Una postal sociológica
New York's gentrification
Malas pasadas que me juega mi gusto ecléctico. El sábado fui al Village Vanguard a ver al quinteto de Dave Douglas. El polifacético Uri Caine en piano Fender, la experiencia de Chris Potter en saxo tenor, el propio Douglas en trompeta y la base rítmica que lo acompaña en los últimos tiempos: James Genus en contrabajo y Clarence Penn en batería. Presentaban Strange Liberation, segunda placa de la banda con Bill Frisell de invitado.
Sería injusto decir que fue un mal concierto. Había duetos interesantes entre Douglas y Potter, el Rhodes de Caine llenaba los espacios con categoría y savoir faire y Penn desbordaba entusiasmo sobre la batería. Sólo Genus parecía algo contenido. No obstante, salvo un crescendo ralentado y melancólico promediando el set, el resto me dejó bastante impertérrito.
Me había pasado otras veces. Una de ellas, con Joe Lovano, Paul Motian y Frisell. Aunque como la estrella de esa noche era Lovano -que no es santo de mi devoción- asumí que allí radicaba la causa de mi malestar. Cuando ví a Frisell con Tony Sherr y Kevin Wollensen tiempo después me pareció espléndido. Como cuando estuvo en Argentina. De Douglas recordaba la música para la compañía de danzas de Trisha Brown que el compositor archivó en formato digital bajo el nombre de El Trilogy -adquirible via mail order en downtown music gallery- y que funcionaba de maravillas con la coreografía.
Si el problema no eran los músicos, debía ser el lugar. En el Village Vanguard uno paga la leyenda. Que por ese subsuelo hayan desfilado Miles Davis, Sonny Rollins, Charles Mingus y tantos otros monstruos. Pero la misma política se aplica en Iridium, Blue Note, B.B.King y muchos otros clubes neoyorquinos de jazz: entradas caras, consumisión obligatoria de diez dólares, mesitas por doquier y una insoportable sensación de urbanidad. Con un público cuarentón, de buen poder adquisitivo, que aplaude todos los solos con fervor religioso y cuya intrascendencia burguesa termina por contagiar a los músicos.
Contratos son contratos, y supongo que una residencia de cinco días en el Vanguard debe estar bien paga. Aunque la banda deba ejecutar tres sets los sábados y un par los demás días. Eso sí, nada de exabruptos. Todo transcurre con la mayor solemnidad -salpicada con alguna broma que demuestre las dotes del anfitrión- y en el respeto más reverencial. Fuimos, escuchamos buena música y todos contentos, a casa o a cenar. Total, "la nanny ya debe haber acostado al pequeño".
La escena de jazz en Nueva York se ha aburguesado. Un proceso al que tampoco el rock es ajeno y sobre el que informaremos en su momento. En la gentrification de la gran manzana mucho tienen que ver el incremento estratosférico de las rentas y la "aplaudida" política de mano dura del ex alcalde Giuliani. El nuevo alcalde continúa la cruzada con un target bien ridículo: los pobres fumadores. Lejos están los tiempos en que a William Parker se lo conocía como the major of the Lower East Side por aventurarse en sitios que la mayoría de los neoyorquinos no se atrevían a pisar. Y es la mejor demostración de que el jazz supo ser otra cosa. Alejada de este irritante decoro de clase media blanca, de esa convención que respetan tanto los músicos y cuya sola consecuencia es el aburrimiento más supino. En los clubes todo se ha vuelto institucional y previsible, de un profesionalismo gris y un virtuosismo soso. Si persiste alguna energía, hay que buscarla en la escena de improvisación libre y en cierto underground.
Quienes buscan excitación, que la música despierte los sentidos, profundice la sensibilidad y apuntale la inteligencia, no la encontrarán aquí. Aunque Thelonius Monk y Miles Davis sufran desde el más allá.
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