Friday, June 29, 2007

Experimentación sonora en Argentina bajo estado de sitio (1930-1976) (V)


El Di Tella y el sueño trunco del internacionalismo

Habría que esperar a la inauguración del Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales (CLAEM) en 1964 para que el desarrollo de la electroacústica alcanzara su punto álgido. Surgido de la conjunción entre el impulso modernizador interno y la reconfiguración de las relaciones exteriores entre Estados Unidos y América Latina, llevaba inscripto en su frente el dato empírico de un desplazamiento geográfico en el paisaje de la Guerra Fría: la revolución cubana del ’58.
En rigor de verdad, la repercusión de tan imprevisto acontecer no se sentiría de manera plena en nuestro país hasta 1961, con la obtención por parte del socialismo de una banca en el Senado. El peronismo proscrito la haría valer como amenaza velada de un súbito despertar revolucionario de las masas obreras, cuyo ímpetu en esa dirección su exiliado líder tanto había contribuido a adormecer. De efectos más concretos fue la presunción e ineptitud de la administración Kennedy, la que en nombre de un supuesto progresismo convirtió a la conciencia latinoamericana en ámbito privilegiado de su imaginaria guerra santa contra los cubanos. El nuevo celo reformista de los norteamericanos se tradujo en la Alianza para el Progreso y se corporizó en un programa de ayuda económica y social para esta olvidada región del mundo.
Los orígenes del CLAEM se remontaban a la Fundación Torcuato Di Tella, creada en 1958 por su familia, en homenaje al industrial homónimo fallecido diez años antes. Se financiaba con el 10% de las acciones de su empresa SIAM, ejemplo egregio de ese pujante progreso industrial que prometía el desarrollismo. La fundación del instituto del mismo nombre dos años más tarde nos concedería una versión autóctona de la alianza para el progreso, al poner el capital privado al servicio de las artes y las ciencias. El Di Tella se diseñó entonces como un conjunto de centros de investigación de entre los cuales tanto descollaría el de Artes Visuales que su destino se volvería el síntoma ineludible de toda una época.
La función del CLAEM fue bastante más restringida. Por un instante pudo parecer que transformaba a Buenos Aires en la capital de la música de vanguardia, al menos en el subcontinente. Pero esa ilusión se disipa rápidamente cuando constatamos la estructura elitista sobre la que descansaba. Limitado a doce becarios bienales, todos los recursos se ponían al servicio de esos pocos elegidos. Es cierto que por allí pasaron nombres que dejarían rastro en la electroacústica posterior y, en casos contados, hasta en la experimentación más amplia: los peruanos César Bolaños, Alejandro Núñez Allauca y Edgar Valcárcel, la colombiana Jacqueline Nova, el ecuatoriano Mesías Maiguashca, el chileno Gabriel Brncic, los brasileños Jorge Antunes y Marlos Nobre, los argentinos Oscar Bazán, Alcides Lanza, Eduardo Kusnir y Mariano Etkin entre muchos otros. También lo es que el círculo de profesores de postgrado incluía a lo más selecto de la vanguardia internacional: Messiaen, Xenakis, Nono, Copland, Dallapiccola, Ussachevsky y Maderna dieron allí seminarios. Y que una vez renovado su laboratorio de música electrónica a partir de 1966, gracias a las notables ideas del ingeniero Fernando von Reichenbach (entre las que se cuenta la de un convertidor gráfico de sonido) y bajo la dirección musical del propio Kröpfl, se transformó en referencia ineludible de las pretensiones vanguardistas latinoamericanas.
Sin embargo, la profecía de Bruno Maderna estuvo lejos de cumplirse. El italiano, en un arranque de optimismo, declaraba que el próximo boom musical se produciría en Argentina y que si Italia tuviera esa calidad de músicos y ese nivel en las creaciones barrería al mundo.[1] Pero el mundo siguió su curso sin darse por aludido. El problema consistía en el desequilibrio entre investigación y difusión que parecía constitutivo de esa música. Y la razón era sobre todo ideológica: la fe ciega en la especialización, el rigor formal y el manejo de la técnica como criterios excluyentes de validez, hicieron que los esfuerzos del centro se dirigieran a un círculo de iniciados y subestimaran a un público que, gracias al crecimiento del consumo, se hallaba por entonces en plena efervescencia cultural. Tarea de aproximación para la que serían claramente insuficientes esos ciclos anuales de conciertos que apuntaban a promocionar la actividad de los becarios y a los que daban el pomposo nombre de “Festivales”. Se vislumbra aquí otra de esas antinomias que engalanan nuestra historia: el propio impulso altanero, seguro de sus credenciales, de la electroacústica siembra las semillas de su disolución como fuerza capaz de impulsar la experimentación sonora del futuro. La vanguardia se tornará retaguardia, su aislamiento y su ceguera tecnocrática la convertirán en otro academicismo, menos inofensivo que retardatario. Un derrotero sobre el cual nuestro país ni siquiera puede reclamar algún certificado de originalidad, puesto que ese es el destino que la música académica del siglo tiende a sufrir una y otra vez, del serialismo a la composición por computadoras.

Aporías del internacionalismo

Debemos consignar aún un detalle que por sí mismo basta para comprender las paradójicas consecuencias de tanto espíritu emprendedor. El CLAEM fue financiado desde sus inicios por una beca de la fundación Rockefeller, cuyo apoyo se le retiraría en 1969. Eso influyó, sin duda, para que se nombrara a Alberto Ginastera como su director general, un puesto que cualquier otro sitio, menos ingrato con sus ciudadanos y más autónomo en sus decisiones, le habría asignado a Paz. Ginastera tenía mayor repercusión internacional y contactos más aceitados con los Estados Unidos, en parte gracias a una primera estadía allá entre el ’45 y el ’48, cuando buscaba refugiarse del régimen peronista. Pero representaba ese nacionalismo anacrónico que tanto fustigaba Paz. Si bien es cierto que hacia los ’60 pugnaba por incorporar técnicas más experimentales en sus composiciones, su horizonte estético seguía siendo tradicionalista. Aunque ni siquiera eso libraría a su ópera Bomarzo de caer en las garras de la censura, cuando la acusaran de obscenidad en 1967.
Con todo, no era sólo el despecho lo que llevaba a Paz a referirse al CLAEM como la “Academia Pitman de la música moderna” y a la obra de Ginastera como “demostraciones antológicas que gustan mucho a los norteamericanos y las retribuyen alegremente con su alianza para el progreso de la música argentina”. Mientras uno redescubría el dodecafonismo, el otro incorporaba a sus composiciones los principios de indeterminación y la idea de una música más abierta, en sintonía con la brisa de aire puro que Cage, Feldman y el grupo de Nueva York habían introducido en el férreo esquema del serialismo europeo. Con este giro, Paz sentaba las bases para una experimentación argentina que recién asomaría la cabeza con la apertura democrática de las dos últimas décadas. Porque aunque su figura se volvería pública en los golden sixties, su música seguiría sin escucharse. Una diferencia sustancial con el Ginastera al que versionaban los mismísimos Emerson, Lake and Palmer.
Estas rencillas distrajeron a la prensa de una dificultad más grave. El ambicioso proyecto para colocar a nuestra cultura en un plano de igualdad con las tendencias de las grandes metrópolis dependía de dos factores: la estabilidad política interna y la continuidad sin fisuras de la política exterior norteamericana. La megalomanía nacional llegó al punto de suponer que la exportación de arte argentino a los centros primermundistas no era más que el merecido reconocimiento a la calidad de nuestros artistas. Pero ni bien se modificase el escenario internacional, las veleidades cosmopolitas caerían como castillo de naipes. Bastó que Vietnam reemplazara paulatinamente a Cuba como nuevo foco de conflicto en la Guerra Fría para que ese preciado internacionalismo mostrara su verdadero rostro: la dependencia pertinaz de las necesidades estratégicas de una nación que no era la nuestra.


[1] Citado en Sergio Pujol. La década rebelde: Los años 60 en la Argentina. Bs. As., Emecé, 2002, p. 305.

1 comment:

Anonymous said...

Carlos Paz era un imbecil
La teoria no suena a musica, ni la justifica en el caso de sus obras. Simplemente inescuchables.
Quiso parecerse a Schoemberg y no le salió.
Los unicos que lo defienden son los mismos teoricos o musicologos!!
Se hubiera dedicado a estudiar matemática o ingenieria y le hubiera hecho un favor a la música.
PORFAVOR