Banco o financiera por delante, shopping por detrás, museo alemán estilo 1970 en los techos. Todo esto evoca, por fuera, el recién restaurado Teatro Solís. Una violenta rampa para sillas de ruedas, como gigantesca cucarda para premiar la corrección política, desfigura todavía más la fachada. Cuando entramos, las luminarias encajadas en el cielo raso confirman la impresión de que nos encontramos en una institución crediticia argentina. La restauración no ha sido tal, sino más bien una destrucción creativa: se ha adaptado golosamente una de las mayores glorias arquitectónicas del pasado de Montevideo a las formas que se creen más eficaces y difundidas del consumo contemporáneo. Parejo destino espera a la Ciudad Vieja, a menos que triunfe el sentido histórico sobre una codicia que ni siquiera calcula bien sus objetivos. La calle Pérez Castellano ya ha sido convertida en un carnaval de colores brillosos y contrastantes. A esto llaman “recuperación de fachadas”. Tampoco aquí hay recuperación ninguna, sino reconversión del pasado en una fantasía de parque temático. Para los arquitectos encargados del proceso, recuperar no significa conservar las estructuras y asegurar su perduración. Principalmente les interesa colorear, si es posible con pinturas sintéticas. El gris de Montevideo era famoso como el de París. Ahora, con el auxilio de una Unión Europea celosa de su primacía, convertirán a la Ciudad Vieja en algo semejante a la falsificación de la Avenida de Mayo de Buenos Aires cuando el Quinto Centenario: una “puesta en valor” que la acercaba en la imaginación de quienes la pergeñaron, y después en los hechos, al distrito Art Decó de Miami, donde todo es color helado de crema. Otra ilusión será pavimentar las calles con falsos adoquines antiguos para después convertirlas en peatonales del falso buen gusto. Aparentemente, Miami es para Buenos Aires el modelo que Buenos Aires ha de ser para Montevideo, y la misma inteligencia busca ahora que la Ciudad Vieja se parezca a la calle Caminito del porteño barrio de La Boca.
Estas impresiones sobre la Ciudad Vieja, que fueron publicadas hace más de dos años como carta de seudónimo lector en el diario El País de Montevideo, son del todo incompletas si no mencionáramos, ahora que es tarde, lo que han hecho con la calle Sarandí, también de la Ciudad Vieja: inmediatamente después unos minitractores iniciaron una destrucción sistemática para transformar la histórica calle en peatonal de baldosas en distintos colores, repartidas por sectores de dos o tres metros, donde entre palmeras semi-crecidas (sí, palmeras) hoy abundan sillas de plástico –allí fuman los turistas y los jóvenes modernos montevideanos. Apenas terminado el proyecto, obras contemporáneas adornaron la calle: temibles objetos hechos de alambre y cemento, otros de maderas y tela, y desde luego el plástico, tan actual. En julio de 2008 esas obras ya no están y solo se las recuerda porque arrancadas de allí solo quedan agujeros: son dos por cuadra. Menudos sustos, aseguran, se llevaron muchos uruguayos noctámbulos y ebrios (es famoso Uruguay como país del whisky) al toparse con ellas. Más aun en los días de viento, en que además las obras hacían ruido.
Yo amo y respeto al Uruguay, y más, mucho más a Montevideo. País laico donde a la Semana Santa los uruguayos llaman Semana del Turismo, y donde los estilos con que se han levantado muchísimos edificios ostentan una riqueza arquitectónica comparable a los del centro de San Pablo, y aun (sí, aun) a los de la monumental Chicago.
Aquellas impresiones y estas que le continúan quieren lamentar eso que los norteamericanos llaman gentrification (y que el castellano llama con mal gusto elitización). Se trata de la destrucción de pedazos históricos de las ciudades para erigir paraísos clasemedieros donde hasta el cielo imaginado por sus creadores querrá ser de color pastel. El fenómeno es mundial: las ciudades quieren dejar de ser ellas y están haciendo todo para perder aquello que las hace únicas, eso que las hace ser lo que son y no, justamente, otra cosa. El modelo a imitar cambia con el tiempo –ayer fue París, hoy alguna o varias ciudades norteamericanas. No cambia, no se modifica sin embargo el anhelo por esa nivelación planetaria. Y, lo que es más desolador, su éxito.
Sergio Di Nucci
Estas impresiones sobre la Ciudad Vieja, que fueron publicadas hace más de dos años como carta de seudónimo lector en el diario El País de Montevideo, son del todo incompletas si no mencionáramos, ahora que es tarde, lo que han hecho con la calle Sarandí, también de la Ciudad Vieja: inmediatamente después unos minitractores iniciaron una destrucción sistemática para transformar la histórica calle en peatonal de baldosas en distintos colores, repartidas por sectores de dos o tres metros, donde entre palmeras semi-crecidas (sí, palmeras) hoy abundan sillas de plástico –allí fuman los turistas y los jóvenes modernos montevideanos. Apenas terminado el proyecto, obras contemporáneas adornaron la calle: temibles objetos hechos de alambre y cemento, otros de maderas y tela, y desde luego el plástico, tan actual. En julio de 2008 esas obras ya no están y solo se las recuerda porque arrancadas de allí solo quedan agujeros: son dos por cuadra. Menudos sustos, aseguran, se llevaron muchos uruguayos noctámbulos y ebrios (es famoso Uruguay como país del whisky) al toparse con ellas. Más aun en los días de viento, en que además las obras hacían ruido.
Yo amo y respeto al Uruguay, y más, mucho más a Montevideo. País laico donde a la Semana Santa los uruguayos llaman Semana del Turismo, y donde los estilos con que se han levantado muchísimos edificios ostentan una riqueza arquitectónica comparable a los del centro de San Pablo, y aun (sí, aun) a los de la monumental Chicago.
Aquellas impresiones y estas que le continúan quieren lamentar eso que los norteamericanos llaman gentrification (y que el castellano llama con mal gusto elitización). Se trata de la destrucción de pedazos históricos de las ciudades para erigir paraísos clasemedieros donde hasta el cielo imaginado por sus creadores querrá ser de color pastel. El fenómeno es mundial: las ciudades quieren dejar de ser ellas y están haciendo todo para perder aquello que las hace únicas, eso que las hace ser lo que son y no, justamente, otra cosa. El modelo a imitar cambia con el tiempo –ayer fue París, hoy alguna o varias ciudades norteamericanas. No cambia, no se modifica sin embargo el anhelo por esa nivelación planetaria. Y, lo que es más desolador, su éxito.
Sergio Di Nucci
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