Cuando Jane Birkin conoció a Serge Gainsbourg tenía 22 años, una hija de tan sólo uno, un ex-marido famoso -John Barry, el musicalizador de los films de James Bond- y un curriculum acorde con su estatuto de chica del Swinging London: modelo del fotógrafo David Bailey, un papel en The Knack... and How to Get It de Richard Lester y un escandaloso desnudo frontal en Blow-up de Michelangelo Antonioni. Cuando Gainsbourg se cruzó con Birkin venía de dos matrimonios fracasados, dos hijos, un triunfo en el Festival de Eurovisión, unas cuantas canciones punzantes que la voz de Juliette Gréco había vuelto populares, un desastroso debut en vivo junto a Barbara -otra chanteuse de la época- y un affaire reciente con la mujer más deseada de aquel entonces: Brigitte Bardot.
La primera aproximación fue tan breve como el Slogan que la motivó: la película de título homónimo que tendría a Serge de protagonista y para cuya contraparte femenina audicionaba una inexperta Jane que no sabía una palabra de francés, se deshacía en lágrimas ante la primera dificultad y se dirigía a Gainsbourg con el equivocado, y culinario, nombre de Monsieur Bourguignon. Pero como lo que mal empieza, bien acaba, y gracias a las revueltas del Mayo del ’68 que obligaron a dilatar el rodaje, hubo tiempo suficiente para que la pareja limara asperezas. Para ser exactos, doce años en los cuales el compositor de las canciones más mordaces en lengua francesa moldeó la imagen de la Birkin a su capricho: la fotografió desnuda en las tapas de las principales revistas, le inventó una carrera de cantante -con discos memorables como Ex-fan des Sixties (1978) y Baby Alone in Babylone (1983)- muy superior a su carrera paralela como actriz, y convirtió a su relación en la comidilla mediática por excelencia de la década del ’70.
Y todo empezó con una chanson lánguida y genial que otra mujer se había empeñado en rechazar, después de pedirle a su resentido autor que le escribiera “la canción más bella del mundo”. Porque en el clímax de su apasionado amor, Gainsbourg había respondido a la solicitud de Brigitte Bardot con “Je t’aime, Moi non plus”. Una sesión íntima de dos horas, con una delgada línea melódica de órgano y los gemidos y jadeos de la Bardot en plena pasión. Pero Bardot conservaba aún un marido furioso -el millonario playboy Gunther Sachs- y un agente juicioso que le recomendó que no nublara su brillante horizonte con provocaciones a la moral y a las buenas costumbres. Y la rubia sexy cedió. Dejó a Serge doblemente destrozado: por su abandono y por su prohibición de editar el single. Entonces Gainsbourg inició una búsqueda frenética en las dos orillas del canal de la Mancha para convencer a las mujeres más hermosas -Valérie Lagrange, la ex de Delon Mireille Darc, Marianne Faithfull- de que reemplazaran a su reacia partenaire. Pero el destino le tenía asignado ese rol a Jane Birkin. En menos de lo que se tarda en decir “sexo”, canción tan licenciosa encendió la ira del Vaticano, desencadenó la censura en Gran Bretaña y se transformó en un éxito instantáneo: el primer tema en lengua extranjera en llegar a lo más alto del ranking inglés.
Y así, en el año erótico de 1969, la chica de dientes prominentes y minifaldas ajustadas se volvió famosa de la noche a la mañana gracias a un orgasmo simulado. Y el dandy mujeriego, fumador y bebedor empedernido, decidió sentar cabeza y componer algunos de sus discos más notables: Histoire de Melody Nelson, L’Homme a Tete de Chou y Aux Armes et caetera, con una versión reggae de La Marsellesa que ofuscó a la ultraderecha francesa. Y todo fue bien hasta que una noche de 1980 la bella, harta de la banalidad de una existencia célebre, decidió dejar a la bestia para irse con el director de cine Jacques Doillon. Y Gainsbourg se convirtió en Gainsbarre, el lado Mr. Hyde de este Dr. Jekyll cada vez menos recatado. Comenzó a extinguirse de alcohol, cigarrillos y misantropía. Aún tuvo tiempo para provocar escándalos de proporciones, como el tema incestuoso que compuso para Charlotte, su hija con Birkin, o la imperdible ocasión en que le dijo a Withney Houston frente a las cámaras que la quería coger; y tuvo otro hijo con Bambou, una modelo de 20 años; y escribió más canciones para Isabelle Adjani y Catherine Deneuve.
Al final de su vida, casi ciego, un niño desvaído protegido por una Birkin que jamás lo abandonó del todo, capituló ante el mundo y, en 1991, se dejó morir. Estaba a punto de cumplir 63 años y toda Francia lloró a su hijo más pródigo.
Versión sin editar de mi nota aparecida en la edición del diario Crítica del sábado 8 de marzo.
La primera aproximación fue tan breve como el Slogan que la motivó: la película de título homónimo que tendría a Serge de protagonista y para cuya contraparte femenina audicionaba una inexperta Jane que no sabía una palabra de francés, se deshacía en lágrimas ante la primera dificultad y se dirigía a Gainsbourg con el equivocado, y culinario, nombre de Monsieur Bourguignon. Pero como lo que mal empieza, bien acaba, y gracias a las revueltas del Mayo del ’68 que obligaron a dilatar el rodaje, hubo tiempo suficiente para que la pareja limara asperezas. Para ser exactos, doce años en los cuales el compositor de las canciones más mordaces en lengua francesa moldeó la imagen de la Birkin a su capricho: la fotografió desnuda en las tapas de las principales revistas, le inventó una carrera de cantante -con discos memorables como Ex-fan des Sixties (1978) y Baby Alone in Babylone (1983)- muy superior a su carrera paralela como actriz, y convirtió a su relación en la comidilla mediática por excelencia de la década del ’70.
Y todo empezó con una chanson lánguida y genial que otra mujer se había empeñado en rechazar, después de pedirle a su resentido autor que le escribiera “la canción más bella del mundo”. Porque en el clímax de su apasionado amor, Gainsbourg había respondido a la solicitud de Brigitte Bardot con “Je t’aime, Moi non plus”. Una sesión íntima de dos horas, con una delgada línea melódica de órgano y los gemidos y jadeos de la Bardot en plena pasión. Pero Bardot conservaba aún un marido furioso -el millonario playboy Gunther Sachs- y un agente juicioso que le recomendó que no nublara su brillante horizonte con provocaciones a la moral y a las buenas costumbres. Y la rubia sexy cedió. Dejó a Serge doblemente destrozado: por su abandono y por su prohibición de editar el single. Entonces Gainsbourg inició una búsqueda frenética en las dos orillas del canal de la Mancha para convencer a las mujeres más hermosas -Valérie Lagrange, la ex de Delon Mireille Darc, Marianne Faithfull- de que reemplazaran a su reacia partenaire. Pero el destino le tenía asignado ese rol a Jane Birkin. En menos de lo que se tarda en decir “sexo”, canción tan licenciosa encendió la ira del Vaticano, desencadenó la censura en Gran Bretaña y se transformó en un éxito instantáneo: el primer tema en lengua extranjera en llegar a lo más alto del ranking inglés.
Y así, en el año erótico de 1969, la chica de dientes prominentes y minifaldas ajustadas se volvió famosa de la noche a la mañana gracias a un orgasmo simulado. Y el dandy mujeriego, fumador y bebedor empedernido, decidió sentar cabeza y componer algunos de sus discos más notables: Histoire de Melody Nelson, L’Homme a Tete de Chou y Aux Armes et caetera, con una versión reggae de La Marsellesa que ofuscó a la ultraderecha francesa. Y todo fue bien hasta que una noche de 1980 la bella, harta de la banalidad de una existencia célebre, decidió dejar a la bestia para irse con el director de cine Jacques Doillon. Y Gainsbourg se convirtió en Gainsbarre, el lado Mr. Hyde de este Dr. Jekyll cada vez menos recatado. Comenzó a extinguirse de alcohol, cigarrillos y misantropía. Aún tuvo tiempo para provocar escándalos de proporciones, como el tema incestuoso que compuso para Charlotte, su hija con Birkin, o la imperdible ocasión en que le dijo a Withney Houston frente a las cámaras que la quería coger; y tuvo otro hijo con Bambou, una modelo de 20 años; y escribió más canciones para Isabelle Adjani y Catherine Deneuve.
Al final de su vida, casi ciego, un niño desvaído protegido por una Birkin que jamás lo abandonó del todo, capituló ante el mundo y, en 1991, se dejó morir. Estaba a punto de cumplir 63 años y toda Francia lloró a su hijo más pródigo.
Versión sin editar de mi nota aparecida en la edición del diario Crítica del sábado 8 de marzo.
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