadosos fragmentos musicales que el grupo procura con un amor casi artesanal están plagados de reminiscencias: el golpe del bajo que traiciona un lejano origen jazzero, la súbita aceleración de ciertos artefactos progresivos, los aires circenses, el arcaísmo conmovedor, casi pastoral, en algunos momentos de la flauta, las coloraciones urbanas de su primer CD, las inevitables connotaciones clásicas del violín, la violencia de ciertas partes que no desentonarían en el downtown neoyorquino, unas pocas referencias a la música concreta... No hay certeza alguna si uno se empeña en jugar el juego de las influencias. Conviene darse por vencido de antemano. O asumir lo que falta, esa instancia externa que terminará por ordenar el flujo caótico de instantáneas musicales que la banda nos proporciona: la propia memoria auditiva del oyente.
Hay algo perturbadoramente democrático en el sonido de Las Orejas. Aunque yace oculto detrás de una suerte de benigna imposición. LOYLL nos obliga a escuchar. Y gracias a ello, nos arranca de la pasividad con que tanta música enlatada tiende a aprisionar nuestros oídos. Dirán ustedes que eso es característico de toda buena música que no aspire a sumirse en la intrascendencia. Pero en el caso de Las Orejas ayuda la flexibilidad, el hecho de atreverse a probar cosas nuevas sin preocuparse demasiado por las consecuencias. Una encantadora inconsciencia que los pone a buen resguardo de las modas y tendencias de la escena contemporánea. No aspiran a ser raros o excéntricos. Mucho menos, a las declaraciones altisonantes o a las veleidades de pseudoestrellitas con que nos castigan los rockeros argentinos. Ni siquiera apuntan a esa libertad mal comprendida de tantos exponentes de la improvisación.
No. Hay un equilibrio beneficioso en el mundo de Las Orejas, sin virtuosismos innecesarios ni egos desbordados. Un mundo conformado con una buena dosis de paciencia y otra aún mayor de sentido del humor. Un rasgo, este último, que atraviesa su obra escasa de principio a fin. Y que con frecuencia logran traducir en sonidos para arrancarnos una sonrisa. Los ingleses lo definen con adjetivos como quirky y zany y unas pocas bandas francesas (ZNR, L’Ensemble Rayé, Etron Fou) inspiradas en Satie lo han perfeccionado. LOYLL no se parece a ellas en lo musical pero sí en espíritu. Una mezcla entre la gracia y la sutileza, a años luz del chiste fácil, que funciona a través de diminutos gestos musicales que no podemos menos que agradecer.
4- ¿Qué son Las Orejas entonces? Un organismo en evolución constante. Los he visto muchas veces a lo largo de estos catorce años. En recitales y en ensayos privados, como quinteto, cuarteto, terceto y hasta en una presentación memorable como dúo, cuando salieron del paso con dignidad y oficio pese a quedar reducidos a la base rítmica porque las partes pregrabadas de teclados no funcionaban. He hablado con gran parte de su público, heterogéneo hasta el absurdo en sus gustos musicales pero extrañamente fiel en las ocasionales convocatorias del grupo en vivo. No sé cuál es la cuerda exacta que logran tocar en la audiencia, pero en sus conciertos se respira una quieta algarabía, sin manifestaciones excesivas, con una especie de sentimiento quedo de satisfacción que parece contenernos a todos.
Tampoco el placer que se desprende de su música es sencillo de explicar. Pero quien sepa escuchar obtendrá su recompensa. La familiaridad con algunos fragmentos no compensará la ineludible extrañeza de sus decisiones. El incansable reptar de una cosa a otra, la urgencia que trasuntan esos pasajes auditivos que se adhieren a nuestra memoria para que ella se encargue de dotarlos del contexto definitivo.
Las Orejas nos escamotea su lógica y exige al oyente para que sea él quien complete la pieza final del rompecabezas. Será por eso que al escucharlos una y otra vez uno descubre con agrado que el mundo no era tan predecible como parecía.
Norberto Cambiasso
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