Después de todo era casi una argentina más, la intelectual comprometida del progresista argentino, bibliografía obligatoria en las universidades públicas y privadas, citada, comentada, reseñada y celebrada en los diarios, y cuyo austero rostro --y su vistosa franja de cabellos blancos-- apareció siempre en TV a modo de contrapunto ante cada bombardeo norteamericano. El romance argentino se había iniciado de manera tibia a mediados de los 60, cuando Susan Sontag (neoyorquina, nacida en 1933) publicó un estudio sobre la cultura moderna que no iban a olvidar las futuras generaciones de profesores, críticos y periodistas culturales. En Notas sobre el Camp, que apareció en 1964 en la Partisan Review, Sontag observaba que el gusto, las “apropiaciones”, importan tanto o más que las intenciones del autor de la obra de arte, que el camp es una forma de consumo que convierte todo, incluso lo que deja de ser arte, en fuente inagotable de placer (Sontag respondía ahora a los títulos de “Reina Camp” y al de “la Natalie Wood del avant-garde”).
En Contra la interpretación, quizás su libro más famoso y su primera colección de ensayos publicada en 1966, atacó los análisis inspirados en el freudismo y el marxismo, ya que estos destruían los “textos” al intentar encontrarles un sentido último y verdadero. La interpretación, según Sontag, destruye la “capacidad sensual” del texto: y es lo contrario que se necesita en un mundo demasiado racionalista, iluminista, logocentrista, falocentrista, según los términos que volverán célebres la teoría francesa. Es necesario insistir en “la distinción entre pensamiento y sentimiento”, señala Sontag, que mostró siempre incomodidad en ser definida exclusivamente como intelectual. Publicó las novelas, más analíticas que sensuales, El benefactor (1963) y El Kit de la muerte (1967), aunque solo se mostró del toda conforme con El amante del volcán (1992), publicada luego de una conversación con su analista, y que combina intelectualismo y erotismo ambientado en Nápoles, sobre un triangulo amoroso (se teme lo peor) entre William Hamilton, su esposa Emma y el almirante Nelson.
Activista desde el feminismo, universitaria de epigramas un tanto tontos (“es tan malo que es bueno”), dramaturga y “evangelista de lo nuevo”, ciudadana ilustre de Sarajevo, infatigable defensora de los derechos humanos, propagandista eficaz de Walter Benjamin y Elias Canetti, Sontag cubrió la guerra de Vietnam y las de Yugoslavia, publicó diecisiete libros y vivió en París desde finales de los sesentas a mediados de los setentas, donde se convirtió, para sus detractores, en el espejo cósmico y definitivo de las ideas y creencias dominantes en la academia de la segunda mitad del siglo XX. Sus frases recorrieron el mundo: “El hombre blanco es el cáncer de la historia”, “La interpretación es una empresa reaccionaria”. De vuelta en Estados Unidos, encarnó el pensamiento faro de la izquierda universitaria, de los progresistas (liberals), de los ambientalistas, los pacifistas, los globalifóficos, los Michael Moore y Sean Penn, de los Bo-Bos –-los burgueses/bohemios de los años noventa, algo así como nuestro joven moderno. Característicamente, fue admirada por personas tan distintas entre sí como Carlos Fuentes y Arthur Danto, por el entorno de la New York Review of Books, en la que colaboró siempre. Detestada por Camille Paglia (la animadversión entre ambas feministas fue famosa), despreciada por Christopher Hitchens y Gore Vidal, ignorada por la izquierda clásica. ¿Existe un solo lector que a esta altura no se haya enterado de su muerte? Y ya sin Pierre Bourdieu y sin Susan Sontag, ¿será el mundo más feroz e incierto sin ese matrimonio ideal del intelectual comprometido modelo 1990?
Sergio Di Nucci
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