Saturday, October 06, 2007

Minimalismo: Del estatuto ontológico del objeto a las condiciones epistemológicas de la experiencia (IV)


5- El minimalismo rompió con este espacio trascendental del arte modernista por el mero expediente de complicar el espacio empírico. Nadie emprendería semejante tarea con mayor determinación que Robert Morris. Su Untitled (Three L-Beams) de 1965 consistía en tres vigas iguales en forma de L ubicadas de tres modos diferentes en el espacio de la galería: una recostada, otra sentada y la tercera boca abajo sobre sus dos extremos. El espectador debía reconciliar la percepción de sus diferencias accidentales con el hecho de que sus naturalezas eran idénticas. Una oscilación, tal como la describía el propio Morris, entre “la constante conocida y la variable experimentada”.[1]
La obra arrancaba al espectador del espacio trascendental y lo situaba en el aquí y ahora de la percepción. No se trataba ya de las propiedades formales del medio sino de las consecuencias perceptuales de la intervención en un sitio dado. Cuando nos desplazamos de los intereses “no relacionales” de Judd a los fenomenológicos de Morris, una escisión parece producirse en el propio seno del minimalismo. La voluntad de que los objetos estéticos adquieran una suerte de autosuficiencia –impulsando así el credo modernista hasta sus extremos- se sustituye por una apreciación de tales objetos definidos por sus condiciones ambientes. La nueva estrategia consistirá en “extraer las relaciones de la obra y convertirlas en una función del espacio, la luz y el campo de visión del espectador”.[2]
De esta manera, el estatuto ontológico de la obra artística -un presupuesto sacrosanto para la tradición moderna- cedía paso a las condiciones fenomenológicas de la experiencia. Mucho tenía que ver en esto el rol redescubierto del público. En su nueva versión morrisiana, el minimalismo ensayaba una ruptura radical con el principio de la autonomía del arte y se volvía relativista, conciente de que el valor de una obra descansa en su relación con factores externos. Minaba desde el vientre mismo de la bestia la interdicción respecto del contagio entre disciplinas y como tal, se distinguía de otros movimientos de la época como Fluxus y el arte pop, cuyos ataques al modernismo se fundamentaban en visiones alternativas. Reconocía, no obstante, el precedente de artistas como Ad Reinhardt (indispensable antecedente de la teoría de lo no-relacional en Stella y Judd), Jasper Johns y Robert Rauschenberg.

6- Llegado a este punto, el minimalismo introduce una cualidad eminentemente temporal en nuestra apreciación de la obra de arte, ya sea porque toda experiencia supone una duración determinada o por las condiciones cambiantes, por ende coyunturales, de cualquier contexto ambiental.
Fue un detractor a ultranza del literalismo, el crítico Michael Fried, quien estableció de manera más decidida los ejes de la discusión. A la presencia (presence) antropomórfica de los objetos minimalistas, que necesitaban del espectador para completarse como obras de arte, opuso el estar presente, la presencialidad (presentness) de la abstracción modernista (su ejemplo favorito era el escultor británico Anthony Caro). La distinción entre presence y presentness ocultaba un temor que el arte posterior no haría más que confirmar: que el efecto profano de la nueva estética le ganara la partida a los valores idealistas y trascendentes que siempre había defendido la tradición moderna. Mientras el acento literalista en la presencia de los objetos volvía al espectador conciente de su fisicalidad como tales, la presencialidad de las obras modernas generaba un efecto absorbente que liberaba momentáneamente a ese mismo espectador de cualquier forma de autoconciencia. Las características de las grandes obras de arte trascendían el aquí y ahora de cualquier recepción fechada. Precisamente ese era el modo por el cual garantizaban su valor, perdurable más allá de las transformaciones del gusto y de las coyunturas históricas específicas.
El argumento de Fried partía de la idea de que la verdadera prueba de una obra de arte consistía en que ésta fuera capaz de poner en suspenso su propia objetualidad. Las obras literalistas no se distinguían lo suficiente de cualquier otro objeto. Por lo tanto, cometían el pecado cardinal (desde el punto de vista del modernismo) de tomar efectos prestados de otras disciplinas. Proyectaban e hipostaziaban la objetualidad, a diferencia de la abstracción, empeñada en neutralizarla. Al dirigirse al cuerpo del espectador y no, como antaño, a su sentido de la vista con exclusividad, se convertían en un nuevo género de teatro. Fried era conciente de que el arte minimalista no constituía un episodio aislado dentro de la historia del gusto sino “la expresión de una condición general que todo lo impregna”.[3] De ahí su famoso dictum acerca de que la pintura se encontraba en guerra con la teatralidad, de que la supervivencia misma de las artes dependía de su habilidad para vencer al teatro.
Teatralidad y duración eran, en cierto modo, sinónimas. El literalismo devaluaba sus objetos a una forma de temporalidad demasiado humana, cercana a la fragilidad inherente a la vida de la especie. Esto es cierto aún cuando Fried asociase la sensibilidad minimalista a cierta idea tramposa de infinitud. El arte minimalista no era inagotable debido a su riqueza sino por el simple hecho de que no había nada que agotar, como esa repetición de unidades idénticas que podían multiplicarse hasta el infinito en las estructuras modulares de un Judd. La pintura y la escultura modernistas, en cambio, anulaban la duración porque cada instante en el que las experimentábamos como obras de arte constituía la cifra de su trascendencia y, por ende, de su eternidad. El presente continuo del arte moderno, donde en cada momento la obra se ponía de manifiesto en su totalidad, era, por mor de su propia perpetuidad, algo que excedía cualquier aprehensión humana del tiempo. En el gran arte los hombres rasgaban el paño ajado de la experiencia cotidiana y se elevaban, en un recorrido inverso al del minimalismo, a esas alturas trascendentales que en épocas más optimistas nos había prometido la religión.
Semejante argumento concluía en Fried de manera categórica y perfecta. Cerraba su artículo con las mismas resonancias religiosas con que lo había abierto en el epígrafe sobre los diarios del teólogo congregacionista Jonathan Edwards: “Todos somos literalistas, sobre todo en relación con nuestras vidas. El estar presente es una gracia. (Presentness is grace)”[4]


[1] La cita es de Robert Morris “Notes on Sculpture: Part II” en Battcock, op. cit., p.234. Siempre se menciona, aunque pocas veces se explica, la influencia de la Fenomenología de la percepción (1945) de Merleau-Ponty en este artista originario de Kansas City. Es cierto que la introducción del cuerpo por parte del filósofo francés en la aprehensión de las coordenadas espacio-temporales y de los estímulos sensoriales coincide con la voluntad de Morris por cuestionar la percepción puramente mental (idealista) del espacio en el modernismo. Pero otra influencia fuerte le viene a Morris del teatro y la danza, en particular del New York’s Judson Memorial Theatre, gracias a su esposa de aquel entonces, Simone Forti. Y a nadie escapa la impronta duchampiana en obras tempranas como la I-Box de 1962.

[2] Morris en op. cit., p.232


[3] “Arte y objetualidad”, en Fried, op. cit., p. 176. Decir que detrás de los temores de Fried se ocultaba la sombra omnipresente de Duchamp no deja de ser verdad. Pero no agrega gran cosa a la discusión. El francés había sido una influencia (reticente según sus propias declaraciones) en el neodadá de Rauschenberg, Johns y cía., el pop y Fluxus. Asumir que todo el arte contemporáneo debe hacer alguna reverencia a Duchamp es una forma fácil de esquivar las situaciones específicas, como esa mezcla de euforia y perplejidad que caracterizaba al arte norteamericano de finales de la década del ’50. Por otra parte, Fried era muy conciente de que la sensibilidad literalista -todo lo pervertida por el teatro que se quisiera- constituía un desarrollo desde y una respuesta a la propia evolución de la pintura modernista.
“El riesgo, e incluso la posibilidad, de concebir las obras de arte como si no fueran más que objetos, no existe. El hecho de que tal posibilidad comenzase a presentarse alrededor de 1960 fue, en gran medida, el resultado de los desarrollos que se produjeron dentro de la pintura modernista. Más o menos, cuanto más asimilables a objetos han llegado a parecer ciertas pinturas avanzadas, en mayor medida se ha podido entender toda la historia de la pintura desde Manet -de forma engañosa, creo- como si consistiera en la progresiva (aunque, en el fondo, inadecuada) revelación de su objetualidad esencial, y más imperiosa ha llegado a ser para la pintura modernista la necesidad de hacer explícita su esencia convencional -específicamente, su esencia pictórica- anulando o suspendiendo su propia objetualidad a través del médium de la figura.” Op. cit, pp. 185-186.

[4] Op. Cit., p. 194. Una idea de duración, a priori diferente de la de Fried (influida por los textos sobre teatro del filósofo Stanley Cavell), fue la que desarrolló el compositor norteamericano John Cage. No podemos tratarla aquí como se merece. Digamos tan sólo que, contra el empeño de tantos críticos -entre ellos Frederic Jameson- en considerar la música de Cage como posmoderna, sus preocupaciones entroncaban en línea directa con el altomodernismo. Para Cage la duración es el único elemento susceptible de ser compartido tanto por los sonidos como por el silencio. Como tal, sería fundamental para su estética acerca de una música no intencional. El precedente de su concepción del tiempo radica en la filosofía de Henri Bergson. Y también Cage aspiraba a cierto trascendentalismo que tenía en Emerson y Thoreau a sus antecesores más insignes.

Una parte más, en breve

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