Saturday, April 03, 2010

Cómo hacer cosas con sonidos: La estética de John Cage y los orígenes de la música experimental (II)


3- En general se admite, no sin cierta ligereza, que los inicios de la música contemporánea se remontan a la ruptura de Arnold Schönberg y la Segunda Escuela de Viena con los principios de la tonalidad clásica. Pero el propio Adorno, modernista inflexible en cuestiones estéticas, impulsor convencido de los compositores vieneses y discípulo del discípulo de Schönberg Alban Berg, demuestra sobradamente que en esa ruptura hay mucho de continuidad. Porque una vez que el cromatismo wagneriano dilata hasta la extenuación el momento de resolución en la tónica, ¿qué otra cosa queda que el abandono liso y llano de la jerarquía diatónica? Y aún así, la emancipación de la disonancia que promueve el nuevo método atonal no deja de ser una pequeña revolución, si se quiere, muy localizada, que ataca apenas las relaciones interválicas de la vieja y querida armonía funcional (a las que la música llamada “culta” volverá una y otra vez en el transcurso del siglo XX y la música popular nunca abandonará del todo). Una rebelión menor de las frecuencias o las alturas que no sólo deja intacto el gigantesco edificio institucional de la tradición clásica sino que renueva su eminente corazón germánico.
Será el mismísimo Schönberg, preocupado porque el expediente de la variación continua que la atonalidad requiere tiende a sustraerse a cualquier intento de organización racional, quien dé el siguiente y trascendental paso: la serie de doce sonidos o dodecafonismo.[1]

4- La serie a la que recurre Schönberg para recuperar el dominio de ese universo armónico que él mismo se había encargado de demoler con anterioridad, se extenderá en el serialismo integral posterior a todos los parámetros musicales: además de la altura de los sonidos, su amplitud, su timbre o estructura de armónicos, su duración, su morfología (el modo en que estos surgen, continúan y se apagan). Y también al ritmo, a la forma, al contrapunto y hasta al ataque de los instrumentos.
Una voluntad de predicción y control de todos los materiales sonoros que dominará el racionalismo modernista de la primera mitad del siglo XX y se perfeccionará en la música electro-acústica gracias a las nuevas posibilidades tecnológicas de medición y transformación de frecuencias sonoras que brinda la electrónica.
Esta redescubierta vocación cientificista hará de la organización serial el complemento estético de la cadena de montaje en el capitalismo monopólico. Y del control a ultranza, el reflejo especular de los nuevos modos de organización fordista del trabajo. Así como el obrero renuncia a cualquier cualificación de su trabajo para adaptarse al ritmo inclemente y monótono de la máquina, así también el compositor renunciará a aquello que le es más propio para convertirse en un mero arreglador del material, puesto que una vez elegida la serie generadora, el resto de la partitura se deriva de la combinación más o menos automática de dicha serie con los mecanismos (retrógrada, inversa y demás) característicos del método dodecafónico.[2]

5- ¿La música como nueva ciencia exacta? Ese pareció el sueño de compositores como Pierre Boulez y Karlheinz Stockhausen durante la década del ’50. Cuanto menos, este cientificismo prometía confirmar el diagnóstico de Max Weber acerca de la armonía funcional como anticipatoria de la racionalización capitalista. Y como el capitalismo se había transformado, la música cambiaba con él. Sólo que ahora iba por detrás del nuevo Estado industrial, no por delante.[3]
Era esta una vanguardia ambivalente, cuya abstracción sonora la alejó del público y la acercó a las instituciones del poder. Que requería de dinero estatal pero persistía en un funcionamiento elitista y jerárquico, distante de las necesidades o intereses de ese mismo ciudadano común que la financiaba a través de sus impuestos. Una música de pares, aislada en su propio universo autónomo, ajena a cualquier contagio social, al menos en sus variantes radicalizadas, como el IRCAM o el período más dogmático de Darmstadt.[4] Encerrado en sus propias y cerriles certezas tecnocráticas, este modernismo amigo del establishment hizo de la obsesión por el control de los sonidos su seña de identidad particular; de la complejidad que distinguía su voluntad racionalizadora, la pesadilla de los intérpretes, indefensos ante la partitura; y de la autoridad de un compositor devenido en ingeniero, el criterio a ultranza, excluyente, de cualquier cosa que, según esta peculiar ortodoxia, mereciera llamarse música.


[1] El dodecafonismo, inicialmente enfocado en las alturas, hace uso de las 12 notas de la escala cromática en un orden fijo. Cada una debe ser usada antes de que la serie vuelva a comenzar. El material de la composición se genera a través de cuatro transformaciones estructurales: la forma original, la serie leída al revés (retrógrada), con los intervalos invertidos (inversa) y mediante la combinación de ambas (retrógrada- inversa). Esto permite 48 permutaciones que constituyen el germen de cualquier pieza dodecafónica. Un espacio cromático homogéneo que renuncia a las jerarquías de la escala tonal, con sus tónicas, sus dominantes y subdominantes.

[2] Fue el propio Adorno quien puso el dedo en la llaga del nuevo problema con el que ahora se enfrenta el compositor dodecafónico, el hecho de que “el material indiferente del dodecafonismo se hace ahora indiferente al compositor”. El material sonoro se opone al compositor como “un sistema de reglas autocreado” y se degrada, por así decirlo, “antes de que las series lo estructuren, a un sustrato amorfo, en sí totalmente indeterminado, al cual luego el sujeto compositor interpuesto impone su sistema de reglas y legalidades.” El sujeto se vuelve esclavo del material en el mismo momento en que logra someterlo a una razón matemática. Cf, Th. W. Adorno, Filosofía de la nueva música. Akal, Madrid, 2003. Pp. 106-108.
La ausencia de una referencia tonal sitúa a este modernismo musical en las antípodas de las músicas populares. El serialismo no hará más que racionalizar y sistematizar esta diferencia en un estructuralismo duro de pretensiones cientificistas. Era lógico que Adorno, enemigo declarado de todo lo que oliera a positivismo, tuviera serias dudas al respecto, percibiendo desde el principio la ambigüedad entre su aparente voluntad negacionista (de la tradición y de la cultura de masas) y su insistencia en cierta manipulación determinista del material sonoro.
Suele considerarse a El martillo sin amo de Pierre Boulez como ejemplo paradigmático del serialismo integral. Pero será el propio Stockhausen quien lo llevará al extremo con su idea de una serialización total del timbre. Por fortuna, éste es el elemento musical que mejor se sustrae al control racionalista. El timbre renovará sus funciones y guiará muchos de los desvelos de la música experimental. Será fundamental en ámbitos como el drone, el noise, la improvisación y las nuevas vertientes de la música electrónica.


[3] La expresión The New Industrial State es del economista post keynesiano John Kenneth Galbraith. Titula su difundido libro de 1967, donde se refiere a una nueva sociedad de planificación cuyas necesidades industriales volverían inútiles las reglas de la libre oferta y demanda de mercancías que caracterizaron a las sociedades del capitalismo liberal temprano y a los lazos de antaño entre productores y consumidores.


[4] Y que tuvo incluso su variante porteña con la breve experiencia del CLAEM (Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales) -que funcionó en el marco del Instituto Di Tella- y la vertiente electroacústica de allí derivada, que todavía hoy sobrevive en el Centro Cultural Recoleta, a la sombra de unos tiempos radicalmente cambiados, en los que el acceso a muy bajo costo de las nuevas tecnologías y de la información vuelve risibles los criterios formales y las relaciones discipulares tan caras a sus antiguos cultores.

2 comments:

Norberto said...

Escribí este largo ensayo que estoy subiendo ahora el verano pasado. Debía ser (y espero que lo sea en el futuro) mi aporte al catálogo sobre músicas experimentales argentinas que estamos compilando con Daniel Varela. Pero como la finalización del proyecto se retrasó, decidí publicarlo en el blog, luego de tenerlo 14 meses inédito. No pretendo que sea la última palabra sobre el asunto ni mucho menos. Pero creo que es la primera vez que aparece en castellano algo realmente razonado sobre Cage y el problema de la música experimental. Por eso me pareció bien no esperar más y subirlo de una buena vez. Ojalá sirva para que se le empiece a dar a todo el asunto de la experimentación la importancia que merece. Y que se abra el debate más allá de los prejuicios de aquellos que se autonominan como los representantes argentinos de la música contemporánea.

Diego C. said...

Norberto.
Estoy leyendo este ensayo con muchísimo interés, un sencillo elogio (hay más) que te puedo hacer es hacia la destreza con la que cruzás datos eruditos en una prosa que invita a leer y a pensar.

Desde un espacio muy marginal, apenas comenzando, busco pensar acerca de la música y sus relaciones con la literatura y la poesía.

Lentamente estoy empezando a conocer, gracias a un amigo, el mundo de la música conteporánea argentina. Como para ubicar un campo ¿cercano? de trabajo y acción.

Escribir acerca de los sonidos es una tarea maravillosa y un poco inquietante.

En el siglo pasado, los cruces entre música y palabra/letra fueron muy intensos, la glosa alrededor de (y desde) Cage es un claro ejemplo.

Con respecto a Kagel, coincido 100%: fue una inteligencia feroz.

Bueno, la sigo después de leer con atención.