4- Bastaría cualquier balance provisorio del estado de la cuestión artística en el alto-modernismo de comienzos de los ’60 para confirmar que las preocupaciones de Judd y Stella formaban parte del mismo arco que las de un Greenberg o un Fried.[1] La postulación greenbergiana de la flatness (planitud) como valor fundamental de la pintura -la idea de que el plano bidimensional constituye la esencia del medio pictórico- implicaba ya una relación entre la uniformidad de la superficie y una profundidad implícita. Su concepción del all-over (un diseño repetido en toda su extensión), que Greenberg tan gráficamente defendió en sus escritos sobre Pollock y otros expresionistas abstractos, denegaba cualquier sistema interno de relaciones en favor de un sistema indiferenciado de motivos uniformes que lucían como si pudieran continuarse más allá del marco.[2] ¿Acaso no había ya aquí una crítica al contraste de valores y a la cualidad compositiva de la abstracción europea? Ni que hablar del reduccionismo que tantos adjudican al arte minimal y cuya vocación inicial, según la lectura de Greenberg, se encuentra en la propia evolución histórica del modernismo.
La famosa prescripción formal -que una obra modernista debía evitar la dependencia de cualquier orden de la experiencia que no fuera la naturaleza construida de su propio medio- fue lo que verdaderamente dividió las aguas entre los partidarios de la abstracción moderna y los defensores de la nueva estética. No era casual que el ejemplo a seguir fuese la (supuesta) abstracción esencial de la música. Cada disciplina estética debía evitar la confusión con las demás: tal era la manera de sustentar esos criterios de autodefinición y evaluación crítica que el modernismo a ultranza consideraba inherentes a cada arte en particular.
De semejante interdicción -la imposibilidad de contagio entre las artes- los modernistas deducían algunas consecuencias formidables. En primer lugar, postulaban un modelo “historicista” del despliegue de la vanguardia: cada nueva estética tenía que lidiar con los problemas formales que habían establecido las vanguardias anteriores. Modelo que, en el mismo acto por el cual asumía la evolución histórica del arte, congelaba las formas del pasado en un canon de obras maestras cuya excelencia constituía la prueba viviente de la existencia de una (inamovible y monolítica) tradición.[3] De esta peculiar confluencia de un arte a la vez intemporal y en constante flujo surgía, en segundo término, un criterio de valor seguro y confiable a la hora de juzgar las obras de arte contemporáneas en relación con sus predecesoras.
En la interpretación greenbergiana de una herencia modernista que suele remontarse a Manet y los impresionistas, la especialización de las artes no se debía a la división social del trabajo sino al gusto por lo concreto, lo inmediato y lo irreductible. Una concretud que, a fuerza de renunciar a la ilusión de lo representacional, generaba, no sin cierta ironía, la posibilidad misma de la abstracción. Entendida esta última en términos de máxima pureza: la conciencia de que lo que contemplamos es una pintura incontaminada de cualquier agente externo.
La pureza de lo meramente óptico apuntaba a resolver el conflicto entre arte y naturaleza. Pintura y escultura debían ser ahora exclusivamente visuales. Así como lo pictórico se disolvía en la textura, también lo escultórico renunciaba a sus connotaciones táctiles y se volvía un puro artificio constructivo: se liberaba de lo monolítico, despreciaba la distinción entre cavado y modelado y trascendía las orientaciones de frente y fondo, adentro y afuera, arriba y abajo para integrarlas a todas como parte del ambiente.
“Volver a la sustancia enteramente óptica y a la forma -sea esta pictórica, escultórica o arquitectónica- como parte integral del espacio ambiente: eso es lo que le da una vuelta completa al anti-ilusionismo. En vez de la ilusión de las cosas, se nos ofrece ahora la ilusión de las modalidades. O sea que la materia es incorpórea, ingrávida, y existe sólo ópticamente como un espejismo.”[4]
La alquimia de Greenberg invocaba lo material para desmaterializar la realidad. Cuestionaba la diferencia entre una realidad de primera y otra de segunda mano, lo real y su representación. Según él, el modernismo apelaba a una sensibilidad contemporánea: la sensación de que las distinciones jerárquicas se habían agotado y que ningún orden de la experiencia era intrínsecamente superior a otro. En el universo modernista los extremos parecían tocarse: lo concreto producía la abstracción, la radicalización de la autosuficiencia del objeto (estético) en términos positivistas ocultaba un trascendentalismo radical, la materia devenía la cifra del espíritu.
No había que llamarse a engaño. Frente a la concepción del espacio como libre y abierto, a la idea de los objetos como una suerte de “islas” en su seno, el arte moderno oponía un continuo espacial ininterrumpido. Era el espacio mismo el que se convertía en objeto y de eso trataba la pintura abstracta, de su pretensión por construir un equivalente de la experiencia visual. El arte detentaba un estatuto ontológico que garantizaba su continuidad indestructible. Las distinciones jerárquicas distaban de haberse agotado. Más bien, se habían invertido. La realidad de la obra de arte se imponía fulgurante ante la fea realidad de lo cotidiano. Era la vieja historia del arte como sustituto de la religión, un trascendentalismo que no desentonaba con las necesidades hegemónicas norteamericanas en la Guerra Fría.
[1] Fried y Stella eran amigos desde sus tiempos en común como estudiantes en Princeton. Pero la mayor parte de los minimalistas detestaba el estilo y ciertos presupuestos de estos eminentes modernistas. Judd acusaba al análisis de Fried de ser pedante y pseudo-filosófico, Flavin se refería burlonamente a ambos críticos como “Friedberg y Greenfried”, Morris protestaba contra la voluntad que tenían por acceder a una peculiaridad exclusiva, cuya experiencia confirmaría su superior percepción.
Más allá del aparente fastidio que los artistas pudieran sentir por el ethos cerrado, exclusivista y fuertemente preceptivo de la crítica modernista, la perspectiva histórica debería servirnos para sospechar que no todas las posiciones eran tan inconmensurables y antagónicas como parecieron en un principio. La retórica proamericana y antieuropeísta de Greenberg y Fried se repite en la crítica a la composición europea de Stella y Judd, los textos filosóficos que inspiran a Fried -el último Wittgenstein (pasado por el filósofo norteamericano Stanley Cavell) y Merleau Ponty- no se distinguen demasiado de los que inspiraron a Morris y cía. Hasta cierto punto, el minimalismo participa de la misma tradición de exaltación de sí misma de la crítica modernista, producto, sin duda, de la posición hegemónica lograda por los Estados Unidos, cuya pretendida inviolabilidad pareció colarse subrepticiamente también en las discusiones estéticas. Algunos han señalado que en otro aspecto, en cambio, parece compartir el sentimiento de desafiliación y desposeimiento característico de la contracultura.
[2] Cf. en particular: “La crisis de la pintura de caballete” y “Pintura ‘tipo norteamericano’”, ambos en Clement Greenberg. Arte y cultura. Paidós, Barcelona y Bs. As, 2002.
[3] Tal vez el texto más reciente que realiza este mismo movimiento pero en el terreno literario sea The Western Canon: The Books and School of the Ages, de Harold Bloom. Harcourt Brace, New York, 1994. (Hay trad. española en Anagrama) Bloom construye un tradición (occidental) cuyo eje de referencia omnipresente es Shakespeare (“Podemos afirmarlo sin vacilar. Shakespeare es el canon. El impone el modelo y los límites de la literatura”, p 50 de la edición en inglés.) No se puede acusar al crítico literario norteamericano de ser precisamente historicista. Pero en todo lo demás resulta revelador cuantos puntos en común comparte con una estética como la que sostienen Greenberg y Fried. Los tres defienden a rajatabla la autonomía del arte, admiten que las obras funcionan siempre en relación con las anteriores, lamentan la caída de los estándares intelectuales y estéticos, alertan sobre lo peligroso de renunciar a un fundamento seguro que posibilite los juicios de valor, relacionan la crisis actual con la pérdida de la cultura humanista y encuentran un culpable evidente de este estado de cosas en la contracultura de los años ’60. Los culturalistas y posmodernos de nuestros días tienden a descartar este conjunto de cuestiones como irrelevantes, etnocéntricas o directamente reaccionarias. Pero la corrección política no sirve como sustituto de una teoría. Entre un universalismo abstracto y de coloraturas imperiales y un relativismo cultural campechanamente populista y obsesionado por la identidad, la demanda por opciones intermedias y sensatas se vuelve cada vez más urgente. Tal vez algo de ello pueda hallarse en otro libro imprescindible, que en apariencia detenta cierto aire de familia con el de Bloom -hasta en la superposición de algunos textos y autores del “canon occidental”- pero cuya estrategia no podría ser más contrapuesta, siempre atenta a las transformaciones históricas y a las concepciones cambiantes de lo real. Me refiero, claro, a Mimesis: The Representation of Reality in Western Literature, de Erich Auerbach (Princeton University Press, Princeton, NJ, 1953 –trad. española en FCE).
[4] “The New Sculpture”, en Clement Greenberg: Art and Culture. Beacon Press, Boston. 1965, p.144.
La famosa prescripción formal -que una obra modernista debía evitar la dependencia de cualquier orden de la experiencia que no fuera la naturaleza construida de su propio medio- fue lo que verdaderamente dividió las aguas entre los partidarios de la abstracción moderna y los defensores de la nueva estética. No era casual que el ejemplo a seguir fuese la (supuesta) abstracción esencial de la música. Cada disciplina estética debía evitar la confusión con las demás: tal era la manera de sustentar esos criterios de autodefinición y evaluación crítica que el modernismo a ultranza consideraba inherentes a cada arte en particular.
De semejante interdicción -la imposibilidad de contagio entre las artes- los modernistas deducían algunas consecuencias formidables. En primer lugar, postulaban un modelo “historicista” del despliegue de la vanguardia: cada nueva estética tenía que lidiar con los problemas formales que habían establecido las vanguardias anteriores. Modelo que, en el mismo acto por el cual asumía la evolución histórica del arte, congelaba las formas del pasado en un canon de obras maestras cuya excelencia constituía la prueba viviente de la existencia de una (inamovible y monolítica) tradición.[3] De esta peculiar confluencia de un arte a la vez intemporal y en constante flujo surgía, en segundo término, un criterio de valor seguro y confiable a la hora de juzgar las obras de arte contemporáneas en relación con sus predecesoras.
En la interpretación greenbergiana de una herencia modernista que suele remontarse a Manet y los impresionistas, la especialización de las artes no se debía a la división social del trabajo sino al gusto por lo concreto, lo inmediato y lo irreductible. Una concretud que, a fuerza de renunciar a la ilusión de lo representacional, generaba, no sin cierta ironía, la posibilidad misma de la abstracción. Entendida esta última en términos de máxima pureza: la conciencia de que lo que contemplamos es una pintura incontaminada de cualquier agente externo.
La pureza de lo meramente óptico apuntaba a resolver el conflicto entre arte y naturaleza. Pintura y escultura debían ser ahora exclusivamente visuales. Así como lo pictórico se disolvía en la textura, también lo escultórico renunciaba a sus connotaciones táctiles y se volvía un puro artificio constructivo: se liberaba de lo monolítico, despreciaba la distinción entre cavado y modelado y trascendía las orientaciones de frente y fondo, adentro y afuera, arriba y abajo para integrarlas a todas como parte del ambiente.
“Volver a la sustancia enteramente óptica y a la forma -sea esta pictórica, escultórica o arquitectónica- como parte integral del espacio ambiente: eso es lo que le da una vuelta completa al anti-ilusionismo. En vez de la ilusión de las cosas, se nos ofrece ahora la ilusión de las modalidades. O sea que la materia es incorpórea, ingrávida, y existe sólo ópticamente como un espejismo.”[4]
La alquimia de Greenberg invocaba lo material para desmaterializar la realidad. Cuestionaba la diferencia entre una realidad de primera y otra de segunda mano, lo real y su representación. Según él, el modernismo apelaba a una sensibilidad contemporánea: la sensación de que las distinciones jerárquicas se habían agotado y que ningún orden de la experiencia era intrínsecamente superior a otro. En el universo modernista los extremos parecían tocarse: lo concreto producía la abstracción, la radicalización de la autosuficiencia del objeto (estético) en términos positivistas ocultaba un trascendentalismo radical, la materia devenía la cifra del espíritu.
No había que llamarse a engaño. Frente a la concepción del espacio como libre y abierto, a la idea de los objetos como una suerte de “islas” en su seno, el arte moderno oponía un continuo espacial ininterrumpido. Era el espacio mismo el que se convertía en objeto y de eso trataba la pintura abstracta, de su pretensión por construir un equivalente de la experiencia visual. El arte detentaba un estatuto ontológico que garantizaba su continuidad indestructible. Las distinciones jerárquicas distaban de haberse agotado. Más bien, se habían invertido. La realidad de la obra de arte se imponía fulgurante ante la fea realidad de lo cotidiano. Era la vieja historia del arte como sustituto de la religión, un trascendentalismo que no desentonaba con las necesidades hegemónicas norteamericanas en la Guerra Fría.
[1] Fried y Stella eran amigos desde sus tiempos en común como estudiantes en Princeton. Pero la mayor parte de los minimalistas detestaba el estilo y ciertos presupuestos de estos eminentes modernistas. Judd acusaba al análisis de Fried de ser pedante y pseudo-filosófico, Flavin se refería burlonamente a ambos críticos como “Friedberg y Greenfried”, Morris protestaba contra la voluntad que tenían por acceder a una peculiaridad exclusiva, cuya experiencia confirmaría su superior percepción.
Más allá del aparente fastidio que los artistas pudieran sentir por el ethos cerrado, exclusivista y fuertemente preceptivo de la crítica modernista, la perspectiva histórica debería servirnos para sospechar que no todas las posiciones eran tan inconmensurables y antagónicas como parecieron en un principio. La retórica proamericana y antieuropeísta de Greenberg y Fried se repite en la crítica a la composición europea de Stella y Judd, los textos filosóficos que inspiran a Fried -el último Wittgenstein (pasado por el filósofo norteamericano Stanley Cavell) y Merleau Ponty- no se distinguen demasiado de los que inspiraron a Morris y cía. Hasta cierto punto, el minimalismo participa de la misma tradición de exaltación de sí misma de la crítica modernista, producto, sin duda, de la posición hegemónica lograda por los Estados Unidos, cuya pretendida inviolabilidad pareció colarse subrepticiamente también en las discusiones estéticas. Algunos han señalado que en otro aspecto, en cambio, parece compartir el sentimiento de desafiliación y desposeimiento característico de la contracultura.
[2] Cf. en particular: “La crisis de la pintura de caballete” y “Pintura ‘tipo norteamericano’”, ambos en Clement Greenberg. Arte y cultura. Paidós, Barcelona y Bs. As, 2002.
[3] Tal vez el texto más reciente que realiza este mismo movimiento pero en el terreno literario sea The Western Canon: The Books and School of the Ages, de Harold Bloom. Harcourt Brace, New York, 1994. (Hay trad. española en Anagrama) Bloom construye un tradición (occidental) cuyo eje de referencia omnipresente es Shakespeare (“Podemos afirmarlo sin vacilar. Shakespeare es el canon. El impone el modelo y los límites de la literatura”, p 50 de la edición en inglés.) No se puede acusar al crítico literario norteamericano de ser precisamente historicista. Pero en todo lo demás resulta revelador cuantos puntos en común comparte con una estética como la que sostienen Greenberg y Fried. Los tres defienden a rajatabla la autonomía del arte, admiten que las obras funcionan siempre en relación con las anteriores, lamentan la caída de los estándares intelectuales y estéticos, alertan sobre lo peligroso de renunciar a un fundamento seguro que posibilite los juicios de valor, relacionan la crisis actual con la pérdida de la cultura humanista y encuentran un culpable evidente de este estado de cosas en la contracultura de los años ’60. Los culturalistas y posmodernos de nuestros días tienden a descartar este conjunto de cuestiones como irrelevantes, etnocéntricas o directamente reaccionarias. Pero la corrección política no sirve como sustituto de una teoría. Entre un universalismo abstracto y de coloraturas imperiales y un relativismo cultural campechanamente populista y obsesionado por la identidad, la demanda por opciones intermedias y sensatas se vuelve cada vez más urgente. Tal vez algo de ello pueda hallarse en otro libro imprescindible, que en apariencia detenta cierto aire de familia con el de Bloom -hasta en la superposición de algunos textos y autores del “canon occidental”- pero cuya estrategia no podría ser más contrapuesta, siempre atenta a las transformaciones históricas y a las concepciones cambiantes de lo real. Me refiero, claro, a Mimesis: The Representation of Reality in Western Literature, de Erich Auerbach (Princeton University Press, Princeton, NJ, 1953 –trad. española en FCE).
[4] “The New Sculpture”, en Clement Greenberg: Art and Culture. Beacon Press, Boston. 1965, p.144.
La última parte en un par de días
1 comment:
un placer leer este articulo, por su claridad y contundencia conceptual y narrativa. soy estudiante de artes del movimiento, en el instituto universitario nacional de las artes, de bs as. mucho gusto y gracias!
nicolas.
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