Saturday, June 23, 2007

Experimentación sonora en Argentina bajo estado de sitio (1930-1976) (IV)


El optimismo infundado de una época

Un nuevo golpe de estado, autoproclamado “la Revolución Libertadora”, terminó en el ’55 con diez años de hegemonía peronista. Como en tantas otras ocasiones a través de nuestra historia, fue recibido con alivio por sectores considerables de la población y apoyado por ciertos partidos políticos que alguna vez se habían tenido por populares. Pero los dos períodos de gobierno justicialista, para bien o para mal, habían modificado de manera irreversible las relaciones entre las diversas fuerzas sociales. Ahora la clase obrera se había constituido en un factor con el que se hacía imperioso lidiar. Y dado su apoyo incondicional al presidente destituido, se convirtió rápidamente en el blanco privilegiado de la represión policial. Esta dificultad para reconocer a las masas -que seguirían siendo empecinadamente peronistas con el correr de las décadas- desmentía la retórica democrática de un régimen poco acostumbrado a ella y sumía a la corporación militar en pugnas internas de proporciones. Los fusilamientos de junio del ’56, drástica respuesta del ejército a un levantamiento justicialista, daban la pauta de una escalada inédita de esa condición de sorda guerra civil en la que se debatía el país desde la década del ’30.
Pero de a poco se iría instalando un discurso modernizador que apostaba a la rápida industrialización como expediente de la ansiada reinserción argentina en el mundo. Un desarrollismo que, a partir de 1958, tendría en la administración del doctor Frondizi a un defensor un tanto equívoco. Más allá de las dualidades y dobleces del nuevo gobierno democrático, las artes se vieron saturadas de renovado optimismo y, por una vez, la música no fue la excepción.
Ese mismo año Tirso de Olazábal inauguraba la posibilidad de escuchar en vivo, con adecuada amplificación, la música concreta y electrónica de algunos compositores europeos contemporáneos. Las experimentaciones con registros sonoros sobre discos de acetato las había anticipado Mauricio Kagel hacia 1954, cuando se le solicitó que musicalizara una exhibición industrial en la ciudad de Mendoza. El resultado fue Música para la torre, una obra concreta en la línea de las búsquedas francesas de Shaeffer y cía. Ya a finales de los ´50 combinaba su interés por el teatro instrumental con grabaciones para cinta. Por entonces había intentado infructuosamente montar un estudio de música electrónica. Con su ida a Alemania en 1957, el país perdería a un compositor de excepción, que cuanto mayor reconocimiento obtenía en la escena internacional, tanto más olvidado era en la nuestra. El destino de Kagel -aquí tardíamente reivindicado el pasado año, en ocasión de su septuagésimoquinto cumpleaños- constituyó un ejemplo temprano de la imposibilidad de asegurar políticas culturales sostenidas que impidieran la emigración de aquellos capaces de afianzar una herencia autóctona de experimentación radical. En ese sentido, la euforia de los años ’60 se demostraría, con el paso del tiempo, como otro de esos espejismos infundados que aquejaban a una idiosincrasia nacional excesivamente dada a la autoestima.

La institucionalización de la música electroacústica

El sueño de Kagel lo cumpliría Francisco Kröpfl con la fundación del Estudio de Fonología Musical a fines de 1958. Las circunstancias un tanto fortuitas de su creación ilustran bien acerca de cómo se hacían las cosas en nuestra capital por aquel entonces. La sede de la revista Nueva Visión solía reunir en tertulias informales a artistas de diferentes disciplinas. Allí escribía Kagel sobre cine y fotografía. Allí estaba, como siempre, el inefable Paz tratando de convencer a su auditorio de las bondades del puntillismo de Anton Webern. La gente de Poesía Buenos Aires -una legendaria publicación de vanguardia que se inició en la primavera del ’50 para concluir con rigurosa puntualidad, diez años después, en la primavera del ’60- también las frecuentaba. El más joven de sus miembros, Rodolfo Alonso, se convertía en el ’57 en director del Departamento de Actividades Culturales de la Universidad de Buenos Aires. Desde esta recuperada base institucional encargaba a Kröpfl y al ingeniero Fausto Maranca el estudio, que funcionaría en la Facultad de Arquitectura gracias a que existía en dicha sede un laboratorio para mediciones acústicas en desuso, readaptado para su utilización electrónica.
La visita de Pierre Boulez en 1954, a los 29 años y con las partituras aún sin terminar del Martillo sin amo bajo el brazo, simboliza el camino que tomaría de aquí en más la entusiasta vanguardia local. A Kagel lo convence, luego de examinar algunas de sus partituras, de que se presente a una beca en Colonia. A Kröpfl le obsequia el esquema serial de su opus magnun. A la mayoría le contagia la reverencia por el rigor formal y la fascinación por unas innovaciones tecnológicas que, según su conocida prédica, serán capaces de orientar a la música por el sendero luminoso de una nueva ciencia exacta.
No obstante, semejante obsesión por el control y la organización racional de las diversas dimensiones del sonido, esa idea tan típica del serialismo integral acerca de que el valor de la nueva música radica en sus principios de estructuración y en su forma orgánica, conducirá a buena parte de la experimentación contemporánea por el camino de un academicismo cerril e improductivo del que aún hoy no logra desprenderse.

continuará

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