La anécdota lo pinta de cuerpo entero. La suele contar Burton Green, un pianista pionero del free jazz neoyorquino, con grabaciones en sellos de culto como el americano ESP y el francés Actuel. “Hace unos años estaba en el BIMhuis (centro de la escena de improvisación en Amsterdam) escuchando a John Zorn haciendo covers de Ornette Coleman y apareció Cecil Taylor. Después de un rato se volvió y me dijo: -´Burton, ¿por qué todos estos tipos están tratando de recrear el museo`?”
Cecil Taylor cumplió 75 años y los “festejó” en Iridium, otro club de jazz con los mismos problemas del Village Vanguard (cf. el posteo del 12 de febrero). Pero él es demasiado grande para dejarse arrastrar por la atmósfera pequeño-burguesa y mercantilista de esos lugares. Así que fue un placer adicional observar como desairaba a un monigote del club que le ofreció una torta de cumpleaños al final del concierto.
Ajeno a cualquier recaída egocéntrica, incapaz de dormirse en unos laureles que siempre le han resultado más bien esquivos, Taylor probablemente sea hoy el músico más extraordinario de los que aún están con vida. Pocos dudarían en ponerlo a la altura de Miles Davis, John Coltrane, Albert Ayler, Sun Ra, Ornette Coleman y el Art Ensemble of Chicago en el canon de los grandes renovadores del jazz. Con ellos comparte una visión de la música que elude las explicaciones racionales. O al menos las nuestras, incapaces de penetrar las razones de su común herencia africana. Pero la suya es todavía más visceral y radicalizada. De ahí que el endiosamiento que los críticos hacen hoy de su figura sea inversamente proporcional a la frecuencia con que escuchan sus discos.
El lugar común describe su estilo pianístico como rítmico y disonante. Una verdad a medias, que subestima la sustancia orquestal de sus composiciones. El propio Taylor se encargó de alimentar el mito cuando una vez definió al piano como “88 tambores afinados”
Y allí está él, un pequeño gnomo vestido de amarillo, con una gorra negra y los pies descalzos. Aporrea el instrumento, le habla y se enoja como un amante despechado. Lo golpea con puños, brazos y manos y se abalanza sobre la caja. Toca con todo el cuerpo, para tratar de alcanzar una intangible fusión con el espíritu ¿Del objeto, de la música, de la situación? Sólo él lo sabe.
El escenario está tomado por una docena de vientos y la base rítmica de rigor (contrabajo y batería). A un costado, el hombre permanece casi oculto detrás del piano, como queriendo pasar desapercibido. A veces lo logra, como cuando cuatro trompetas soplan al unísono, producen un ruido ensordecedor, e impiden aprehender el soliloquio de las teclas. Taylor no es la estrella. Aunque de hecho lo sea. Se alternan los solos. El diálogo entre la base y el piano no atina a sacudirte los pies porque directamente te atraviesa el corazón. Contrastan los registros bajos de tubas y trombones con los agudos de saxos y trompetas. Una flauta traversa pone unas notas de calma entre tanto estruendo. La improvisación se extiende durante hora y media. Pero no es tal. La cosa está cuidadosamente compuesta. Con partituras y directivas claras que no necesitan de ningún gesto. Las endiabladas pulsaciones del piano son más elocuentes que cualquier ego de director de orquesta.
Todo está allí para ser escuchado. Aunque, ironía del destino, sus atronadoras masas armónicas apenas alcancen a ser oídas. Lo de Taylor es de una complejidad que desafía cualquier intento descriptivo. Sus asociaciones nunca son lineales. Su cerebro elabora relaciones entre los sonidos por entero inéditas. Trabaja con pequeñas células que expande en armónicos de proveniencia indefinida. Así como él escucha lo que otros sólo pueden oír, percibe en el ajedrez blanquinegro del piano una lógica huidiza para quienes suelen mirar sin ver. Por eso no hay demasiado uso de los pedales ni experimentos con las cuerdas interiores del instrumento. Esa materia cruda, esa sucesión de octavas, brinda todo lo que se necesita.
Hubo un tiempo, 20 o 30 años atrás, en que Taylor aterrorizaba audiencias. Según cuenta Steve Lacy, los propietarios de los clubes cerraban el piano con llave, los bateristas abandonaban el escenario y los críticos lo destrozaban. Era considerado un terrorista musical. Iracundo, él siguió adelante, contra todas las dificultades. A su sombra crecieron otros músicos como el propio Lacy, Jimmy Lyons, Roswell Rudd, William Parker, Bill Dixon, Andrew Cyrille, Sam Rivers, Alan Silva, Henry Grimes. Nombres todos que producen un escalofrío de respeto.
No obstante, la lealtad de Taylor a sus propias convicciones no es la de un mero innovador del instrumento. Es la de alguien que asume una misión en este mundo. No un fanático religioso, aunque el supuesto misticismo de Taylor incomoda a más de un crítico, sino un tipo que trata de hacer de este antro un mejor lugar donde vivir. Redefinir el estilo del piano es algo. Legar una obra monumental en cantidad e impecable en su coherencia es mucho más. Por eso carece Taylor de continuadores o discípulos. Y aunque Thelonius Monk y Duke Ellington se encuentren en el origen de sus preocupaciones, uno no puede dejar de asociar su sonido con el de Varese, otro solitario genial. Inimitable en cuanto a ejecución instrumental y concepción sonora, hay sí unos pocos excéntricos que han sacado las lecciones adecuadas de su actitud primordial. Anthony Braxton y William Parker acuden a mi mente.
Norberto Cambiasso
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