Wednesday, September 26, 2007

Minimalismo: Del estatuto ontológico del objeto a las condiciones epistemológicas de la experiencia (I)


1- Poco se ha escrito, hasta donde sé, acerca de las conexiones entre música y artes plásticas en la corriente común del minimalismo que amenazó con adueñarse de la década hacia mediados de los años ’60.[1] Nadie duda de la existencia de semejante lazo pero las relaciones entre ambas distan de ser unívocas. Aunque más no sea porque discurren en un medio específico distinto. El arte tiende a hacer de la espacialidad su ámbito más peculiar, ya se trate del plano estricto de la superficie pictórica o del espacio tridimensional del museo y la galería. La música, en cambio, discurre a través de un modo temporal y se la ha percibido tradicionalmente como la sucesión de los sonidos en el tiempo.
Algunos supieron anticipar la tendencia minimalista a producir un desplazamiento, quizás incluso hasta una inversión, de esta divisoria tan tajante.[2] Distinción que se remonta al menos a cierta estructura u ordenamiento jerárquico de las artes propio del Iluminismo. Nos limitaremos en lo que sigue a tratar el proceso por el cual se llega a cuestionar el carácter estrictamente visual de las artes plásticas. Habrá ocasión, en otro contexto, para ocuparnos de la evolución similar, aunque en sentido contrario, del minimalismo musical.

2- Cuando aparecieron las primeras esculturas minimalistas, el mundillo neoyorquino del arte -que gracias a una combinación de retórica típica de la guerra fría, de triunfalismo expresionista y abstracto y de crítica modernista exclusiva y excluyente había desbancado a París de su tradicional posición hegemónica- pareció conmocionarse un tanto. Las estructuras modulares de Donald Judd, la frágil disposición de las planchas de Richard Serra, las geometrías irreductibles de Robert Morris y Tony Smith, las formas obstructivas de Ronald Bladen, los mosaicos y ladrillos al ras del piso de Carl André, las obsesiones combinatorias del primer Sol LeWitt y las instalaciones lumínicas de Dan Flavin radicalizaban unos cuantos presupuestos del arte moderno hasta desmontarlos por completo.
¿Cómo reaccionar ante la agresiva sencillez de esas formas, su aparente vocación reductiva, la simetría de sus arreglos, la ausencia de cualquier gesto expresivo u ornamentación, la inmediatez de su presencia, el estatuto industrial de sus materiales, la repetición a ultranza de sus partes? ¿Cómo enfrentarse a la inevitable constatación de que esos cubos, columnas, vigas y demás no se distinguían lo suficiente de cualquier objeto cotidiano? Es cierto que las pinturas monocromas y los ready-mades, si bien distaban de constituir hechos universalmente admirados, estaban ya lo suficientemente generalizados como para asumirlos en el canon estético. Pero carecían de esa contradicción perentoria entre la simplicidad desconcertante y la ambigüedad peceptual que detentaban los “objetos” literalistas.[3]

[1] Aunque desde su mismísima inserción en la escena del arte contemporáneo el minimalismo haya generado una profusa bibliografía crítica, en muchos casos de excelente nivel, y pese a haber existido una suerte de segundo round en el contexto de la impugnación neoconservadora de los ’80 a todo aquello que tuviera el más leve tufillo contracultural -cosa que produjo una renovada oleada de libros y artículos en defensa del tema que nos convoca (y algunos ataques peculiares como los de Anna Chave)- sólo uno, el de Edward Strickland (Minimalism: Origins. Indiana University Press, Bloomington, IN, 1993) ha intentado establecer el nexo entre artes visuales y música.
No obstante, la concepción de Strickland, interesado como está por presentar una prehistoria del minimalismo, es más abarcativa que la que manejamos aquí. Strickland reduce el trabajo en tres dimensiones que la mayoría asume como característico del minimal art a un único capítulo y dedica la primera mitad de su texto a una serie de problemas formales en la pintura de los años ’50 que los escultores minimalistas asumieron e impugnaron en un mismo gesto. Más allá de lo dudosa de su hipótesis principal, que no corresponde discutir en este contexto, el libro constituye un buen survey, atento a la cronología y con unas cuantas ideas reveladoras en sus análisis musicales.

[2] “The Crux of Minimalism” en Hal Foster: The Return of the Real. MIT Press, Cambridge, MA, 1993. (Hay trad. castellana en Akal) se ha convertido en la interpretación canónica del minimal art en los últimos tiempos. Inspirado en algunas tesis previas de la crítica Rosalind Krauss y con algunos aciertos notables en sus primeras páginas, el texto se malogra a medida que progresa por la insistencia de Foster en considerar el minimalismo como una extensión del modernismo y, a su vez, una anticipación de las prácticas posmodernas. Estaría dispuesto a conceder el estatuto ambiguo que, efectivamente, detenta el movimiento. Pero fastidia un tanto esa voluntad genealogista que tienen ciertos escritores posmodernos (y de la que no se privan ni siquiera cuando acusan a los modernistas de gestos similares) de apropiarse de toda práctica estética de la década del ’60 como si hubiesen sido precursoras de una etiqueta que, suponiendo que tenga algún sentido más allá de ese carácter rotulador, no lo adquiere hasta una década más tarde. Por otro lado, que el arte minimal se desplazaba hacia la temporalidad violando el dictum modernista de la no-contaminación entre diferentes disciplinas estéticas lo había reconocido de manera inmejorable el principal detractor de dicho arte, Michael Fried, en su artículo más famoso: Arte y Objetualidad.

[3] Se impone aquí una aclaración. La mayoría de los escultores minimalistas rechazan los dos términos de ese sintagma. La pertenencia a un movimiento común, como sucede tantas veces, fue obra más de los críticos y curadores que de una voluntad declarada de los protagonistas por asociarse entre ellos. Si bien el término “minimalismo” se debe a un artículo pionero de Richard Wollheim aparecido en enero de 1965, la ironía consistió en que dicho artículo no se refería a ninguno de los artistas que se mencionan aquí. Durante un tiempo se bautizó a la tendencia con nombres como “arte ABC” (Barbara Rose), “literalismo” (Michael Fried), “arte de rechazo” (rejective art, Lucy Lippard), “arte serial” (Mel Bochner), “pintura sistémica” (Lawrence Alloway), “arte reductivo” y un largo etcétera.
Más importante que la etimología de los diversos rótulos que se le endilgan a un determinado grupo de artistas es la discusión acerca de sus prácticas. A las obras minimalistas se las ha catalogado como “objetos específicos” (Donald Judd), “formas unitarias” (Robert Morris), “estructuras primarias”, etc. Lo mismo ha ocurrido con la música: “música hipnótica”, “música de trance”, “música sistémica”, “música de pulso”, “música modular”, “música de proceso”.
Hay razones específicas e importantes, que no podemos desarrollar acá como corresponde, para asumir cierta prudencia a la hora de referirnos a esos objetos en tres dimensiones como “escultura”. Fue el agotamiento de las posibilidades del plano pictórico, tal cual lo había sancionado la teoría modernista de Clement Greenberg, y la percepción de que la abstracción europea era cosa superada, lo que llevó a muchos a cruzar la barrera de la extensión y la superficie hacia el volumen y la tridimensionalidad. Por otro lado, la línea divisoria entre pintura y escultura era cada vez menos clara. El comienzo de Specific Objects, el importante ensayo de Judd de 1965, abría con esta frase: “La mitad o más de la mejor obra de los últimos años no ha sido ni pintura ni escultura”. Y Morris, en abril del ’69 (Notes on Sculpture, part IV): “La escultura se detiene en seco donde los objetos comienzan”. Es el ilusionismo del espacio pictórico lo que está en cuestión, y ese cuestionamiento lo había iniciado el propio Greenberg con su idea de planitud.

Continuará

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