Saturday, May 03, 2008

La larga agonía de la contracultura japonesa


Prey (1979) narra la historia de una desilusión y los estertores de una época. Yuya Uchida llega a Tokio proveniente de Nueva York, con un cartón de cigarrillos Kool bajo un brazo y una cinta de música reggae en el otro. La improbable banda rasta se llama A Salty Dog y su nombre convoca de entrada los fantasmas de un tiempo que pasó. En este caso, un disco de 1969 de los británicos Procol Harum, adalides del tenue pasaje de la psicodelia a la música progresiva.
Los infructuosos esfuerzos de Chuya (como lo llaman esos viejos conocidos a los que con el paso de los días nuestro héroe reconocerá cada vez menos) para convencer a su antigua discográfica de las cualidades del grupo señalan el comienzo de una amargura que concluirá en violencia. Uchida busca rastros del pasado en un presente que a cada momento revela el rostro de una decadencia sin retorno. Los productores que antes apostaban al riesgo son ahora ejecutivos exitosos. El rock agoniza frente a productos comerciales con rasgos de explotación adolescente. Y la industria pervierte a todos por igual. La heroína se adueña de la escena y destruye las vidas de los que no se adaptan. Bajo su influjo, el personaje de la bella Asami consume su nostalgia de glorias pasadas como cantante de la banda del propio Uchida.
Ante el curso de los acontecimientos, Chuya se refugia en una casa de hermosos perdedores entre los que se encuentra un viejo con una mano herida y una cuenta pendiente, una colegiala encandilada con los nuevos ídolos musicales y un motoquero que hace del culto a Uchida su nueva vocación. Cuando este se decida a recuperar el curso de una historia rockera que se volvió pesadilla pop, tomará una drástica resolución que disparará la trama hacia su ominosa conclusión. La apoteótica secuencia final es un homenaje explícito a If, una película de Lindsay Anderson que ilustra a la perfección el espíritu de lo que se perdió.
El film de Koji Wakamatsu adquiere una vuelta de tuerca en cuanto reparamos que Uchida, lejos de ser un carácter ficcional, es una figura emblemática del rock nipón de fines de los ’60 y comienzos de los ’70. Precisamente la época a la que actor y director dedican esta feroz elegía. Fue el responsable de Flowers, una banda que en ese 1969 que obsesiona al director, cambió para siempre la faz de la psicodelia japonesa. Poco después evolucionaría en Flower Travellin Band, uno de los grupos más extraordinarios del sol naciente, según dicen los que saben de estas cosas.
De repente, todo se carga de unas referencias que el virtuosismo de Wakamatsu se empeña en escamotearnos. Porque Asami es sorprendentemente similar a Remi Aso, la cantante que nos da la espalda desnuda en la tapa del único disco de Flowers. Y un tal Oritami por el que pregunta continuamente Chuya en la ficción bien puede ser Ikuzo Orita, el productor responsable de los discos más arriesgados del rock japonés de aquel entonces, incluidos los de la Travellin. Y la escena donde Yuya y su adorador recorren en moto las calles de una Tokio intempestiva se parece demasiado a la cubierta del primer álbum de la banda: sus cinco miembros desnudos en sendas motocicletas, transpirando los caminos en una versión nipona de Easy Rider.
El otro lado de esa contracultura hippie lo aporta Wakamatsu con las obsesiones de sus otros films que saturan las pantallas de este BAFICI 2008: el ejército rojo japonés, la rebelión estudiantil de los Zengakuren, el famoso secuestro de un avión. Una política hecha a base de un cocktail de emes que sabe explorar como nadie: Marx, Mao, militancia y marihuana. Los tiempos vibrantes de un empecinamiento revolucionario que no volverá jamás. De eso habla Prey sin mencionarlo. Y al hacerlo, se constituye en el certificado de defunción de toda una época de la cultura juvenil del Japón.

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