Saturday, March 06, 2004

Música para tu piel de verano

Con bonus tracks, EMI relanzó en Gran Bretaña los cuatro primeros discos de Kevin Ayers: uno de los cantautores ingleses más excéntricos, sensitivos y originales.

Los tempranos setenta fueron para el glam rock; años de maquillaje y plumas. Pero Kevin Ayers seducía con la prestancia. Fue cantante folk con lánguido acento de fumador jamaiquino; aristócrata socialista; un conquistador con alma de niño. Federico Peralta Ramos con bajo eléctrico. Noel Coward listo para la playa. Y esta constelación de atributos no basta para adivinarlo Prometeo del olimpo pop, boicoteando su propio éxito. Si algo evoca la figura de Syd Barrett, no es casualidad. Ambos compartieron escenarios y Ayers le dedicó una canción, incluida en uno de los CD que EMI acaba de reeditar. Son los cuatro primeros álbumes, los más innovadores, antes de que firmara contrato con el sello Island a la espera de un suceso que, por supuesto, no ocurrió.
“No tuve demasiada exposición en los Estados Unidos, y eso hubiera sido bueno”, dijo como excusando su alergia a la fama. Pero cierto es que los accidentes geográficos sellaron su destino. Hijo de un diplomático inglés, Kevin vivió su infancia en Malasia, donde le tomó gusto al sol, las playas y el buen vivir. Vuelto a Inglaterra, a mediados de los sesenta, junto a Robert Wyatt, Daevid Allen y Mike Ratledge integró Soft Machine, cuya fusión de jazz, rock y postulados filosóficos –en especial de Gurdjeff– los ubicó a la vanguardia de la psicodelia inglesa.
En 1968 abandonó el grupo, tras actuar como teloneros de Jimi Hendrix en una gira norteamericana. Hoy, recuerda con placer sus primeros pasos por Francia: “Los franceses nos adoptaron. Les gusta la cosa arty. De hecho, todo comenzó porque escribieron un artículo sobre nosotros en Nouvelle Observateur; una publicación parecida al Melody Maker. Salimos, creo, porque Mike se acostaba con la periodista. Eramos los protegidos de la escena literaria.”
El primer disco, Joy Of A Toy (1969), muestra sus talentos a flor de piel. Nadie, ni siquiera Donovan, usó el lullaby (canción de cuna) como vehículo interpretativo con igual pericia. Manteniendo su cualidad frágil, informal e inocente, el lullaby se transforma en modelo experimental para que Ayers juegue a atemorizar niños, en temas como “Lady Rachel” y “Eleanor’s Cake Wich Ate Her”. Rebosante de surrealismo à la Lewis Carroll, las canciones fueron arregladas por el imaginativo compositor David Bedford, y el álbum –sólo promocionado en la prensa underground– marcó el inicio de su relación con Harvest, subsidiaria de EMI.
Kevin Ayers sube la apuesta en el segundo disco, grabado junto a su banda The Whole World, integrada por Bedford en teclados, el saxofonista de free jazz e improvisación Lol Coxhill, y un debutante guitarrista llamado Mike Oldfield, de 17 años. Movidos entre el deleite y el desquicio, Shooting At The Moon (1970) presenta las canciones más románticas de Ayers, seguidas por lunáticos interludios instrumentales. Aunque –o debido a que– todos los participantes parecen tener sus facultades alteradas, la combinación aún hoy suena visionaria: una extrema mezcla de pop con avant-garde que nadie se molestó en investigar. Esencial.
Tras el abrupto final de Whole World, Kevin Ayers graba Whatevershebringswesing (1971): un álbum bucólico, con un balance menos precario entre el pop y la experimentación, y letras presuntamente autobiográficas. En especial, en el rock à la Velvet “Stranger In Blue Suede Shoes”. Allí, un patovica le bloquea a Kevin la entrada a un boliche, por su traza de hippie. Pero nuestro héroe le convida un cigarrillo de marihuana, y el villano termina pidiendo disculpas. Un final feliz para una historia, al parecer, bastante vieja. Momentos únicos: el inicio orquestal a cargo de Bedford y la canción que da título al álbum, una de las mejores baladas de los ’70.
Caricias de brisas marinas, burbujas de champán y un franco dolce fare niente son el santo y seña de Bananamour (1973), su disco más celebrado y el que cierra este cuarteto de reediciones. La foto interna del álbum –recuperada en CD– lo muestra jugando ajedrez con recortes de bananas, ante la despectiva mirada de septuagenarios gentlemen. Es su burlona puñalada al establishment. Las canciones son más accesibles; pegadizas (el calipso “Caribbean Moon”) y ensoñadoras (“Hymn”, con coros de Robert Wyatt). Hay homenajes a Syd Barrett, Nico y un sarcástico final: “Me sentía tan feliz... Pero ella dijo ‘no sos feliz, ¡solamente estás drogado!’”.
Kevin Ayers fue el eslabón perdido entre la psicodelia y el rock progresivo. Descubrirlo a través de estas reediciones es una tarea recomendable y placentera. Como escuchar a un fanfarrón entreteniendo a dos amigas, y esperándote a vos para compartir la fiesta.

Jorge Luis Fernández

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