Wednesday, June 02, 2004

El mantra divino de Acid Mothers Temple

1- No soy un hombre de fe. No suelo ver a Dios con frecuencia. Pero cada vez que aparece, tiene los ojos rasgados. Lo hizo hace unos meses en Tonic. Solo, con una guitarra. Se hacía llamar Keiji Haino.
La noche siguiente regresó por duplicado. Trajo a uno igual a él que aporreaba un bajo. El otro, el mismo. El número y la configuración eran lo de menos. Guitarra, bajo, gritos, pedales y samplers de batería descargaban su ira -la ira de Dios hecho dúo- en una andanada incesante de ruido, feedback y distorsión que, curiosamente, no carecía de sobretonos ceremoniales. Fiel a su costumbre de presentarse bajo múltiples nombres, ese día decidió bautizar a tan desencajado sonido como Fushitsusha.
Dicen los que saben de estas cuestiones que al Señor le agradaba Japón. Que eligió radicarse allí durante los ´70. Cuentan también que por entonces se regodeaba en aparecerse bajo los más extraños apelativos: Taj Mahal Travellers, Flower Travellin` Band, Tokyo Kid Brothers, Tenjo Sajiki, Les Rallizes Denudes, April Fool, Food Brain, Brast Burn, Karuna Khyal, Magical Power Mako, Lost Aaraaff, Far Out.
Nadie sabe con certeza cómo actúa la divinidad. Se habla mucho de su omnipresencia. Esa característica tan suya de pasearse por varios sitios a la vez. Pero a mí me late que es medio sedentario y amante del sushi. De lo contrario, no se entiende por qué, entrado el nuevo siglo, sigue atronando en escalofriantes combos eléctricos de denominaciones diversas: High Rise, Musica Transonic, Mainliner, Ground Zero, Boredoms y tantos otros que ahora se me escapan. En ocasiones, se toma un descanso de tanto ruido y se transfigura en grupos como Ghost o Nagisa Ni Te. Y desde los ochenta, se acostumbró a recibir a innumerables peregrinos del noise, el free jazz y la improvisación –John Zorn, Fred Frith, Peter Brötzmann y demás- que provenían de Occidente y buscaban, frenéticos, su bendición.
Los creyentes lo consideran pura bondad. Yo no sé mucho de esas cosas. Pero admito que no le falta cortesía. La que demostró al darse una vuelta por la Knitting Factory un par de semanas atrás. Esta vez el dúo se había elevado al cuadrado, lo cual daba como resultado un inapelable cuarteto. Dúo que no era el mismo, parecía otro. Pero con Dios nunca se sabe. Porque este cuarteto se mostraba demasiado consciente de las andanzas del Señor en los ´70. Como sea, en su renovada reencarnación, se presentaba bajo el reverencial título de Acid Mothers Temple and the Melting Paraiso U.F.O.

2- No sabía qué esperar de un recital de los Temple. Siendo una comunidad de donde entra y sale gente todo el tiempo, tanto podían subir al pequeño escenario de la Knitting dos personas como veinte. Al final fueron Kawabata Makoto en guitarras y bouzouki, Tsuyama Atsushi en bajo y voz, Higashi Hiroshi en sintetizadores y guitarra eléctrica y Koizumi Hajime en batería.
Abrió el show Subarachnoid Space. Los memoriosos recordarán alguna review de esta banda en el especial de post-rock que publicamos en el número de Esculpiendo con Chris Cutler en tapa. Noise de guitarras que no me pareció especialmente distintivo entonces ni me lo parece ahora. Pero casi todo tiende a empalidecer ante la catarata sonora de AMT.
¿Qué decir de un grupo que saca 70 discos por año, realiza covers de Terry Riley, desliza homenajes al rock experimental -Univers Zero, Mothers of Invention, Gong, Guru Guru, Jimi Hendrix son un porcentaje ínfimo de los que suelen citar en los títulos o en su música- y extrema la psicodelia hasta límites inconcebibles? Confieso que por un instante me asaltó la duda. ¿No estarían estos japoneses demasiado enamorados de sus propios clichés?
Pobre de mí. Acid Mothers Temple se las ingenió para borrar mi incredulidad de un plumazo a fuerza de saturadas dosis de electricidad. Hacia el fin del concierto se descolgaron con una versión de “La Le Lo”, una canción tradicional occitana, del sur de Francia, que ocupa dos tercios de Mantra of Love, su nuevo larga duración. En el álbum canta Cotton Casino, con su característico falsete. Pero la voz y el sentido escénico de Atsuchi no desmerecen en absoluto. Por momentos se paseaba por el escenario haciendo muecas, como una suerte de Jackie Chan en cámara lenta. Su humor era exquisito cuando se dirigía al público en correcto inglés. Pero lo imagino desopilante cuando aparentaba burlarse de nosotros, pobres mortales, en un incomprensible japonés. Hiroshi ensayaba una bamboleante danza mientras sostenía su propio romance con los sintetizadores y construía paredes de ruido cósmico que taladraban el oído. Y la guitarra de Makoto provenía de otro planeta, con esa inigualable flexibilidad para entonar toda clase de escalas, arrancarle cualquier sonido y ponerla a levitar (y a uno con ella), ambivalente entre la furia y la melancolía.
Un tema de 15 minutos –que podía o no ser el que completa el tercio restante de su flamante placa- reprodujo en un crescendo luminoso la perfección de un universo que no parece ser el nuestro. Y así estuvo este Dios, nipón por adopción, empeñado en demostrarnos que los extremos permiten alcanzar una belleza tangible. Que en el riesgo está siempre implícita la recompensa. Que la idea es previa a toda ejecución y que seguir las propias intuiciones será siempre más valorable que distraerse por las opiniones ajenas. Por eso la incontinencia expresiva que determina desde hace treinta años al rock que se hace en el Imperio del Sol Naciente es tan fascinante. La reacción ante una sociedad conformista y ajena a través de una ética de trabajo proseguida hasta la extenuación. Porque allí, como aquí, uno es producto del entorno en el que habita. Para bien y para mal.

Norberto Cambiasso

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