1- No es la primera vez que hablamos de Terry Riley en Esculpiendo Milagros (cf. el post de Daniel Varela del 30 de Marzo) Ni será la última. El tiempo parece estar de su parte. A medida que pasa, crece la fascinación de su música. Como si esa constante atemporal que siempre persiguió se volviese más real con el paso de los años.
Una rara oportunidad de presenciar la ejecución en vivo de su famosa pieza In C fue la del pasado viernes en la Universidad de Wesleyan, donde la actividad febril de su departamento de música –con profesores como Anthony Braxton, Alvin Lucier, Ron Kuivila, Marc Slobin y Eric Charry- contrasta con el soporífero aburrimiento del pueblo que la alberga, Middletown, en el centro del pequeño estado de Connecticut.
La ocasión vino dada por un concierto de Bang on a Can –colectivo fundado por los compositores David Lang, Michael Gordon y Julia Wolfe en New York en 1987- que incluyó también obras de Zack Browning y del holandés Louis Andriessen.
In C constituye un fragmento incuestionable de la historia musical del siglo XX. Y no sólo de la llamada música contemporánea. Desde su estreno en 1964 se la sometió a toda clase de versiones: para ensambles de percusión, grupos de guitarras, enormes orquestas, participación de DJs, instrumentos tradicionales chinos y conjuntos microtonales. El carácter abierto de su partitura, sus libertades improvisatorias, han sido las principales responsables de tamaña flexibilidad.
A mediados de los ´60 sirvió para incrementar audiencias y promover el minimalismo que por entonces surgía en las artes plásticas. La estadía de Riley en Estocolmo durante unas pocas semanas de la primavera del ´67 alcanzó para transformar por completo el derrotero que seguiría la progresiva sueca en el futuro inmediato. Personajes como Brian Eno y John Cale la han celebrado sin titubear. En proporción considerable determinó las búsquedas de varias generaciones de compositores americanos, desde Steve Reich y Philip Glass hasta John Adams, Laurie Anderson y Michael Torke, por nombrar a unos pocos. Al otro lado del océano, experimentalistas como Chris Hobbs, el primer Nyman, Howard Skempton y Gavin Bryars cruzaron su influencia con la de Cornelius Cardew, Morton Feldman y el rock para generar una de las escenas más fascinantes y menos estudiadas de los ´60. Andriessen en Holanda, Jan Bark y Folke Rabe en Suecia, Steve Martland en Inglaterra, son algunos de esa enorme legión planetaria que ha acudido a In C en busca de inspiración. Hasta un clásico como Tubular Bells de Mike Olfield parece deberle algo.
2- In C (En Do) consta de 53 figuras que los ejecutantes tocan de manera consecutiva. El ritmo –ocho notas regulares entre los dos do de la octava más alta del piano dispersas a lo largo de la obra- le indica a los músicos el tiempo. Pero dónde poner los acentos, cuándo y por cuánto tiempo descansar, la forma de ataque de los diversos instrumentos y la decisión de moverse hacia la próxima figura quedan enteramente librados al arbitrio de los integrantes del grupo. La performance concluye cuando todos los miembros han alcanzado la figura 53 y suele durar entre 40 y 90 minutos.
De lo anterior se deduce que la pieza es básicamente un esquema que dispara la improvisación. Desde la cadencia inicial surgen tensiones entre los instrumentos mientras tratan de sincronizar con el tiempo. Pero a medida que progresa, In C adquiere una cualidad casi atemporal, donde ese tiempo no es la mera duración sino el acontecimiento en sí. Los sonidos parecen independizarse de su origen y asumir una vida propia.
Las figuras pueden cambiar línea por línea, la cadencia se vuelve suave por momentos y mucho más dura en otros, la dinámica se transforma de acuerdo al tipo de instrumentos elegidos. En una audición apresurada destaca el atributo metronómico, fuertemente rítmico, que concede a la obra su carácter general. Pero el correr de las escuchas descubre posibilidades casi ilimitadas, texturas que varían por la combinación de las figuras y por el diálogo entre los instrumentos.
Hay que ubicarse en la época, dominada por procedimientos racionalistas que sometían todos los elementos musicales a un control riguroso (tanto en el serialismo como en la música electroacústica), para comprender los rasgos revolucionarios de la concepción de Riley. Y su naturaleza libertaria fue esencial para que la pieza disfrutara de una recepción tan positiva en los cuarteles rockeros.
3- La primera y más clásica de las versiones grabadas de In C corresponde a un grupo de músicos reunidos en torno a la State University Of New York de Buffalo. Fue editada por Columbia en 1968 e incluía entre otros a Jon Hassell, Stuart Dempster, David Rosenboom y al propio Riley en saxo soprano. Bang on a Can digitalizó en CD otra no menos célebre en el 2001.
Un tanto diferente fue la de la noche del viernes, con apenas cuatro miembros en común: Evan Zyporyn en clarinete, David Cossin en percusión, Lisa Moore en piano y Mark Stewart en guitarra eléctrica. Completaban el grupo Robert Black en contrabajo, Wendy Sutter en violoncelo, Cristina Valdés en clavicordio y el mismísimo Riley en voz y teclados.
Difícil de describir. Más reflexiva si se quiere. El canto del compositor, inspirado en las tonalidades orientales de su maestro Pandit Pra Nath, se complementó con la energía rockera de un colectivo como Bang on a Can, caracterizado por un bienvenido desprecio de las distinciones tradicionales entre las escenas del uptown y el downtown neoyorquinos. El piano de Moore, más sutil, menos intrusivo que el de su equivalente en la versión del ´68, compartió con los demás instrumentos la obligación de señalar el pulso. La relación entre tensiones y distensiones, entre crescendos y atmósferas más quietas -que a veces instalan a la pieza en una suerte de meseta- exhibió rasgos comunes con la que se escucha en el disco.
En última instancia, la performance constituyó otra muestra de la extraordinaria maleabilidad de In C a cuarenta años de su composición original. Una ductilidad que impide dos versiones iguales y demuestra que ningún fragmento musical se acaba en una partitura, que todos requieren de los ejecutantes y del público para completar su significado. Una lección que todavía no se comprende del todo en ciertos entornos académicos, signados por un férreo conservadurismo que se resiste a abandonar sus privilegios. Mientras tanto, el resto del mundo, más práctico y prosaico, sigue disfrutando de las sucesivas metamorfosis de esta obra seminal.
Norberto Cambiasso
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