1- Nadie Nada Nunca: así se llamaba la sección que Escupiendo Milagros dedicaba durante sus primeros números a los aconteceres del rock argentino. Título un tanto maledicente, sí, pero que expresaba una convicción compartida en mayor o menor medida por todo el staff de la revista: la de que pocos aportes interesantes podían provenir de allí.
No son días éstos para vanagloriarse de alguna predicción acertada. Porque la desmesura de la tragedia supera las expectativas más pesimistas. En cierto sentido, lo de República Cromañón tomó a todo el mundo por sorpresa.
Me cuesta escribir al respecto y lo hago con gran reluctancia. Pero siento que si, como tantos otros bloggers, no hago mi propia catarsis a través de la escritura, no podré seguir posteando sobre otros menesteres que tienden a parecer -y a serlo- completamente nimios ante la dimensión de lo ocurrido.
Mi reacción inicial fue de perplejidad. Y enseguida me invadió una amargura que, quizás, no fuera muy distinta a la que Hunter transformó en ira apenas contenida en su post de Contra las cuerdas. En efecto, en este país, a nadie le importa nunca nada. Compartí con mi amigo Pablo Strozza la prudencia de no emitir juicios al respecto durante los días posteriores a la catástrofe. Al fin y al cabo, ambos gozamos de la ventaja de no ser presidentes de la Nación. Mientras tanto, soporté como tantos otros las aberraciones y los horrores que prodigaron los medios en su cobertura del tema. Y allí reinó, soberana e incontenible, una sensación de repugnancia que aún no me abandona.
Con toda honestidad, dudo que lo que pueda decir aquí sirva de algo, ayude a alguien o aporte un pequeño grano de arena a un asunto que se viene ensuciando hasta lo indecible. Sobre algunas cosas es preferible callar. Lamentablemente, a diferencia de Lázaro y la parábola bíblica, las palabras no resucitan cadáveres ni sirven, la mayoría de las veces, para ver mejor. No obstante, siento que debo decir algo, que debo procurar(me) un mínimo de sensatez para tratar de aprehender lo inaprensible: el escenario infinito de la estupidez humana, con toda seguridad, la única cosa bien repartida de este mundo injusto.
2- Decíamos que en cierto sentido, lo de República Cromañón tomó a todo el mundo por sorpresa. Puede ser. En el siglo XXI pocos creen en oráculos de Delfos o en aurúspices que lean el futuro en el vuelo de las aves o examinen las entrañas de las víctimas para hacer presagios. Las tragedias no se anuncian, aunque a veces pueden prevenirse. Y hoy, de las entrañas de las víctimas no surgen presagios sino un cúmulo inadmisible de desatinos que lo único que delatan es nuestra lamentable idiosincrasia de argentinos.
No me interesa rastrear lo que los medios, con ese eufemismo al que tan adeptos eran durante la época del Proceso, denominan “la cadena de responsabilidades”, el debate interminable sobre la culpa, tan típico de ese cristianismo reaccionario que un par de semanas atrás se adueñó de las tapas de los diarios (y de las calles). Digo lo de “eufemismo” porque la búsqueda de culpables, en lugar de hallar a los responsables, se despliega como una gran caza de brujas donde todos y cada uno de los protagonistas tratan de no quedar pegados. Que si el chico que tiró la bengala, los bomberos, Omar Chabán, Callejeros, los inspectores que dan la habilitación, Ibarra y hasta el inefable Dr. K... una cadena interminable que no lleva a ninguna parte porque barre debajo de la alfombra el dato esencial: la responsabilidad que nos cabe a todos en la disolución de los lazos mínimos de sociabilidad, una disolución que aqueja a este país desde hace al menos cuarenta años.
Entiéndase bien. No afirmo que no haya que identificar y juzgar a los responsables. Lo hará la justicia, espero que con más éxito que hasta ahora. Juicio y castigo a los culpables es el estribillo que se escucha por doquier en la sociedad argentina. Sabemos que, en general, funciona apenas como la música de fondo de nuestra propia impotencia. Somos una nación con demasiados crímenes y tan pocos culpables que no alcanzo a ver por qué esta vez deberíamos renovar nuestra fe en una justicia que siempre dice ausente.
3- Cambiando el ángulo de la argumentación, lo sorprendente no sería lo que ocurrió el 30 de diciembre sino que algo semejante (Kheyvis aparte) no haya pasado al menos veinte años antes. Aún más, que no ocurriera en los miles de recitales de rock que, lejos de ser la fiesta que los delirantes del grupo Callejeros pretenden insinuar, se transformaron desde hace mucho tiempo en reflejo de nuestras tensiones y de nuestra radical enemistad, en esa guerra de todos contra todos que, como demostraba Hobbes, parece ser la condición básica de una Argentina en estado de naturaleza.
Digámoslo de una vez. Creo que los valores que pretendió inculcarnos el Proceso obtuvieron un triunfo tan resonante que todavía hoy no atinamos a despertar de la pesadilla. Y mientras tanto, esa pesadilla adquiere una autonomía que le permite reproducirse a diario y dejar un tendal de muertos y heridos en su camino. Nuestro egoísmo interminable, nuestro individualismo a ultranza, se cuelan por doquier en las relaciones que entablamos. Algunos señalarán que se debe a nuestra lucha cotidiana en pos de la supervivencia en una sociedad de recursos escasos (o muy mal distribuidos) Seguramente tengan razón. Sería el último en negar las determinaciones materiales de la conciencia. Pero esas determinaciones nos han vuelto ciegos y sordos ante el semejante. Aunque no mudos, a juzgar por la inexplicable irresponsabilidad con que todos los involucrados en el rock (periodistas, productores, bandas, etc.) hemos tratado estas crónicas de unas muertes anunciadas durante todos estos años. Siempre dispuestos a alzar el dedo en contra de otro pero reluctantes hasta el hartazgo a la hora de asumir nuestras responsabilidades: peleando por un miserable espacio en una revista que luego no atinamos a usar con un mínimo de criterio, soportando editores imbéciles y defendiendo lo indefendible, para que el productor o la discográfica de turno no ponga en peligro nuestro trabajo, callando cada vez que teníamos que hablar y opinando sobre lo que no sabemos con una pedantería que oculta nuestra ignorancia o nuestra pereza. Sólo así se explica el mito de una autenticidad rockera que hoy tiene a toda una generación como carne de cañón, la repetida cantinela de la unión recitalera o festivalera, la construcción de una identidad ficticia que revela un “nosotros” vs. “ellos” de lo más discutible. Nosotros los rockeros, nosotros los chabones, nosotros los rollingas, nosotros los argentinos... El enemigo siempre está afuera, es el otro, lo diferente que no podemos tolerar porque no hacemos el mínimo esfuerzo por conocer, no para compartir sino para comprender.
4- Ahora se escribirán ríos de tinta en contra del rock chabón. Ya leí varios comments al respecto. Lo harán también los oportunistas de siempre que lo ensalzaron hasta el 29 de diciembre. Pero aún no he leído algo mínimamente digno que trate de dar sentido al fenómeno. Nunca me interesó el tema en términos musicales. Pero negar su existencia social es y se demostró suicida.
Cargar las culpas sobre las bandas (esta vez fue Callejeros, pero pudo ocurrir en un recital de La Renga, Los Piojos o los Redondos) no resuelve la cuestión. Más allá de la idiotez sempiterna de los líderes rockeros, de la avaricia de los productores, de la estulticia de los periodistas, hay que preguntarse por qué tantos pibes tienen la necesidad de identificarse con un trapo, una bandera, unas cuantas bengalas, por qué necesitan reeditar una y mil veces la ceremonia eterna de la pertenencia a un grupo, los cánticos irresponsables y las actitudes excesivas.
La respuesta es menos huidiza de lo que creemos. En una sociedad donde el Estado sume a sus ciudadanos en la desprotección más absoluta, donde la falta de trabajo excluye a la mayoría de los mecanismos clásicos de la identidad social, donde la corrupción indica el camino para obtener las cosas sin esfuerzo, donde el cinismo miserable de los medios corporativos se convierte en intérprete de la realidad y, al mismo tiempo, en juez y verdugo de los supuestos culpables, donde la idea del trabajo silencioso de toda una vida pierde terreno ante las luces de brillantina de la exposición pública a través de una obra apresurada y mediocre, resta tan sólo el refugio en un slogan, en un par de actitudes impertinentes o desafiantes, en el círculo de aquellos que parecen nuestros iguales porque comparten nuestra misma desesperación.
Es cierto: no nos une el amor sino el espanto. El refugio es apenas un subterfugio, reaccionamos siendo reaccionarios (como el canalla de Blumberg) y, cuando no soportamos más, llamamos a un par de amigos, escuchamos nuestros discos favoritos y tratamos de arreglar el mundo desde la mesa de algún bar. Y por un instante, apenas por un instante, podremos escapar de la mierda que nos rodea.
Sin embargo, de lo que se trata, hoy como ayer, no es de interpretar la realidad sino de transformarla. La revolución no está a la vuelta de la esquina. Sólo queda tratar de hacer las cosas lo mejor posible desde el lugar que pudimos o supimos conseguir. En lo posible en silencio, sin declaraciones altisonantes y sin buscar siempre la paja en el ojo ajeno. Escribir mejores notas, hacer mejor música, pensar con detenimiento lo que vamos a decir, disfrutar de los buenos momentos y no desesperar cuando las cosas no nos salen. Tratar de comprender aquello que nos resulta ajeno antes de condenarlo y trabajar con seriedad, por amor a lo que nos apasiona y no por una aparente recompensa ulterior. Parece poco pero les aseguro que es bastante más difícil de lo que parece. Si no reestablecemos una dosis de cordura en nuestros menesteres cotidianos, si no empezamos por mejorarnos a nosotros mismos y a nuestro entorno cercano, la espiral de violencia y locura que sufre la Argentina arrasará con nuestra razón, con nuestra capacidad de llevar una vida digna, de interpretar la realidad con cierto criterio y, probablemente, arrasará también con nuestras vidas.
Norberto Cambiasso
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