Monday, November 02, 2009

Música sin cuerpo



Apuntes breves sobre la idea de inmaterialidad sonora (aparecido en el reciente número de la revista Def-ghi)


1- Que “todas las artes aspiran constantemente a la esencia de la música” es una de esas frases célebres cuyo paradójico destino consiste en el olvido de su significado original a causa de su incesante repetición a través del tiempo. La escribió el esteta inglés Walter Pater en un ensayo de 1877 acerca de la Escuela de Giorgione. Y alude a un problema que obsesionó durante siglos a la imaginación crítica: la confusión entre las artes y la necesidad de deslindar sus diferentes lenguajes, sus ámbitos de aplicación y su diversidad de efectos. Puede que el tópico, al menos en su versión moderna, se remonte a la furiosa polémica de Lessing contra el ut pictura poesis, el slogan, corriente en el siglo XVIII, de que “un poema es como una pintura”. Pero no es la finalidad de estos breves apuntes procurar una validación filológica o histórica del tema. Nos interesa más bien la peculiar confluencia de motivos empiristas, casi positivistas, con otros de ascendencia contraria, esencialistas y hasta metafísicos, que caracterizan la difundida idea de la música como la más abstracta de las artes, una noción de indudables resonancias platónicas.

En ese sentido el artículo de Pater es ejemplar. Porque no le tiembla el pulso a la hora de afirmar que “una de las funciones de la crítica es definir esos límites; estimar el grado de fidelidad de una obra con respecto a su materia específica...”. Trazar fronteras entre las disciplinas artísticas permite aislar mejor la cualidad eminentemente sensorial que define para él la belleza estética. Y que varía según el tipo de percepción a la que apela cada una de las artes. El común anhelo por recuperar los principios de la música no es otra cosa que la búsqueda de la forma en sí a expensas de la materia de una obra de arte. Y si la música señala el camino se debe a su carácter no referencial, hasta cierto punto atemático, al hecho de que el trabajo con sus materiales –la sucesión de sonidos en el tiempo- permanece en apariencia incontaminado de cualquier contingencia externa, ajeno a cualquier dato que no sea el de su propio universo sonoro.

Liberar a la percepción de las “exigencias planteadas por el tema o la materia”, revalidar ese elemento sensorial –color, forma, sonido- que todo arte posee constituye el secreto de un esteticismo que eleva la experiencia estética a un absoluto capaz de sustituir las viejas imágenes religiosas que la modernidad hizo caer en desuso. Y lo logra apelando al relativismo de los sentidos –el ojo en pintura, el tacto en la escultura, el oído en música-, al conjunto de sensaciones e impresiones que, cortadas de cuajo de cualquier anclaje corporal o histórico, esencializan la belleza y atribuyen al arte la función de aportar la supuesta libertad que nuestro mundo nos escamotea.

2- Encontramos una variación moderna del tópico de la inmaterialidad en un conocido artículo de 1940 del gran crítico Clement Greenberg, que cita al Laocoonte de Lessing en su título y al ensayo de Pater en nota al pie.

“A causa de su naturaleza absoluta, su lejanía de la imitación, su absorción casi completa en la propia cualidad física de su medio, así como por sus recursos sugestivos, la música reemplazó a la poesía como arte modelo.”

Entendida como un arte de sensaciones inmediatas y poderosas la música se enseñorea de la imaginación romántica y simbolista. Pero será gracias a su método más que a sus efectos que sabrá guiar el derrotero confuso de las demás artes. La siguiente argumentación de Greenberg nos exime de todo comentario:

“Pero sólo cuando el interés de la vanguardia en la música condujo a considerarla como un método del arte más que como una clase de efecto fue que el avant-garde halló lo que estaba buscando. Cuando descubrió que la ventaja de la música descansaba en el hecho de que era un “arte abstracto”, un arte de la “forma pura”. Y lo era porque, objetivamente, resultaba incapaz de comunicar cualquier otra cosa que una sensación, y porque esa sensación no podía concebirse en otros términos que los del sentido a través del cual ingresaba en la conciencia.”

Y algo más adelante:

“Sólo al aceptar el ejemplo de la música y al definir cada una de las otras artes exclusivamente en términos del sentido o facultad a través de la cual percibe su efecto, y al excluir de cada arte cualquier cosa inteligible en términos de otro sentido o facultad, adquirirían las artes no musicales la “pureza” y autosuficiencia que deseaban... El énfasis, entonces, debía estar en lo físico, lo sensorial. La corruptora influencia de la “literatura” se siente sólo cuando se niegan los sentidos.”

La corrupta influencia de la literatura es, por supuesto, la de la narrativa, el tema, el argumento, el contenido, el subject-matter. Y toca una cuerda que será recuperada por Marshall McLuhan en su polémica contra el hombre tipográfico. Que con el tiempo Greenberg concluyera que la pintura apunta al ojo como sentido excluyente, y requiere por ende de una teoría de la opticalidad, contrasta a priori con la cruzada del canadiense contra la civilización visual de la imprenta. Pero no alcanza a ocultar los lazos formalistas entre el arrogante crítico sensualista y el profeta de la sociedad mediática, el común acento en el medio como único mensaje posible bajo las condiciones del capitalismo avanzado. Lo que el primero articulaba en nombre de una concepción de la inmaterialidad de la música derivada de Pater –dos décadas antes de que en Modernist Painting descubriera la tercera crítica kantiana y la reinterpretara en términos de una teoría del arte puro-, en el segundo se expresará como una cultura audio-táctil en la cual la tecnología –no la acción humana- renovará la debida proporción entre nuestros sentidos como por arte de magia. Si para Greenberg la clave de lo abstracto descansaba en la sensualidad concreta que evoca la experiencia estética, capaz de elevar a los hombres por sobre el mundo prosaico del Kitsch, para McLuhan bastará con que los hombres se rindan ante lo irremediable y aprendan a disfrutar de un modo estético de las nuevas sensaciones que ofrecen la televisión y el mundo del advertisement.

3- El interdicto modernista del contenido y la prohibición del contagio entre medios artísticos distintos encarnaron en la práctica del racionalismo musical de la primera mitad del siglo XX, aquel que va de Schönberg y la Segunda Escuela de Viena al serialismo integral y la música electro-acústica. Al desafío futurista del ruido opusieron la defensa cerril de la supuesta autonomía de la música, encerrada en su propio caparazón, a resguardo de cualquier contaminación folklórica, popular. Y convirtieron la perfección formal, el equilibrio estructural entre los diversos elementos que constituyen la pieza, en la cifra de una música abstracta, alejada de toda experiencia externa. Una música consciente de sus materiales y de sus técnicas, de lo específico de su propio medio, cuyas relaciones proporcionales entre sonidos sólo podía apreciar el oído experto y la lectura concentrada de la partitura.

Un temperamento que ilustra bien el desagrado del compositor Edgar Varese ante las excesivas connotaciones referenciales del noise, ante el riesgo de que ese arte de los ruidos que preconizaba Luigi Russolo se pareciera demasiado a la imitación de los ruidos del entorno urbano, entorno cuyos sonidos extramusicales no debían invadir el templo sagrado de la música. Todavía a finales de la década del ’40, cuando la música concreta encuentra en la cinta de grabación la tecnología reproductiva que añoraban los futuristas, la cualidad acusmática que esgrime Pierre Schaeffer consiste básicamente en la cuidadosa borradura de cualquier asociación referencial que pudiese evocar el origen externo de los sonidos grabados.

La solución, parcial pero efectiva, que encontró el modernismo consistió en incorporar al ruido bajo la forma musical de la disonancia, en permitir su ingreso como recusación de las leyes armónicas tradicionales y, por ende, en términos de una evolución que se consideraba intrínseca al ámbito sonoro: aquello que un crítico como T. W. Adorno supo definir como la “tendencia histórica del material”, la última y más elegante metamorfosis de una vanguardia que se asumió desde el inicio como conciencia moral de una sociedad despreciada a la que no obstante, en palabras de Greenberg, permaneció siempre atada por el cordón umbilical del dinero.

4- Con semejantes antecedentes, la aparición en 1952 de 4’ 33” del norteamericano John Cage, parece en primera instancia la realización perfecta del sueño de una música inmaterial. Porque llegaba a prescindir incluso de los sonidos, el material mismo de cualquier acontecimiento que pudiera calificarse de musical. Y entendida la abstracción como la reducción gradual de las disciplinas artísticas a una mera reflexión sobre sus medios, ¿qué cosa más reductiva que una pieza hecha de silencio?

Pero las apariencias eran engañosas. El silencio del ejecutante, su negativa a tocar el instrumento, no coincidía con los generosos ruidos de un público inquieto, azorado frente a la ausencia de un desarrollo sonoro convencional, que contribuían a una obra que esperaba todo de su contexto y nada del compositor. Y que apelaba a una reducción radical para recuperar el ámbito de los sonidos cotidianos y naturales, aquellos que produce nuestro entorno, gracias a las acciones y los movimientos corporales. Ámbito que la música occidental había expulsado de esa torre de marfil a través de la cual juzgaba un mundo confuso y contaminado, indigno de su atención centrada en la pureza.

A la defensa greenbergiana de la opticalidad de la pintura, Cage oponía una suerte de panauralidad de la naturaleza, la idea de que todo, siempre, suena. El silencio no era para él más que sonido no intencional y la duración era el atributo que compartían silencios y sonidos.

La tradición experimental que inaugura asume la música como proceso, como “un acto cuyo resultado es desconocido”. Una música que puede hallarse en cualquier lugar. Que no requiere que alguien golpee las teclas de un piano o pulse una cuerda para existir. Que desconfía de los gestos expresionistas y prefiere la experiencia de la escucha a la demiurgia del compositor. Que nos enseña a escuchar el mundo con oídos vírgenes, asumiéndolo como una inmensa caja de resonancias, intensificando nuestra percepción del entorno, del conjunto de fuerzas que nos atraviesan y nos convierten en seres únicos pero situados siempre en configuraciones que exceden la mera voluntad individual. Una música, en definitiva, que conecta nuestra existencia con el fugaz pero constante discurrir del mundo. Y acerca otra vez, si se quiere, el arte a la vida.


Las citas, por orden de aparición, pertenecen a:

- Pater, Walter. El Renacimiento: Estudios sobre arte y poesía. Alba, Barcelona, 1999.
- Greenberg, Clement. “Towards a Newer Laocoon”, en John O’Brian (Ed.) Clement Greenberg: The Collected Essays and Criticism, Volume 1: Perceptions and Judgements, 1939-1944. The University of Chicago Press, Chicago, 1986.
- Cage, John. Silencio. Árdora, Madrid, 2005.

2 comments:

Perfecto Asesino said...

Norberto: Celebro este post! Sé que dentro de tu cráneo hay algo más que una guia de recitales... Llegás a comentar un disco de un grupo que no conozcamos, de una corriente musical que no conozcamos, de un país que no conozcamos y me tiro al suelo de la alegría para dar vueltas como Curly!
OmarF

Norberto said...

Sorry Omar
Lo que mi cráneo no tiene es mucho tiempo. Ahora mismo estoy escribiendo un capítulo sobre jazz europeo. Después debo escribir uno sobre experimentación en América Latina. Y no termino alguno que ya sale otro. Sumado a las quichicientas clases que doy, no me queda mucho tiempo para escribir en el blog. Pero trataré de postear más contenido y menos anuncio. Igual, no viene mal anunciar conciertos a los que la prensa no les da la menor bola. Y hay bastante movimiento musical en el país.
abrazo