Dadas las circunstancias, resulta lógico que el free jazz apelara a la idea de Otherness, esa cualidad de ser otro, diferente, extraño y hasta exótico. Que los acelerados fraseos de saxos y trompetas o las progresiones intempestivas de teclados convocaran un más allá, una retórica de la espiritualidad, la imagen de un mundo superior que redimiera la miseria de nuestro mundo concreto. La música era el ticket de entrada y el instrumento, el medio privilegiado a la hora de viajar.
La relación con el instrumento era esencial, una extensión del propio cuerpo. Pero sobre todo, la ocasión impostergable para la afirmación de la propia individualidad. La expresividad desbocada del free que a tantos molesta todavía hoy no era sólo física. También era material, aunque viniese adulterada bajo la forma de un supuesto misticismo. En palabras del crítico David Toop:
Aquellas eran voces (se refiere a los cantantes de gospel) que habitaban el cuerpo hasta un punto más allá de sus límites corporales, gritándole al espíritu, elevándose a través de sus registros hacia un lugar por encima de la existencia convencional. Ayler habitaba el saxofón de la misma manera, estallando hacia la otredad por medio de la expresión física y mecánica del instrumento.[1]
Una preponderancia del espacio físico entonces. La libertad musical se obtenía a través de la interacción de los sonidos con el espacio. En términos formales equiparaba la función de aquellos con la del silencio. Era la igualdad potencial entre ambos elementos la que generaba esa aguda sensación de espacialidad, la convicción de que ninguna línea (rítmica, melódica, armónica) estaba en sí misma completa, que requería del contraste o de la complicidad ajenas, de un entorno que permitiera el libre fluir de las notas y reordenara sus significados. Un arte en el que descollaría el Art Ensemble of Chicago y que en gran medida influiría a la improvisación europea unos pocos años más tarde.
En términos estrictamente empíricos, el espacio del recital era la ceremonia misma de la celebración de esa libertad, compartida entre músicos y público por igual. La realización, todo lo parcial o fugaz que se quiera, de esa dimensión utópica asociada a las nociones de colectividad y comunitarismo. Trasladada al contexto radicalizado de Europa a fines de los ´60, esa música liberada apuntaba a hacer de las jerarquías una cosa estéril, a promover una igualdad de interacciones entre todos los participantes y generar una comunicación que pudiera consensuarse como “auténtica”.
Delataba por último una confianza irreductible en la agencia humana, en las capacidades creativas de la especie: la elevación de la práctica musical a una suerte de principio configurador del universo. Si bien en músicos como Derek Bailey se extremaba en un pragmatismo del tocar que rechazaba cualquier explicación ulterior[2], no fue una mala actitud mientras pudo sobrevivir a sus contradicciones. Postulaba una relación directa entre la música y la vida cotidiana cuyo distanciamiento, contra todas las apariencias en contrario, se tornaría cada vez más inflexible con el correr de la revolución digital.
Las conclusiones parciales de este apartado son, en cierta medida, válidas por igual para el free jazz norteamericano y para los comienzos de la improvisación libre en Europa. Sin embargo, quisiéramos apartarnos de una larga cadena de interpretaciones que tiende a considerar a la segunda como un mero epifenómeno del primero. El capítulo sobre free jazz en Europa del libro de John Litweiler (The Freedom Principle: Jazz after 1958. Da Capo, New York, 1984) constituye una buena muestra de este equívoco frecuente. Los contextos son muy diferentes y la ruptura con la aparente continuidad del jazz sería mucho más fuerte en Europa. El abandono de ciertos parámetros propios de las músicas afroamericanas coincide con la necesidad de replantear una historia y una geografía eminentemente europeas. También la presencia del racionalismo contemporáneo de la música académica es, para bien y para mal, más tangible en Europa que en la América de la misma época. En la transición entre dos conjuntos de iniciales legendarias, la que lleva del sello ESP en U.S.A. al sello FMP (Free Music Productions) al otro lado del Atlántico, en Alemania, podría residir una de las pautas de todo el proceso. La favorable recepción europea a músicos como Albert Ayler, Don Cherry y el Art Ensemble es otra de las claves interpretativas. Como sea, la música libre en el viejo continente adquirió rápidamente señas de identidad propias y la chispa ardió hasta convertirse en un incendio que se expandió desde las Islas Británicas hasta los Urales. Las tendencias se adaptaron a las idiosincrasias nacionales: la insect music ligada al Spontaneous Music Ensemble y a Music Improvisation Company en Gran Bretaña, la escena de comprovisación holandesa, el peculiar matrimonio entre free jazz y free rock en Francia o el cruce entre tradiciones folk, world music, rock y jazz en Escandinavia son algunos ejemplos que no podemos tratar en el contexto de este artículo. Como quedará claro en lo que sigue, nos concentraremos en un aspecto específico, el de la improvisación electrónica en tiempo real, que consideramos esencial para nuestro argumento. [3]
[1] David Toop. Haunted Weather: Music, Silence and Memory. Serpent’s Tail. London, 2004. p. 237.
[2] Derek Bailey. Improvisation: Its Nature and Practice in Music. Da Capo. New York, 1993. Cf. también Ben Watson. Derek Bailey and the Story of Free Improvisation. Verso. London, 2004.
[3] Explicaciones parciales de la escena continental pueden hallarse en Kevin Whitehead. New Dutch Swing. New York, Billboard, 1998, Vincent Cotro. Chants Libres: Le free jazz en France, 1960-1975. Outre Mesure, Paris, 1999, y en el reciente Northern Sun, Southern Moon: Europe’s Reinvention of Jazz de Mike Heffley (Yale University Press. New Haven, Connecticut, 2005)
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