Un foco de luz roja cae sobre la larga
cabellera que cubre su rostro. Siempre
mirando hacia abajo, buscando los objetos que hará sonar, pisando pedales,
manipulando cables y micrófonos de contacto. Se acerca lentamente a una mesa -que
es, literalmente, una mesa de disección- repleta de consolitas, mezcladoras, una
laptop. Allí suben y bajan los objetos: un secaplatos que oficia de rallador,
un sonajero hecho de llaves colgadas a una maderita, una asadera que vibrará
por el efecto de unas barritas de metal, un pequeño arco con cuerda ... Me recordó la mesa que armó Pierre Bastien en
la Alianza Francesa, en julio de 2009, cuando vino invitado por Jorge Haro al
ciclo Limb0. La misma dedicación, la misma concentración -y pasión- para darle
vida a las cosas, para hacerlas mover a contramano, y sobre todo, para hacerlas
sonar en modos inusuales.
En el concierto del viernes, en el Centro
Cultural de la Cooperación, Alan Courtis por fin dejó
estampar su nombre completo y sin dislexia en la cartelera porteña. Y demostró contundentemente
su capacidad de liderazgo.
Si en la primera parte del concierto monta la
escena en la que protagoniza su calidad de solista, en la segunda afila la
batuta de su guitarra eléctrica, levanta la cara y se yergue para prestar
atención a las propuestas de sus dos compañeros: Mateo Aguilar -un baterista muy afecto a los
platillos - y Ale Leonelli, quien barajó en forma
alternada el bajo, un organito eléctrico y pedales ruidosos.
Como Jano, el recital tuvo sus dos caras, dos
ambientes, los dos aspectos de lo uno y lo múltiple; de lo distinto, por la
formación y experiencia, pero ineludiblemente unidos por la energía que Courtis
supo generar desde el comienzo: Cuando arrancó solo y se sumergió en ese mundo
infrarrojo de sonidos únicos, combinados aleatoriamente, sin ensayo previo; un
mundo que se va creando en cada segundo, espontáneamente, y que por ser tan
suyo, puede brindarlo al universo y compartirlo. No digo que sea fácil
escucharlo, o placentero... no faltan las estridencias, los agudos, las distorsiones...
No deja de ser noise pero es un ruido
que entra por los poros, que nos lleva de viaje, y al mismo tiempo reclama
nuestra atención: Como la de Pierre Bastien, es música para ver y escuchar.
Luego
la luz roja se apaga y en su lugar, sobre el telón de fondo, se proyectan
rectangulitos ocres, grises y marrones. Comienza la segunda parte; entran los
otros músicos, cambia la historia. El color de la música se opaca un poco ante
ciertos desencuentros, ante la inseguridad del baterista de Morbo & Mambo que frente a la duda persiste en un ritmo monótono y aplatillado. El
bajista de Honduras, en cambio, prueba distintas salidas y encuentra su rumbo
cuando se agacha, cuando acerca el oído y se anima con punteos armoniosos que
traen algo de alivio a la insistencia ruidosa de los pedales.
Finalmente la telergia logra su efecto. Esa
energía “somática e invisible” que había emergido al principio del manojo de llaves y del
violincito de una sola cuerda, ya ha sido “transformada y exteriorizada”,
ya se ha condensado
y se ha dispersado en el aire, no sólo entre los músicos –que hacia el final
definitivamente se encuentran- sino que es compartida por el público, que sale
del show agradecido y feliz.
Para quienes quieran saber más sobre este
ciclo, vean la nota de Jorge Luis Fernández en La Nación del viernes 2 de agosto de 2013, en http://www.lanacion.com.ar/1606566-musica-paralela-un-ciclo-con-el-lado-oscuro-del-rock. También, http://conciertosdemusicaparalela.blogspot.com.ar/
Cristina I. Fangmann
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