Saturday, September 29, 2007

Minimalismo: Del estatuto ontológico del objeto a las condiciones epistemológicas de la experiencia (II)


3- Lo que proponían estas nuevas obras era la intervención en un espacio físico concreto. Una suerte de empirismo estricto que reubicaba a las formas artísticas entre los objetos y redefinía la noción de espacialidad en términos de lugar. Se oponía así al postulado, modernista por excelencia, que establecía para la pintura la ilusión de un espacio puramente óptico, dirigido al sentido de la vista con exclusividad.[1] Un gesto tan primario como esas formas mínimas que se empeñaban en simplificar la composición al máximo y que, no obstante, acarreaba consecuencias considerables.
El minimalismo no llegó al descubrimiento de la ineluctable cualidad temporal de nuestras percepciones por generación espontánea. El proyecto inicial, tal como atestiguan las esculturas de Judd y ciertas pinturas de Frank Stella, consistía en asumir la autosuficiencia última del objeto artístico y, por lo tanto, extremar el credo modernista de la autonomía artística hasta sus límites. Una estrategia que se resumía en la famosa frase de Stella “Lo que ves es lo que ves”[2]: la idea de que la pintura era un objeto y que no había nada más allá del cuadro que lo que se encontraba meramente presente. Una estética impersonal que, en la lectura literal que hacía Judd, convertía la tan mentada objetividad autocrítica del modernismo en la evidencia empírica de los objetos específicos.[3]

Las tres dimensiones son el verdadero espacio. Eso nos libera del problema del ilusionismo y del espacio literal, espacio en y alrededor de marcas y colores -lo cual significa la liberación de una de las reliquias más conspicuas y objetables del arte europeo-. Los diversos límites de la pintura ya no están presentes. Una obra puede ser tan poderosa como se piense que es. El espacio real es intrínsecamente más poderoso y específico que la pintura sobre una superficie plana.[4]

El llamado greenbergiano por una pintura objetivista se trastocaba en una superación de la pintura misma a favor de la creación de objetos.
Semejante auto-evidencia estructural de la obra se asociaba en ambos artistas a dos ideas complementarias: la prioridad del todo frente a las partes –una concepción holista que sería primordial tanto en el arte como en la música- y la idea de lo no-relacional, que exigía el arreglo pragmático de dichas partes de acuerdo al principio de “una cosa después de la otra” y rompía con la composición balanceada de gran parte de la abstracción previa y, muy en particular, de la abstracción europea. Para decirlo de manera más sencilla, esos arreglos simétricos evitaban la búsqueda intencional del equilibrio y acentuaban a su vez la singularidad de un todo concreto en contraposición a la idea de una arte de partes orgánicamente relacionadas.
Por el mero hecho de complicar de este modo el espacio empírico, por el énfasis minimalista en la presencia física de sus objetos, tendía a cuestionarse aquel otro espacio trascendental, de ligera ascendencia kantiana, que había formado parte de los desvelos modernistas. Los diseños monocromáticos de Stella renunciaban a cualquier gesto que pudiera leerse como ilusionista. Frente a la idea convencional de la pintura como una pantalla transparente que proyecta un espacio imaginario, oponían una concepción que enfatizaba la mera superficie opaca, carente de interioridad pero ocupando un espacio bien real, igual que cualquier otro objeto.
Desvinculado el plano pictórico de cualquier cualidad metafórica (corporal o espacial) que pudiera detentar, reafirmado en su carácter de objeto en un mundo de otros objetos, resultaba evidente, para cualquier observador agudo, que el paso siguiente sería el abandono liso y llano de la extensión en favor de la tridimensionalidad. Paso que fue dado sin demasiado preámbulo por el propio Judd.

[1] La mejor expresión del problema de la opticalidad se encuentra en el legendario escrito de Clement Greenberg Modernist Painting (1961). Hasta donde pude rastrear, no parece haber traducción al español del que probablemente sea el texto más famoso de toda la crítica de arte del siglo XX. (Nota tardía: hace unos días vi una pequeña compilación de escritos de Greenberg en castellano que incluía Pintura modernista, en ediciones Siruela) En inglés ha sido incorporado a Modernism with a Vengeance, el cuarto volumen de sus The Collected Essays and Criticism, John O’Brian (Ed.), University of Chicago Press, Chicago, 1993. Michael Fried ha desarrollado el tópico en varios de sus artículos de la década del ’60, reunidos ahora en Arte y objetualidad: ensayos y reseñas. A. Machado Libros, Madrid, 2004.
La crítica más furibunda a estas concepciones, aunque no necesariamente la mejor, es la de Rosalind Krauss en The Optical Unconscious, MIT Press, Cambridge, MA, 1993. (Hay trad. castellana en ed. Tecnos). Un estudio dedicado al tema acaba de ver la luz en versión paperback hace apenas unas semanas. Es el de Caroline Jones. Eyesight Alone: Clement Greenberg’s Modernism and the Bureaucratization of the Senses. University of Chicago Press, Chicago, 2005 en la edición hardcover.

[2] “What you see is what you see”, en Bruce Glaser, Questions to Stella and Judd, en Gregory Battcock (Ed.) Minimal Art: A Critical Anthology, Dutton, New York, 1968, p.158. La dificultad para distinguir las obras minimalistas de los objetos cotidianos generó de inmediato la proliferación de artículos y reseñas críticas que trataban de aprehender la escurridiza lógica de la nueva tendencia. La antología de Battcock es esencial porque compila, de manera temprana, la mayor parte de los intercambios polémicos al respecto. Una antología posterior, que incorpora textos más nuevos y algunos de la época que no estaban en la de Battcock, es la que aparece en las últimas páginas de James Meyer. Minimalism, en la colección Themes and Movements de Phaidon. Una buena recapitulación de toda la polémica en otro libro de Meyer. Minimalism: Art and Polemics in the Sixties. Yale University Press, New Haven, 2001.

[3] Otra vez la postulación más acabada del dictamen modernista es de Greenberg y aparece en Modernist Painting: “La esencia del modernismo descansa, tal como lo veo, en el uso de los métodos característicos de una disciplina para criticar a la disciplina en sí, no con el fin de subvertirla sino para afianzarla con mayor firmeza en su área de competencia” La palabra que usa Greenberg es “entrench”, que traduzco aquí como afianzar pero significa literalmente “atrincherar”.

[4] Donal Judd. “Specific Objects”, en Complete Writings. The Press of the Nova Scotia School of Art and Design, New York and Halifax, 1975.
Continuará

Wednesday, September 26, 2007

Minimalismo: Del estatuto ontológico del objeto a las condiciones epistemológicas de la experiencia (I)


1- Poco se ha escrito, hasta donde sé, acerca de las conexiones entre música y artes plásticas en la corriente común del minimalismo que amenazó con adueñarse de la década hacia mediados de los años ’60.[1] Nadie duda de la existencia de semejante lazo pero las relaciones entre ambas distan de ser unívocas. Aunque más no sea porque discurren en un medio específico distinto. El arte tiende a hacer de la espacialidad su ámbito más peculiar, ya se trate del plano estricto de la superficie pictórica o del espacio tridimensional del museo y la galería. La música, en cambio, discurre a través de un modo temporal y se la ha percibido tradicionalmente como la sucesión de los sonidos en el tiempo.
Algunos supieron anticipar la tendencia minimalista a producir un desplazamiento, quizás incluso hasta una inversión, de esta divisoria tan tajante.[2] Distinción que se remonta al menos a cierta estructura u ordenamiento jerárquico de las artes propio del Iluminismo. Nos limitaremos en lo que sigue a tratar el proceso por el cual se llega a cuestionar el carácter estrictamente visual de las artes plásticas. Habrá ocasión, en otro contexto, para ocuparnos de la evolución similar, aunque en sentido contrario, del minimalismo musical.

2- Cuando aparecieron las primeras esculturas minimalistas, el mundillo neoyorquino del arte -que gracias a una combinación de retórica típica de la guerra fría, de triunfalismo expresionista y abstracto y de crítica modernista exclusiva y excluyente había desbancado a París de su tradicional posición hegemónica- pareció conmocionarse un tanto. Las estructuras modulares de Donald Judd, la frágil disposición de las planchas de Richard Serra, las geometrías irreductibles de Robert Morris y Tony Smith, las formas obstructivas de Ronald Bladen, los mosaicos y ladrillos al ras del piso de Carl André, las obsesiones combinatorias del primer Sol LeWitt y las instalaciones lumínicas de Dan Flavin radicalizaban unos cuantos presupuestos del arte moderno hasta desmontarlos por completo.
¿Cómo reaccionar ante la agresiva sencillez de esas formas, su aparente vocación reductiva, la simetría de sus arreglos, la ausencia de cualquier gesto expresivo u ornamentación, la inmediatez de su presencia, el estatuto industrial de sus materiales, la repetición a ultranza de sus partes? ¿Cómo enfrentarse a la inevitable constatación de que esos cubos, columnas, vigas y demás no se distinguían lo suficiente de cualquier objeto cotidiano? Es cierto que las pinturas monocromas y los ready-mades, si bien distaban de constituir hechos universalmente admirados, estaban ya lo suficientemente generalizados como para asumirlos en el canon estético. Pero carecían de esa contradicción perentoria entre la simplicidad desconcertante y la ambigüedad peceptual que detentaban los “objetos” literalistas.[3]

[1] Aunque desde su mismísima inserción en la escena del arte contemporáneo el minimalismo haya generado una profusa bibliografía crítica, en muchos casos de excelente nivel, y pese a haber existido una suerte de segundo round en el contexto de la impugnación neoconservadora de los ’80 a todo aquello que tuviera el más leve tufillo contracultural -cosa que produjo una renovada oleada de libros y artículos en defensa del tema que nos convoca (y algunos ataques peculiares como los de Anna Chave)- sólo uno, el de Edward Strickland (Minimalism: Origins. Indiana University Press, Bloomington, IN, 1993) ha intentado establecer el nexo entre artes visuales y música.
No obstante, la concepción de Strickland, interesado como está por presentar una prehistoria del minimalismo, es más abarcativa que la que manejamos aquí. Strickland reduce el trabajo en tres dimensiones que la mayoría asume como característico del minimal art a un único capítulo y dedica la primera mitad de su texto a una serie de problemas formales en la pintura de los años ’50 que los escultores minimalistas asumieron e impugnaron en un mismo gesto. Más allá de lo dudosa de su hipótesis principal, que no corresponde discutir en este contexto, el libro constituye un buen survey, atento a la cronología y con unas cuantas ideas reveladoras en sus análisis musicales.

[2] “The Crux of Minimalism” en Hal Foster: The Return of the Real. MIT Press, Cambridge, MA, 1993. (Hay trad. castellana en Akal) se ha convertido en la interpretación canónica del minimal art en los últimos tiempos. Inspirado en algunas tesis previas de la crítica Rosalind Krauss y con algunos aciertos notables en sus primeras páginas, el texto se malogra a medida que progresa por la insistencia de Foster en considerar el minimalismo como una extensión del modernismo y, a su vez, una anticipación de las prácticas posmodernas. Estaría dispuesto a conceder el estatuto ambiguo que, efectivamente, detenta el movimiento. Pero fastidia un tanto esa voluntad genealogista que tienen ciertos escritores posmodernos (y de la que no se privan ni siquiera cuando acusan a los modernistas de gestos similares) de apropiarse de toda práctica estética de la década del ’60 como si hubiesen sido precursoras de una etiqueta que, suponiendo que tenga algún sentido más allá de ese carácter rotulador, no lo adquiere hasta una década más tarde. Por otro lado, que el arte minimal se desplazaba hacia la temporalidad violando el dictum modernista de la no-contaminación entre diferentes disciplinas estéticas lo había reconocido de manera inmejorable el principal detractor de dicho arte, Michael Fried, en su artículo más famoso: Arte y Objetualidad.

[3] Se impone aquí una aclaración. La mayoría de los escultores minimalistas rechazan los dos términos de ese sintagma. La pertenencia a un movimiento común, como sucede tantas veces, fue obra más de los críticos y curadores que de una voluntad declarada de los protagonistas por asociarse entre ellos. Si bien el término “minimalismo” se debe a un artículo pionero de Richard Wollheim aparecido en enero de 1965, la ironía consistió en que dicho artículo no se refería a ninguno de los artistas que se mencionan aquí. Durante un tiempo se bautizó a la tendencia con nombres como “arte ABC” (Barbara Rose), “literalismo” (Michael Fried), “arte de rechazo” (rejective art, Lucy Lippard), “arte serial” (Mel Bochner), “pintura sistémica” (Lawrence Alloway), “arte reductivo” y un largo etcétera.
Más importante que la etimología de los diversos rótulos que se le endilgan a un determinado grupo de artistas es la discusión acerca de sus prácticas. A las obras minimalistas se las ha catalogado como “objetos específicos” (Donald Judd), “formas unitarias” (Robert Morris), “estructuras primarias”, etc. Lo mismo ha ocurrido con la música: “música hipnótica”, “música de trance”, “música sistémica”, “música de pulso”, “música modular”, “música de proceso”.
Hay razones específicas e importantes, que no podemos desarrollar acá como corresponde, para asumir cierta prudencia a la hora de referirnos a esos objetos en tres dimensiones como “escultura”. Fue el agotamiento de las posibilidades del plano pictórico, tal cual lo había sancionado la teoría modernista de Clement Greenberg, y la percepción de que la abstracción europea era cosa superada, lo que llevó a muchos a cruzar la barrera de la extensión y la superficie hacia el volumen y la tridimensionalidad. Por otro lado, la línea divisoria entre pintura y escultura era cada vez menos clara. El comienzo de Specific Objects, el importante ensayo de Judd de 1965, abría con esta frase: “La mitad o más de la mejor obra de los últimos años no ha sido ni pintura ni escultura”. Y Morris, en abril del ’69 (Notes on Sculpture, part IV): “La escultura se detiene en seco donde los objetos comienzan”. Es el ilusionismo del espacio pictórico lo que está en cuestión, y ese cuestionamiento lo había iniciado el propio Greenberg con su idea de planitud.

Continuará

Friday, August 31, 2007

Faust: This is the time we are in love with.


¡Por fin un libro sobre Faust!, tal vez la banda más legendaria de todo el rock alemán de los setenta. Y debo decir que, a juzgar por lo que se lee en Faust. Stretch out time: 1970- 1975, su autor, Andy Wilson, se muestra a la altura de la tarea. Habrán ayudado sus diez años como webmaster de las Faust pages, excelente recopilación en inglés de todas las cosas fáusticas de ayer, de hoy y de mañana.
Puesto que lo esencial es invisible a los ojos, no es nada sencillo explicar los méritos de este opúsculo de módicas pero inteligentes 200 páginas. La parte central de Strech out time (algo así como el tiempo extendido) consiste en una lectura detallada -disco por disco y tema por tema- de su opus clásico: Faust I, So Far, Outside the Dream Syndicate (con Tony Conrad), Faust Tapes, Faust IV, Munich & Elsewhere. Los comentarios son atinados la mayoría de las veces pero me temo que resultarán arduos para quien no esté al tanto de su discografía. De hecho, sólo se aprecian en la medida en que uno los repasa mientras escucha los discos. No obstante, un análisis tan puntilloso de las canciones, a riesgo de ser un tanto fastidioso, parece la opción más prudente ante las versiones cruzadas y contradictorias acerca del devenir de Faust, cosa que sus miembros se encargaron de alimentar para ensanchar la leyenda. En este aspecto, la elección de Wilson es claramente hermenéutica y, a diferencia de tanta prensa actual, arriesga interpretaciones personales y argumenta sus posiciones con convicción.
Una introducción autobiográfica traduce nuestra inveterada costumbre de periodistas de participar del asunto contando la historia de nuestra recepción de la banda (cómo llegué a Faust por primera vez, etc., etc.) pero no aporta demasiado. Un intento por ubicar al grupo en el contexto del kraut-rock tiene sus momentos aunque peque de una generalidad excesiva. El capítulo siguiente ofrece en cambio lo más parecido a una versión definitiva de los comienzos de Faust a la que podemos aspirar hoy día. Es en los dos últimos -una reflexión sesuda acerca del tiempo en la música y una comparación con la obra de Zappa- donde aparece el mejor Wilson. El primero justifica el título del libro (que ahora bautiza también a uno de los múltiples fragmentos que componen el Faust Tapes) con una larga disquisición acerca del tiempo muerto y vacío de la música mercantilizada, un razonamiento que no oculta su deuda adorniana.
El otro asume a Zappa como una de las influencias prominentes de Faust (junto con Velvet Underground) pero demarca el territorio que distingue las veleidades de alta cultura del norteamericano en relación con el anarquismo irresponsablemente encantador de los alemanes. Me hubiera gustado leer también un análisis ampliado que señalara la importancia de ambos (Zappa y Velvet) en el rock alemán de la época. Y algunas páginas que aludieran al antecedente de los Monks, extraordinaria banda antibeat de GIs a los que Irmler (el tecladista de Faust) viera, en su adolescencia, en una memorable aparición televisiva en el Beat Club. Seguro que allí se sembraron las semillas de lo que poco después sería el tema más celebrado de los germanos: “It´s a Rainy Day (Sunshine Girl)”.
Sin embargo, no se dejen engañar por mis exagerados reparos de fanático. El libro abunda en revelaciones parciales. Y es el tono ideológico (bastante marxista, debo decir) que le imprime su autor lo que lo vuelve interesante. No hay aquí concesión alguna al pop comercializado (maravilloso el momento en que Wilson acusa al inflacionado periodista británico Paul Morley de detentar un “populismo bovino”) y sí, en cambio, un conocimiento muy profundo de la música y el arte experimentales. Wilson es consciente del medio politizado de la nueva izquierda en el que participaba Uwe Nettelbeck, de las pretensiones mercantilistas del sello Virgin ocultas tras su retórica avant-garde, de ciertas inspiraciones del arte moderno (del suprematismo a Fluxus) y de una oscurísima y fascinante cadena de combos que deben algo de su estética y de su sonido a las anticipaciones faustianas: DDAA, Doo-dooettes, Homosexuals, S/T, Ectogram, Nurse with Wound (NWW) y demás.
Completan el libro una bibliografía acotada pero importante, una detallada discografía, una buena cantidad de fotos (en blanco y negro, puesto que la edición del texto es autoproducida), el mítico manifiesto que la banda entregó en sus recitales británicos del ’73, y notas y artículos de la época desperdigados aquí y allá. Los amantes del gossip hallarán también una considerable provisión de anécdotas disparatadas sobre los días álgidos de uno de los grupos fundacionales del rock experimental.

Wednesday, August 22, 2007

Guitarra vas a llorar

Ül es un trío de guitarras integrado por Anla Courtis, Fernando Perales y Charly Zaragoza. Cuentan con dos discos recientes en su haber: Astropecuario, editado por el sello escocés Pjorn y Ül 2, en el argentino Facón records. Tuve ocasión de verlos juntos por primera vez en un contexto un poco diferente, como parte de la banda de acompañamiento del ex Can Damo Suzuki en el teatro Empire.
Por momentos usan una guitarra como sostén para construir encima cierta arquitectura sonora que coquetea con el noise y la improvisación. En otras ocasiones, como en gran parte de su segunda placa, la cosa adquiere una densidad notable y genera un sonido bien oscuro, digno de ese doom ralentado hasta lo intolerable que caracteriza a grupos como Khanate. La exploración del instrumento a través de técnicas extendidas y su amor por la materialidad misma de la electricidad redundan en beneficio de un tejido fuertemente texturado, cuyas evoluciones graduales requieran de la mayor concentración. Ayuda el uso decidido y criterioso de efectos y pedales.
En última instancia, Ül es un grupo rockero, dispuesto a flirtear hasta el infinito con ese ícono del rock’n’roll por excelencia: la guitarra eléctrica. Claro que lo suyo no intenta revivir glorias pasadas como en la horrenda escena del rock nacional contemporáneo. Más bien es una apuesta a un futuro que el presente ya permite vislumbrar, el de aquello que persiste cuando se renuncia al ritmo venerable y cansino del 4/4. Eso (y la ausencia de melodía en el sentido tradicional) bastará a muchos para situar a esta banda en el casillero de la música experimental. No estoy seguro de que con eso se salde la cuestión. En todo caso, Ül genera interrogantes similares a los de bandas con las que comparte cierta filiación: pienso en los Vibracathedral Orchestra en particular.
Como sea, los interesados podrán develar el misterio y apreciar por sí mismos hoy miércoles 22 y el próximo miércoles 29, cuando el trío se presente en el Virasoro Bar (Guatemala 4328 en el barrio chic de Palermo) Lamentablemente obligaciones laborales me impedirán estar allí. No obstante, mi espíritu acompañará.

Sunday, July 15, 2007

Experimentación sonora en Argentina bajo estado de sitio (1930-1976) Final

Los setenta: la década inconclusa

Gregorio dejará Música Más en el ’72. Recién a partir de los ’90, ya radicado en el exterior, podrá ampliar esas experiencias iniciales a través de una música que traduzca en sonidos las intuiciones de los concretistas y madistas de la década del ’40. Por entonces, todo el trabajoso tinglado de relaciones institucionales que la cultura argentina había construido desde mediados de los ’50 se desmoronaba sin remedio. El CLAEM cerraba sus puertas a fines del ’71 por razones económicas. Su laboratorio pasaba a depender de la Municipalidad de Buenos Aires. En Córdoba el Centro de Música Experimental yacía en estado de coma desde el ’68. Los aportes privados caían al tiempo que industrias como Kaiser fundían. La familia Di Tella negociaba con los militares el cierre del famoso Instituto para salvar a sus empresas de la quiebra. El capital extranjero procuraba ventajas monopólicas bajo una situación que favorecía el traspaso de los recursos nacionales a las corporaciones privadas. Ante semejante panorama, los sectores obreros ensayaban una serie de insurrecciones que culminarían en el llamado Cordobazo de 1969 y sembrarían la semilla guerrillera de la década siguiente. También entre muchos artistas e intelectuales de clase media las opciones pasaban por la radicalización ideológica o la emigración.
Esta última produciría una verdadera sangría en esa generación de músicos que se había formado a la sombra de un incansable Juan Carlos Paz que falleció en 1972. Mario Davidovsky y Mauricio Kagel habían partido tiempo atrás. Ahora los seguían Horacio Vaggione, Pedro Echarte, Edgardo Cantón, Enrique Belloc, Carlos Roque Alsina, Alcides Lanza, Carlos Rausch, Hilda Dianda, Enrique Gerardi, Eduardo Kusnir y un largo etcétera. Algunos se iban por un tiempo y regresaban. Pero la mayoría prefería una carrera segura en el exterior antes que arriesgarse a las inclemencias de una Argentina que empezaba a desangrarse en una incipiente guerra civil. La misma dinámica de becas (Ford, Guggenheim, Rockefeller, etc.) que había favorecido la modernización cultural, promovería a su vez la huída de “cerebros” hacia lugares más promisorios.[1]
Bajo estas condiciones, la llama de la experimentación se trasladaba a la música popular. La extendida estadía de Steve Lacy hacia 1966 -con un cuarteto de ensueño que incluía a Enrico Rava en trompeta, Johnny Dyani en bajo y Louis Moholo en batería- lograba el milagro de gustar por igual a los vanguardistas del free y a los tradicionalistas del swing. Walter Thiers era el principal difusor de un free jazz que los argentinos denominaban “la nueva cosa”. Y excelentes improvisadores se daban cita en la Agrupación Nuevo Jazz, desde el mismísimo Gato Barbieri antes de viajar a Italia hasta Jorge Navarro, Baby López Furst, Jorge López Ruíz y el Mono Villegas. Por momentos, y sin la menor noticia de la existencia de esas corrientes foráneas, sus jams sonaban en la línea de la improvisación británica y de la escuela de Canterbury.
Las progresiones de un tango renovado por los bandoneones virtuosos de Astor Piazzolla y Eduardo Rovira, luego del rechazo inicial, se imponían en el inconsciente colectivo de finales de los ’60. Incluso el folklore desplegaba un lenguaje más audaz gracias a la capacidad orquestal de Waldo de los Ríos, al trabajo armónico de Eduardo Lagos (¡otro discípulo de Paz!) y al gusto sinfónico y camarístico de Manolo Juárez. También el naciente rock argentino brindaba algunas gemas tempranas que se extenderían hasta mediados de los setenta.
Estaba a la orden del día la confluencia entre diversas corrientes: el folklore no tenía empacho alguno en contagiarse del jazz, el tango, en recurrir a técnicas de la música contemporánea y el rock, en mimetizarse con ritmos folklóricos y tangueros.
Pero tamaña vocación creativa no sobreviviría a la década nueva. El 20 de junio de 1973 Perón regresaba al país. La masacre en el Aeropuerto de Ezeiza ese mismo día se cobraba la vida de trece personas y dejaba claro que las diferencias entre la extrema izquierda y la ultraderecha en el seno del movimiento eran irreconciliables. El general recuperaba el poder por medio de elecciones democráticas en octubre pero fallecía siete meses más tarde. Lo sucedía su viuda María Estela Martínez de Perón, más conocida como Isabelita. Sin embargo, el verdadero gobernante en las sombras sería su secretario personal y Ministro de Bienestar Social José López Rega, alias el Brujo. Bajo su gobierno financió a un grupo paramilitar denominado Alianza Anticomunista Argentina o Triple A que a través de atentados, secuestros, torturas y asesinatos de militantes de izquierda y presuntos “subversivos” anticipó un siniestro modus operandi -el terrorismo de estado- que el Poceso de Reorganización Nacional llevaría a niveles atroces de perfección. En efecto, en marzo de 1976 una junta militar se adueñó del poder y con la excusa de concluir la guerra sucia contra las organizaciones guerrilleras, limitó todas las libertades y reprimió cualquier forma de protesta social. Se iniciaba así la época más tenebrosa de un país que nunca nos había ahorrado calamidades. Aquí ya no hubo milagro posible. La tarea, ya no prioritaria sino casi excluyente, consistió en sobrevivir como se pudiese. Ninguna cualidad experimental podía florecer en tan claustrofóbica atmósfera.
Por eso, con la lenta recuperación democrática a partir de 1983, la música experimental todavía busca reestablecer los lazos con un pasado que fue cortado de cuajo. No nos corresponde juzgar, en el marco de este artículo, acerca de sus éxitos o de sus fracasos.

[1] Aún está por hacerse una historia de los aportes experimentales de tantos expatriados, que incluso en nuestros días no cesa de crecer. Cualquier esbozo de esa época debería considerar la exposición lograda por Kagel como miembro conspicuo de la segunda generación de Darmstadt, la participación de Alsina en el colectivo de improvisación New Phonic Art junto a Vinko Globokar, Michel Portal y Jean Pierre Drouet, las aventuras vanguardistas del Gato Barbieri de los ’60 a partir de sus colaboraciones con Don Cherry y la peculiar experiencia de Roberto Detreé como miembro del grupo alemán multiétnico Between y como colaborador en el primer disco de Embryo.

FIN

Thursday, July 05, 2007

Experimentación sonora en Argentina bajo estado de sitio (1930-1976) (VI)


Los estertores de la vanguardia

Por aquellos años se desarrolló en la ciudad de Córdoba otra experiencia vanguardista cuyos resultados serían más que satisfactorios si consideramos que carecían de los medios y de la repercusión que otorgaba el Di Tella. Al promediar los ‘60, gracias a la iniciativa de unos cuantos individuos y al sostén físico e institucional de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), se fundaba el Centro de Música Experimental de la Escuela de Artes. Al apoyo interno de la pianista Ornella Ballestreri de Devoto, directora del departamento de música de la escuela, se le sumó el del propio Paz, quién intervino para que pudieran obtener del Fondo Nacional de las Artes el dinero necesario para la concreción del proyecto.
La ciudad no carecía de antecedentes experimentales. César Franchisena comenzaba hacia 1959 la composición con medios electrónicos en la radio de la universidad. Y el mítico grupo de los seis que conformaba el Centro -Oscar Bazán, Graciela Castillo, Pedro Echarte, Virgilio Tosco, Carlos Ferpozzi y Horacio Vaggione - ya a comienzos de década se reunía en casa de este último.
Tendrían su presentación en sociedad en octubre del ’66, en el marco de las Primeras Jornadas Americanas de Música Experimental. El evento formaba parte de la Tercera Bienal Americana de Arte, organizada por unas industrias Kaiser (IKA) que, asediadas por los conflictos gremiales y la incipiente crisis de varias de sus empresas, insistían desde 1962 en destinar enormes sumas de dinero a la promoción del arte continental.
Lamentablemente el debut se pareció demasiado a una despedida. Todas las contradicciones que se habían venido incubando durante ese decenio orgulloso y febril explotaron a la vez. Cuatro meses antes un nuevo golpe de estado ponía fin al experimento democrático del Dr. Illia. Que el determinante de otra intervención militar fuese la voluntad del entonces presidente por levantar la proscripción del peronismo, revela a las claras que el país se debatía en animosidades de vieja data. El régimen de facto, liderado por el general Onganía, dio marcha atrás con las medidas de nacionalización y control de capitales del gobierno anterior y anticipó parte de la ortodoxia liberal que asolaría a la Argentina en el futuro: devaluó 40% la moneda, congeló los salarios y limitó fuertemente el derecho a huelga de los trabajadores. Pero su infamia más recordada sería el daño irreversible que infringió a la educación, cuando intervino la Universidad de Buenos Aires en un episodio de sangrienta represión conocido como la noche de los bastones largos, obligando a la renuncia de casi 1400 profesores y al exilio de unos 300.
La Bienal de Córdoba amplificó estas tensiones. Una semana antes los estudiantes protestaban frente a la UNC que le servía de sede. Y con el título de Primer Festival Argentino de Formas Contemporáneas se montó una antibienal que graficaba la pérdida de consenso sufrida por la vanguardia. Un año más tarde el directorio de IKA pasaba a manos de Renault y todo el esfuerzo de un lustro se dilapidaba de un plumazo. La única solución posible, que el Estado asegurara la continuidad de la bienal como había sucedido con la de San Pablo, era un espejismo bajo las condiciones represivas reinantes.
Lo que se quebró en esos días aciagos fue la idea de un progreso sostenido, el mito de una evolución gradual que había difundido el desarrollismo y que regía de algún modo las búsquedas del CLAEM. Los compositores cordobeses, en cambio, reemplazaban el concepto de vanguardia por el de experimentación. Las partituras tempranas de Bazán incorporaban el azar. Su música posterior se volverá aún más austera, con cierta economía en la elección de los materiales, estructuras elementales y bloques de texturas no direccionales. Su actitud contrastaba con la de los cultores de la electroacústica tradicional. No obstante, más conocido será un disco de Vaggione, La Máquina de Cantar, que el legendario sello italiano Cramps editará en 1978. Dos composiciones electrónicas (una para computadora IBM y otra con mini-moog y Yamaha) que transmitían cierto minimalismo gélido de tonalidades progresivas y le valdrían comparaciones con músicos como Conrad Schnitzler. Claro que eso ocurriría una década después de que el Centro congelara sus actividades aunque siguiera existiendo en los papeles. Vaggione y Echarte optarían por radicarse en Europa; el resto sobreviviría en los márgenes, ante un clima político y social cada vez más enrarecido.

Una luz en las tinieblas

“Hice unos cuantos amigos, uno de ellos era Guillermo Gregorio, un arquitecto que tocaba muy bien el saxo, le gustaba el free jazz. Empezamos a juntarnos a improvisar de forma libre, ni siquiera jazzísticamente. Hasta que en el año ‘69 hubo un congreso de arquitectura con espectáculos no convencionales en el teatro Opera y nos propusieron hacer algo. Teníamos diez minutos, necesitábamos músicos y no había un peso. Tenemos un tiempo y podemos tener un coro. ¿Por qué no hacemos un espectáculo que se llame El tiempo y el coro? Pero que el coro no cante. Entonces armamos toda una secuencia para que se presentara un coro ficticio que conformamos con gente amiga, con un director, y en el momento en que iba a empezar el coro aparecía un señor bajito del costado que interrumpía el espectáculo. Dentro del público aparecieron diez personas de un grupo de mimos que de repente decían “Che, yo me voy de acá” y cuando empezó a movilizarse demasiado, y antes de que pasara mucho rato mandaron que se emitiera la cinta de explicación del evento sonoro y conceptual a través del tiempo. Eso fue el debut del Movimiento Música Más, hicimos espectáculos en la calle, arriba de un colectivo, en el Centro Cultural San Martín, en una plaza, dimos conciertos en los barrios, organizados por la municipalidad, trabajamos con el público. En el teatro Armando Discépolo hacíamos espectáculos semanales. Nunca sabíamos qué era lo que iba a pasar, sabíamos que más o menos iba a haber una cosa u otra, había gente de danza metida. Hicimos un espectáculo muy lindo con los mimos de Alberto Saba. Hasta que llegó Isabelita y ahí nos tuvimos que meter adentro. Nos acogió muy bien durante un año el Instituto Goethe. Fue prácticamente la desaparición del Movimiento Música Más.”[1]

Quién así habla es Roque de Pedro y lo que cuenta es la vida breve de una agrupación que habría podido participar de cualquier evento Fluxus sin ruborizarse. Sus orígenes se remontaban a los experimentos pioneros con cintas e improvisación de Guillermo Gregorio (clarinete, saxo alto) y Carlos Miralles (trompeta). Desde 1963, Gregorio, en particular, parecía empeñado en combinar dos tradiciones que por entonces se pensaban como antitéticas: el free jazz y la música concreta. Una pieza temprana del dúo -Sobre el piano, adentro del piano, alrededor del piano…- exploraba las posibilidades tímbricas del instrumento y lo consideraba a la vez como un objeto. El resultado guardaba cierto parentesco inconsciente con el Piano Activities de Philip Corner -donde se desmontaba un piano de cola para luego subastar las piezas- o anticipaba el posterior concierto homenaje a Maciunas de Joseph Beuys y Nam June Paik, excéntrico dueto de pianos en conmemoración del fallecido líder de Fluxus.
Esta disposición a considerar la música como un evento sónico concreto, que discurre en un tiempo bien real, delataba una actitud experimental liberada por completo del corsé de la música académica. En una época donde la vanguardia se había trastocado en mero mainstream, Música Más y otros colectivos afines con miembros en común -Conjunto de Música Contemporánea de Buenos Aires y el Grupo de Improvisación de La Plata- se involucraban en una especie de action music que hacía de la performance y el contacto con el público su razón de ser. No obstante, fiel a esa idiosincrasia tan argentina, estos sonidos permanecerían secretos, resonando en los oídos de aquellos afortunados que pudieron participar de sus conciertos, hasta que John Corbett editara algunas muestras hace unos años en su Unheard Music Series.
Se trataba de una música, efímera si se quiere, que tenía en las plazas y en las calles sus escenarios más adecuados y se autoimponía condiciones que dificultaban su ejecución, como en la idea de una emisión televisiva sin imagen ni audio cuyo único sonido fuera el silbido del tubo del aparato, o en la voluntad por tocar la menor cantidad posible de sonidos. Una música conceptual donde el acento se desplazaba del rigor de la partitura a la idea y al entorno. Huelga decir que tamaña actividad lúdica hallaría la hostilidad de la mayor parte de sus pares académicos. Y lo que debía ser el verdadero comienzo de una tradición radicalizada de experimentalismo sonoro quedaba condenado a una simple nota al pie.


[1] En La Negrita, publicación del CEMAFA, Centro de Estudiantes del Conservatorio Superior de Música “Manuel de Falla”. Número 2, octubre de 2005, pp. 7-8.


En breve, la última parte

Friday, June 29, 2007

Experimentación sonora en Argentina bajo estado de sitio (1930-1976) (V)


El Di Tella y el sueño trunco del internacionalismo

Habría que esperar a la inauguración del Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales (CLAEM) en 1964 para que el desarrollo de la electroacústica alcanzara su punto álgido. Surgido de la conjunción entre el impulso modernizador interno y la reconfiguración de las relaciones exteriores entre Estados Unidos y América Latina, llevaba inscripto en su frente el dato empírico de un desplazamiento geográfico en el paisaje de la Guerra Fría: la revolución cubana del ’58.
En rigor de verdad, la repercusión de tan imprevisto acontecer no se sentiría de manera plena en nuestro país hasta 1961, con la obtención por parte del socialismo de una banca en el Senado. El peronismo proscrito la haría valer como amenaza velada de un súbito despertar revolucionario de las masas obreras, cuyo ímpetu en esa dirección su exiliado líder tanto había contribuido a adormecer. De efectos más concretos fue la presunción e ineptitud de la administración Kennedy, la que en nombre de un supuesto progresismo convirtió a la conciencia latinoamericana en ámbito privilegiado de su imaginaria guerra santa contra los cubanos. El nuevo celo reformista de los norteamericanos se tradujo en la Alianza para el Progreso y se corporizó en un programa de ayuda económica y social para esta olvidada región del mundo.
Los orígenes del CLAEM se remontaban a la Fundación Torcuato Di Tella, creada en 1958 por su familia, en homenaje al industrial homónimo fallecido diez años antes. Se financiaba con el 10% de las acciones de su empresa SIAM, ejemplo egregio de ese pujante progreso industrial que prometía el desarrollismo. La fundación del instituto del mismo nombre dos años más tarde nos concedería una versión autóctona de la alianza para el progreso, al poner el capital privado al servicio de las artes y las ciencias. El Di Tella se diseñó entonces como un conjunto de centros de investigación de entre los cuales tanto descollaría el de Artes Visuales que su destino se volvería el síntoma ineludible de toda una época.
La función del CLAEM fue bastante más restringida. Por un instante pudo parecer que transformaba a Buenos Aires en la capital de la música de vanguardia, al menos en el subcontinente. Pero esa ilusión se disipa rápidamente cuando constatamos la estructura elitista sobre la que descansaba. Limitado a doce becarios bienales, todos los recursos se ponían al servicio de esos pocos elegidos. Es cierto que por allí pasaron nombres que dejarían rastro en la electroacústica posterior y, en casos contados, hasta en la experimentación más amplia: los peruanos César Bolaños, Alejandro Núñez Allauca y Edgar Valcárcel, la colombiana Jacqueline Nova, el ecuatoriano Mesías Maiguashca, el chileno Gabriel Brncic, los brasileños Jorge Antunes y Marlos Nobre, los argentinos Oscar Bazán, Alcides Lanza, Eduardo Kusnir y Mariano Etkin entre muchos otros. También lo es que el círculo de profesores de postgrado incluía a lo más selecto de la vanguardia internacional: Messiaen, Xenakis, Nono, Copland, Dallapiccola, Ussachevsky y Maderna dieron allí seminarios. Y que una vez renovado su laboratorio de música electrónica a partir de 1966, gracias a las notables ideas del ingeniero Fernando von Reichenbach (entre las que se cuenta la de un convertidor gráfico de sonido) y bajo la dirección musical del propio Kröpfl, se transformó en referencia ineludible de las pretensiones vanguardistas latinoamericanas.
Sin embargo, la profecía de Bruno Maderna estuvo lejos de cumplirse. El italiano, en un arranque de optimismo, declaraba que el próximo boom musical se produciría en Argentina y que si Italia tuviera esa calidad de músicos y ese nivel en las creaciones barrería al mundo.[1] Pero el mundo siguió su curso sin darse por aludido. El problema consistía en el desequilibrio entre investigación y difusión que parecía constitutivo de esa música. Y la razón era sobre todo ideológica: la fe ciega en la especialización, el rigor formal y el manejo de la técnica como criterios excluyentes de validez, hicieron que los esfuerzos del centro se dirigieran a un círculo de iniciados y subestimaran a un público que, gracias al crecimiento del consumo, se hallaba por entonces en plena efervescencia cultural. Tarea de aproximación para la que serían claramente insuficientes esos ciclos anuales de conciertos que apuntaban a promocionar la actividad de los becarios y a los que daban el pomposo nombre de “Festivales”. Se vislumbra aquí otra de esas antinomias que engalanan nuestra historia: el propio impulso altanero, seguro de sus credenciales, de la electroacústica siembra las semillas de su disolución como fuerza capaz de impulsar la experimentación sonora del futuro. La vanguardia se tornará retaguardia, su aislamiento y su ceguera tecnocrática la convertirán en otro academicismo, menos inofensivo que retardatario. Un derrotero sobre el cual nuestro país ni siquiera puede reclamar algún certificado de originalidad, puesto que ese es el destino que la música académica del siglo tiende a sufrir una y otra vez, del serialismo a la composición por computadoras.

Aporías del internacionalismo

Debemos consignar aún un detalle que por sí mismo basta para comprender las paradójicas consecuencias de tanto espíritu emprendedor. El CLAEM fue financiado desde sus inicios por una beca de la fundación Rockefeller, cuyo apoyo se le retiraría en 1969. Eso influyó, sin duda, para que se nombrara a Alberto Ginastera como su director general, un puesto que cualquier otro sitio, menos ingrato con sus ciudadanos y más autónomo en sus decisiones, le habría asignado a Paz. Ginastera tenía mayor repercusión internacional y contactos más aceitados con los Estados Unidos, en parte gracias a una primera estadía allá entre el ’45 y el ’48, cuando buscaba refugiarse del régimen peronista. Pero representaba ese nacionalismo anacrónico que tanto fustigaba Paz. Si bien es cierto que hacia los ’60 pugnaba por incorporar técnicas más experimentales en sus composiciones, su horizonte estético seguía siendo tradicionalista. Aunque ni siquiera eso libraría a su ópera Bomarzo de caer en las garras de la censura, cuando la acusaran de obscenidad en 1967.
Con todo, no era sólo el despecho lo que llevaba a Paz a referirse al CLAEM como la “Academia Pitman de la música moderna” y a la obra de Ginastera como “demostraciones antológicas que gustan mucho a los norteamericanos y las retribuyen alegremente con su alianza para el progreso de la música argentina”. Mientras uno redescubría el dodecafonismo, el otro incorporaba a sus composiciones los principios de indeterminación y la idea de una música más abierta, en sintonía con la brisa de aire puro que Cage, Feldman y el grupo de Nueva York habían introducido en el férreo esquema del serialismo europeo. Con este giro, Paz sentaba las bases para una experimentación argentina que recién asomaría la cabeza con la apertura democrática de las dos últimas décadas. Porque aunque su figura se volvería pública en los golden sixties, su música seguiría sin escucharse. Una diferencia sustancial con el Ginastera al que versionaban los mismísimos Emerson, Lake and Palmer.
Estas rencillas distrajeron a la prensa de una dificultad más grave. El ambicioso proyecto para colocar a nuestra cultura en un plano de igualdad con las tendencias de las grandes metrópolis dependía de dos factores: la estabilidad política interna y la continuidad sin fisuras de la política exterior norteamericana. La megalomanía nacional llegó al punto de suponer que la exportación de arte argentino a los centros primermundistas no era más que el merecido reconocimiento a la calidad de nuestros artistas. Pero ni bien se modificase el escenario internacional, las veleidades cosmopolitas caerían como castillo de naipes. Bastó que Vietnam reemplazara paulatinamente a Cuba como nuevo foco de conflicto en la Guerra Fría para que ese preciado internacionalismo mostrara su verdadero rostro: la dependencia pertinaz de las necesidades estratégicas de una nación que no era la nuestra.


[1] Citado en Sergio Pujol. La década rebelde: Los años 60 en la Argentina. Bs. As., Emecé, 2002, p. 305.

Saturday, June 23, 2007

Experimentación sonora en Argentina bajo estado de sitio (1930-1976) (IV)


El optimismo infundado de una época

Un nuevo golpe de estado, autoproclamado “la Revolución Libertadora”, terminó en el ’55 con diez años de hegemonía peronista. Como en tantas otras ocasiones a través de nuestra historia, fue recibido con alivio por sectores considerables de la población y apoyado por ciertos partidos políticos que alguna vez se habían tenido por populares. Pero los dos períodos de gobierno justicialista, para bien o para mal, habían modificado de manera irreversible las relaciones entre las diversas fuerzas sociales. Ahora la clase obrera se había constituido en un factor con el que se hacía imperioso lidiar. Y dado su apoyo incondicional al presidente destituido, se convirtió rápidamente en el blanco privilegiado de la represión policial. Esta dificultad para reconocer a las masas -que seguirían siendo empecinadamente peronistas con el correr de las décadas- desmentía la retórica democrática de un régimen poco acostumbrado a ella y sumía a la corporación militar en pugnas internas de proporciones. Los fusilamientos de junio del ’56, drástica respuesta del ejército a un levantamiento justicialista, daban la pauta de una escalada inédita de esa condición de sorda guerra civil en la que se debatía el país desde la década del ’30.
Pero de a poco se iría instalando un discurso modernizador que apostaba a la rápida industrialización como expediente de la ansiada reinserción argentina en el mundo. Un desarrollismo que, a partir de 1958, tendría en la administración del doctor Frondizi a un defensor un tanto equívoco. Más allá de las dualidades y dobleces del nuevo gobierno democrático, las artes se vieron saturadas de renovado optimismo y, por una vez, la música no fue la excepción.
Ese mismo año Tirso de Olazábal inauguraba la posibilidad de escuchar en vivo, con adecuada amplificación, la música concreta y electrónica de algunos compositores europeos contemporáneos. Las experimentaciones con registros sonoros sobre discos de acetato las había anticipado Mauricio Kagel hacia 1954, cuando se le solicitó que musicalizara una exhibición industrial en la ciudad de Mendoza. El resultado fue Música para la torre, una obra concreta en la línea de las búsquedas francesas de Shaeffer y cía. Ya a finales de los ´50 combinaba su interés por el teatro instrumental con grabaciones para cinta. Por entonces había intentado infructuosamente montar un estudio de música electrónica. Con su ida a Alemania en 1957, el país perdería a un compositor de excepción, que cuanto mayor reconocimiento obtenía en la escena internacional, tanto más olvidado era en la nuestra. El destino de Kagel -aquí tardíamente reivindicado el pasado año, en ocasión de su septuagésimoquinto cumpleaños- constituyó un ejemplo temprano de la imposibilidad de asegurar políticas culturales sostenidas que impidieran la emigración de aquellos capaces de afianzar una herencia autóctona de experimentación radical. En ese sentido, la euforia de los años ’60 se demostraría, con el paso del tiempo, como otro de esos espejismos infundados que aquejaban a una idiosincrasia nacional excesivamente dada a la autoestima.

La institucionalización de la música electroacústica

El sueño de Kagel lo cumpliría Francisco Kröpfl con la fundación del Estudio de Fonología Musical a fines de 1958. Las circunstancias un tanto fortuitas de su creación ilustran bien acerca de cómo se hacían las cosas en nuestra capital por aquel entonces. La sede de la revista Nueva Visión solía reunir en tertulias informales a artistas de diferentes disciplinas. Allí escribía Kagel sobre cine y fotografía. Allí estaba, como siempre, el inefable Paz tratando de convencer a su auditorio de las bondades del puntillismo de Anton Webern. La gente de Poesía Buenos Aires -una legendaria publicación de vanguardia que se inició en la primavera del ’50 para concluir con rigurosa puntualidad, diez años después, en la primavera del ’60- también las frecuentaba. El más joven de sus miembros, Rodolfo Alonso, se convertía en el ’57 en director del Departamento de Actividades Culturales de la Universidad de Buenos Aires. Desde esta recuperada base institucional encargaba a Kröpfl y al ingeniero Fausto Maranca el estudio, que funcionaría en la Facultad de Arquitectura gracias a que existía en dicha sede un laboratorio para mediciones acústicas en desuso, readaptado para su utilización electrónica.
La visita de Pierre Boulez en 1954, a los 29 años y con las partituras aún sin terminar del Martillo sin amo bajo el brazo, simboliza el camino que tomaría de aquí en más la entusiasta vanguardia local. A Kagel lo convence, luego de examinar algunas de sus partituras, de que se presente a una beca en Colonia. A Kröpfl le obsequia el esquema serial de su opus magnun. A la mayoría le contagia la reverencia por el rigor formal y la fascinación por unas innovaciones tecnológicas que, según su conocida prédica, serán capaces de orientar a la música por el sendero luminoso de una nueva ciencia exacta.
No obstante, semejante obsesión por el control y la organización racional de las diversas dimensiones del sonido, esa idea tan típica del serialismo integral acerca de que el valor de la nueva música radica en sus principios de estructuración y en su forma orgánica, conducirá a buena parte de la experimentación contemporánea por el camino de un academicismo cerril e improductivo del que aún hoy no logra desprenderse.

continuará

Saturday, June 16, 2007

Experimentación sonora en Argentina bajo estado de sitio (1930-1976) (III)

Nueva música y dodecafonismo

“La improvisación, que caracteriza a una larga etapa lograda en base a desechos románticos, impresionistas, "veristas", folklóricos, ha terminado y en su lugar comienza la era de la estructuración consciente, planteada con perspectivas a la liberación de factores meramente localistas, en procura de un sentido general, universalista.” [1]

En la estructuración racional del material sonoro encontrará Paz la virtud más estimable del método dodecafónico. Su uso le permitirá desembarazarse por completo de cualquier resabio sentimental y convertirlo en arma formidable contra el nacionalismo que tanto lo irrita. Su identificación con los valores universalistas es, en cambio, discutible. ¿Por qué elevar a semejante plano una técnica cuyos lazos con la tradición centroeuropea, hegemónica en la música culta durante casi tres siglos, era harto visible? Las obsesiones de Schönberg se inspiraban en el organicismo romántico y eran producto de una coyuntura específica: la del modernismo vienés fin de siécle. De ahí que entroncase con una corriente eminentemente germana.
No sin cierta ironía, hubo que someter al dodecafonismo a un proceso de deshistorización para cargarlo de connotaciones históricas renovadas. La época demandaba esa clase de soluciones. En el contexto del nazismo, el rigor shönbergiano se había vuelto sinónimo de música degenerada y, como tal, de resistencia. Los exiliados austriacos y alemanes -Paul Walter Jacob, Wilhelm Graetzer, Stefan Eitler, Sofía Knoll- traían noticias de la nueva música a Buenos Aires y terminaban gravitando indefectiblemente en torno a la órbita de Juan Carlos Paz. Prueba de ello es el recital de música alemana prohibida que éste comparte en 1939 junto a Graetzer y la cantante Liselotte Reger, esposa de Jacob. Se ejecutan allí obras de Mahler, Schönberg, Krenek, Hindemith y Weill, entre otros.
Pero será una condición interna la que legitime en última instancia esta adopción de la música dodecafónica como cifra de un dudoso universalismo. A partir de la presidencia del doctor Castillo el país se embarca en una política de neutralidad que no oculta sus preferencias por las fuerzas del Eje. El aislamiento diplomático y las amenazas de los aliados no bastan para impedir el agravamiento de la situación con el golpe militar de 1943 y, en particular, con el intento de restauración de un régimen clerical y autoritario que puede esgrimir entre sus logros la disolución de los partidos políticos y el establecimiento de la enseñanza religiosa. Recién en los estertores del conflicto, en marzo del ’45, Argentina declarará la guerra a Alemania y a Japón. Artífice de ese intento de retornar a una normalidad siempre huidiza será el entonces coronel Perón, un hombre que desde el gobierno, en el exilio y hasta en su condición de mito después de muerto, dirimirá una parte dolorosamente amplia de las antinomias que desangrarán al país.

Los significados cambiantes de la vanguardia

Si durante la segunda guerra el dodecafonismo pudo parecer todavía sinónimo de vanguardia, hacia la fecha de Dédalus (1950), partitura en la que Paz corteja ese método por última vez- se había convertido en un anacronismo.[2] Ya las composiciones para orquesta de jazz de Esteban Eitler -Dodecafónico A y Concierto 1948, ambas de fines de los ‘40 - dejaban un leve resabio a cosa superada. La instauración triunfante de la técnica serial, que dominará la música europea en la década del ’50 y tendrá su base de sustentación en los cursos de verano de Darmstadt, más tarde o más temprano debía fastidiar a Paz, un antiacademicista a ultranza. En una transformación sin precedentes -ligada en no escasa medida a las necesidades culturales de la Guerra Fría y a la nueva hegemonía de Estados Unidos- la vanguardia renunciará, sin admitirlo, a esa venerable carga de negatividad que en general la había caracterizado. Se erigirá así en cómplice de un establishment que hará de la abstracción en las artes el símbolo de esas libertades democráticas que tanto se empeñaba en combatir el enemigo soviético. El precio a pagar será el de un formalismo desvinculado de cualquier referente social, indefenso ante la apropiación indiscriminada de sus logros, cualesquiera que hubiesen sido en el pasado, por parte de la agresiva política exterior norteamericana.
La reacción despareja y tardía de nuestros músicos frente a este nuevo orden obedeció a una serie de factores complejos. El primer gobierno peronista (1945-1955) fue vivido por la gran mayoría de los intelectuales argentinos como un sofocante interregno que congeló los escasos avances en curso. Decir que estos fueron tiempos hostiles a la experimentación no es en absoluto falso. Pero supone también una sobredimensión nostálgica de las posibilidades con que ella contó en el período previo. Aún bajo condiciones difíciles, las artes plásticas se las ingeniaron para incorporar durante los ’40 ciertas corrientes de la abstracción geométrica y darles un perfil que combinaba el cosmopolitismo con ciertos rasgos locales: fue el caso de agrupaciones como el movimiento Madí y la Asociación Arte Concreto-Invención. [3]
La música, en cambio, más allá de las excepciones mencionadas, se mantuvo rezagada en relación con estos desarrollos. Que la experimentación sonora careciera de un público real no fue un obstáculo menor. A su vez, ese dodecafonismo con el que también flirtearon Kagel, Kröpfl, Ricardo Becher, Carlos Rausch y Miguel Gielen antes de hallar rumbos más definidos, se asumió en Argentina bajo la forma poco comprometida de un universalismo abstracto que hacía de la autonomía artística un principio incontrovertible. Útil como antídoto frente a los rasgos diletantes y coloristas de la tradición anterior, terminaría por osificarse en un vanguardismo estéril que replicaba el destino de las técnicas seriales en el primer mundo. [4]
La creciente voluntad racionalizadora, la obsesión por controlar científicamente todos los elementos musicales, la conversión de esas técnicas en meros recursos procedimentales, arrojaban sombras sobre ese supuesto rigor que, dada su extendida ausencia en nuestro medio, se había postulado como atributo indispensable en un círculo restringido de entendidos. Que no bastara para delatar la crisis incipiente en que se sumiría nuestra música culta se debió a que su estatuto seguía gozando de los dones ambiguos de la marginalidad. Y al inevitable retraso con el que se incorporaban las novedades provenientes de las metrópolis. La situación cambiaría drásticamente a partir de la década siguiente.

[1] La cita corresponde a “Música brasileña de vanguardia: Hans-Joachim Koellreutter y el Grupo Música Viva”, en Revista Latitud, año 1, Nº 4, Buenos Aires, mayo 1945, pp. 16-17. Una suerte de artículo-manifiesto donde Paz festeja la introducción del dodecafonismo en Brasil en 1937 por parte del exiliado alemán Koellreutter. Versión electrónica en http://www.latinoamerica-musica.net/historia/paz-koell.html No obstante, las circunstancias políticas de esa misma operación en los dos países serán diversas.
[2] En sus memorias Paz afirma que introduce el dodecafonismo en 1934 y lo abandona en “Dédalus, 1959, última composición sobre planteo dodecafónico.” Op. cit., tomo III, p. 87. El Dédalus que se conoce, y que incluso ha sido grabado en un CD de circulación restringida, es de 1950. No hemos podido dirimir si se trata de un error de impresión o si existe otra versión tardía, o incluso una obra por entero diferente, con el mismo título. De ser ese el caso, no haría más que reforzar nuestro argumento. Debemos consignar aquí que en 1958 Paz publica por la editorial Nueva Visión Arnold Schönberg o el fin de la era tonal, una suerte de obituario para sus intereses dodecafónicos.
[3] Paz y Eitler participaron de una exposición pionera en casa de Enrique Pichón Riviere el 8 de octubre de 1945. Bajo el título Art Concret Invention la muestra despliega música, pintura, escultura y poemas concretos. Anticipa la formación de la Asociación un mes más tarde. Muchos de estos artistas hallaron una solución intermedia entre el representacionalismo que aquejaba a las tendencias realistas y la metafísica que contaminaba a la mayor parte de las pretensiones abstractas. Las soluciones, tan personales como discutidas apasionadamente en la época, merecerían una explicación extensa que no podemos dar aquí. Pero para una música que retome las ideas de intervención concreta en un espacio real habrá que esperar a las actividades precursoras de Guillermo Gregorio en la década del ’60. La mención a la muestra en lo de Pichón Riviere se halla en Andrea Giunta. Vanguardia, internacionalismo y política: Arte argentino en los años sesenta. Bs. As., Paidós, 2001, p. 56, nota 25. La descripción original aparentemente pertenece al libro de Nelly Perazzo: El arte concreto en la Argentina, Bs. As., Gaglianone, 1983.
En sus memorias, Paz da cuenta de los concretistas con bastante admiración y de los madistas con cierto desprecio. Op. cit, tomo 2, pp. 38-40. Gregorio sostiene que el opus 43 de Paz, Música para flauta, saxo alto y piano (1943) evoca las figuras geométricas móviles de Madí.
[4] Distinto fue el caso en Brasil, donde Koellreutter lo utilizó como medio para que la búsqueda de innovaciones formales contribuyera a la transformación social. Con ello generó una reacción populista y nacionalista, encabezada por Camargo Guarnieri pero que incluiría también a algunos de sus propios discípulos de antaño como Santoro y Guerra Peixe y terminaría con la experiencia de Música Viva en 1949.

continuará

Thursday, June 07, 2007

Experimentación sonora en Argentina bajo estado de sitio (1930-1976) (II)


La era de las dictaduras

Debemos fechar con ominosa exactitud el momento en que Argentina ingresa en una debacle de la que aún hoy no logra recuperarse del todo. El 6 de septiembre de 1930 un golpe militar dirigido por el general Uriburu quebrará un orden constitucional que, al menos en sus formas, se había mantenido vigente durante 68 años. Este tipo de respuesta política autoritaria ante cada vaivén de la economía se repetirá con una constancia que bordeará la desmesura. El crack del ’29 convertirá la inédita prosperidad de la primera posguerra en poco más que un agradable recuerdo. Y traerá también profundas modificaciones ideológicas. Hasta entonces, incluso los grupos más conservadores se avergonzaban de recurrir a ideas arcaicas. A partir del ‘30, una voluntad restauradora se opondrá con vehemencia a cualquier innovación económica o social mientras nos regala mecanismos como el fraude electoral, la intervención en las provincias y el uso sistemático de la tortura.
Puesto que buena parte de la modernización cultural se encontraba todavía en manos de las elites tradicionales -en particular la revista Sur dirigida por Victoria Ocampo, exponente peculiar de la oligarquía porteña- la situación no parecerá tan desesperada en primera instancia. Allí escribían Juan José Castro, Siccardi y Paz y los contactos entre la revista y el grupo Renovación mantenían cierta fluidez.
Sin embargo, las modificaciones del paisaje político dotan a ciertas posiciones ideológicas de un espesor inédito. Es el caso de la enconada oposición de Paz a cualquier forma de nacionalismo y al abuso de ritmos y melodías populares o folklóricas en la música culta, criollismo que caracterizaba las prácticas de la Sociedad Nacional de Música y del que no estaban exentos algunos miembros de su propio grupo como Gilardi y el primer Gianneo. Un nacionalismo que mostraría su peor rostro durante esa década: con el ascenso del nazismo en el frente externo y con las simpatías filofascistas de varios sectores en el interno. Prueba de la extendida confusión de la época la constituye el hecho de que el propio Paz, ya en 1939, arrojara algunos de sus dardos más envenenados contra el chauvinismo desde las páginas del ultrapatriótico periódico Reconquista, reivindicado como antiimperialista por su director Scalabrini Ortiz pero acusado de simpatías con el nazismo por sus detractores. De esas mismas contradicciones da cuenta su colaboración en el diario izquierdista Crítica, desde donde apoya la gestión de Castro en el Colón, a contrapelo de los ataques de otros periodistas del mismo órgano a la comisión directiva del teatro por su pertenencia a la “aristocracia vacuna”.[1]
Pero Paz no era hombre de posicionamientos dogmáticos. Sus actitudes no deben medirse en los términos estrictos del partidismo político. Menos aún cuando los acontecimientos internacionales -la guerra civil española y los inicios de la segunda guerra- provocan un corrimiento del espectro ideológico hacia la derecha, en gran medida gracias a la desembozada simpatía que la elite gobernante demuestra por las potencias del eje. Semejante situación haría presuponer una radicalización en sentido opuesto de los intelectuales que, de hecho, no se dio. Los tibios esfuerzos modernizadores de Sur, cuyas preferencias en el conflicto se ubicaban del lado de los aliados, no bastaron para abrazar estéticas vanguardistas. Con frecuencia recaían en esa falsa neutralidad que renegaba de cualquier contaminación que amenazara la supuesta pureza insoslayable de la obra de arte.

El abandono de la minoría de edad

Por eso la visita de Stravinsky a Buenos Aires, impulsada por la propia Victoria Ocampo, será el acontecimiento cultural de 1936, a despecho de las conexiones del compositor con el régimen de Mussolini.[2] Ese año Paz abandonaba un grupo Renovación que languidecía desde tiempo atrás. Su inveterada vocación avant-garde lo había llevado a introducir el dodecafonismo dos años antes y lo encontrará al siguiente organizando la difusión de la música avanzada en un nuevo colectivo: la Agrupación Nueva Música. Desplazamiento éste que contrasta con la aprobación casi unánime, por parte de sus pares, del compositor soviético como ejemplo de modernismo sonoro por antonomasia.
La perspectiva histórica permite ahora una apreciación más justa de la tarea de la agrupación y obliga a admitir que es allí donde radica el comienzo de una ilustración real en el ámbito excesivamente provinciano de nuestra música contemporánea. Este abandono de la minoría de edad coincide con un período donde la reacción política y religiosa -impulsada, sin comulgar particularmente con ella, por el gobierno de Justo, sucesor del de Uriburu- se disemina en extensos círculos intelectuales, gana para su causa a importantes sectores de las clases medias urbanas, y confirma una de esas contradicciones a las que el país suele ser propenso. El Congreso Eucarístico de 1934 sanciona el ascenso de la Iglesia Católica y señala, a su vez, la abdicación del liberalismo conservador en favor de soluciones de extrema derecha.
Si bien la acción de Nueva Música, por mor de su restringido ámbito de influencia, escapa a las proscripciones que en aquel tiempo se volverían moneda común, debe enfrentar los furibundos ataques de una prensa antaño tan conformista como en la actualidad. Aún así, se las ingenia para introducir en nuestro medio el atonalismo, el dodecafonismo, la escritura atemática, la técnica serial y, algo más tarde, la música electrónica. Su labor se extenderá durante algo más de tres décadas y por allí pasarán algunos de los músicos capaces de trasladar la antorcha de la experimentación a las generaciones posteriores: Carlos Roque Alsina, Edgardo Cantón, Enrique Belloc, Francisco Kröpfl, Mario Davidovsky, César Franchisena y, de manera un tanto lateral, el mismísimo Mauricio Kagel, entre los más renombrados. Pero el exilio, nunca del todo voluntario, truncará esa posibilidad.

[1] Paz describe ambos casos, los asume como absurdos y a la vez se defiende en el segundo volumen de sus Memorias, pp.112-114 .
[2] Sobre las repercusiones de la visita del famoso compositor, cf. Omar Corrado. "Stravinsky y la constelación ideológica argentina en 1936", en Latin American Music Review - Volume 26, Number 1, Spring/Summer 2005, pp. 88-101, University of Texas Press. El mismo autor ensaya una descripción del período en “Música culta y política en Argentina entre 1930 y 1945: una aproximación”, en Música e Investigación, Nº 9, Buenos Aires, 2001. Ahora en la web en http://www.latinoamerica-musica.net/historia/corrado/musica1930-45.html
continuará

Thursday, May 31, 2007

Experimentación sonora en Argentina bajo estado de sitio (1930-1976)

Argentina ha sido y es un país ambiguo, sumido en un estado de indecisión que parece renovarse ante cada crisis institucional, cada desastre económico o cada cataclismo social de los muchos que la han atravesado a lo largo de su corta historia. Su patrimonio más persistente consiste en la paradoja, en el hecho de que la crisis, de tan constante, ha dejado de señalar cualquier coyuntura excepcional para referirse ahora a ese estatuto de permanente anormalidad que constituye su rasgo más aprehensible. Anormalidad bajo la cual hemos aprendido a vivir los argentinos con “esa lucidez que se niega a avanzar hasta las últimas consecuencias, rehusándose a la desesperación pese a haber renunciado a la esperanza.”[1]
Tampoco la tenue tradición que, a falta de un nombre mejor y con muchas salvedades, podemos denominar música experimental, ha logrado sustraerse a esa lógica contradictoria. La evolución del experimentalismo sonoro, lejos de manifestarse a través de líneas de continuidad y progreso más o menos sostenidos, ha sido pródiga en retrocesos y recaídas. Muchos optimismos infundados fueron seguidos por saltos al vacío, tantos tibios apoyos institucionales se convirtieron en promesas incumplidas, innumerables proyectos fracasaron a causa de la falta de medios. Nada hay de sorprendente en este modelo de desarrollo que podríamos graficar con una suerte de espiral invertida.
El paso del tiempo no ha hecho más que agravar la situación. Bajo el telón de fondo de la inestabilidad política y de la incertidumbre económica, cada nuevo comienzo ha debido arrastrar la carga pesada de los fracasos anteriores. Y aún así, no estamos autorizados a narrar esta historia en los términos simplistas de un mero decadentismo. Ni a solazarnos en esa especie de aristocratismo cultural que asume que todo tiempo pasado fue mejor y anula, de ese modo, la riqueza de contradicciones que el país se empeña en ofrecernos. Ni, menos aún, a suponer que se trata simplemente de un proceso cíclico, de un mito del eterno retorno donde todo se transforma al ritmo febril de los cambios históricos para permanecer, en última instancia, idéntico a sí mismo y regresar siempre al punto de partida. Actitudes que, por cierto, han sido recurrentes a la hora de ensayar explicaciones académicas o periodísticas de la compleja realidad argentina.
No podríamos afirmar con certeza si hoy estamos mejor que ayer. Y no nos corresponde hacer augurios respecto de un futuro que, con una constancia digna de mejores causas, tiende a mostrarse desde hace tiempo bajo la forma obcecada del signo de interrogación. La previsión no es atributo de nuestras clases dirigentes y de los apresuramientos irresponsables ha surgido un considerable cúmulo de calamidades. Sí podemos esbozar una interpretación de varias décadas de innovaciones musicales que, una vez concluido el necesario balance histórico, ayude a mejorar nuestras intervenciones presentes y nuestras estrategias futuras.[2]

Una modernización cultural

Los comienzos de la música experimental argentina se asocian a la figura iconoclasta de Juan Carlos Paz y coinciden con la depresión económica mundial de 1929. Ese mismo año Paz, junto a compositores como Juan José Castro, José María Castro, Jacobo Ficher y Gilardo Gilardi, constituye el Grupo Renovación. Más tarde se unirían Julio Perceval, Luis Gianneo, Honorio Siccardi y Carlos Zozaya. El grupo contaba con el apoyo de la Asociación Amigos del Arte -fundada por Elena Sansinena de Elizalde en 1924- y llevaba a cabo sus actividades en los fondos de la mítica Galería Van Riel. [3]
Más que un programa estético, compartían un enemigo común en la figura de la Sociedad Nacional de Música, reaccionaria corporación que dominaba el ambiente musical de aquel entonces, monopolizaba el acceso a instituciones como el Teatro Colón y cultivaba una música de salón que mezclaba en partes iguales temas autóctonos y procedimientos demodé. Un eclecticismo que podía apelar tanto a Massenet y Puccini como a Fauré y Frank.
Ya desde estos inicios se vislumbran ciertas líneas recurrentes que determinarán las aventuras experimentales en nuestro país. La marginalidad en primer término. Sólo la exclusión pareja de los mecanismos institucionales de consagración pudo reunir a compositores tan disímiles entre sí. Sus influencias eran diversas -de Ravel a de Falla, de Mozart a Rimsky Korsakov- pero distaban de ser vanguardistas. Su inconformismo era meramente coyuntural. No se sostenía en ideología alguna sino en el sentimiento, justificado en algún caso, de que ellos merecían aquellas oportunidades que, inexorablemente, en un patrón que no cambiaría demasiado en décadas posteriores, iban destinadas con dolorosa regularidad a los menos capaces. De ahí que el exilio, a veces como simple aislamiento interno o retiro de la actividad pública, deba considerarse clave explicativa privilegiada en gran parte de esta historia.
No obstante, el grupo cumplió con la necesaria tarea de aprendizaje y dominio de las técnicas formales, reglas y materiales de la composición. Algunas tendencias renovadoras -politonalismo, nueva objetividad, ciertos timbres liberados del jazz- ayudaron a cierta modernización que, a excepción de Paz - comprometido por entonces en una suerte de neoclasicismo stravinskiano- no bastó para romper con esa fascinación por el pasado que parece adherida a la idiosincrasia argentina. Pero en sentido estricto, recién se puede hablar de una música profesionalizada por estos lares a partir de la década del ’20.

[1] La frase es de Tulio Halperín Donghi, el mejor historiador argentino que, en otro rasgo característico del país, vive y enseña en el exterior (Berkeley, California en su caso) desde hace cuatro décadas. Cf. Argentina en el callejón. Bs. As., Ariel, 2006, p. 13.
[2] Se trata de un inicio en un campo, el de la música experimental argentina, que carece casi por completo de tradición historiográfica, si bien del aspecto más acotado de la música contemporánea se ha venido ocupando un crítico como Omar Corrado.
[3] Para un análisis del grupo cf. Guillermo Scarabino. El Grupo Renovación, Buenos Aires, Instituto de Investigación Musicológica Carlos Vega, Cuadernos de Estudio N° 3, 2000. Juan Carlos Paz da su versión personal de Renovación y de la posterior Agrupación Nueva Música en el segundo tomo de sus memorias: Alturas, tensiones, ataques, intensidades. Bs. As., Ediciones de la Flor, 1987, pp.24-28. Una interpretación más general del desarrollo de la música culta, que llega hasta los ’60, en su Introducción a la música de nuestro tiempo. Bs. As., Sudamericana, 1971, pp.486-494.

continuará

Friday, April 20, 2007

Respiración artificial


Hace años que el argentino Gabriel Paiuk explora las posibilidades del piano, no como mero instrumento sino en lo que atañe a sus condiciones como soporte material del sonido. Este enunciado un tanto ampuloso describe una idea sencilla: la de un todo integral que excede largamente las acotadas funciones que la tradición de la música occidental le adjudica a uno de sus íconos más preciados.
No es casual que en el piano radique el núcleo irreductible de las grandes innovaciones formales de la música del siglo XX: las leves irradiaciones cromáticas del pianismo debussyano entre 1902 y 1920, alejadas de los esquemas de forma y armonía convencionales, la iconoclasia dadaísta de Satie, los Klavierstücke de Schönberg como microcosmos de su evolución atonal y dodecafónica, la estricta ortodoxia serialista en las Notations pour piano de Boulez, los cluster de Henry Cowell, las Memorias triádicas de Morton Feldman, el piano preparado de John Cage.
La música de Paiuk no sólo es consciente de esta tradición; sabe también que la experimentación cageana imprimió al racionalismo modernista de la primera mitad del siglo una irreparable sensación de cosa juzgada, vetusta, superada. Aún así, no basta con agitar ideas y conceptos que otro medio siglo de desarrollos experimentales y tecnológicos ha terminado por convertir en un nuevo lugar común. Hoy no es en los principios, compartidos por tantos, sino en la ejecución donde se adquiere una dimensión netamente personal. La de Paiuk remite a los antecedentes insignes de Cage y Feldman. Pero en el resonar de una tecla aislada, en el sustain del pedal, en las combinaciones que promueve al frotar las cuerdas interiores, en el golpe mismo de esa carcaza de madera, hay un tono, un mood, que es el suyo propio. Una suerte de asombro renovado ante la magia de los sonidos, una voluntad por arrancarlos de su desapercibida existencia en el gran ruido universal para que enriquezcan la nuestra, sometida a indiferencias y urgencias por igual.
En ese aspecto, no podría haber hallado socio mejor que Jason Kahn. La laptop de este neoyorquino radicado en Suiza renuncia con determinación a los clichés de ese otro ícono de nuestra era digital y, gracias a semejante gesto, nos pasea por un sinfín de efectos electrónicos subliminales. Nos obliga a discriminar cada partícula sónica y nos recompensa con la consciencia inédita de su resistente autonomía.
Quienes entienden de estas cosas me dirán que todo esto fue prefigurado por la estética de Cage, practicado por AMM, reelaborado en el pianismo de un John Tilbury y abusado y desgastado por el reduccionismo. Pero esta no es música programática (en el sentido conceptual del término, no en su sentido técnico) sino analítica. Una música que aplica la regla de la división cartesiana pero renuncia a su método axiomático; que no busca definiciones, apenas ofrece esbozos para ser completados por el oyente. Sonidos cuya respiración entrecortada, paradójicamente, conceden un antídoto a la febril agitación de nuestro tiempo. Recupera así, en un clima más reposado, las interacciones entre los músicos y el público que caracterizaron al optimismo de la improvisación de antaño, sin ceder a la tentación autista de buena parte de la estética digital contemporánea.


Breathings, de Gabriel Paiuk y Jason Kahn, fue grabado en el transcurso de una única tarde, el 30 de noviembre de 2004 en Buenos Aires. Sale en el sello Cut, del propio Kahn.

Friday, March 30, 2007

Live electronics en Buenos Aires

En silencio, con la cobertura un tanto tibia de algunos periódicos y el olímpico desprecio de las revistas “especializadas”, se ha ido consolidando en nuestro país una escena bastante fuerte de música experimental. Prueba de ello es la reiterada visita de personalidades que, si bien resultan poco conocidas por estos lares, cargan sobre sus espaldas una obra cuyos pergaminos se remontan a varias décadas atrás.
Tal es el caso del trío que nos visita en esta ocasión: Günter Müller, Jason
Khan y Norbert Möslang. Los dos primeros anduvieron por aquí no hace mucho. Se ve que se fueron conformes porque no tardaron en volver.
En el transcurso de una gira por América que comenzó en México, probablemente ya hayan aterrizado en Buenos Aires. Incluso se rumorea que hoy habría una presentación sorpresa en una galería.

Las fechas oficiales en nuestro país serán las siguientes:



  • El 31 de Marzo (mañana), a las 20hs., se presentan en La Casa del Pueblo de La Plata (Calle 49 entre 9 y 10) junto con dos argentinos infaltables cuando de música experimental se trata: Pablo Reche y Anla Courtis. Tres pesoides la entrada.

  • El domingo tocarán los tres en el Museo Argentino de Ciencias Naturales (Angel Gallardo 470), a las 18.30hs., en el parque Centenario, en el ciclo Búsquedas Sonoras, organizado por Luis Marte. Los entusiastas también deberán oblar aquí el equivalente a un magro dólar.

  • El martes estarán gratis en el Instituto Goethe (Corrientes 319), en una formación ampliada con músicos argentinos que incluye a luminarias del calibre de los mencionados Reche y Courtis, Gabriel Paiuk, Sergio Merce y Leonel Kaplan.

    La formación base será entonces:
    Günter Müller: ipods, electrónica
    Jason Kahn: sintetizadores analógicos
    Norbert Möslang: maquinaria electrónica doméstica modificada (cracked electronics suele decirse de modo menos ostentoso en inglés)

    No voy a abundar sobre el asunto porque me reservo un comentario más extenso para un próximo post. Quienes no los conocen sospecho que se encontrarán con improvisaciones electrónicas en tiempo real. Müller es tan famoso por sus sonidos restringidos y minimalistas (más bien recatados) tanto como Möslang por esas energéticas descargas que han funcionado de maravillas en Voice Crack, el dúo que integraba junto a Andy Guhl. Los tres han colaborado en varias configuraciones otras veces y debo decir que la participación de Voice Crack ha sido una influencia bienhechora en los mejores discos del percusionista alemán devenido músico electrónico y radicado en Suiza. Denles una oportunidad. No se arrepentirán.

Sunday, March 18, 2007

Demoliendo nuevas construcciones

1- Decía James Anthony Froude -crítico por el cual Borges profesaba una justa admiración- que en cualquier cuestión sobre la que los hombres se encuentran en veredas opuestas existen tres alternativas: que los puntos de desacuerdo sean puramente especulativos y carezcan de importancia moral, que haya algún equívoco del lenguaje y ambas partes digan lo mismo con diferentes palabras, o que la verdad sea algo distinto de lo que sostienen las partes y cada uno asuma algún elemento importante que el otro tiende a ignorar u olvidar. En cualquier caso, agregaba, cierta calma y un buen temperamento son necesarios para comprender y oponernos con éxito a aquello con lo que no estamos de acuerdo.
Prudente consejo que los detractores de Bolivia Construcciones desconocen por completo. De allí el ensañamiento gratuito con el que muchos fustigan la persona de su autor como si este no fuera más que un vulgar delincuente. ¡Plagio!, aúllan los guardianes de la moral y las buenas costumbres; y su prédica adquiere las resonancias de una aristocrática señora que se siente traicionada por ese imperdonable descuido en el que por un instante -sólo por un instante- pareció recaer su diario de cabecera. Mientras tanto, la discusión se amplifica a través de blogs, periódicos y revistas, escritores y académicos. La mayoría opina con esa delectación tan propia de la idiosincrasia argentina que consiste en la deleznable voluntad de hacer leña del árbol caído.

2- Las reacciones histéricas a que dio lugar el affaire Bolivia no son desinteresadas. Bien vale la pena citar algunos ejemplos. Me enteré de la decisión del jurado de dar marcha atrás con el premio durante mis vacaciones, a través de una horrenda nota de Clarín que respiraba satisfacción por todos sus poros ante ese aparente desliz que, según la irrefrenable lógica del mercado, acarrearía el ineluctable desprestigio del premio de la competencia. Lógica ésta que La Nación-Sudamericana no podía menos que compartir. Sólo hay competencia allí donde se admiten presupuestos comunes y se aceptan reglas de juego que, la mayor parte de las veces, se contraponen a las elecciones individuales. En ese sentido, y aunque no pueda confirmarse más allá del terreno especulativo, la premura con que el jurado se arrepintió de su anterior entusiasmo parece directamente proporcional a las presiones corporativas que debe haber sufrido. Y hay que decir que fue el dictamen de ese mismo jurado el primero en adjudicarle al asunto esos sobretonos morales y jurídicos en los que se ha empantanado la discusión. “La ética de un escritor, su honestidad intelectual, consiste en adjudicar a quien corresponda lo que no es fruto de su propio trabajo”, dijeron. Y Pablo Avelluto, director editorial de Sudamericana, coronaba el asunto con una amenaza que sólo por eufemismo podría uno adjetivar como velada: "Estamos muy tristes por lo que ocurrió, pero también estamos muy orgullosos del jurado del premio y muy contentos con él y con la actitud que tomó, que, por supuesto, respaldamos totalmente. Ahora, nuestros abogados están estudiando cuáles son las medidas que tenemos que tomar ante esta situación completamente inesperada". ¿Cómo no estar orgulloso de esos corderitos que, ante la primera dificultad, dieron la espalda a una novela por la que habían manifestado un desbordante frenesí y corrieron a refugiarse bajo las faldas de sus patrones? ¿Qué clase de postura podía tener en el conflicto un jurado de cinco miembros de los cuales uno es hombre de La Nación, el otro, empleado de Sudamericana, el tercero, futuro director del suplemento cultural con el que el diario de los Mitre saldrá a competir con Ñ y el cuarto, artista exclusivo del periódico en cuestión? Todos tenemos que vivir de algo y nunca es bueno morder la mano que nos da de comer. Pero convendrán conmigo en que no es ésta una gran plataforma para despacharse con sermones acerca de la ética y la honestidad intelectual.
“Los lazos de esta novela con la novela clásica son firmes e imperceptibles. Son exigencias, no pavoneos, de modo que mencionarlos implica una especie de traición...”, afirmaba con sensatez uno de los jurados en octubre de 2006. Y el propio autor advertía: “En Hechos inquietantes, Wilcock tomaba una frase de una narración externa: Los egipcios adoraban a las momias, y cuidaban minuciosamente sus órganos para que funcionaran cuando fuera necesario. Wilcock reemplaza momias por adolescentes. El procedimiento es utilizado en Bolivia Construcciones, insertando la palabra bolivianos por cualquier otra palabra de aires prestigiosos: momias, argentinos o alemanes. Prefiero que aquellos que aprecian ese tipo de cosas las descubran”.

3- La exaltación, como ya es sabido, dejó paso a la perplejidad. Y se impuso la ley del menor esfuerzo, la misma que tantos le endilgan al autor para condenarlo de modo sumario. Ningún empeño por averiguar si razones estructurales, ligadas a los diferentes niveles en que discurre la novela, justificaban la elección de un procedimiento que sólo la cerril moralina de quienes se constituyen en testaferros del patrimonio ajeno pudo calificar con términos más dignos de la comisaría 25 que de cualquier discusión estética.
No es este lugar para demostrar que la apropiación literaria no constituye violación alguna del trabajo ajeno, que las operaciones artísticas no son reductibles a las leyes de copyright. Cualquier lector informado de este blog conoce la plunderfonía y el sampler y sabe que el reloj de quienes levantan el dedo acusatorio atrasa varias décadas. Pero hay que mencionar la pereza intelectual de un jurado que fue incapaz de indagar las relaciones productivas entre Nada y Bolivia, prefirió jugar el juego de las lágrimas y revocó el fallo anterior sin el adecuado análisis y la extensa justificación que hubiera merecido una decisión semejante.
Es cierto que no fueron sus miembros los que pronunciaron la palabra “plagio”. Pero su infortunado fallo bastó para arrojar ese manto de sospecha del que tantos otros se valieron para concluir el sucio trabajo de desprestigio. Aún a riesgo de ponerse en ridículo al seguir a rajatabla el fervor policíaco de un joven denunciante indudablemente muy mal asesorado.

4- Un tono más prudente se advierte en la carta de lectores de La Nación del 23 de febrero. Allí, los cinco integrantes del jurado responden a otra famosa y, por entonces inédita misiva que, con su honestidad y buena fe características, el diario recién publicaría mucho más tarde. La condena personal parece ceder el terreno a razones estéticas. Ahora resulta que el descubrimiento de la novela de Laforet debilitaría los méritos de Bolivia Construcciones. El argumento se basa en una operación espuria que tiende a reducir la noción de intertextualidad a una identificación de “fuentes de manera que sea visible para cualquier lector”. Dejemos de lado tan peculiar comprensión del concepto para no perdernos en interminables discusiones técnicas; mencionemos, sin embargo, que la Carta firmada por Jorge Panesi, Josefina Ludmer y otros intelectuales y publicada recién en marzo no menciona la palabra ni el concepto de intertextualidad.
Tampoco deja de ser curioso que se apele a una suerte de populismo de salón. De repente, el jurado se convierte en el adalid del lector común. ¿Será porque un lector común tuvo a bien advertir a los cinco notables de la existencia de Nada? No dudo que el jurado sepa ser agradecido. Lo que no entiendo es por qué es jurado, si no reivindica para sí ninguna autoridad más allá de la del lector común. Hasta donde tengo noticia, ningún premio literario ha llamado nunca a un lector común, sea lo que signifique esa abstracción indemostrable, para integrar las filas de un jurado.
Lo que se espera de éste es que no se haga eco fácil de una denuncia, ni convierta a una discusión literaria en un linchamiento moral. Las razones estéticas que aduce brillan por su ausencia. De lo contrario, debería haber contemplado al menos la posibilidad de que Nada refuerce, en lugar de debilitarlos, los méritos literarios de Bolivia Construcciones. La relectura forma parte de la literatura; las notas al pie, en general, corren por cuenta de los críticos antes que de los autores. De golpe, el pecado de Bruno Morales se reduce a una mera descortesía. No tuvo a bien informar al jurado de esos párrafos en cuestión. Y el jurado, que es agradecido pero no tolera la descortesía, obró en consecuencia. No fuera a ser cosa que perdiera credibilidad ante cualquier lector y éste no lo considerara más uno de los suyos. Porque ya se sabe, La Nación ha sido, es y siempre será el diario de la gente común.

Norberto Cambiasso