Remake/ Remodel. Sobre la tendencia regresiva de cierto rock made in USA
El 2003 pareció ser el año del electropunk. Algo de eso pudo apreciarse hace un par de sábados en un programa triple de la Knitting Factory.
Comenzó con un simpático sujeto que se hace llamar Trin Tran y que se presentó a través de un desopilante video donde explicaba, en tono burlón y pretendidamente científico, como se las ingeniaba para tocar varios instrumentos a la vez. Descorrida la pantalla, apareció un tipo enfundado en un ridículo casco, con teclado, pedales, bass drum, guitarra y un micrófono colgado al cuello. Cuando se quitó el casco, reveló una máscara roja a medio camino entre el carnaval veneciano y las fantasías del glam más decadente.
A lo largo del set desgranó un conjunto de canciones breves y rápidas en plan electrónico que recordaban demasiado al rock robótico y frenético de Devo. Como los de Ohio, montó en clave unipersonal un pequeño teatro del absurdo, realzado por las inflexiones de su voz. No bastaron las letras disparatadas, los riffs efímeros y tajantes propios del género y la irreverencia generalizada para rescatarlo del olvido. Sólo para pasar el rato.
El estelar de la noche, y el que cerró el recital, fue el promocionado grupo Numbers. Fichados por el sello Tigerbeat6, regenteado por el mismísimo Kid 606, presentaban su flamante CD In my Mind All the Time. Un trío liderado por la baterista y cantante Inda Dunis que demuestra que la precocidad de la juventud a veces nos juega malas pasadas.
Todo en ellos parecía apresurado, como si la urgencia por expresar tanta energía impidiera cualquier sutileza. Sintetizadores caseros, ritmos básicos aburridamente parecidos entre sí y los riffs menos imaginativos de la noche.
Sonaban como una suerte de The Cars al revés. Me explico. Si con su pop sintetizado el grupo de Rick Ocasek pretendía limar al punk de sus aristas más agresivas y, en el proceso, recuperar musicalidad y prestancia; Numbers trata, en cambio, de rescatar la agresión del ´77 para adaptarla a los impulsos bailables ochentosos. Resultado: lo que The Cars gana en la perspectiva histórica, Numbers lo pierde con su persistencia histérica.
El problema con el electropunk consiste en que sus términos son intercambiables. Si hiciéramos la comparación inversa –Trin Tran con The Cars, Numbers con Devo- el argumento seguiría sosteniéndose. Pero habida cuenta de que The Cars y Devo carecen de cualquier aire de familia que permita asociarlos, la dificultad debe radicar en alguna otra parte.
Convengamos que esta nueva generación de bandas no descolla por su capacidad para facturar canciones memorables. Pero es cierta versión sesgada de la historia, cierta fijación retro con los aspectos más cínicos y superficiales de la década del ´80, lo que genera fastidio. Y esta pose pretendidamente irónica, como si los chicos estuvieran de vuelta de todo, por encima de las miserias de este mundo, trasciende los límites genéricos. La comparten grupos tan disímiles como Interpol –especie de experimento genético fracasado que los condena a ser unos clones imperfectos de Joy Division-, Flux Information Sciences –neobrutalistas industriales que lograron llamar la atención de Michael “Swans” Gira y fichar para su sello Young God-, The Strokes, White Stripes y, en menor medida, los nuevos niños mimados de la prensa “alternativa”, los Yeah Yeah Yeahs.
Esta actitud retro -más allá de si se elige emular a Gang Of Four, a Joy Division, a las Slits o a Ultravox- promueve una música retrógrada. Porque el contexto ha cambiado hasta lo irreconocible. Los manifiestos empachados de marxismo de Gang of Four o el existencialismo torturado de un Ian Curtis suenan inevitablemente demodé en la América neocolonialista de la administración Bush. Y si todo es extemporáneo en un gobierno que se autoerige por encima de la historia, la obsesión por el post punk y el synth-pop británicos del ´81 es igualmente reaccionaria. Porque también se ubica al costado de la historia en lugar de intervenir sobre ella. No existe una reapropiación del pasado para construir alternativas futuras. Sólo el remake/remodel de lo que alguna vez tuvo vigencia.
Dicha postura se agrava cuando descubrimos más de una semejanza entre el conservadurismo anglosajón de los ´80 (léase Reagan-Tatcher) y la camarilla republicana que, con fervor evangélico, diseña el nuevo mapa mundial en los albores del siglo XXI.
Diversión con agudeza parece ser el nuevo lema. Hay explicaciones sociológicas del fenómeno. Una atendible repara en la nueva escena neoyorquina que se apretuja en torno a Williamsburg, un barrio de Brooklyn que funciona como sustituto de lo que alguna vez fue el East Village y que permitió a la revista New York anunciar en Septiembre del 2002 que la ciudad volvía a ser el centro mundial del rock. Clubes como Luxx son lugar obligado de peregrinaje para las huestes del electropunk, el tecno y géneros por el estilo. Hay una voluntad por imitar la escena bailable de Berlín. Mucha imagen y mucha tendencia arty. Las fiestas duran hasta tarde, la ropa es chic y chocante y las celebridades rockeras incipientes se divierten mucho más que los vetustos figurones de Hollywood que cenan en algún aburrido restaurante del barrio de Tribeca.
Por detrás de esas superficies de placer hay otra escena menos visible que, en Nueva York, la Costa Oeste y el Midwest, está cambiando por completo el estatuto del rock. Una burbuja efervescente de creatividad que, pasada la primavera del electropunk, promete restaurar la psicodelia en los inicios de este 2004. Y que, para mis oídos, suena mucho más interesante que el grunge de hace una década.
Por uno de esos grupos, Animal Collective, fui a la Knitting Factory aquella noche. Pero esa es otra historia que comentaré en un próximo posteo.
Norberto Cambiasso
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