Extreme Noise Terror como una forma bien visible (y bien audible) de la negatividad. Los ´90 traerán la amarga conciencia de que aún la música más impenetrable puede ser recuperada por la industria. Se vislumbra aquí un primer eje contra el cual reaccionará parte de la nueva generación digital. En manos de músicos como Ryoji Ikeda, Sachiko M y Toshimaru Nakamura el ruido abandonará cualquier analogía con los sufrimientos promovidos por la sociedad industrial para descomponerse en sus elementos discretos, el soundtrack específico de un futuro basado en la comunicación virtual.
Lo radical, en los tiempos que corren, es la desconfianza a la hora de adjudicarle al ruido capacidades de transformación. El sampler ha terminado por aislar a los sonidos de su contexto originario. Una inmensa memoria material donde la historia de la música se apretuja en una aceleración de citas fugaces, reciclables hasta el hartazgo, que parecen poblar un espacio vacío de significados. La especificidad del momento, la coyuntura concreta, desaparecen en el canibalismo desmesurado de este nuevo artilugio. Del mismo modo, el noise se convierte en una mercancía como cualquier otra, indistinguible en el fluir de la vida contemporánea bajo un capitalismo que fagocita cualquier gesto en la antropofagia indiferenciada del consumo.
Todavía en la estética de Otomo Yoshihide (y, en un contexto más ligado con la impugnación de las nociones de autoría y copyright, en la plunderfonía de John Oswald), en su uso de técnicas de scratching, cut-ups y mezclado a través de sus turntables (bandejas giradiscos), se adivina la voluntad de restaurar la violencia del ruido y deconstruir la sociedad de consumo. La música de Yoshihide actúa por medio de la saturación, un caos de sonidos que constituye el eco del ritmo frenético de nuestra vida social. Ataca el vientre mismo de la bestia, el disco como artefacto canónico de la cultura pop. Y expande el virus del sampler para cuestionar la identidad de la sociedad de la información, el universo comercializado de un Japón olvidadizo de sus propias tradiciones.
La escena reciente de la improvisación japonesa, en cambio, hace del ruido un espacio habitable. Una estética de la disfunción fascinada con los accidentes tecnológicos, el fraccionamiento digital, las repeticiones sorpresivas, los errores y defectos de sus máquinas. Explora el ámbito infinitesimal del sonido, lo descompone en sus partes discretas y lo procesa a través de la alta fidelidad de la tecnología. Invierte el famoso dictum de Marshall McLuhan, ahora el mensaje es el medio. Basta pensar en Sachiko M tocando un sampler sin memoria alguna, sólo a partir del feedback, en Toshimaru Nakamura mezclando sonidos que provienen exclusivamente de su mesa mezcladora, para hacerse una idea de cuán en serio toman este postulado.
En el camino, lo que desaparece es el contenido. Un formalismo del diseño sonoro que logra abandonar el ámbito de la reproducción mecánica a costa de incurrir en un productivismo que sobrevive apenas como apología del propio medio. La atención obsesiva a las cualidades y texturas electrónicas de los sonidos impone la sintaxis de una lengua tecnológica que rechaza toda asociación semántica. Es éste un mundo de la comunicación virtual que se sustrae a los significados. Tal vez ese abandono resulte confortable en una época como la nuestra, de complejidad y fragmentación crecientes. Pero persiste la sospecha de que quizás no sea suficiente.
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