Disidencia
Pero retrocedamos en el tiempo. Digamos que desde hace 18 años se ha ido tejiendo realmente una historia al margen. Si bien el interés por la experimentación no había estado ausente durante años anteriores, estos aislados intentos se habían circunscrito básicamente a ámbitos académicos o de jazz.
Una historia menos conocida aún. Para dar algunas pistas, habría que destacar los experimentos electrónicos y electroacústicos de Edgar Valcarcel, donde destaca Invención (1966) para cinta magnética, grabado en la Universidad de Columbia, durante su estadía como becario. Así como al visionario César Bolaños, quien tras estudiar en el Instituto Di Tella en Argentina, presentó en Buenos Aires, en 1967, Alfa y Omega, basado en textos bíblicos, pieza que incluía un coro mixto, sonidos electrónicos, guitarra eléctrica, bailarines y proyecciones de diapositivas. También hay que nombrar el trabajo de Leopoldo La Rosa (el primero en introducir el concepto de música aleatoria en nuestro país), Alejandro Núñez Allauca, Enrique Pinilla, Olga Possi Escot y Seiji Asato ya entrado los 70s. Después está el trabajo de Manongo Mujica, quien había estudiado percusión en Viena, a su regreso, a fines de los 70s, se encargaría de la realización de un ciclo de exploraciones musicales en el auditorio de Miraflores. Ya en los ochentas editaría Nocturnos (1981), junto a Arturo Ruiz Del Pozo y Omar Aramayo, seguido de Paisajes sonoros (1983) junto a Douglas Tarnawieski y el apoyo del legendario percusionista Chocolate Algendones y de Arturo Ruiz. También hay que señalar el trabajo de este último, quien tras estudiar composición en Londres realiza también algunas piezas electrónicas para luego decantarse por la New Age (es precursor de la electrónica andina). Tanto Ruiz Del Pozo como Mujica hicieron también música para películas.
Puede decirse que recién en la ebullición de lo que se conoció como “movida subterránea”, durante los 80s, es que germinaron experimentos musicales que poco tenían que ver con discursos de escuelas y mas bien con una perspectiva de "no músico". La experimentación sale a la calle, a la vida cotidiana. De otro lado, la experimentación (el uso de recursos electrónicos) como propuesta que encontraba puntos de contacto con la música pop y la cultura de masas tiene también aquí un punto de partida.
Algunos antecedentes de lo que podríamos llamar rock de avanzada en nuestro país pueden encontrarse en Los Saicos (1964) con su furioso y salvaje protopunk, Los Holys (1968) con una producción que incluía sonidos inverosímiles de reverberaciones interactuando magistralmente con sus guitarras llenas de surf y psicodelia y El Álamo (1971) con sus espaciales incursiones de sintetizadores moog apoyando el denso sonido psicodélico que más se les recuerda.
Habría que ponernos un poco en contexto. Si algunos aspectos definieron la década de los 80s estos fueron, por una parte, la inseguridad reinante debido a la violencia terrorista y la crisis económica que durante el último lustro ocasionó la inflación más grande que ha soportado el Perú, de ahí también las condiciones de precariedad en las que se tejió la escena más under. Y por otro, en el plano musical, una agitada discusión respecto a la validez y autenticidad de las prácticas musicales emergentes como el punk en un contexto de ideologías, a veces recalcitrantes, y mucha militancia estudiantil. Algunos reportajes de la época muestran a los "subtes" como vándalos y casi delincuentes. Ante ese “achoramiento” (palabra que se asocia al discurso callejero) el diagnóstico de algunos especialistas es positivo: "están pugnando por un cambio" sostienen muchos. Y es que el surgimiento de una renovadora movida subterránea de punk apareció como síntoma de un sentimiento de inconformidad y desencanto por parte de un nutrido sector de la población juvenil, reflejo fiel de esa violencia que los rodeaba y, como había ocurrido con sus referentes foráneos, como canal de protesta para esta turba de adolescentes con más ímpetu que destreza musical y por supuesto como ruptura de lo que hasta entonces se entendía como rock en nuestro país: contrario a lo que hacían muchos grupos, se canta ahora en castellano, se legitima el fanzine, se impone la maqueta como testimonio sonoro, y por ende la grabación casera y la filosofía del hazlo tú mismo. De esa época hay que destacar el trabajo de Narcosis, Delirios Krónikos, Autopsia, Feudales/Paisaje electrónico (inusual proyecto de orientación post punk donde militara el Narcosis "K-chorro" Vial, que incluía bases programadas de un casiotone), los primeros Leuzemia y Flema (con Iván Zurriburri tocando la guitarra más disonante de toda la movida), posteriormente aparecerían Masoko Tanga, Eutanasia, Yndeseables, Voz Propia, María Teta, Eructo Maldonado y Salón Dada. Una historia que ya habrá tiempo de contar en largo (el documental Grito Subte dirigido por Julio Montero, de Delirios Krónikos, recientemente reeditado en DVD, permite dar una mirada a este período). Importa más lo que ocurrió terminando la década. La resaca de una época difícil terminó por extinguir al movimiento subte. El cansancio por tanta actividad sumado a una generación que empieza a hastiar(se) de sus propias consignas se hace bastante evidente.
Lo que vino después fue una etapa de desconexión y aislamiento pero también de apertura. La idea de movida se disolvía en guetos y pequeñas tribus que iban radicalizando propuestas. De pronto la bombarda anarquista fue dejando paso al repliegue. La historia rockera siguió su rumbo, algunos saltaron hacia terrenos más pop, otros mantuvieron fielmente la consigna punk radicalizándose en guetos anarcos. Hasta mitad de los 90s, en que el rock surgido en las canteras underground se revitalizó con la reunión de Leuzemia y la organización de festivales que dieron a conocer nóveles y longevas bandas a las nuevas generaciones, en un intento por reproducir viejas épocas. Pero esa ya es otra historia.
Poco visible y ocasionalmente más interesante, hubo una línea oscura de propuestas que empiezan a distanciarse de los códigos subtes, abriendo su sonido por caminos no usuales en la escena. Al hablar de esta época bisagra Daniel F, líder de Leuzemia, dijo alguna vez: “la temática se diversifica totalmente, se libera, y hasta los grupos punk empiezan a cantar canciones de amor. Ya no estábamos aprisionados en un sólo formato, como que todo había estallado. Los noventas fueron eso: años en que se desataron un montón de cosas”.
Algunos grupos, sin embargo, marcaron un antecedente en los 80s. Recuérdese que si bien renovadores, la consigna sonora local en la movida estaba fuertemente asociada al punk y sólo en muchísimo menor medida a las vertientes del post punk. En ese sentido uno de los primeros grupos en marcar una distancia radical respecto a sus pares (además del ya citado Feudales) fue Disidentes. Sus performances incluían percusiones metálicas a veces procesadas con pedales, cajas de ritmos, teclados, voces pasadas por megáfonos y, eventualmente, sonidos sampleados, cintas y proyecciones de diapositivas. Corría el año 87. Más adelante se transformarían en lo que debe ser la primera banda estrictamente tecno-industrial surgida en nuestro país: T de cobre, compartirían cartel con Círculo Interior, Nosotros No, Reacción, Cuerpos Del Deseo y Ensamble -quienes venían tocando desde el 86- en un concierto inaugural llamado Síntomas de Techno (1988).
El mismo año de la irrupción de Disidentes aparecería Salón Dada, también orientados al post punk /dark, previo a lo que dos años después serían unos fascinantes Col Corazón. Estos últimos se distinguían por el uso de cellos, guitarras distorsionadas y las abstracciones vocales de su esmerada cantante Támira Basallo. Grabaron cuatro temas en un demo que jamás vio la luz. Por esas mismas fechas Cocó Revilla (miembro de la formación inicial de Salón Dada) iniciaría sus intervenciones performáticas y realizaría algunas presentaciones en la recordada No Helden del centro de Lima. Tiempo después Revilla junto a Mario Mendoza, antiguo bajista de Eutanasia, formarían Silvania, banda shoegazing (posteriormente ambient) Ambos instalados en Europa harían crecer la historia de Silvania muy alto.
Junto a Col Corazón coincidiría alguna vez en el mismo escenario un trío que se hacía llamar En nombre de la rosa, luego cambiarían su nombre por Círculos. Su sonido se distinguía por el uso de percusiones inestables sobre superficies varias, guitarras libres, sonidos de flauta y eventuales gritos que generaban una atmósfera por momentos bucólica y en otros, abstracta y acechante.
Puro ruido
Paralelo a esto se conformó un flanco más ruidosamente radical. Y si en las calles de la avenida Colmena encontrabas cassettes piratas de rock ibérico, new wave, techno y punk, también circulaban, con un culto innegable, cintas de Napalm Death, 7 Minutes of Nausea y Carcass. De ahí el surgimiento de una diminuta pero bastante cohesionada escena grind noise. De aquí debe rescatarse el trabajo de unos formidables Atrofia Cerebral, con sus disonantes explosiones de ruido de bajo y batería, tan breves como mesmerizantes. Corría el año '89. Un año después aparecerían otros kamikazes grind que se hacían llamar Audición Irritable, así como los fanzines Bulla Extrema y Ruido Mundial que permitirían dar a conocer los pormenores de esta escena y del acontecer internacional del circuito grind noise industrial, rótulo usado para definir todo lo que se amoldaba a sus códigos de velocidad y ruido (en el 2003 se publicó Batahola, un compilatorio de grind noise que compila a Audición Irritable, Estallido, Mierda Humana, Insensibilidad Enérgica y Esperpento, con temas de la época, y composiciones actuales, estas últimas lamentablemente no pasan el examen) Pero la sorpresa y el quiebre vendría iniciando la década. En marzo de 1991 el conocido caricaturista Álvaro Portales pondría en marcha el proyecto Distorsión Desequilibrada, cuyo Ataque sensorial auditivo se convertiría en el primer trabajo estrictamente noise publicado en nuestro país. Portales editaría 5 demos en total, de los cuales Fusión (1993) mostraría recién sus dotes como generador de maquinales masas de ruido, saturaciones de sonidos de fuentes no reconocibles y guitarras convertidas en estática. Lo-Fi de alto voltaje sin concesiones que cabalgaba a la par de un encendido discurso anárquico, legitimando el caos y la destrucción como respuesta, como prueba de una existencia. En Distorsión Desequilibrada también participaría Edgar Umeres, quien luego formaría un proyecto de similares características llamado Glaucoma.
Por otro lado, el guitarrista Óscar Reátegui se integraría a Atrofia Cerebral y TSM para luego seguir su trayectoria con el grupo Dios Hastío, con el que buscaría enlazar las sonoridades iniciadas con Sangama (1994), un proyecto donde Reátegui abriría su espectro a la creación de rugosos paisajes, misteriosos soundscapes prolijos en acoples, disonancias y percusiones tribales.
Psicodelia, ahí viene
De estos primeros años noventeros también datan los inicios de Hipnoascención (1993) (antes Katarsis) y de Atmósfera (quienes luego se sumarían a los primeros) La consigna sonora estaba adscrita a la neopsicodelia de Manchester, Spacemen 3 y asociados, y también al sonido garage. Hipnoascención luego inyectaría a su propuesta altas dosis de psicodelia alemana y es allí que definirían finalmente su sonido, que lograría generar gran admiración e influencia gracias a sus pulcras presentaciones. Recién en el año '99 publicarían su primer trabajo. Recientemente han editado un nuevo disco.
Continuará
Luis Alvarado
Monday, February 13, 2006
Thursday, February 09, 2006
En los extramuros del underground
Reproducimos aquí, en partes, una extensa nota de nuestro colega limeño Luis Alvarado que apareció en papel en el reciente número de su revista Autobus. El artículo lleva como subtítulo Otra historia: Música electrónica, noise, post-rock y rock experimental en el Perú y trata justamente de eso, de una nueva y peculiar escena que parece haberse gestado en los últimos tiempos en el país andino. For your pleasure...
Cuando uno busca en el diccionario el significado de la palabra extramuros se encuentra con definiciones como: "fuera de la ciudad" o "fuera de las murallas". Los extramuros son pues aquellos espacios ubicados más allá de los límites que definen un territorio legitimado. ¿Qué significa entonces hablar de los extramuros del underground peruano? Significa hablar de aquellas propuestas musicales que se han desarrollado fuera del espacio habitual de ese universo underground asociado a ciertos formatos rockeros, especialmente punk y, por lo tanto, fuera también de sus planteamientos, de sus modos de operar y de sus expectativas. Un mundo ubicado en una vía al margen, que ha ido teniendo en los últimos años un crecimiento considerable gracias al surgimiento de una serie de propuestas musicales carentes de un circuito estable, que más bien se han constituido como grupos e individualidades independientes, y que se han distinguido por sintonizar con ciertas vanguardias rockeras y electrónicas, sin miedo a transitar por planteamientos sonoros que pueden ir de lo extremo ruidista a sofisticados paisajes electrónicos, pasando por ejecuciones rockeras que rehuyen el lugar común. Pero ante todo los distingue cierta aureola solitaria, de artistas desterrados, sin una escena definida y mas bien fragmentada y disgregada.
Y es que hablar de extramuros lleva también una trampa implícita, y nos obliga a plantear cuestiones como: "arraigo conflictivo" o "síndrome de deriva". Uno percibe de estos extramuros una marginalidad que por momentos toma la imagen del destierro y el abandono, y una libertad que se construye en la no pertenencia, que se yergue en el cobijo de (sub)culturas que flotan intermitentes en esos alrededores oscuros, las mismas que pese a todo han podido tejer su propia historia, una línea tenue y frágil, pero persistente.
No tiene porque sorprendernos la existencia de esta área límite, lo que llama la atención es la gran cantidad de propuestas peruanas (principalmente limeñas) que bajo esas características se han ido dando a notar en los últimos años y que de alguna manera representan en conjunto una especie de grito silencioso, que antes de generarnos indiferencia debería ser un signo a evaluar, una señal de que aquí algo está pasando.
La intención de este artículo es tratar de descubrir esa posible historia de sonidos divergentes, identificando esas propuestas no vistas, esos sonidos muchas veces secretos donde abundan los proyectos paralelos, la experimentación y los tirajes limitados, los mismos que fueron apareciendo en las postrimerías de aquello que se conoció como “movida subterránea”, a fines de los 80s y se constituyeron como microescenas durante los 90s, hasta llegar a nuestros días, en que una computadora puede reemplazar a un estudio de grabación y todo se ha vuelto más grande y complejo de lo que parece.
Cero
Partamos de un aspecto significativo: a la poca repercusión que el rock ha tenido en el imaginario local, se le suma que nuestra pequeña historia rockera ha sufrido una serie de discontinuidades y frenos prematuros, cuyas razones parecen descubrir rasgos que definen nuestra idiosincrasia. En los setentas, por ejemplo, la falta de identificación entre las bandas de rock y el público migrante que se asentó en la capital fue un factor decisivo para la extinción de nuestra primera camada rockera (Un buen análisis de esta etapa en el artículo ¿Por qué se fue? ¿Por qué murió? de Fidel Gutierrez http://esculpiendo.blogspot.com/2004_10_01_esculpiendo_archive.html). Y por su parte, en los ochentas, un romanticismo/ dogmatismo radical entre los subtes que tras su desgaste no pudo encontrar un cauce para aspirar a una renovación. No es extraño entonces que actualmente aparezcan muchas propuestas que no le deban prácticamente nada a dicho pasado musical, no porque renieguen de ellas sino porque simplemente las ignoran, pues se han extinguido como presencia. Se trata pues de una serie de oleadas autónomas que se han hecho bastante visibles en los últimos años, gracias también a las posibilidades que el uso de nuevas tecnologías ha brindado para la producción independiente.
Esto ha ido creciendo y en la actualidad ese desarrollo ha supuesto la ilusión de una escena alternativa y, digamos, ecléctica. Una en donde conviven algunas de las variedades más inquietas de la música electrónica, el post rock, el noise y el rock psicodélico básicamente. No es inusual pues que diversos estilos aparezcan agrupados en compilatorios o que bandas muchas veces disímiles interactúen en un mismo concierto dejando constancia de esa variedad. Sin embargo no deja de molestar que esa convivencia generada tenga una razón antes que nada práctica. Lo que comparten los grupos no parece trascender más allá de una esperanza común por sacar adelante sus propios proyectos. Pero para bien existe la ilusión de una movida independiente que busca construir un espacio nuevo de acción.
Continuará
Luis Alvarado
Cuando uno busca en el diccionario el significado de la palabra extramuros se encuentra con definiciones como: "fuera de la ciudad" o "fuera de las murallas". Los extramuros son pues aquellos espacios ubicados más allá de los límites que definen un territorio legitimado. ¿Qué significa entonces hablar de los extramuros del underground peruano? Significa hablar de aquellas propuestas musicales que se han desarrollado fuera del espacio habitual de ese universo underground asociado a ciertos formatos rockeros, especialmente punk y, por lo tanto, fuera también de sus planteamientos, de sus modos de operar y de sus expectativas. Un mundo ubicado en una vía al margen, que ha ido teniendo en los últimos años un crecimiento considerable gracias al surgimiento de una serie de propuestas musicales carentes de un circuito estable, que más bien se han constituido como grupos e individualidades independientes, y que se han distinguido por sintonizar con ciertas vanguardias rockeras y electrónicas, sin miedo a transitar por planteamientos sonoros que pueden ir de lo extremo ruidista a sofisticados paisajes electrónicos, pasando por ejecuciones rockeras que rehuyen el lugar común. Pero ante todo los distingue cierta aureola solitaria, de artistas desterrados, sin una escena definida y mas bien fragmentada y disgregada.
Y es que hablar de extramuros lleva también una trampa implícita, y nos obliga a plantear cuestiones como: "arraigo conflictivo" o "síndrome de deriva". Uno percibe de estos extramuros una marginalidad que por momentos toma la imagen del destierro y el abandono, y una libertad que se construye en la no pertenencia, que se yergue en el cobijo de (sub)culturas que flotan intermitentes en esos alrededores oscuros, las mismas que pese a todo han podido tejer su propia historia, una línea tenue y frágil, pero persistente.
No tiene porque sorprendernos la existencia de esta área límite, lo que llama la atención es la gran cantidad de propuestas peruanas (principalmente limeñas) que bajo esas características se han ido dando a notar en los últimos años y que de alguna manera representan en conjunto una especie de grito silencioso, que antes de generarnos indiferencia debería ser un signo a evaluar, una señal de que aquí algo está pasando.
La intención de este artículo es tratar de descubrir esa posible historia de sonidos divergentes, identificando esas propuestas no vistas, esos sonidos muchas veces secretos donde abundan los proyectos paralelos, la experimentación y los tirajes limitados, los mismos que fueron apareciendo en las postrimerías de aquello que se conoció como “movida subterránea”, a fines de los 80s y se constituyeron como microescenas durante los 90s, hasta llegar a nuestros días, en que una computadora puede reemplazar a un estudio de grabación y todo se ha vuelto más grande y complejo de lo que parece.
Cero
Partamos de un aspecto significativo: a la poca repercusión que el rock ha tenido en el imaginario local, se le suma que nuestra pequeña historia rockera ha sufrido una serie de discontinuidades y frenos prematuros, cuyas razones parecen descubrir rasgos que definen nuestra idiosincrasia. En los setentas, por ejemplo, la falta de identificación entre las bandas de rock y el público migrante que se asentó en la capital fue un factor decisivo para la extinción de nuestra primera camada rockera (Un buen análisis de esta etapa en el artículo ¿Por qué se fue? ¿Por qué murió? de Fidel Gutierrez http://esculpiendo.blogspot.com/2004_10_01_esculpiendo_archive.html). Y por su parte, en los ochentas, un romanticismo/ dogmatismo radical entre los subtes que tras su desgaste no pudo encontrar un cauce para aspirar a una renovación. No es extraño entonces que actualmente aparezcan muchas propuestas que no le deban prácticamente nada a dicho pasado musical, no porque renieguen de ellas sino porque simplemente las ignoran, pues se han extinguido como presencia. Se trata pues de una serie de oleadas autónomas que se han hecho bastante visibles en los últimos años, gracias también a las posibilidades que el uso de nuevas tecnologías ha brindado para la producción independiente.
Esto ha ido creciendo y en la actualidad ese desarrollo ha supuesto la ilusión de una escena alternativa y, digamos, ecléctica. Una en donde conviven algunas de las variedades más inquietas de la música electrónica, el post rock, el noise y el rock psicodélico básicamente. No es inusual pues que diversos estilos aparezcan agrupados en compilatorios o que bandas muchas veces disímiles interactúen en un mismo concierto dejando constancia de esa variedad. Sin embargo no deja de molestar que esa convivencia generada tenga una razón antes que nada práctica. Lo que comparten los grupos no parece trascender más allá de una esperanza común por sacar adelante sus propios proyectos. Pero para bien existe la ilusión de una movida independiente que busca construir un espacio nuevo de acción.
Continuará
Luis Alvarado
Saturday, January 28, 2006
La procesión de Sunburned Hand of The Man
Que una banda como Sunburned Hand of The Man lance un nuevo disco no es ninguna novedad. Es imposible enumerar toda su errante discografía. Gran parte de ella ha aparecido en modestas ediciones, que hacen casi imposible su obtención. En Internet se puede encontrar algo pero mucho de lo que hay disponible no les hace verdadera justicia. Lo mismo vale para sus ediciones “oficiales” (por llamarlas de algún modo), bastante distantes de la verdadera esencia del grupo.
Wedlock (Eclipse, 2005) tampoco es un trabajo totalmente representativo de Sunburned Hand of The Man pero, paradójicamente, es uno de los más importantes de su errática carrera.
Hace algún tiempo, discutíamos con un buen amigo acerca del futuro de los discos, de cómo podría evolucionar la edición de estos para entregar un producto global que invitase a su compra, sin tener que ser bajado del shareware de turno... La respuesta llega de la mano de este vinilo doble.
La lectura de la tarjeta de invitación al matrimonio de Valerie Web y Paul LaBrecque (miembros de la banda), que se celebró en junio del 2003, es el preámbulo obligatorio para entender el contexto de lo que se viene, tanto sonora como visualmente. La música comienza a correr por los surcos del disco y se oyen una serie de jams sin rumbo, llenas de ritmos, sonidos repetitivos, voces y una base sonora creada por el entorno natural en que estas fueron grabadas (como sonidos de vehículos y sirenas). Hasta aquí, uno dice: “Esta película ya la vi”, y acuden de inmediato a la memoria discos como El Volantín o el primer volumen de La Vorágine de Los Jaivas; el Dance of The Lemmings de Amon Duul II o el Tago Mago de Can.
Aparte de la capacidad de mantener en pie una serie de improvisaciones en forma consistente, da la impresión de que nada nuevo bajo el sol entrega este trabajo. Todo cambia radicalmente al ir observando las numerosas fotografías que retratan la procesión que realizó la banda para llegar a Alaska y ser parte de esta celebración. Observar el arte del disco es una invitación visual más explícita que nunca. La misma sensación que cuando alguien te muestra un álbum de fotos de un matrimonio. Y a falta de animaciones, la música juega un papel doble y es aquí donde un trabajo como Wedlock cobra un gran peso y termina siendo uno de los puntos altos de su discografía. La retroalimentación que suponen tener los vinilos, la tarjeta de invitación, el arte del disco y las numerosas fotos que aparecen, es vital para entender su carácter y personalidad, una suerte de documental sonoro, como alguien cita por ahí.
Una banda envuelta en un momento importante para ellos. Disfrutando y siendo parte de un ritual sagrado (para muchos) como lo es el matrimonio, con John Moloney como maestro de ceremonias, entrando en una suerte de trance y conduciendo a las jams a un viaje onírico que no pareciera tener un rumbo fijo.
Cada canción retrata un momento en particular dentro de esta romería. La espontaneidad se hace presente todo el tiempo y quizás este sea otro factor que juega a favor del disco.
Sin ser un derroche de originalidad (refiriéndose a un plano estrictamente musical), Wedlock quizás marca un nuevo giro de tuerca en la cada vez más compleja y difícil evolución musical de la banda. Un producto integral que necesita de todas sus partes para funcionar en forma letal. Quien sabe pero quizás estemos iniciando una nueva era, en que no solo será necesario tener el documento sonoro sino que se requerirá de un complemento visual -que va más allá de un simple arte de tapa y del afán melómano de tener un disco original en vez de una copia en CD-R- para su completa comprensión.
Iván Daguer
Wedlock (Eclipse, 2005) tampoco es un trabajo totalmente representativo de Sunburned Hand of The Man pero, paradójicamente, es uno de los más importantes de su errática carrera.
Hace algún tiempo, discutíamos con un buen amigo acerca del futuro de los discos, de cómo podría evolucionar la edición de estos para entregar un producto global que invitase a su compra, sin tener que ser bajado del shareware de turno... La respuesta llega de la mano de este vinilo doble.
La lectura de la tarjeta de invitación al matrimonio de Valerie Web y Paul LaBrecque (miembros de la banda), que se celebró en junio del 2003, es el preámbulo obligatorio para entender el contexto de lo que se viene, tanto sonora como visualmente. La música comienza a correr por los surcos del disco y se oyen una serie de jams sin rumbo, llenas de ritmos, sonidos repetitivos, voces y una base sonora creada por el entorno natural en que estas fueron grabadas (como sonidos de vehículos y sirenas). Hasta aquí, uno dice: “Esta película ya la vi”, y acuden de inmediato a la memoria discos como El Volantín o el primer volumen de La Vorágine de Los Jaivas; el Dance of The Lemmings de Amon Duul II o el Tago Mago de Can.
Aparte de la capacidad de mantener en pie una serie de improvisaciones en forma consistente, da la impresión de que nada nuevo bajo el sol entrega este trabajo. Todo cambia radicalmente al ir observando las numerosas fotografías que retratan la procesión que realizó la banda para llegar a Alaska y ser parte de esta celebración. Observar el arte del disco es una invitación visual más explícita que nunca. La misma sensación que cuando alguien te muestra un álbum de fotos de un matrimonio. Y a falta de animaciones, la música juega un papel doble y es aquí donde un trabajo como Wedlock cobra un gran peso y termina siendo uno de los puntos altos de su discografía. La retroalimentación que suponen tener los vinilos, la tarjeta de invitación, el arte del disco y las numerosas fotos que aparecen, es vital para entender su carácter y personalidad, una suerte de documental sonoro, como alguien cita por ahí.
Una banda envuelta en un momento importante para ellos. Disfrutando y siendo parte de un ritual sagrado (para muchos) como lo es el matrimonio, con John Moloney como maestro de ceremonias, entrando en una suerte de trance y conduciendo a las jams a un viaje onírico que no pareciera tener un rumbo fijo.
Cada canción retrata un momento en particular dentro de esta romería. La espontaneidad se hace presente todo el tiempo y quizás este sea otro factor que juega a favor del disco.
Sin ser un derroche de originalidad (refiriéndose a un plano estrictamente musical), Wedlock quizás marca un nuevo giro de tuerca en la cada vez más compleja y difícil evolución musical de la banda. Un producto integral que necesita de todas sus partes para funcionar en forma letal. Quien sabe pero quizás estemos iniciando una nueva era, en que no solo será necesario tener el documento sonoro sino que se requerirá de un complemento visual -que va más allá de un simple arte de tapa y del afán melómano de tener un disco original en vez de una copia en CD-R- para su completa comprensión.
Iván Daguer
Wednesday, January 18, 2006
Reduccionismo: elogio de la restricción
Desde mediados de los ’90 una leve agitación ha sacudido algunos de los dogmas más preciados de la música improvisada y se ha propagado por los centros urbanos. Berlín, Viena, Londres, Tokio y Boston han sido testigos del surgimiento de una nueva camada de músicos que pugnan por extirpar ciertos vicios que el paso del tiempo incorporó de manera permanente en la improvisación, volviéndola poco flexible a las transformaciones históricas de las últimas décadas.
No hay acuerdo sobre la denominación de esta nueva música y las controversias terminológicas distan de haberse resuelto. Fue en Berlín donde surgió el mote de reduccionismo, aunque en gran medida era un sustantivo que le adjudicaban aquellos que se encontraban fuera del movimiento. El término fue defendido durante algún tiempo por Phil Durrant, uno de los protagonistas de esta escena. En Tokio se refirieron a este conjunto de actitudes compartidas, más que de resultados similares, bajo el nombre de onkyo, tal vez en relación con los primeros trabajos de Taku Sugimoto y Tetuzi Akiyama. Lowercase music se debe originalmente a Steve Roden, alude a la música de bajas frecuencias en un contexto algo distinto, pero tiene el problema de que puede aplicarse por igual a la música improvisada y a la compuesta (por ejemplo la de Bernhard Günter). EAI (Electroacustic Improvisation) ha sido propuesto por Dan Warburton, quien la remonta explícitamente a la estética de AMM. Conviene descartar de plano el uso de minimal o minimalismo, demasiado ligado a ciertas concepciones en música y artes visuales con raíces que también retroceden hasta finales de la década del ’60
No todos los músicos que adhieren a esta nueva “cofradía” son jóvenes. Uno de sus ideólogos más viscerales ha sido Radu Malfatti, trombonista que en los ’70 participara de la Brotherhood of Breath de Chris McGregor, una fantástica Big Band que mezclaba integrantes sudafricanos y británicos y se caracterizaba por sus riffs múltiples y simultáneos. Phil Durrant solía ser violinista en la escena de improvisación inglesa de los ’70. Muchos combinan su instrumento con el procesamiento electrónico y profesan una fe inquebrantable en las técnicas extendidas. Otra violinista, Kaffe Matthews, amplifica y procesa el instrumento a través de procedimientos analógicos pero también recurre a las laptops. Una lista incompleta de quienes se encuentran experimentando en las coordenadas reducccionistas debería incluir, además de a los ya mencionados, al trompetista Axel Dörner, a Robin Hayward (su instrumento es la tuba), a un guitarrista como Taku Sugimoto y a ciertos experimentos de otro como Kevin Drumm, al sintetista Thomas Lehn, a Burkhard Beins y Burkhard Stangl, a las nombradas más arriba Andrea Neumann y Annette Krebs, a los austríacos Polwechsel y a algunos de los últimos trabajos del percusionista suizo Günter Müller. Ya hemos hablado también de Sachiko M y cía.
Lo que al principio pudo parecer una brisa de aire fresco, una reacción radical a los abusos de esa vieja escuela demasiado ligada a un tiempo ineluctablemente pasado, corre el riesgo de convertirse en un radicalismo reaccionario que sancione el retraimiento y la retirada de la acción como actitudes aceptables en los albores del siglo XXI.
Una nueva música que se concentra en la escasez y en la privacidad, en los gestos ínfimos -un labio que toca el metal, el aliento que entra en un tubo, la mano que pulsa una cuerda-, y explora los sonidos pequeños, las dinámicas tenues y los silencios profundos. Música que sólo la revolución digital pudo hacer posible pero sobre la cuál no conviene cargar las tintas si los resultados no se demuestran satisfactorios.
Ningún desarrollo tecnológico existe por sí sólo, es el uso que los hombres hacen de las máquinas lo que admite nuestro juicio. De lo contrario, se corre el riesgo de recaer en alguna versión aggiornada del ludismo, un rasgo contradictorio de cierta contracultura que se difundiría más tarde en algunos movimientos ecologistas.
En ciertos aspectos se trata simplemente de la reintroducción de las ideas de Cage en el molde de la improvisación. Sin embargo, muchos han establecido conexiones explícitas con las inflexiones microtonales y los ensanchamientos percusivos de la estética de AMM. Después de todo, la concepción de que cada sonido posee un peso específico -que no existe una clara línea divisoria entre la música, el ruido y el silencio- se conjugaba en los británicos con las técnicas extendidas y las preocupaciones tímbricas. Pero AMM promovía un sonido áspero, duro, casi cruel, de timbres contrastantes en extremo, que funcionaba como la conciencia crítica de una sociedad basada en la miseria global, la represión política y la privación cultural.
La impugnación reduccionista a los elementos idiomáticos de la free music de los ’60 y los ’70 -su desagrado manifiesto por el esquema de acción y reacción, por su locuacidad excesiva, por el virtuosismo instrumental, por el incesante puntillismo asociado a la insect music de grupos como el Spontaneus Music Ensemble, por la cristalización de patrones estrechos de ejecución e interacción- termina por subordinarse a una especie de política de la prescindencia. Si el temor de antaño consistía en que la experimentación colectiva demostrara las limitaciones de la libertad y acabara encubriendo el germen de una nueva tiranía, en la autorrestricción de esta nueva ortodoxia se adivina un peligro más tangible. Para expresarlo en términos lógicos: su repugnancia ante cualquier juicio apodíctico le impide incluso la más leve licencia asertórica. Una falta de compromiso, una reticencia, que se refugia en la relatividad de los valores y constituye un reflejo especular de la irresolución y las vacilaciones contemporáneas.
El mismísimo Eddie Prevost (percusionista de AMM) ha acusado al reduccionismo de estar tan temeroso de expresar algo que eso, en sí mismo, constituye una forma de la tiranía. De ahí también la producción de efectos sónicos siempre similares entre sí que caracteriza a esta tendencia, la falta de diferenciación entre las fuentes materiales del sonido, esas interacciones que cortejan la amabilidad y el sobrentendido y, voluntaristamente, expulsan los conflictos y los desacuerdos del ámbito de la comunicación.
Radu Malfatti lo explica como un intento por resistir a la desolación cultural de un entorno urbano saturado de ruidos e hiperestimulación sensorial, un capitalismo avanzado que nos vuelve proclives al hedonismo y a la aceleración, una sociedad del espectáculo que mercantiliza el deseo y genera estímulos artificiales.
El diagnóstico es conocido, la cura, de lo más debatible. La renuncia a cualquier concepto de totalidad no redimirá al mundo ni servirá para penetrar en su intrincada complejidad. Dice mucho de nuestra incapacidad para comprenderlo, para ponernos a la altura de los acontecimientos, pero no aporta absolutamente nada a nuestra necesidad de intervenir en él.
La introducción de elementos compuestos en la música improvisada que practican muchos reduccionistas señala la retirada última de aquellas intuiciones que distinguían a las vertientes libres del pasado. El retorno a las jerarquías de la notación musical y la tendencia a separar la ejecución de sus condiciones últimas de producción -la idea de que los sonidos son sólo ondas que atraviesan el aire y la subestimación correlativa del contexto total de la performance- destierra la noción de la música como un proceso social y descarta esa dimensión política que alguna vez se consideró autoevidente.
No hay acuerdo sobre la denominación de esta nueva música y las controversias terminológicas distan de haberse resuelto. Fue en Berlín donde surgió el mote de reduccionismo, aunque en gran medida era un sustantivo que le adjudicaban aquellos que se encontraban fuera del movimiento. El término fue defendido durante algún tiempo por Phil Durrant, uno de los protagonistas de esta escena. En Tokio se refirieron a este conjunto de actitudes compartidas, más que de resultados similares, bajo el nombre de onkyo, tal vez en relación con los primeros trabajos de Taku Sugimoto y Tetuzi Akiyama. Lowercase music se debe originalmente a Steve Roden, alude a la música de bajas frecuencias en un contexto algo distinto, pero tiene el problema de que puede aplicarse por igual a la música improvisada y a la compuesta (por ejemplo la de Bernhard Günter). EAI (Electroacustic Improvisation) ha sido propuesto por Dan Warburton, quien la remonta explícitamente a la estética de AMM. Conviene descartar de plano el uso de minimal o minimalismo, demasiado ligado a ciertas concepciones en música y artes visuales con raíces que también retroceden hasta finales de la década del ’60
No todos los músicos que adhieren a esta nueva “cofradía” son jóvenes. Uno de sus ideólogos más viscerales ha sido Radu Malfatti, trombonista que en los ’70 participara de la Brotherhood of Breath de Chris McGregor, una fantástica Big Band que mezclaba integrantes sudafricanos y británicos y se caracterizaba por sus riffs múltiples y simultáneos. Phil Durrant solía ser violinista en la escena de improvisación inglesa de los ’70. Muchos combinan su instrumento con el procesamiento electrónico y profesan una fe inquebrantable en las técnicas extendidas. Otra violinista, Kaffe Matthews, amplifica y procesa el instrumento a través de procedimientos analógicos pero también recurre a las laptops. Una lista incompleta de quienes se encuentran experimentando en las coordenadas reducccionistas debería incluir, además de a los ya mencionados, al trompetista Axel Dörner, a Robin Hayward (su instrumento es la tuba), a un guitarrista como Taku Sugimoto y a ciertos experimentos de otro como Kevin Drumm, al sintetista Thomas Lehn, a Burkhard Beins y Burkhard Stangl, a las nombradas más arriba Andrea Neumann y Annette Krebs, a los austríacos Polwechsel y a algunos de los últimos trabajos del percusionista suizo Günter Müller. Ya hemos hablado también de Sachiko M y cía.
Lo que al principio pudo parecer una brisa de aire fresco, una reacción radical a los abusos de esa vieja escuela demasiado ligada a un tiempo ineluctablemente pasado, corre el riesgo de convertirse en un radicalismo reaccionario que sancione el retraimiento y la retirada de la acción como actitudes aceptables en los albores del siglo XXI.
Una nueva música que se concentra en la escasez y en la privacidad, en los gestos ínfimos -un labio que toca el metal, el aliento que entra en un tubo, la mano que pulsa una cuerda-, y explora los sonidos pequeños, las dinámicas tenues y los silencios profundos. Música que sólo la revolución digital pudo hacer posible pero sobre la cuál no conviene cargar las tintas si los resultados no se demuestran satisfactorios.
Ningún desarrollo tecnológico existe por sí sólo, es el uso que los hombres hacen de las máquinas lo que admite nuestro juicio. De lo contrario, se corre el riesgo de recaer en alguna versión aggiornada del ludismo, un rasgo contradictorio de cierta contracultura que se difundiría más tarde en algunos movimientos ecologistas.
En ciertos aspectos se trata simplemente de la reintroducción de las ideas de Cage en el molde de la improvisación. Sin embargo, muchos han establecido conexiones explícitas con las inflexiones microtonales y los ensanchamientos percusivos de la estética de AMM. Después de todo, la concepción de que cada sonido posee un peso específico -que no existe una clara línea divisoria entre la música, el ruido y el silencio- se conjugaba en los británicos con las técnicas extendidas y las preocupaciones tímbricas. Pero AMM promovía un sonido áspero, duro, casi cruel, de timbres contrastantes en extremo, que funcionaba como la conciencia crítica de una sociedad basada en la miseria global, la represión política y la privación cultural.
La impugnación reduccionista a los elementos idiomáticos de la free music de los ’60 y los ’70 -su desagrado manifiesto por el esquema de acción y reacción, por su locuacidad excesiva, por el virtuosismo instrumental, por el incesante puntillismo asociado a la insect music de grupos como el Spontaneus Music Ensemble, por la cristalización de patrones estrechos de ejecución e interacción- termina por subordinarse a una especie de política de la prescindencia. Si el temor de antaño consistía en que la experimentación colectiva demostrara las limitaciones de la libertad y acabara encubriendo el germen de una nueva tiranía, en la autorrestricción de esta nueva ortodoxia se adivina un peligro más tangible. Para expresarlo en términos lógicos: su repugnancia ante cualquier juicio apodíctico le impide incluso la más leve licencia asertórica. Una falta de compromiso, una reticencia, que se refugia en la relatividad de los valores y constituye un reflejo especular de la irresolución y las vacilaciones contemporáneas.
El mismísimo Eddie Prevost (percusionista de AMM) ha acusado al reduccionismo de estar tan temeroso de expresar algo que eso, en sí mismo, constituye una forma de la tiranía. De ahí también la producción de efectos sónicos siempre similares entre sí que caracteriza a esta tendencia, la falta de diferenciación entre las fuentes materiales del sonido, esas interacciones que cortejan la amabilidad y el sobrentendido y, voluntaristamente, expulsan los conflictos y los desacuerdos del ámbito de la comunicación.
Radu Malfatti lo explica como un intento por resistir a la desolación cultural de un entorno urbano saturado de ruidos e hiperestimulación sensorial, un capitalismo avanzado que nos vuelve proclives al hedonismo y a la aceleración, una sociedad del espectáculo que mercantiliza el deseo y genera estímulos artificiales.
El diagnóstico es conocido, la cura, de lo más debatible. La renuncia a cualquier concepto de totalidad no redimirá al mundo ni servirá para penetrar en su intrincada complejidad. Dice mucho de nuestra incapacidad para comprenderlo, para ponernos a la altura de los acontecimientos, pero no aporta absolutamente nada a nuestra necesidad de intervenir en él.
La introducción de elementos compuestos en la música improvisada que practican muchos reduccionistas señala la retirada última de aquellas intuiciones que distinguían a las vertientes libres del pasado. El retorno a las jerarquías de la notación musical y la tendencia a separar la ejecución de sus condiciones últimas de producción -la idea de que los sonidos son sólo ondas que atraviesan el aire y la subestimación correlativa del contexto total de la performance- destierra la noción de la música como un proceso social y descarta esa dimensión política que alguna vez se consideró autoevidente.
Tuesday, January 10, 2006
Queremos el mundo y lo queremos ya
Si hubiese que reducir las búsquedas de AMM o MEV a una intuición prioritaria, ella es, sin duda, la de la autonomía del momento, en la cuál “las cosas no suceden por ninguna razón en particular ni llevan a ninguna parte”[1] Ya no se considera al tiempo como una secuencia lineal (reproducida en el espacio de la partitura como una sucesión de notas) sino a cada momento como una entelequia, cerrado en sí mismo -con su propia cadena de causas y efectos- pero abierto al disfrute y a las interacciones espontáneas. Una apoteosis del instante, un perpetuo presente que privilegiaba la gratificación inmediata a cualquier renunciamiento o postergación burgueses. Que buscaba trascender incluso la paradoja de esas direcciones contrapuestas –la autoexploración individual y la acción colectiva- bajo la cual discurrían los movimientos sociales de la época. Y que anulaba cualquier voluntad de autorrestricción, como si se creyera que toda limitación hace a la libertad menos libre.
Libertad, en los círculos radicales de la free music, era un concepto ético y político antes que uno meramente estético. Importa poco si el ámbito en el que se la procuraba era privado y exclusivo, como en AMM, o público e inclusivo como en MEV. Después de todo, la prosecución de un ideal de la música que a muchos le parecía inexpresable y hasta irrealizable delataba la precariedad de la existencia humana. Una sentencia de AMM rezaba “no hay garantías de que las realizaciones definitivas puedan existir” Y otra: “el fracaso continuo en un plano es la raíz del éxito en otro”.
Optimismo de la voluntad, pesimismo de la razón. Una ética de la inmediatez y la espontaneidad que se asemejaba a lo impredecible de nuestra existencia cotidiana. Un proceso de aprendizaje donde primaba la experimentación antes que el resultado. Un breve lapso de tiempo donde el sueño vanguardista de acercar el arte a la vida pareció confluir con el ideal democrático de una comunicación universal y con la utopía revolucionaria de una sociedad igualitaria.
Esta idea radical de libertad obtendrá un último refugio en la improvisación asociada al rock experimental en la Europa de los años ’70. Desde el Spela Själv (tócalo tú mismo) de bandas suecas como Träd Gräs och Stenar y Archimedes Badkar hasta la recepción del free jazz americano en Francia (en particular, el éxito insospechado del Art Ensemble of Chicago en París), que influirá a músicos como Gilbert Artman (Lard Free, Urban Sax), Jacques Berrocal, Jean Francois Pauvros y a grupos pioneros como Red Noise, Ame Son o las bandas del sello Futura (Semool, Horde Catalytique pour la Fin, Mahogany Brain). En Alemania se asociará a grupos como Anima, Annexus Quam o Limbus 3 y 4 con el rock cósmico por entonces reinante. Y en Italia, una banda como Area sintetizará el sentimiento comunal de los festivales al aire libre con la experimentación, que en un disco como Maledetti extremarán en el sentido de la improvisación más abierta. El sueño durará unos años más en el país mediterráneo pero concluirá abruptamente con el fracaso del Festival de Parco Lambro en 1976. Allí quedará claro que la “comunidad”, en cualquier sentido real del término, se ha esfumado por completo.
[1] Frederic Rzewski. Little Bangs: A Nihilist Theory of Improvisation, en Christoph Cox and Daniel Warner (Eds.) Audio Culture: Readings in Modern Music. Continuum, New York and London, 2004. p. 269.
Libertad, en los círculos radicales de la free music, era un concepto ético y político antes que uno meramente estético. Importa poco si el ámbito en el que se la procuraba era privado y exclusivo, como en AMM, o público e inclusivo como en MEV. Después de todo, la prosecución de un ideal de la música que a muchos le parecía inexpresable y hasta irrealizable delataba la precariedad de la existencia humana. Una sentencia de AMM rezaba “no hay garantías de que las realizaciones definitivas puedan existir” Y otra: “el fracaso continuo en un plano es la raíz del éxito en otro”.
Optimismo de la voluntad, pesimismo de la razón. Una ética de la inmediatez y la espontaneidad que se asemejaba a lo impredecible de nuestra existencia cotidiana. Un proceso de aprendizaje donde primaba la experimentación antes que el resultado. Un breve lapso de tiempo donde el sueño vanguardista de acercar el arte a la vida pareció confluir con el ideal democrático de una comunicación universal y con la utopía revolucionaria de una sociedad igualitaria.
Esta idea radical de libertad obtendrá un último refugio en la improvisación asociada al rock experimental en la Europa de los años ’70. Desde el Spela Själv (tócalo tú mismo) de bandas suecas como Träd Gräs och Stenar y Archimedes Badkar hasta la recepción del free jazz americano en Francia (en particular, el éxito insospechado del Art Ensemble of Chicago en París), que influirá a músicos como Gilbert Artman (Lard Free, Urban Sax), Jacques Berrocal, Jean Francois Pauvros y a grupos pioneros como Red Noise, Ame Son o las bandas del sello Futura (Semool, Horde Catalytique pour la Fin, Mahogany Brain). En Alemania se asociará a grupos como Anima, Annexus Quam o Limbus 3 y 4 con el rock cósmico por entonces reinante. Y en Italia, una banda como Area sintetizará el sentimiento comunal de los festivales al aire libre con la experimentación, que en un disco como Maledetti extremarán en el sentido de la improvisación más abierta. El sueño durará unos años más en el país mediterráneo pero concluirá abruptamente con el fracaso del Festival de Parco Lambro en 1976. Allí quedará claro que la “comunidad”, en cualquier sentido real del término, se ha esfumado por completo.
[1] Frederic Rzewski. Little Bangs: A Nihilist Theory of Improvisation, en Christoph Cox and Daniel Warner (Eds.) Audio Culture: Readings in Modern Music. Continuum, New York and London, 2004. p. 269.
Tuesday, January 03, 2006
En los sueños comienzan las responsabilidades
Señalaba Michael Nyman en 1974 que para los grupos de la llamada improvisación electrónica en vivo –los británicos de AMM, los expatriados americanos en Roma agrupados en MEV (Musica Elettronica Viva) y los japoneses de Taj Mahal Travellers, dicha improvisación “no era un mandato para la autoindulgencia”.[1]
Atrás quedaban las reservas de los pioneros ante la tecnología. A partir de los sixties la extensión del rango de los instrumentos se convertiría en un imperativo. Ya fuese por medio de micrófonos de contacto, procesamientos como el delay, distorsión, filtros y anillos de modulación, pedales multiefectos o, ya más cercano en el tiempo, conexiones MIDI a samplers, generadores de sonido y software de computadoras, lo cierto es que la búsqueda de técnicas nuevas y heterodoxas, la investigación de nuevos sonidos y materiales, estaban a la orden del día. Cuenta Alvin Curran (uno de los miembros de MEV) que:
Nos encontrábamos ocupados soldando cables, micrófonos de contacto, y hablando sobre circuitry (sistema electrónico de circuitos) como si fuera una nueva religión. Al amplificar los sonidos del vidrio, la madera, el metal, el agua, el aire y el fuego estábamos convencidos de que habíamos penetrado en las fuentes de las músicas naturales de “todo”. De hecho, estábamos haciendo una música espontánea de la que bien podía decirse que no provenía de “ningún lado” y estaba hecha de la “nada”. En cierto modo, todo era motivo de maravilla y una epifanía colectiva.[2]
El desarrollo de las técnicas electrónicas de amplificación imponía el mandato de escuchar al mundo con oídos renovados, de descubrir esos pequeños sonidos que persisten más allá de la cacofonía de la sociedad moderna. La conexión con el pensamiento de John Cage es tentadora. Su concepción del universo como una inmensa caja de resonancias era conocida. Y muchos han querido ver las exploraciones de AMM, MEV y cía. en una línea sucesoria que remontan a los primeros atisbos de indeterminación en las composiciones del propio Cage y de Christian Wolff. Incluso la presencia de Cornelius Cardew en AMM, en el mismo momento en que trabajaba en el monumental Treatise –un extenso sistema de signos visuales donde los sonidos no se especifican en modo alguno- amerita la comparación.[3]
No obstante, ciertos parecidos de familia no deberían ocultar las enormes diferencias. AMM abrazaba la improvisación como una especie de principio regulador que a través de la música se extendía a sus propias vidas cotidianas. Y no es un dato menor que prescindieran de toda partitura o sistema de notación, incluido el gráfico. Los integrantes de MEV, sin ser tan reacios a las formas compuestas, dinamitaban cualquier legado académico en un conjunto de rituales improvisados bautizados con el nombre de Soundpools, donde invitaban a la audiencia a sumarse, en una orgía de creatividad espontánea. Y Taj Mahal Travellers, con ese nomadismo impenitente que los conducía a playas solitarias o colinas inaccesibles, procuraba trascender el instante a partir de la revelación de los procesos secretos del mundo físico.
Nada más ajeno a la pasividad zen de Cage, a su reiterado disgusto por la posibilidad de que la voluntad y la acción humanas impusiesen sus derechos a la creación. La agitación cultural de los ’60, su efervescencia política y social, no se llevaban demasiado bien con el trascendentalismo levemente libertario, la inercia manifiesta, que traducen las preocupaciones de este entrañable profeta de la experimentación. Habría que esperar otras tres décadas para que la historia le concediera una módica revancha.
[1] Michael Nyman. Experimental Music: Cage and Beyond. Usamos aquí la reimpresión de 1999. Cambridge University Press. Cambridge, UK. p. 126. Eran muchos los que por entonces incorporaban la producción de sonidos electrónicos a sus presentaciones en vivo. Una lista provisoria debería considerar al ONCE Group, Sonic Arts Union, Music Improvisation Company, Gruppo de Impprovisazione Nuova Consonanza, New Phonic Art, Anima y, algo más tarde, a los suizos de Voice Crack, entre varios otros.
[2] Alvin Curran. Writings through John Cage’s Music, Poetry, + Art. Citado en Toop, op. cit., p. 232.
[3]Cornelius Cardew trabaja en el Treatise entre 1963 y 1967. Compositor por formación –estudió en la Royal Academy of Music hasta 1957 y llegó a participar de algunos cursos de Stockhausen en Darmstadt-, su obsesión por entonces era la de librarse de la camisa de fuerza de la notación tradicional. En 1965 ingresa a AMM y descubre el territorio virgen de la improvisación, concepto ante el cual los compositores de la época, y en particular John Cage, se mostraban bastante reacios. La primera ejecución de una parte de su Tratado fue en Junio de 1964. El intérprete, Frederic Rzewski, quien un par de años más tarde confluiría con Alan Bryant, Alvin Curran, Richard Teitelbaum, John Phetteplace y otros en Musica Elettronica Viva.
Atrás quedaban las reservas de los pioneros ante la tecnología. A partir de los sixties la extensión del rango de los instrumentos se convertiría en un imperativo. Ya fuese por medio de micrófonos de contacto, procesamientos como el delay, distorsión, filtros y anillos de modulación, pedales multiefectos o, ya más cercano en el tiempo, conexiones MIDI a samplers, generadores de sonido y software de computadoras, lo cierto es que la búsqueda de técnicas nuevas y heterodoxas, la investigación de nuevos sonidos y materiales, estaban a la orden del día. Cuenta Alvin Curran (uno de los miembros de MEV) que:
Nos encontrábamos ocupados soldando cables, micrófonos de contacto, y hablando sobre circuitry (sistema electrónico de circuitos) como si fuera una nueva religión. Al amplificar los sonidos del vidrio, la madera, el metal, el agua, el aire y el fuego estábamos convencidos de que habíamos penetrado en las fuentes de las músicas naturales de “todo”. De hecho, estábamos haciendo una música espontánea de la que bien podía decirse que no provenía de “ningún lado” y estaba hecha de la “nada”. En cierto modo, todo era motivo de maravilla y una epifanía colectiva.[2]
El desarrollo de las técnicas electrónicas de amplificación imponía el mandato de escuchar al mundo con oídos renovados, de descubrir esos pequeños sonidos que persisten más allá de la cacofonía de la sociedad moderna. La conexión con el pensamiento de John Cage es tentadora. Su concepción del universo como una inmensa caja de resonancias era conocida. Y muchos han querido ver las exploraciones de AMM, MEV y cía. en una línea sucesoria que remontan a los primeros atisbos de indeterminación en las composiciones del propio Cage y de Christian Wolff. Incluso la presencia de Cornelius Cardew en AMM, en el mismo momento en que trabajaba en el monumental Treatise –un extenso sistema de signos visuales donde los sonidos no se especifican en modo alguno- amerita la comparación.[3]
No obstante, ciertos parecidos de familia no deberían ocultar las enormes diferencias. AMM abrazaba la improvisación como una especie de principio regulador que a través de la música se extendía a sus propias vidas cotidianas. Y no es un dato menor que prescindieran de toda partitura o sistema de notación, incluido el gráfico. Los integrantes de MEV, sin ser tan reacios a las formas compuestas, dinamitaban cualquier legado académico en un conjunto de rituales improvisados bautizados con el nombre de Soundpools, donde invitaban a la audiencia a sumarse, en una orgía de creatividad espontánea. Y Taj Mahal Travellers, con ese nomadismo impenitente que los conducía a playas solitarias o colinas inaccesibles, procuraba trascender el instante a partir de la revelación de los procesos secretos del mundo físico.
Nada más ajeno a la pasividad zen de Cage, a su reiterado disgusto por la posibilidad de que la voluntad y la acción humanas impusiesen sus derechos a la creación. La agitación cultural de los ’60, su efervescencia política y social, no se llevaban demasiado bien con el trascendentalismo levemente libertario, la inercia manifiesta, que traducen las preocupaciones de este entrañable profeta de la experimentación. Habría que esperar otras tres décadas para que la historia le concediera una módica revancha.
[1] Michael Nyman. Experimental Music: Cage and Beyond. Usamos aquí la reimpresión de 1999. Cambridge University Press. Cambridge, UK. p. 126. Eran muchos los que por entonces incorporaban la producción de sonidos electrónicos a sus presentaciones en vivo. Una lista provisoria debería considerar al ONCE Group, Sonic Arts Union, Music Improvisation Company, Gruppo de Impprovisazione Nuova Consonanza, New Phonic Art, Anima y, algo más tarde, a los suizos de Voice Crack, entre varios otros.
[2] Alvin Curran. Writings through John Cage’s Music, Poetry, + Art. Citado en Toop, op. cit., p. 232.
[3]Cornelius Cardew trabaja en el Treatise entre 1963 y 1967. Compositor por formación –estudió en la Royal Academy of Music hasta 1957 y llegó a participar de algunos cursos de Stockhausen en Darmstadt-, su obsesión por entonces era la de librarse de la camisa de fuerza de la notación tradicional. En 1965 ingresa a AMM y descubre el territorio virgen de la improvisación, concepto ante el cual los compositores de la época, y en particular John Cage, se mostraban bastante reacios. La primera ejecución de una parte de su Tratado fue en Junio de 1964. El intérprete, Frederic Rzewski, quien un par de años más tarde confluiría con Alan Bryant, Alvin Curran, Richard Teitelbaum, John Phetteplace y otros en Musica Elettronica Viva.
Monday, December 26, 2005
La desaparición del espacio (físico, corporal e interior)
El sound art contemporáneo ha hecho de la localización física (del músico, del instrumento) un aspecto cada vez menos importante. Las dimensiones reales del espacio retroceden ante su dimensión imaginaria. O en el caso de Francisco Lopez, Chris Watson, Hildegard Westerkamp, Bernie Krause, Michael Prime, artistas que trabajan con la grabación del sonido ambiente, se ha desplazado hacia las coordenadas naturales del mundo que habitamos, un soundscape de cosas y seres vivientes que poseen su propia respiración. Se trata de un fenómeno ambivalente: la descomposición del entorno físico en una pantalla fantasmal de bajas frecuencias, vibraciones imperceptibles y atributos psicoacústicos para volvernos más concientes de esa misma fisicalidad, la resonancia de las ondas sonoras moviéndose en el aire y generando sus propios armónicos.
Las disposiciones auditivas invierten sus prioridades. No es el otro, como en toda improvisación que se precie de tal, quien merece la escucha atenta. Es la materialidad del sonido que exige una concentración desmesurada y desafía nuestras empobrecidas facultades perceptivas.
Por su parte, la música por computadoras amenaza con suprimir de manera definitiva el espacio de la performance, la actuación en vivo ¿Cuál es el sentido de observar a un par de músicos moviendo los dedos en el teclado de sus laptops o ajustando algunas perillas? ¿Cómo identificar la acelerada generación de timbres con sus respectivas fuentes de producción? Los aditamentos electrónicos le han arrancado a los instrumentos su misma interioridad, esa caja de resonancia que antaño constituía su orgullo más preciado. Y las técnicas preparadas han multiplicado las posibilidades de ataque y el contacto entre dos superficies (por ejemplo la fricción del arco de un violín contra las cuerdas preparadas de una guitarra) en una combinatoria que excede cualquier esfuerzo de aprehensión de un oyente común.
Las computadoras tienden irremisiblemente a ocultar la relación entre la acción y el sonido a los ojos de la audiencia. Escuchar es ahora la consigna. Lo visual carece de importancia. Aún cuando el sonido viaje por el espacio cuidadosamente armado de una instalación sonora, la ubicación física podrá conservar cierta importancia relativa pero las ideas e intenciones del artista seguirán apuntando a nuestro cerebro y a nuestros oídos, no a los ojos. Y las máquinas seguirán tocando incluso después de que los músicos y hasta el público se hayan ido.
El cuerpo mismo se ha tornado una molestia. Allí está la inmovilidad de Sachiko M sobre el escenario, obstinada en que su presencia pase desapercibida, en que el cuerpo de las máquinas y el desorden de cables sobre el piso pasen a primer plano. Allí están Annette Krebs y Andrea Neumann, una con su guitarra acostada sobre sus rodillas, la otra escondida tras las cuerdas de su Innerklavier (las cuerdas interiores del piano que elige como instrumento), separadas por la imprescindible mixing desk que convertirá los sonidos acústicos en señales electrónicas. No se miran pero se escuchan. La austeridad domina sus movimientos. Ningún gesto de más. Apenas esa concentración íntima, ese hacer metódico que reniega de todo virtuosismo y se adhiere a la improvisación contemporánea como una pátina que nos resguarda de cualquier interacción con el prójimo que no hayamos calculado de antemano.
Las disposiciones auditivas invierten sus prioridades. No es el otro, como en toda improvisación que se precie de tal, quien merece la escucha atenta. Es la materialidad del sonido que exige una concentración desmesurada y desafía nuestras empobrecidas facultades perceptivas.
Por su parte, la música por computadoras amenaza con suprimir de manera definitiva el espacio de la performance, la actuación en vivo ¿Cuál es el sentido de observar a un par de músicos moviendo los dedos en el teclado de sus laptops o ajustando algunas perillas? ¿Cómo identificar la acelerada generación de timbres con sus respectivas fuentes de producción? Los aditamentos electrónicos le han arrancado a los instrumentos su misma interioridad, esa caja de resonancia que antaño constituía su orgullo más preciado. Y las técnicas preparadas han multiplicado las posibilidades de ataque y el contacto entre dos superficies (por ejemplo la fricción del arco de un violín contra las cuerdas preparadas de una guitarra) en una combinatoria que excede cualquier esfuerzo de aprehensión de un oyente común.
Las computadoras tienden irremisiblemente a ocultar la relación entre la acción y el sonido a los ojos de la audiencia. Escuchar es ahora la consigna. Lo visual carece de importancia. Aún cuando el sonido viaje por el espacio cuidadosamente armado de una instalación sonora, la ubicación física podrá conservar cierta importancia relativa pero las ideas e intenciones del artista seguirán apuntando a nuestro cerebro y a nuestros oídos, no a los ojos. Y las máquinas seguirán tocando incluso después de que los músicos y hasta el público se hayan ido.
El cuerpo mismo se ha tornado una molestia. Allí está la inmovilidad de Sachiko M sobre el escenario, obstinada en que su presencia pase desapercibida, en que el cuerpo de las máquinas y el desorden de cables sobre el piso pasen a primer plano. Allí están Annette Krebs y Andrea Neumann, una con su guitarra acostada sobre sus rodillas, la otra escondida tras las cuerdas de su Innerklavier (las cuerdas interiores del piano que elige como instrumento), separadas por la imprescindible mixing desk que convertirá los sonidos acústicos en señales electrónicas. No se miran pero se escuchan. La austeridad domina sus movimientos. Ningún gesto de más. Apenas esa concentración íntima, ese hacer metódico que reniega de todo virtuosismo y se adhiere a la improvisación contemporánea como una pátina que nos resguarda de cualquier interacción con el prójimo que no hayamos calculado de antemano.
Tuesday, December 20, 2005
Paraíso ahora
Dadas las circunstancias, resulta lógico que el free jazz apelara a la idea de Otherness, esa cualidad de ser otro, diferente, extraño y hasta exótico. Que los acelerados fraseos de saxos y trompetas o las progresiones intempestivas de teclados convocaran un más allá, una retórica de la espiritualidad, la imagen de un mundo superior que redimiera la miseria de nuestro mundo concreto. La música era el ticket de entrada y el instrumento, el medio privilegiado a la hora de viajar.
La relación con el instrumento era esencial, una extensión del propio cuerpo. Pero sobre todo, la ocasión impostergable para la afirmación de la propia individualidad. La expresividad desbocada del free que a tantos molesta todavía hoy no era sólo física. También era material, aunque viniese adulterada bajo la forma de un supuesto misticismo. En palabras del crítico David Toop:
Aquellas eran voces (se refiere a los cantantes de gospel) que habitaban el cuerpo hasta un punto más allá de sus límites corporales, gritándole al espíritu, elevándose a través de sus registros hacia un lugar por encima de la existencia convencional. Ayler habitaba el saxofón de la misma manera, estallando hacia la otredad por medio de la expresión física y mecánica del instrumento.[1]
Una preponderancia del espacio físico entonces. La libertad musical se obtenía a través de la interacción de los sonidos con el espacio. En términos formales equiparaba la función de aquellos con la del silencio. Era la igualdad potencial entre ambos elementos la que generaba esa aguda sensación de espacialidad, la convicción de que ninguna línea (rítmica, melódica, armónica) estaba en sí misma completa, que requería del contraste o de la complicidad ajenas, de un entorno que permitiera el libre fluir de las notas y reordenara sus significados. Un arte en el que descollaría el Art Ensemble of Chicago y que en gran medida influiría a la improvisación europea unos pocos años más tarde.
En términos estrictamente empíricos, el espacio del recital era la ceremonia misma de la celebración de esa libertad, compartida entre músicos y público por igual. La realización, todo lo parcial o fugaz que se quiera, de esa dimensión utópica asociada a las nociones de colectividad y comunitarismo. Trasladada al contexto radicalizado de Europa a fines de los ´60, esa música liberada apuntaba a hacer de las jerarquías una cosa estéril, a promover una igualdad de interacciones entre todos los participantes y generar una comunicación que pudiera consensuarse como “auténtica”.
Delataba por último una confianza irreductible en la agencia humana, en las capacidades creativas de la especie: la elevación de la práctica musical a una suerte de principio configurador del universo. Si bien en músicos como Derek Bailey se extremaba en un pragmatismo del tocar que rechazaba cualquier explicación ulterior[2], no fue una mala actitud mientras pudo sobrevivir a sus contradicciones. Postulaba una relación directa entre la música y la vida cotidiana cuyo distanciamiento, contra todas las apariencias en contrario, se tornaría cada vez más inflexible con el correr de la revolución digital.
Las conclusiones parciales de este apartado son, en cierta medida, válidas por igual para el free jazz norteamericano y para los comienzos de la improvisación libre en Europa. Sin embargo, quisiéramos apartarnos de una larga cadena de interpretaciones que tiende a considerar a la segunda como un mero epifenómeno del primero. El capítulo sobre free jazz en Europa del libro de John Litweiler (The Freedom Principle: Jazz after 1958. Da Capo, New York, 1984) constituye una buena muestra de este equívoco frecuente. Los contextos son muy diferentes y la ruptura con la aparente continuidad del jazz sería mucho más fuerte en Europa. El abandono de ciertos parámetros propios de las músicas afroamericanas coincide con la necesidad de replantear una historia y una geografía eminentemente europeas. También la presencia del racionalismo contemporáneo de la música académica es, para bien y para mal, más tangible en Europa que en la América de la misma época. En la transición entre dos conjuntos de iniciales legendarias, la que lleva del sello ESP en U.S.A. al sello FMP (Free Music Productions) al otro lado del Atlántico, en Alemania, podría residir una de las pautas de todo el proceso. La favorable recepción europea a músicos como Albert Ayler, Don Cherry y el Art Ensemble es otra de las claves interpretativas. Como sea, la música libre en el viejo continente adquirió rápidamente señas de identidad propias y la chispa ardió hasta convertirse en un incendio que se expandió desde las Islas Británicas hasta los Urales. Las tendencias se adaptaron a las idiosincrasias nacionales: la insect music ligada al Spontaneous Music Ensemble y a Music Improvisation Company en Gran Bretaña, la escena de comprovisación holandesa, el peculiar matrimonio entre free jazz y free rock en Francia o el cruce entre tradiciones folk, world music, rock y jazz en Escandinavia son algunos ejemplos que no podemos tratar en el contexto de este artículo. Como quedará claro en lo que sigue, nos concentraremos en un aspecto específico, el de la improvisación electrónica en tiempo real, que consideramos esencial para nuestro argumento. [3]
[1] David Toop. Haunted Weather: Music, Silence and Memory. Serpent’s Tail. London, 2004. p. 237.
[2] Derek Bailey. Improvisation: Its Nature and Practice in Music. Da Capo. New York, 1993. Cf. también Ben Watson. Derek Bailey and the Story of Free Improvisation. Verso. London, 2004.
[3] Explicaciones parciales de la escena continental pueden hallarse en Kevin Whitehead. New Dutch Swing. New York, Billboard, 1998, Vincent Cotro. Chants Libres: Le free jazz en France, 1960-1975. Outre Mesure, Paris, 1999, y en el reciente Northern Sun, Southern Moon: Europe’s Reinvention of Jazz de Mike Heffley (Yale University Press. New Haven, Connecticut, 2005)
La relación con el instrumento era esencial, una extensión del propio cuerpo. Pero sobre todo, la ocasión impostergable para la afirmación de la propia individualidad. La expresividad desbocada del free que a tantos molesta todavía hoy no era sólo física. También era material, aunque viniese adulterada bajo la forma de un supuesto misticismo. En palabras del crítico David Toop:
Aquellas eran voces (se refiere a los cantantes de gospel) que habitaban el cuerpo hasta un punto más allá de sus límites corporales, gritándole al espíritu, elevándose a través de sus registros hacia un lugar por encima de la existencia convencional. Ayler habitaba el saxofón de la misma manera, estallando hacia la otredad por medio de la expresión física y mecánica del instrumento.[1]
Una preponderancia del espacio físico entonces. La libertad musical se obtenía a través de la interacción de los sonidos con el espacio. En términos formales equiparaba la función de aquellos con la del silencio. Era la igualdad potencial entre ambos elementos la que generaba esa aguda sensación de espacialidad, la convicción de que ninguna línea (rítmica, melódica, armónica) estaba en sí misma completa, que requería del contraste o de la complicidad ajenas, de un entorno que permitiera el libre fluir de las notas y reordenara sus significados. Un arte en el que descollaría el Art Ensemble of Chicago y que en gran medida influiría a la improvisación europea unos pocos años más tarde.
En términos estrictamente empíricos, el espacio del recital era la ceremonia misma de la celebración de esa libertad, compartida entre músicos y público por igual. La realización, todo lo parcial o fugaz que se quiera, de esa dimensión utópica asociada a las nociones de colectividad y comunitarismo. Trasladada al contexto radicalizado de Europa a fines de los ´60, esa música liberada apuntaba a hacer de las jerarquías una cosa estéril, a promover una igualdad de interacciones entre todos los participantes y generar una comunicación que pudiera consensuarse como “auténtica”.
Delataba por último una confianza irreductible en la agencia humana, en las capacidades creativas de la especie: la elevación de la práctica musical a una suerte de principio configurador del universo. Si bien en músicos como Derek Bailey se extremaba en un pragmatismo del tocar que rechazaba cualquier explicación ulterior[2], no fue una mala actitud mientras pudo sobrevivir a sus contradicciones. Postulaba una relación directa entre la música y la vida cotidiana cuyo distanciamiento, contra todas las apariencias en contrario, se tornaría cada vez más inflexible con el correr de la revolución digital.
Las conclusiones parciales de este apartado son, en cierta medida, válidas por igual para el free jazz norteamericano y para los comienzos de la improvisación libre en Europa. Sin embargo, quisiéramos apartarnos de una larga cadena de interpretaciones que tiende a considerar a la segunda como un mero epifenómeno del primero. El capítulo sobre free jazz en Europa del libro de John Litweiler (The Freedom Principle: Jazz after 1958. Da Capo, New York, 1984) constituye una buena muestra de este equívoco frecuente. Los contextos son muy diferentes y la ruptura con la aparente continuidad del jazz sería mucho más fuerte en Europa. El abandono de ciertos parámetros propios de las músicas afroamericanas coincide con la necesidad de replantear una historia y una geografía eminentemente europeas. También la presencia del racionalismo contemporáneo de la música académica es, para bien y para mal, más tangible en Europa que en la América de la misma época. En la transición entre dos conjuntos de iniciales legendarias, la que lleva del sello ESP en U.S.A. al sello FMP (Free Music Productions) al otro lado del Atlántico, en Alemania, podría residir una de las pautas de todo el proceso. La favorable recepción europea a músicos como Albert Ayler, Don Cherry y el Art Ensemble es otra de las claves interpretativas. Como sea, la música libre en el viejo continente adquirió rápidamente señas de identidad propias y la chispa ardió hasta convertirse en un incendio que se expandió desde las Islas Británicas hasta los Urales. Las tendencias se adaptaron a las idiosincrasias nacionales: la insect music ligada al Spontaneous Music Ensemble y a Music Improvisation Company en Gran Bretaña, la escena de comprovisación holandesa, el peculiar matrimonio entre free jazz y free rock en Francia o el cruce entre tradiciones folk, world music, rock y jazz en Escandinavia son algunos ejemplos que no podemos tratar en el contexto de este artículo. Como quedará claro en lo que sigue, nos concentraremos en un aspecto específico, el de la improvisación electrónica en tiempo real, que consideramos esencial para nuestro argumento. [3]
[1] David Toop. Haunted Weather: Music, Silence and Memory. Serpent’s Tail. London, 2004. p. 237.
[2] Derek Bailey. Improvisation: Its Nature and Practice in Music. Da Capo. New York, 1993. Cf. también Ben Watson. Derek Bailey and the Story of Free Improvisation. Verso. London, 2004.
[3] Explicaciones parciales de la escena continental pueden hallarse en Kevin Whitehead. New Dutch Swing. New York, Billboard, 1998, Vincent Cotro. Chants Libres: Le free jazz en France, 1960-1975. Outre Mesure, Paris, 1999, y en el reciente Northern Sun, Southern Moon: Europe’s Reinvention of Jazz de Mike Heffley (Yale University Press. New Haven, Connecticut, 2005)
Thursday, December 15, 2005
Free Jazz e identidad afroamericana
Hasta cierto punto podrían narrarse los orígenes del free jazz a través de una curiosa dialéctica entre afirmación y negatividad. Los primeros intentos por abandonar cualquier estructura predeterminada –Lennie Tristano, Warne Marsh y Lee Konitz en 1949, Charles Mingus con Teo Macero y Mal Waldron en 1954, Cecil Taylor y Steve Lacy en 1955, George Russell y Bill Evans en 1956, Ornette Coleman y Don Cherry en 1959, Eric Dolphy en 1960- trasuntan una extrañeza que la época trata de exorcizar con etiquetas provisorias -forma libre, música abstracta- y adjetivos insuficientes –atonal, disonante, raro-.
Casi sin excepción, la improvisación temprana delata una perseverancia mayormente acústica, una extendida resistencia a la tecnología. Punto que atestiguan el disgusto de Cecil Taylor por la música electrónica, la espiritualidad rediviva de John Coltrane a partir de A Love Supreme o la recuperación de formas tradicionales como el gospel en Albert Ayler. Incluso las innovaciones electrónicas en los teclados pioneros de Sun Ra –el moog, el clavioline, los efectos de cintas- generan una dislocación sutil respecto de las polirritmias africanas y las modalidades medio-orientales del resto de su Arkestra.
El entorno de la década del ’50 ameritaba esa desconfianza. La amenaza de la Guerra Fría, la escalada nuclear y la constitución de una sociedad de consumo que excluía a los afroamericanos del banquete económico con la misma fuerza con que les escamoteaba sus derechos civiles bastaban, de por sí, para que sus percepciones difirieran del optimismo conformista que caracterizaba a la mayoría blanca de clase media.
Una estructura represiva que paulatinamente tendieron a identificar con su entorno inmediato. Un sentimiento de alienación ante la mercantilización incipiente y la propaganda mediática, que promovía la realización del sueño americano en cada compra de un electrodoméstico o de un televisor nuevos.
Las jerarquías culturales exclusivistas y excluyentes que oponían el modernismo de un pretendido arte alto al ámbito más prosaico –aunque también más festivo- de la mass culture tenían sin cuidado a quienes se veían obligados a sobrevivir en los márgenes, aquellos a los que la fiesta interminable del crecimiento económico y el consumo a ultranza había olvidado girarles una invitación.
No se trata de repetir aquí las conocidas historias de pobreza extrema en los inicios de Anthony Braxton o el Revolutionary Ensemble, la desafección que traslucen las muertes prematuras de Coltrane o Ayler, esa repugnancia de los clubes nocturnos de Chicago ante cualquier forma de jazz, lo que llevaría a la fundación de la Association for the Advancement of Creative Musicians (AACM).
Hay algo más, que escapa a lo anecdótico y trasciende las circunstancias personales. Por un lado, una ética de la afirmación que corteja el mito del comienzo absoluto -llevar a término las promesas incumplidas del jazz a partir de la superación de su lenguaje- hasta confundirlo con lo Absoluto mismo -la promesa de liberación que acarrea un mundo nuevo-. Por el otro, una recusación del pasado cercano en favor de otro distante y mitologizado –el de África y las comunidades no occidentales-. En la conjunción de estos dos extremismos aparentemente irreconciliables radica la fortaleza del free jazz: la utopía de la libertad y la nostalgia de lo que se perdió, la materialidad del instrumento y la invocación espiritual, la expresión desafiante de una identidad específica y su vocación universalista. Tensiones contradictorias que, bajo una coyuntura histórica y social diferente, determinarán el estatuto de la improvisación en las décadas venideras y promoverán la reacción insidiosa de ciertas corrientes actuales.
Casi sin excepción, la improvisación temprana delata una perseverancia mayormente acústica, una extendida resistencia a la tecnología. Punto que atestiguan el disgusto de Cecil Taylor por la música electrónica, la espiritualidad rediviva de John Coltrane a partir de A Love Supreme o la recuperación de formas tradicionales como el gospel en Albert Ayler. Incluso las innovaciones electrónicas en los teclados pioneros de Sun Ra –el moog, el clavioline, los efectos de cintas- generan una dislocación sutil respecto de las polirritmias africanas y las modalidades medio-orientales del resto de su Arkestra.
El entorno de la década del ’50 ameritaba esa desconfianza. La amenaza de la Guerra Fría, la escalada nuclear y la constitución de una sociedad de consumo que excluía a los afroamericanos del banquete económico con la misma fuerza con que les escamoteaba sus derechos civiles bastaban, de por sí, para que sus percepciones difirieran del optimismo conformista que caracterizaba a la mayoría blanca de clase media.
Una estructura represiva que paulatinamente tendieron a identificar con su entorno inmediato. Un sentimiento de alienación ante la mercantilización incipiente y la propaganda mediática, que promovía la realización del sueño americano en cada compra de un electrodoméstico o de un televisor nuevos.
Las jerarquías culturales exclusivistas y excluyentes que oponían el modernismo de un pretendido arte alto al ámbito más prosaico –aunque también más festivo- de la mass culture tenían sin cuidado a quienes se veían obligados a sobrevivir en los márgenes, aquellos a los que la fiesta interminable del crecimiento económico y el consumo a ultranza había olvidado girarles una invitación.
No se trata de repetir aquí las conocidas historias de pobreza extrema en los inicios de Anthony Braxton o el Revolutionary Ensemble, la desafección que traslucen las muertes prematuras de Coltrane o Ayler, esa repugnancia de los clubes nocturnos de Chicago ante cualquier forma de jazz, lo que llevaría a la fundación de la Association for the Advancement of Creative Musicians (AACM).
Hay algo más, que escapa a lo anecdótico y trasciende las circunstancias personales. Por un lado, una ética de la afirmación que corteja el mito del comienzo absoluto -llevar a término las promesas incumplidas del jazz a partir de la superación de su lenguaje- hasta confundirlo con lo Absoluto mismo -la promesa de liberación que acarrea un mundo nuevo-. Por el otro, una recusación del pasado cercano en favor de otro distante y mitologizado –el de África y las comunidades no occidentales-. En la conjunción de estos dos extremismos aparentemente irreconciliables radica la fortaleza del free jazz: la utopía de la libertad y la nostalgia de lo que se perdió, la materialidad del instrumento y la invocación espiritual, la expresión desafiante de una identidad específica y su vocación universalista. Tensiones contradictorias que, bajo una coyuntura histórica y social diferente, determinarán el estatuto de la improvisación en las décadas venideras y promoverán la reacción insidiosa de ciertas corrientes actuales.
Monday, December 12, 2005
¿Una lógica del ruido discreto o la discreta lógica del ruido?
Extreme Noise Terror como una forma bien visible (y bien audible) de la negatividad. Los ´90 traerán la amarga conciencia de que aún la música más impenetrable puede ser recuperada por la industria. Se vislumbra aquí un primer eje contra el cual reaccionará parte de la nueva generación digital. En manos de músicos como Ryoji Ikeda, Sachiko M y Toshimaru Nakamura el ruido abandonará cualquier analogía con los sufrimientos promovidos por la sociedad industrial para descomponerse en sus elementos discretos, el soundtrack específico de un futuro basado en la comunicación virtual.
Lo radical, en los tiempos que corren, es la desconfianza a la hora de adjudicarle al ruido capacidades de transformación. El sampler ha terminado por aislar a los sonidos de su contexto originario. Una inmensa memoria material donde la historia de la música se apretuja en una aceleración de citas fugaces, reciclables hasta el hartazgo, que parecen poblar un espacio vacío de significados. La especificidad del momento, la coyuntura concreta, desaparecen en el canibalismo desmesurado de este nuevo artilugio. Del mismo modo, el noise se convierte en una mercancía como cualquier otra, indistinguible en el fluir de la vida contemporánea bajo un capitalismo que fagocita cualquier gesto en la antropofagia indiferenciada del consumo.
Todavía en la estética de Otomo Yoshihide (y, en un contexto más ligado con la impugnación de las nociones de autoría y copyright, en la plunderfonía de John Oswald), en su uso de técnicas de scratching, cut-ups y mezclado a través de sus turntables (bandejas giradiscos), se adivina la voluntad de restaurar la violencia del ruido y deconstruir la sociedad de consumo. La música de Yoshihide actúa por medio de la saturación, un caos de sonidos que constituye el eco del ritmo frenético de nuestra vida social. Ataca el vientre mismo de la bestia, el disco como artefacto canónico de la cultura pop. Y expande el virus del sampler para cuestionar la identidad de la sociedad de la información, el universo comercializado de un Japón olvidadizo de sus propias tradiciones.
La escena reciente de la improvisación japonesa, en cambio, hace del ruido un espacio habitable. Una estética de la disfunción fascinada con los accidentes tecnológicos, el fraccionamiento digital, las repeticiones sorpresivas, los errores y defectos de sus máquinas. Explora el ámbito infinitesimal del sonido, lo descompone en sus partes discretas y lo procesa a través de la alta fidelidad de la tecnología. Invierte el famoso dictum de Marshall McLuhan, ahora el mensaje es el medio. Basta pensar en Sachiko M tocando un sampler sin memoria alguna, sólo a partir del feedback, en Toshimaru Nakamura mezclando sonidos que provienen exclusivamente de su mesa mezcladora, para hacerse una idea de cuán en serio toman este postulado.
En el camino, lo que desaparece es el contenido. Un formalismo del diseño sonoro que logra abandonar el ámbito de la reproducción mecánica a costa de incurrir en un productivismo que sobrevive apenas como apología del propio medio. La atención obsesiva a las cualidades y texturas electrónicas de los sonidos impone la sintaxis de una lengua tecnológica que rechaza toda asociación semántica. Es éste un mundo de la comunicación virtual que se sustrae a los significados. Tal vez ese abandono resulte confortable en una época como la nuestra, de complejidad y fragmentación crecientes. Pero persiste la sospecha de que quizás no sea suficiente.
Lo radical, en los tiempos que corren, es la desconfianza a la hora de adjudicarle al ruido capacidades de transformación. El sampler ha terminado por aislar a los sonidos de su contexto originario. Una inmensa memoria material donde la historia de la música se apretuja en una aceleración de citas fugaces, reciclables hasta el hartazgo, que parecen poblar un espacio vacío de significados. La especificidad del momento, la coyuntura concreta, desaparecen en el canibalismo desmesurado de este nuevo artilugio. Del mismo modo, el noise se convierte en una mercancía como cualquier otra, indistinguible en el fluir de la vida contemporánea bajo un capitalismo que fagocita cualquier gesto en la antropofagia indiferenciada del consumo.
Todavía en la estética de Otomo Yoshihide (y, en un contexto más ligado con la impugnación de las nociones de autoría y copyright, en la plunderfonía de John Oswald), en su uso de técnicas de scratching, cut-ups y mezclado a través de sus turntables (bandejas giradiscos), se adivina la voluntad de restaurar la violencia del ruido y deconstruir la sociedad de consumo. La música de Yoshihide actúa por medio de la saturación, un caos de sonidos que constituye el eco del ritmo frenético de nuestra vida social. Ataca el vientre mismo de la bestia, el disco como artefacto canónico de la cultura pop. Y expande el virus del sampler para cuestionar la identidad de la sociedad de la información, el universo comercializado de un Japón olvidadizo de sus propias tradiciones.
La escena reciente de la improvisación japonesa, en cambio, hace del ruido un espacio habitable. Una estética de la disfunción fascinada con los accidentes tecnológicos, el fraccionamiento digital, las repeticiones sorpresivas, los errores y defectos de sus máquinas. Explora el ámbito infinitesimal del sonido, lo descompone en sus partes discretas y lo procesa a través de la alta fidelidad de la tecnología. Invierte el famoso dictum de Marshall McLuhan, ahora el mensaje es el medio. Basta pensar en Sachiko M tocando un sampler sin memoria alguna, sólo a partir del feedback, en Toshimaru Nakamura mezclando sonidos que provienen exclusivamente de su mesa mezcladora, para hacerse una idea de cuán en serio toman este postulado.
En el camino, lo que desaparece es el contenido. Un formalismo del diseño sonoro que logra abandonar el ámbito de la reproducción mecánica a costa de incurrir en un productivismo que sobrevive apenas como apología del propio medio. La atención obsesiva a las cualidades y texturas electrónicas de los sonidos impone la sintaxis de una lengua tecnológica que rechaza toda asociación semántica. Es éste un mundo de la comunicación virtual que se sustrae a los significados. Tal vez ese abandono resulte confortable en una época como la nuestra, de complejidad y fragmentación crecientes. Pero persiste la sospecha de que quizás no sea suficiente.
Friday, December 09, 2005
Paisaje después de la tormenta
Kaoru Abe y Masayuki Takayanagi se convirtieron en íconos de la escena improvisada gracias a sus frecuentes apariciones en los jazz kissa (cafés de jazz). Fenómeno eminentemente nipón de comienzos de los ’70, bastaba un espacio reducido (de unos dos metros y medio por seis), una pequeña barra, un par de centenares de discos de jazz y una colección de libros de manga para que la cosa empezara a funcionar. Allí pasaban sus horas los jóvenes que emigraban a las provincias, desilusionados por el reciente fracaso de las rebeliones estudiantiles en la céntrica Tokio. Y los cafés, administrados por algún propietario excéntrico que pasaba sus discos favoritos durante todo el día, difundían en la periferia una especie de sustituto cultural de la abortada intransigencia de la generación del ´68. Era común en ese contexto escuchar los discos de Ornette Coleman o Eric Dolphy, incluso en ocasiones alguno de Derek Bailey e Evan Parker. Como ocurre con frecuencia, el sueño inconcluso de la transformación social se consolaba con la experiencia concreta de esa libertad sonora que traducían las evoluciones del free jazz y la improvisación más libre.
Cuenta Otomo Yoshihide que Abe y Takayanagi compartían “una negación casi estoica por la sociedad de la época”. Un temperamento que no desentonaba del todo con esa ideología del “aquí y ahora” que la contracultura había difundido unos pocos años atrás. Pero si el presente era el punto donde todas las demandas debían confluir, ambos traducían semejante postulado en un deseo impostergable por hacer música del momento y para el momento, sin pausas y sin concesiones. Hay similitudes estructurales entre la respiración circular de Abe y la de un Evan Parker, entre su ataque furibundo a la hora de soplar el saxo y el de un Peter Brötzmann. Similitudes que eluden el juego de las influencias y convocan un inasible “espíritu de época”. No obstante, el radicalismo nihilista de estos japoneses no tiene correlatos en ninguna otra geografía. Trascienden la improvisación en una espiral de feedback y noise que los alejará por completo de cualquier asociación con el jazz y sentará las bases de una estética extremista que anticipará la saturación eléctrica del free rock, el punk y el industrial.
Cuenta Otomo Yoshihide que Abe y Takayanagi compartían “una negación casi estoica por la sociedad de la época”. Un temperamento que no desentonaba del todo con esa ideología del “aquí y ahora” que la contracultura había difundido unos pocos años atrás. Pero si el presente era el punto donde todas las demandas debían confluir, ambos traducían semejante postulado en un deseo impostergable por hacer música del momento y para el momento, sin pausas y sin concesiones. Hay similitudes estructurales entre la respiración circular de Abe y la de un Evan Parker, entre su ataque furibundo a la hora de soplar el saxo y el de un Peter Brötzmann. Similitudes que eluden el juego de las influencias y convocan un inasible “espíritu de época”. No obstante, el radicalismo nihilista de estos japoneses no tiene correlatos en ninguna otra geografía. Trascienden la improvisación en una espiral de feedback y noise que los alejará por completo de cualquier asociación con el jazz y sentará las bases de una estética extremista que anticipará la saturación eléctrica del free rock, el punk y el industrial.
Tuesday, December 06, 2005
El fantasma de la libertad
El 9 de Julio de 1970, Masayuki Takayanagi y Kaoru Abe ejecutaron en el pequeño club Station 70, en Shibuya, Tokio, uno de los sets más extremistas de los que el mundo de la improvisación libre guarde memoria. La sesión, editada treinta años más tarde en dos CDs titulados Mass Projection y Gradually Projection por el sello DIW, cobra una actualidad impensada en el marco de las controversias sobre el reduccionismo. El feedback atronador de la guitarra de Takayanagi y las líneas disonantes en el saxo de Abe, la incontinencia expresiva de sus intercambios, se ubican en las antípodas de esa estética de la acción retardada -hecha a base de gestos microscópicos y modificaciones infinitesimales, de pausas extensas y volumen casi imperceptible- que parece haberse adueñado de la improvisación desde mediados de los ’90.
No es para menos. Mucho agua ha corrido bajo el puente y la perplejidad un tanto insegura reemplaza hoy a las convicciones airadas de ayer. Los desarrollos tecnológicos han hecho del mundo, si cabe, un lugar todavía más extenso, aunque la revolución digital se empeñe en achicar las distancias. Los cantos de sirena de las ideologías –en particular, las relacionadas con tradiciones izquierdistas eminentemente europeas- ya no despiertan el entusiasmo de antaño. Y las visiones utópicas, si aún existen, deben confrontarse con las ruinas de un muro que permanece como testigo mudo de las tensiones que atravesaron a nuestro convulsionado siglo XX.
La historia no admite comienzos desde cero. No obstante, en el acotado campo de la improvisación actual se adivina una voluntad de hacer tabula rasa con el pasado, incluido el más personal y subjetivo. Como si la retórica fuerte de décadas más “optimistas”, tanto en la forma musical como en su contenido ideológico, fuese una carga demasiado indigesta para la incertidumbre y la prudencia que parecen reinar en la experimentación contemporánea. Una suerte de retraimiento, de abandono paulatino de la acción, que en sus extensos silencios dice mucho acerca de las condiciones específicas de nuestra época.
No es para menos. Mucho agua ha corrido bajo el puente y la perplejidad un tanto insegura reemplaza hoy a las convicciones airadas de ayer. Los desarrollos tecnológicos han hecho del mundo, si cabe, un lugar todavía más extenso, aunque la revolución digital se empeñe en achicar las distancias. Los cantos de sirena de las ideologías –en particular, las relacionadas con tradiciones izquierdistas eminentemente europeas- ya no despiertan el entusiasmo de antaño. Y las visiones utópicas, si aún existen, deben confrontarse con las ruinas de un muro que permanece como testigo mudo de las tensiones que atravesaron a nuestro convulsionado siglo XX.
La historia no admite comienzos desde cero. No obstante, en el acotado campo de la improvisación actual se adivina una voluntad de hacer tabula rasa con el pasado, incluido el más personal y subjetivo. Como si la retórica fuerte de décadas más “optimistas”, tanto en la forma musical como en su contenido ideológico, fuese una carga demasiado indigesta para la incertidumbre y la prudencia que parecen reinar en la experimentación contemporánea. Una suerte de retraimiento, de abandono paulatino de la acción, que en sus extensos silencios dice mucho acerca de las condiciones específicas de nuestra época.
Sunday, November 27, 2005
Plastic People en la radio
Mañana lunes a las 23 hs. los chicos del programa de música progresiva El Sueño de Isildur pondrán al aire un especial sobre Plastic People of the Universe, banda checa que ya no necesita presentación en este blog.
Sus conductores -Claudio Retali, Pablo Mazzuconi y Humberto Luna- han tenido la amabilidad de invitarme a pasar discos y a hablar un poco sobre el asunto. El programa va por FM Universidad, la radio de la Universidad Nacional de La Plata. Los curiosos podrán sintonizarlo en http://www.lr11.com.ar
Sus conductores -Claudio Retali, Pablo Mazzuconi y Humberto Luna- han tenido la amabilidad de invitarme a pasar discos y a hablar un poco sobre el asunto. El programa va por FM Universidad, la radio de la Universidad Nacional de La Plata. Los curiosos podrán sintonizarlo en http://www.lr11.com.ar
Thursday, November 24, 2005
Noticia de último momento
Hoy a las 19 hs, en La Boutique del Libro (Thames entre Honduras y El Salvador) se presentará Con toda intención, libro póstumo de Charlie Feiling, quien falleciera algunos años atrás. El libro contiene una serie de textos críticos compilados por Gabriela Esquivada y Alfredo Grieco y Bavio. Admito que aún no lo he leído, pero puedo imaginar el comentario ácido y punzante de Failing, su increíble erudición y su diversidad de intereses, que lo volvían igualmente digno de escuchar tanto si se refería a la filosofía analítica anglosajona, a la literatura grecolatina o las últimas corrientes del policial inglés.
Recuerdo con alegría la primera nota de Alfredo para Escupiendo Milagros. De manera anticipatoria, consistía en una reseña sobre El agua electrizada, la primera novela de Charlie. Desde entonces, reseñista y reseñado forman parte de mi muy exclusivo, casi tiránico, parnaso de personas a las que vale la pena escuchar (y leer) Lamentablemente, no podré estar allí porque coincide con mi horario de laburo. Pero imagino que los curiosos serán bienvenidos.
Recuerdo con alegría la primera nota de Alfredo para Escupiendo Milagros. De manera anticipatoria, consistía en una reseña sobre El agua electrizada, la primera novela de Charlie. Desde entonces, reseñista y reseñado forman parte de mi muy exclusivo, casi tiránico, parnaso de personas a las que vale la pena escuchar (y leer) Lamentablemente, no podré estar allí porque coincide con mi horario de laburo. Pero imagino que los curiosos serán bienvenidos.
Monday, October 17, 2005
Underground de terciopelo
Para los que viven en el exterior y para los que no leen Página 12, linkeo la nota sobre Plastic People of the Universe que salió en el suplemento Radar de ayer.
Como suele decir mi amigo Pablo Strozza, enjoy.
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-2571-2005-10-17.html
Como suele decir mi amigo Pablo Strozza, enjoy.
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-2571-2005-10-17.html
Saturday, September 17, 2005
Mañana a la noche
Power Trance Posexperimental. Al menos eso anuncia la gacetilla que convoca a la reunión de tres músicos bastante movedizos del underground experimental porteño. Ellos son el multifacético Roberto Conlazo, inefable animador de Reynols y Minexio. La última vez lo ví promoviendo cierta clase peculiar de caos ordenado en una megabanda de angry young men bautizada como Cosmic Mostacholi. A Zelmar Garín también lo ví enojado unos cuantos meses atrás en el festival Experimenta, rompiendo platos y haciendo un ruido infernal con la guitarra. Aunque esta noche se anuncia en batería, así que tal vez no fuera él. Y a Lucio Capece lo presencié en un tono más pausado, como corresponde en una institución como el Goethe, en plena improvisación con Andrea Neumann y otra gente.
A los tres los vería de nuevo. Mañana domingo a la noche será posible. La cita es en Surdespierto (Thames 1344) a las 20 hs. Tres líneas de experimentación bastante disímiles entre sí tratarán de reunirse en un concierto que promete. Una de las escasas ocasiones para escuchar música interesante. ¿Nos vemos allá?
A los tres los vería de nuevo. Mañana domingo a la noche será posible. La cita es en Surdespierto (Thames 1344) a las 20 hs. Tres líneas de experimentación bastante disímiles entre sí tratarán de reunirse en un concierto que promete. Una de las escasas ocasiones para escuchar música interesante. ¿Nos vemos allá?
Sunday, September 04, 2005
Dungen: La nueva psicodelia escandinava
Cuesta creer que un grupo de jóvenes suecos que bordean los 25 años hayan podido crear un álbum como Ta det Lungt ("Take it easy", en inglés) y que su cantante y cerebro musical, Gustav Ejstes, haya sido capaz de ejecutar casi todos los instrumentos durante la grabación del disco. Aparte de las voces, él es responsable de componer todo el disco, además de ejecutar guitarras, bajo, batería, teclados y flauta.
Todo el bagaje de este geniecillo se debe al aprendizaje musical que tuvo de su padre -profesor de música y violinista- que introdujo a Gustav en el fascinante y misterioso mundo del folk sueco. Pero su progenitor no sólo le enseñó los sonidos de su país sino que también lo inició en el rock and roll, mostrándole algunas joyas que servirían como pilar fundamental en su posterior desarrollo musical.
Contrario a lo que muchos podrían imaginar, en su adolescencia, Ejstes ingresó al mundo del hip-hop y los samplers, influido por su hermano, quien lo introdujo en bandas como Public Enemy o N.W.A.
A pesar de este radical cambio en sus gustos musicales, esta época de su vida también fue marcada por el descubrimiento de algunas gemas locales de fines de los 60’s e inicios de los 70’s. Con este nuevo background en su cuerpo, Ejstes renuncia a la idea de usar samplers y toda la tecnología digital bajo la premisa de que podía ejecutar todos sus instrumentos, en un momento en el que decide optar por un cambio radical en su vida, dejando novias y vendiendo sus haberes para comprar algunos instrumentos e irse a vivir a la granja de su madre, donde su interés por el folk de su país se intensificaría.
Ta det Lungt (2004, Kemado Records) es un hermoso y alucinate trabajo, que traslada de inmediato al oyente a algún bosque nórdico en un verano de esos en que el sol se esconde a la medianoche. Cuando todos los ojos apuntaban a tener un cierto grado de curiosidad musical, luego de la explosión mediática de bandas como The Hives y The Soundtrack of our Lives, aparece Dungen (Se pronuncia “Dune-yen”), quienes armados hasta los dientes, aparecen dispuestos a arrebatarles el trono de la corona sueca a ambas bandas.
La prensa estadounidense suele compararlos con agrupaciones como Olivia Tremor Control o incluso, Wilco y Comets on Fire, pero la verdad es que lo de Dungen está mucho más emparentado con una tradición musical propia del país escandinavo. Al escuchar las primeras notas de “Ta Det Lungt”, da la impresión de que hubiesen retomado el hilo conductor dejado por International Harvester o Algarnas Tradgard. Tampoco hay que dejar de considerar la siempre importante influencia del Kraut Rock en el sonido de los suecos. La influencia de los momentos comunales de Can y especialmente Amon Düül II, catapultan a la banda a través del túnel de tiempo.
A primeras, pareciera que su sonido sólo fuese una reverencia a un “pasado que fue mejor” pero la verdad es que Ejstes y sus compañeros solo se dedican a continuar una rica tradición musical, en un país que no sólo es Black Metal y rock and roll (en su vertiente más ortodoxa).
A diferencia de pares contemporáneos como Liquid Scarlet, The Works o The Spacious Mind, Dungen logra una frescura y efectividad en sus composiciones que los hace marcar la diferencia en la nueva camada psicodélica sueca. Ta Det Lugnt logra un balance auditivo casi perfecto entre sus composiciones más convencionales (por llamarlo de algún modo) como “Panda”, “Lipsill” o “Gjort Bort Sig”, la improvisación de “Tat de Lugnt” o la neoprogresiva “Sluta Folja Efter”.
Hace un par de meses, la banda se embarcó en su primera gira norteamericana, (ya había realizado algunas presentaciones acústicas unos meses antes) con actuaciones a tablero vuelto y grandes elogios por parte de la prensa especializada. Aun están frescos los testimonios de las audiencias entrando en un estado hipnótico con su música y no era extraño sentir el olor de algunas sustancias alucinógenas que necesitan de combustión para su uso.
Sus canciones, interpretadas en un incomprensible sueco, no parecen ser una barrera para dejar de encantar a audiencias que no saben una palabra de su lengua nativa. Gustav Ejstes declararía en la Revista Rolling Stone: “Mi inglés no es muy bueno así que prefiero seguir cantando en sueco. Quiero que mi música sea honesta y real”.
Ta Det Lungnt es uno de los grandes discos aparecidos durante el 2005 (Si bien, su edición es del 2004, a partir de agosto se encuentra disponible en todo el mundo). Una psicodélica colección de canciones, de esas que ya no se fabrican en estos días.
Iván Daguer
Friday, August 26, 2005
Andanzas de Etron Fou
Al principio fue apenas un lamento, uno de esos textos de cuya cuidadosa ejecución saben dar prueba las mohosas paredes de nuestros nunca bien ponderados baños públicos. “Algunos vienen aquí a sentarse y a pensar, otros vienen aquí a cagar y a apestar”. Delicada muestra de observación costumbrista, la métrica elegante de su enunciación y la simetría de su rima melodiosa no bastaron para hacer ingresar la frase en los puritanos manuales de gramática y lingüística. Excluida de las altas letras, habría de llamar la atención de Jean-Baptiste Moulu, un maestro de escuela que a finales de 1971 se empeñaría en transcribirla para órgano electrónico. No estaba solo en tan magna empresa; contaba con la ayuda de Guigou Chenevier, un adolescente escatológico que puntuaba la suave musicalidad de semejante agudeza con ritmos ligeramente fracturados.
Lejos estaba el mundo de sospechar que ese arranque humorístico, de una inutilidad calculada, constituiría la primera, espontánea encarnación de Etron Fou Leloublan, banda francesa que promediando los ’70 haría las delicias de unos pocos enterados y, algo más tarde, accedería al ambiguo parnaso de los grupos de culto de la mano de un movimiento del que cuanto más se habla, menos se sabe: el mítico y mistificado Rock in Opposition.
Hubo que esperar a 1973 para que Etron Fou adquiriera su núcleo estable, ese que guiaría sus desvelos por los sinuosos laberintos de una carrera sin perspectivas (aparentes). Tal la fecha aproximada en que el equívoco se enseñorea de la banda, concediéndole su idiosincrasia más duradera. Moulu había abandonado los cantos de sirena, por cierto bastante inocuos, del star-system rockero para refugiarse en el más confortable y seguro sistema de la Educación Nacional Francesa. Chenevier, junto a otro sobreviviente de la primera época, el saxofonista y actor en partes iguales Chris Chanet, deciden publicar un aviso clasificado donde solicitan un pianista en el estilo de McCoy Tyner y el Mike Ratledge de Soft Machine. Ante lo desmesurado de la pretensión ocurrió lo inevitable: respondió un tal Ferdinand Richard que tocaba el bajo y cuya sagrada fuente de inspiración era, en realidad, Captain Beefheart.
Sin arredrarse ante los imprevistos, Etron hizo de la necesidad virtud y, ya con Richard como miembro estable, debutaron como número de apertura para un concierto de los populares Magma en Grenoble, a finales de ese mismo año. Debe haber sido digno de contrastar la seriedad un tanto épica de estos últimos, con sus crescendos a lo Carl Orff, sus parlamentos operísticos, sus vestimentas oscuras y su universo apocalíptico, con la soltura despreocupada de nuestros amigos y sus historias sobre las miserias levemente ridículas de nuestra vida cotidiana.
Más temprano que tarde empezó a ser claro que el único camino que les quedaba era el de la autonomía. Su ácido sentido del humor no encajaba en las dos líneas que atravesaban la música francesa de la época: cierto pop liviano que copiaba el modelo de sus pares anglosajones y el desbocado planeta de la improvisación más libre, aquel que había convertido a un extranjero como Steve Lacy en héroe parisino. El formato de la banda, un trío de bajo, batería y un saxo que cambió de manos con demasiada frecuencia, tampoco ayudaba al reconocimiento. La base rítmica abandonaba sus funciones características, renunciaba a su rol metronómico, para expandir texturas y melodías. Nada a lo que el rock pudiera acostumbrarse con facilidad. Vivir en una comuna rural no era, por cierto, el menor de los obstáculos.
Así las cosas, algunos otros grupos a los que una merecida fama tomaría después por sorpresa también sobrevivían en los márgenes: Art Zoyd, Univers Zero, Albert Marcoeur y ZNR acuden a mi memoria. Considerando la importancia que conservaban en los ’70 las ideas colectivistas y de producción y organización alternativas, sorprende poco que 1977 sea testigo de la formación de una cooperativa denominada Dupon et ses Fantômes. Una alianza inicial entre Etron Fou y un combo de Chartres llamdo Camizole, a la que pronto se sumarían otras cuatro bandas: Grand Gouïa, Mozaïk, Herbe Rouge y unos intrigantes que se ocultaban bajo la sigla N.A.C.
De esos tiempos esperanzados proviene también el manifiesto de Etron Fou, donde sostienen cosas como que la música existe 24 horas al día, que los silencios entre las notas pueden durar horas y que la información que llena esos agujeros crea la música.
Tamaña capacidad de iniciativa ofrecería al fin su recompensa. Una gira autofinanciada por los EE.UU. los coloca dentro del foco de atención de la prensa gala, tan obtusa para cualquier cosa que escapase al mainstream como la de nuestro país (a excepción de la revista / sello Atem). Y el 12 de Marzo de 1978, en el London New Theatre, forman parte del primer concierto de Rock in Opposition ante una audiencia de escasas 450 personas y en compañía de los británicos Henry Cow, los belgas Univers Zero, los suecos Samla Mammas Manna y los italianos Stormy Six.
En definitiva, quedan seis discos que constituyen su herencia más duradera. Donde se expresa un fuerte ideal, el de la interacción entre la música y la vida cotidiana. Álbumes plagados de transiciones rítmicas y melódicas, de contrastes en la dinámica, historias desopilantes y memorables arreglos de saxo y piano (estos últimos, cortesía de Jo Thirion) También, la participación en Speechless, proyecto solista de Fred Frith. Y una inmensa lista de colaboraciones, discos solistas y grupos paralelos (Les Batteries, Octavo, Bruniferd, Gestalt et Jive, Les i, Zero Pop, Encore plus Grande, Art Moulu y Volapük, entre los más conocidos).
Versión abreviada de un artículo aparecido originalmente en el catálogo de Experimenta ’99.
Lejos estaba el mundo de sospechar que ese arranque humorístico, de una inutilidad calculada, constituiría la primera, espontánea encarnación de Etron Fou Leloublan, banda francesa que promediando los ’70 haría las delicias de unos pocos enterados y, algo más tarde, accedería al ambiguo parnaso de los grupos de culto de la mano de un movimiento del que cuanto más se habla, menos se sabe: el mítico y mistificado Rock in Opposition.
Hubo que esperar a 1973 para que Etron Fou adquiriera su núcleo estable, ese que guiaría sus desvelos por los sinuosos laberintos de una carrera sin perspectivas (aparentes). Tal la fecha aproximada en que el equívoco se enseñorea de la banda, concediéndole su idiosincrasia más duradera. Moulu había abandonado los cantos de sirena, por cierto bastante inocuos, del star-system rockero para refugiarse en el más confortable y seguro sistema de la Educación Nacional Francesa. Chenevier, junto a otro sobreviviente de la primera época, el saxofonista y actor en partes iguales Chris Chanet, deciden publicar un aviso clasificado donde solicitan un pianista en el estilo de McCoy Tyner y el Mike Ratledge de Soft Machine. Ante lo desmesurado de la pretensión ocurrió lo inevitable: respondió un tal Ferdinand Richard que tocaba el bajo y cuya sagrada fuente de inspiración era, en realidad, Captain Beefheart.
Sin arredrarse ante los imprevistos, Etron hizo de la necesidad virtud y, ya con Richard como miembro estable, debutaron como número de apertura para un concierto de los populares Magma en Grenoble, a finales de ese mismo año. Debe haber sido digno de contrastar la seriedad un tanto épica de estos últimos, con sus crescendos a lo Carl Orff, sus parlamentos operísticos, sus vestimentas oscuras y su universo apocalíptico, con la soltura despreocupada de nuestros amigos y sus historias sobre las miserias levemente ridículas de nuestra vida cotidiana.
Más temprano que tarde empezó a ser claro que el único camino que les quedaba era el de la autonomía. Su ácido sentido del humor no encajaba en las dos líneas que atravesaban la música francesa de la época: cierto pop liviano que copiaba el modelo de sus pares anglosajones y el desbocado planeta de la improvisación más libre, aquel que había convertido a un extranjero como Steve Lacy en héroe parisino. El formato de la banda, un trío de bajo, batería y un saxo que cambió de manos con demasiada frecuencia, tampoco ayudaba al reconocimiento. La base rítmica abandonaba sus funciones características, renunciaba a su rol metronómico, para expandir texturas y melodías. Nada a lo que el rock pudiera acostumbrarse con facilidad. Vivir en una comuna rural no era, por cierto, el menor de los obstáculos.
Así las cosas, algunos otros grupos a los que una merecida fama tomaría después por sorpresa también sobrevivían en los márgenes: Art Zoyd, Univers Zero, Albert Marcoeur y ZNR acuden a mi memoria. Considerando la importancia que conservaban en los ’70 las ideas colectivistas y de producción y organización alternativas, sorprende poco que 1977 sea testigo de la formación de una cooperativa denominada Dupon et ses Fantômes. Una alianza inicial entre Etron Fou y un combo de Chartres llamdo Camizole, a la que pronto se sumarían otras cuatro bandas: Grand Gouïa, Mozaïk, Herbe Rouge y unos intrigantes que se ocultaban bajo la sigla N.A.C.
De esos tiempos esperanzados proviene también el manifiesto de Etron Fou, donde sostienen cosas como que la música existe 24 horas al día, que los silencios entre las notas pueden durar horas y que la información que llena esos agujeros crea la música.
Tamaña capacidad de iniciativa ofrecería al fin su recompensa. Una gira autofinanciada por los EE.UU. los coloca dentro del foco de atención de la prensa gala, tan obtusa para cualquier cosa que escapase al mainstream como la de nuestro país (a excepción de la revista / sello Atem). Y el 12 de Marzo de 1978, en el London New Theatre, forman parte del primer concierto de Rock in Opposition ante una audiencia de escasas 450 personas y en compañía de los británicos Henry Cow, los belgas Univers Zero, los suecos Samla Mammas Manna y los italianos Stormy Six.
En definitiva, quedan seis discos que constituyen su herencia más duradera. Donde se expresa un fuerte ideal, el de la interacción entre la música y la vida cotidiana. Álbumes plagados de transiciones rítmicas y melódicas, de contrastes en la dinámica, historias desopilantes y memorables arreglos de saxo y piano (estos últimos, cortesía de Jo Thirion) También, la participación en Speechless, proyecto solista de Fred Frith. Y una inmensa lista de colaboraciones, discos solistas y grupos paralelos (Les Batteries, Octavo, Bruniferd, Gestalt et Jive, Les i, Zero Pop, Encore plus Grande, Art Moulu y Volapük, entre los más conocidos).
Versión abreviada de un artículo aparecido originalmente en el catálogo de Experimenta ’99.
Friday, August 05, 2005
Vuelve el Decibel Festival
Parece que el Decibel Festival va camino a convertirse en una sana costumbre anual. Estuve ausente con aviso en su primera versión, en Noviembre del pasado año, porque me encontraba en el exterior, pero no dejaré pasar esta segunda ocasión. Y les recomiendo calurosamente que hagan lo propio. La cita debe agendarse para el viernes 26 de Agosto en el Teatro Empire (Hipólito Yrigoyen 1934), las entradas cuestan 20 mangos y se venden anticipadas en el mismo teatro. Me soplan por allí que las localidades son limitadas.
Hasta donde sé, se trata de un festival organizado autónomamente por los ex-Reynols, con esa característica del todo a pulmón que hiciera tristemente célebre la fea canción de Alejandro Lerner y que persiste como la única respuesta posible ante la desatención proverbial que los burócratas de la cultura suelen conceder a esta clase de iniciativas.
La oportunidad aparece como inmejorable para chequear unos cuantos nombres que suenan con fuerza en las últimas tendencias de la música experimental y que son completamente desconocidos para la mayoría del público argentino. Entre ellos se encuentra el noruego Tom Hovinbole, hacedor de un documental sobre el ruido titulado Nor Noise que reúne a cultores de tan noble y despreciado género como los japoneses Otomo Yoshihide, Masami Akita (aka Merzbow) y Toshimaru Nakamura, al español Francisco López y a un elenco incipiente de artistas nórdicos que impulsan el noise hacia nuevos territorios: Maja Ratkje, Helge "Deathprod" Sten, Origami Republika y Lasse Marhaug, entre otros.
También este último, una de las dos mitades de Jazzkammer, será de la partida. Lo de Lasse no se reduce a su participación en el mítico combo noruego sino que es bastante más polifacético, con colaboraciones que incluyen a lo más granado del internacionalismo avant-garde. Sus dúos con el mismísimo Anla Courtis (North and Sound Neutrino) y con Kevin Drumm (Frozen by Blizzard Winds) son dos de los discos que más suenan en mi CD player. Paro la lista de sus participaciones abarca a Yoshihide y a Merzbow, a Aube y a Pita, a Thurston Moore y al saxofonista Mats Gustafsson.
Otro que nunca permanece quieto y a quien también podremos apreciar en el susodicho festival, es el guitarrista norteamericano James Plotkin. Desde sus inicios con el trío de heavy metal Old a finales de los '80 hasta la fecha ha grabado más de una docena de discos, ha establecido furibundas alianzas con gente como KK Null y Mick Harris (de Scorn/Napalm Death/Painkiller/Lull) y se ha decantado hacia la manipulación electrónica de sonidos de guitarra.
Entre los autóctonos figuran Minexio -el nuevo proyecto de algunos ex-Reynols- nombres fabulosos como Cosmic Mostacholli -que presumo emparentados con nuestros post-neo-anti-hiper-dadás favoritos- y el compositor de 72 años y 100.000 leyendas Nelson Gastaldi, un misterio por derecho propio que merece ser descubierto.
¿Qué más puedo agregar? Que si ninguno de estos nombres te conmueve, el hecho carece de importancia. Simplemente estás leyendo el blog equivocado.
Hasta donde sé, se trata de un festival organizado autónomamente por los ex-Reynols, con esa característica del todo a pulmón que hiciera tristemente célebre la fea canción de Alejandro Lerner y que persiste como la única respuesta posible ante la desatención proverbial que los burócratas de la cultura suelen conceder a esta clase de iniciativas.
La oportunidad aparece como inmejorable para chequear unos cuantos nombres que suenan con fuerza en las últimas tendencias de la música experimental y que son completamente desconocidos para la mayoría del público argentino. Entre ellos se encuentra el noruego Tom Hovinbole, hacedor de un documental sobre el ruido titulado Nor Noise que reúne a cultores de tan noble y despreciado género como los japoneses Otomo Yoshihide, Masami Akita (aka Merzbow) y Toshimaru Nakamura, al español Francisco López y a un elenco incipiente de artistas nórdicos que impulsan el noise hacia nuevos territorios: Maja Ratkje, Helge "Deathprod" Sten, Origami Republika y Lasse Marhaug, entre otros.
También este último, una de las dos mitades de Jazzkammer, será de la partida. Lo de Lasse no se reduce a su participación en el mítico combo noruego sino que es bastante más polifacético, con colaboraciones que incluyen a lo más granado del internacionalismo avant-garde. Sus dúos con el mismísimo Anla Courtis (North and Sound Neutrino) y con Kevin Drumm (Frozen by Blizzard Winds) son dos de los discos que más suenan en mi CD player. Paro la lista de sus participaciones abarca a Yoshihide y a Merzbow, a Aube y a Pita, a Thurston Moore y al saxofonista Mats Gustafsson.
Otro que nunca permanece quieto y a quien también podremos apreciar en el susodicho festival, es el guitarrista norteamericano James Plotkin. Desde sus inicios con el trío de heavy metal Old a finales de los '80 hasta la fecha ha grabado más de una docena de discos, ha establecido furibundas alianzas con gente como KK Null y Mick Harris (de Scorn/Napalm Death/Painkiller/Lull) y se ha decantado hacia la manipulación electrónica de sonidos de guitarra.
Entre los autóctonos figuran Minexio -el nuevo proyecto de algunos ex-Reynols- nombres fabulosos como Cosmic Mostacholli -que presumo emparentados con nuestros post-neo-anti-hiper-dadás favoritos- y el compositor de 72 años y 100.000 leyendas Nelson Gastaldi, un misterio por derecho propio que merece ser descubierto.
¿Qué más puedo agregar? Que si ninguno de estos nombres te conmueve, el hecho carece de importancia. Simplemente estás leyendo el blog equivocado.
Tuesday, July 12, 2005
Alice Coltrane. La eternidad en una hora
Mientras junto fuerzas para escribir todo lo que tengo planeado para este blog, aquí va una nota que apareció hace ya algunos meses en el suplemento Radar de Página 12 y que todavía releo con agrado.
1- “Debes acentuar la libertad de la música para poder extenderte y ser universal”, solía aconsejarle John Coltrane a su segunda esposa, Alice. Precisamente eso ha venido haciendo la esposa en cuestión desde aquel, su primer disco de título recatado -A Monastic Trio (1968)- que la crítica de entonces asumió como sentido homenaje al marido recientemente fallecido.
Bastaron siete discos extraordinarios en tan sólo cinco años para que el mundo descubriera con asombro que Alice Coltrane, lejos de ser una extensión devaluada del genio torturado de John, poseía personalidad y talento propios. Y si bien compartía con el saxofonista la búsqueda espiritual que éste haría explícita en un álbum como A Love Supreme (1965), lo suyo fue siempre más calmo, menos precipitado que los arpegios acelerados y el gusto por los narcóticos de su controvertido esposo.
Acentuar la libertad de la música. Extender el registro de un instrumento, añadirle octavas, tocarlo en su totalidad, trabajar con armónicos, atender al cromatismo, explorar semitonos y sobretonos, perseguir nuevas coloraturas y timbres, variar el modo de ataque, ir más allá de las limitaciones típicas de esos cambios de acordes previsibles que siempre caen en el acento correcto. Recursos que Alice Coltrane tuvo en cuenta a la hora de ejecutar el arpa, el piano y el órgano. Pero ni las condiciones técnicas ni el gusto por la experimentación alcanzan para explicar el exquisito placer que se desprende de la fragilidad absoluta de su arpa, de esos arpegios en forma de cascada que constituyen el sello distintivo de su piano, de la disonancia controlada de su órgano Wurlitzer.
2- El secreto de su magia radica en otra parte. Su música nos concede pequeños atisbos de lo sublime, de esa armonía del cosmos cuya prosecución constituye su empeño más constante. Una cierta sensibilidad difícil de expresar en palabras. La ambigüedad rítmica y armónica que recorre su obra encarna nuestra condición de seres contingentes y promueve, a su vez, la búsqueda de cierta trascendencia, como si en la perfección de lo particular se ocultase la figura de lo universal.
No es preciso compartir las preocupaciones religiosas de Alice para admirar la elegancia con que su estilo -de ejecución, de composición y de improvisación- sabe convocar esa incompletud básica que nos caracteriza como especie. Y para apreciar el sortilegio de su superación. “Extiéndete que me alcanzarás” fue la forma en que una época intentó traducir el consejo de John. Y Alice fue una hija pródiga y un prodigio de esa época.
Su exploración incansable se tradujo en revelaciones parciales que excedían sus propias ambiciones cósmicas porque trasmitían la marca indeleble de su propia personalidad. Contagiaba posibilidades que eran demasiado humanas, elecciones existenciales que señalaban el ámbito de nuestra propia libertad.
No era Dios quien nos regalaba una improvisación de arpa sobre la base de un drone de tamboura –un instrumento hindú de cuatro cuerdas que produce un sonido sostenido- en Journey in Satchidananda (1971), hacía sonar un órgano feroz como si fuese un oboe en lugar de un teclado en Universal Consciousness (1972), intercalaba la rendición sentida de “A Love Supreme” con referencias a la religión Yoruba y a la teología hindú en World Galaxy (1972), y mezclaba negro spirituals con arreglos orquestales para cuerda de ascendencia stravinskiana en Lord of Lords (1972). ¿O tal vez sí?
3- Dejemos la respuesta a esos espíritus refinados que se ocupan de cuestiones metafísicas y detengámonos en el aspecto más terrenal de su biografía. Alice Coltrane nació McLeod un 27 de Agosto de 1937 en Detroit. De su madre heredó la costumbre de tocar el piano y la fascinación por el gospel. Comenzó a frecuentar ambas aficiones a la tierna edad de siete años. Fue su hermano, bajista profesional, quien la sumergió en las agitadas aguas del jazz. Su maestría con el arpa, en un territorio por entonces más bien machista, reconoce el único antecedente de Dorothy Ashby. A comienzos de los ’60 participó de la banda de Terry Gibbs.
Habrá tenido una primera revelación el 18 de Julio de 1963, fecha de su primer encuentro con John Coltrane. Se casaron en 1965 y poco después reemplazaba al pianista McCoy Tyner en el cuarteto de su esposo. John falleció exactamente cuatro años después de ese encuentro, un 17 de Julio de 1967. Hubo tiempo para el nacimiento de tres hijos y para un aprendizaje que transformaría por completo la vida de Alice.
Durante los ’70 abrazó la religión hindú y halló una segunda guía espiritual en el swami Satchidananda que titula uno de sus mejores discos. Después de la genialidad febril de las siete placas que grabara para el sello Impulse!, su inspiración cedió un poco. A esta circunstancia, que transformó la excelencia de antaño en lo muy bueno de ahora, no fueron ajenos su pasaje al sello Warner, la ausencia de dos de sus colaboradores más brillantes -el saxofonista Pharoah Sanders y el baterista Rashied Ali- y la fundación en 1975 del Centro Vedanta en California, que tiñó sus discos de un aspecto devocional excluyente.
Se retiró de la escena al concluir la década, dedicándose a sus actividades espirituales, hasta que en 1998 reapareció públicamente con un par de conciertos en Nueva York.
4- La aparición de Translinear Light el pasado año fue tan repentina como su edición en nuestro país. Una reencarnación que la encuentra en compañía de sus hijos Ravi y Oran y de antiguos colaboradores de la talla de Jack DeJohnette y Charlie Haden. 24 años que no han limado del todo las beneficiosas asperezas de su música ni la han desviado de sus sempiternas obsesiones. Se extraña el arpa que el panteón del jazz asocia de manera definitiva a su nombre. Pero descolla en un órgano Wurlitzer capaz de improvisar sobre un motivo hindú, actualizar un spiritual o destacar los aspectos ominosos del sonido de John en su versión de “Leo”. Los sintetizadores detentan una cualidad elegíaca. Y su estilo de piano parece haberse asentado un poco, a mitad de camino entre la balada y ciertas resonancias rítmicas. Se trata en definitiva de un disco de contrastes, de una indeterminación relativa que parece indicar tanto un comienzo renovado como la clausura de un tiempo cronológicamente cercano pero ineluctablemente pretérito.
Norberto Cambiasso
1- “Debes acentuar la libertad de la música para poder extenderte y ser universal”, solía aconsejarle John Coltrane a su segunda esposa, Alice. Precisamente eso ha venido haciendo la esposa en cuestión desde aquel, su primer disco de título recatado -A Monastic Trio (1968)- que la crítica de entonces asumió como sentido homenaje al marido recientemente fallecido.
Bastaron siete discos extraordinarios en tan sólo cinco años para que el mundo descubriera con asombro que Alice Coltrane, lejos de ser una extensión devaluada del genio torturado de John, poseía personalidad y talento propios. Y si bien compartía con el saxofonista la búsqueda espiritual que éste haría explícita en un álbum como A Love Supreme (1965), lo suyo fue siempre más calmo, menos precipitado que los arpegios acelerados y el gusto por los narcóticos de su controvertido esposo.
Acentuar la libertad de la música. Extender el registro de un instrumento, añadirle octavas, tocarlo en su totalidad, trabajar con armónicos, atender al cromatismo, explorar semitonos y sobretonos, perseguir nuevas coloraturas y timbres, variar el modo de ataque, ir más allá de las limitaciones típicas de esos cambios de acordes previsibles que siempre caen en el acento correcto. Recursos que Alice Coltrane tuvo en cuenta a la hora de ejecutar el arpa, el piano y el órgano. Pero ni las condiciones técnicas ni el gusto por la experimentación alcanzan para explicar el exquisito placer que se desprende de la fragilidad absoluta de su arpa, de esos arpegios en forma de cascada que constituyen el sello distintivo de su piano, de la disonancia controlada de su órgano Wurlitzer.
2- El secreto de su magia radica en otra parte. Su música nos concede pequeños atisbos de lo sublime, de esa armonía del cosmos cuya prosecución constituye su empeño más constante. Una cierta sensibilidad difícil de expresar en palabras. La ambigüedad rítmica y armónica que recorre su obra encarna nuestra condición de seres contingentes y promueve, a su vez, la búsqueda de cierta trascendencia, como si en la perfección de lo particular se ocultase la figura de lo universal.
No es preciso compartir las preocupaciones religiosas de Alice para admirar la elegancia con que su estilo -de ejecución, de composición y de improvisación- sabe convocar esa incompletud básica que nos caracteriza como especie. Y para apreciar el sortilegio de su superación. “Extiéndete que me alcanzarás” fue la forma en que una época intentó traducir el consejo de John. Y Alice fue una hija pródiga y un prodigio de esa época.
Su exploración incansable se tradujo en revelaciones parciales que excedían sus propias ambiciones cósmicas porque trasmitían la marca indeleble de su propia personalidad. Contagiaba posibilidades que eran demasiado humanas, elecciones existenciales que señalaban el ámbito de nuestra propia libertad.
No era Dios quien nos regalaba una improvisación de arpa sobre la base de un drone de tamboura –un instrumento hindú de cuatro cuerdas que produce un sonido sostenido- en Journey in Satchidananda (1971), hacía sonar un órgano feroz como si fuese un oboe en lugar de un teclado en Universal Consciousness (1972), intercalaba la rendición sentida de “A Love Supreme” con referencias a la religión Yoruba y a la teología hindú en World Galaxy (1972), y mezclaba negro spirituals con arreglos orquestales para cuerda de ascendencia stravinskiana en Lord of Lords (1972). ¿O tal vez sí?
3- Dejemos la respuesta a esos espíritus refinados que se ocupan de cuestiones metafísicas y detengámonos en el aspecto más terrenal de su biografía. Alice Coltrane nació McLeod un 27 de Agosto de 1937 en Detroit. De su madre heredó la costumbre de tocar el piano y la fascinación por el gospel. Comenzó a frecuentar ambas aficiones a la tierna edad de siete años. Fue su hermano, bajista profesional, quien la sumergió en las agitadas aguas del jazz. Su maestría con el arpa, en un territorio por entonces más bien machista, reconoce el único antecedente de Dorothy Ashby. A comienzos de los ’60 participó de la banda de Terry Gibbs.
Habrá tenido una primera revelación el 18 de Julio de 1963, fecha de su primer encuentro con John Coltrane. Se casaron en 1965 y poco después reemplazaba al pianista McCoy Tyner en el cuarteto de su esposo. John falleció exactamente cuatro años después de ese encuentro, un 17 de Julio de 1967. Hubo tiempo para el nacimiento de tres hijos y para un aprendizaje que transformaría por completo la vida de Alice.
Durante los ’70 abrazó la religión hindú y halló una segunda guía espiritual en el swami Satchidananda que titula uno de sus mejores discos. Después de la genialidad febril de las siete placas que grabara para el sello Impulse!, su inspiración cedió un poco. A esta circunstancia, que transformó la excelencia de antaño en lo muy bueno de ahora, no fueron ajenos su pasaje al sello Warner, la ausencia de dos de sus colaboradores más brillantes -el saxofonista Pharoah Sanders y el baterista Rashied Ali- y la fundación en 1975 del Centro Vedanta en California, que tiñó sus discos de un aspecto devocional excluyente.
Se retiró de la escena al concluir la década, dedicándose a sus actividades espirituales, hasta que en 1998 reapareció públicamente con un par de conciertos en Nueva York.
4- La aparición de Translinear Light el pasado año fue tan repentina como su edición en nuestro país. Una reencarnación que la encuentra en compañía de sus hijos Ravi y Oran y de antiguos colaboradores de la talla de Jack DeJohnette y Charlie Haden. 24 años que no han limado del todo las beneficiosas asperezas de su música ni la han desviado de sus sempiternas obsesiones. Se extraña el arpa que el panteón del jazz asocia de manera definitiva a su nombre. Pero descolla en un órgano Wurlitzer capaz de improvisar sobre un motivo hindú, actualizar un spiritual o destacar los aspectos ominosos del sonido de John en su versión de “Leo”. Los sintetizadores detentan una cualidad elegíaca. Y su estilo de piano parece haberse asentado un poco, a mitad de camino entre la balada y ciertas resonancias rítmicas. Se trata en definitiva de un disco de contrastes, de una indeterminación relativa que parece indicar tanto un comienzo renovado como la clausura de un tiempo cronológicamente cercano pero ineluctablemente pretérito.
Norberto Cambiasso
Sunday, July 03, 2005
Otro blog
En estos días en que no tengo ni un minuto para escribir unas líneas, aprovecho al menos para recomendar un blog interesante donde pueden enterarse de las fechas de Las Orejas y la Lengua y de las dificultades financieras, por enésima vez, de Recommended Records, el sello de Chris Cutler. Se llama Siete Octavos y su hacedor es Walter Gatti. El link: http://rockprogresivo.blogspot.com/
Saturday, July 02, 2005
Ese puto amor
El amor puro de Platón a Lacán
Jacques Le Brun
Traducción de Silvio Mattoni
Buenos Aires: Ediciones Literales-El cuenco de Plata, 2004.
444 páginas.
Hasta que la muerte los separe. Hoy esta fórmula está corroída por la ironía. El 50 por ciento de los matrimonios en Estados Unidos acaba en divorcio contencioso, en pleitos agrios ante los tribunales por la 4x4 y la tenencia de Dave y Mary y pruebas preconstituidas con fotos de la sucia perra o el negro calentón con que te acostaste. No había pleitos duraderos entre Aquiles y Patroclo, sobre cuyo amor puro trata el primer poema de Occidente, la Ilíada que los griegos atribuían a Homero. La pureza de ese amor reclamaba tener sexo entre ellos, el mezclarse de cuerpos y almas, nunca la fría castidad. Y Aquiles podía acostarse con perras sucias y con los negros que encontrara por las afueras de Troya, pero su amor sexual por Patroclo era finalmente inconmovible.
Es posible que no todos los antiguos amaran con la fuerza y la virtud de su héroe épico. Si embargo, el amor puro era un ideal viviente. La declinación de este ideal, y no las realidades sociales, constituye el tema y el eje de la obra del historiador de las religiones Jacques Le Brun, El amor puro de Platón a Lacán (se podrá tomar como una rebeldía argentina la tilde añadida a Lacan). El título es engañoso, y el autor lo sabe. Como si se dijera “la trompa, desde los elefantes a los zoólogos”. Porque en un extremo el filósofo Platón (428-348) defendía una teoría del amor puro, mientras que en el otro el psicoanalista Jacques Lacan (1901-1981) ya atiende al fenómeno como observador no participante, con distanciamiento de patólogo.
Los ideales pequeño-burgueses de izquierda envenenaron la atmósfera donde podía triunfar el del amor puro. Por ello, el grueso de los textos que estudia Le Brun son anteriores al fin del siglo XVIII. La doctrina del amor puro se afincó con el cristianismo en la experiencia mística con su unión de teología y erotismo, y se la encuentra en los escritos de los padres de la Iglesia.
Le Brun encuentra el centro de gravedad de su libro en un gran debate teológico de la edad clásica, la llamada querella del quietismo, cuyos célebres protagonistas fueron el prelado Jacques Bénigne Bossuet (1627-1704), opuesto al también obispo François Fénelon (1651-1715). La querella llegó a su clímax cuando el Papa Inocencio XII condenó, el 12 de marzo de 1699, las tesis quietistas de la santa indiferencia. De ese modo la Iglesia Católica cimentó, contra toda presuposición contemporánea, su rechazo a la celebración de un amor desligado de toda perspectiva de recompensa.
Uno de los objetivos de Le Brun es demostrar que esta polémica tiene orígenes todavía más epónimos y anteriores. Según el autor, en la querella del amor puro confluyeron otras épocas, pero llegó a una de sus conclusiones con la condena papal. Lo que sobrevivió, tal vez porque existía desde antes de ella, fue la idea del amor puro que había atravesado toda la cultura occidental, y que después del siglo XVIII se refugiará en autores anti-burgueses y anti-cristianos, para quienes el amor luchará contra la autopreservación, el “no te hagas daño”. Le Brun analiza las transformaciones de esta idea en el desinterés del acto moral en Kant (y en su imperativo categórico), en la negación schopenhaueriana del querer-vivir, en el amor mártir de Sacher-Masoch, y por último en la antinomia del principio de placer y la pulsión de muerte en el psicoanálisis freudiano duplicada, a su manera, por la antítesis de goce y utilidad en el lacaniano.
Sergio Di Nucci
Jacques Le Brun
Traducción de Silvio Mattoni
Buenos Aires: Ediciones Literales-El cuenco de Plata, 2004.
444 páginas.
Hasta que la muerte los separe. Hoy esta fórmula está corroída por la ironía. El 50 por ciento de los matrimonios en Estados Unidos acaba en divorcio contencioso, en pleitos agrios ante los tribunales por la 4x4 y la tenencia de Dave y Mary y pruebas preconstituidas con fotos de la sucia perra o el negro calentón con que te acostaste. No había pleitos duraderos entre Aquiles y Patroclo, sobre cuyo amor puro trata el primer poema de Occidente, la Ilíada que los griegos atribuían a Homero. La pureza de ese amor reclamaba tener sexo entre ellos, el mezclarse de cuerpos y almas, nunca la fría castidad. Y Aquiles podía acostarse con perras sucias y con los negros que encontrara por las afueras de Troya, pero su amor sexual por Patroclo era finalmente inconmovible.
Es posible que no todos los antiguos amaran con la fuerza y la virtud de su héroe épico. Si embargo, el amor puro era un ideal viviente. La declinación de este ideal, y no las realidades sociales, constituye el tema y el eje de la obra del historiador de las religiones Jacques Le Brun, El amor puro de Platón a Lacán (se podrá tomar como una rebeldía argentina la tilde añadida a Lacan). El título es engañoso, y el autor lo sabe. Como si se dijera “la trompa, desde los elefantes a los zoólogos”. Porque en un extremo el filósofo Platón (428-348) defendía una teoría del amor puro, mientras que en el otro el psicoanalista Jacques Lacan (1901-1981) ya atiende al fenómeno como observador no participante, con distanciamiento de patólogo.
Los ideales pequeño-burgueses de izquierda envenenaron la atmósfera donde podía triunfar el del amor puro. Por ello, el grueso de los textos que estudia Le Brun son anteriores al fin del siglo XVIII. La doctrina del amor puro se afincó con el cristianismo en la experiencia mística con su unión de teología y erotismo, y se la encuentra en los escritos de los padres de la Iglesia.
Le Brun encuentra el centro de gravedad de su libro en un gran debate teológico de la edad clásica, la llamada querella del quietismo, cuyos célebres protagonistas fueron el prelado Jacques Bénigne Bossuet (1627-1704), opuesto al también obispo François Fénelon (1651-1715). La querella llegó a su clímax cuando el Papa Inocencio XII condenó, el 12 de marzo de 1699, las tesis quietistas de la santa indiferencia. De ese modo la Iglesia Católica cimentó, contra toda presuposición contemporánea, su rechazo a la celebración de un amor desligado de toda perspectiva de recompensa.
Uno de los objetivos de Le Brun es demostrar que esta polémica tiene orígenes todavía más epónimos y anteriores. Según el autor, en la querella del amor puro confluyeron otras épocas, pero llegó a una de sus conclusiones con la condena papal. Lo que sobrevivió, tal vez porque existía desde antes de ella, fue la idea del amor puro que había atravesado toda la cultura occidental, y que después del siglo XVIII se refugiará en autores anti-burgueses y anti-cristianos, para quienes el amor luchará contra la autopreservación, el “no te hagas daño”. Le Brun analiza las transformaciones de esta idea en el desinterés del acto moral en Kant (y en su imperativo categórico), en la negación schopenhaueriana del querer-vivir, en el amor mártir de Sacher-Masoch, y por último en la antinomia del principio de placer y la pulsión de muerte en el psicoanálisis freudiano duplicada, a su manera, por la antítesis de goce y utilidad en el lacaniano.
Sergio Di Nucci
Thursday, May 19, 2005
Las Orejas y la Lengua. Tratado de acústica ocular
1- Conozco a Las Orejas y la Lengua desde hace años. En rigor de verdad, siempre han estado conmigo. Si he de ser específico, diría que las mías han sido desafiadas en más de una ocasión por el sonido que emanaba de estas otras (orejas) que hoy nos convocan. Y por esas cosas de la cercanía y de la perplejidad, mi lengua permaneció silenciosa, salvo alguna intervención privada, a la hora de referirme a un grupo cuyos orígenes se remontan a un borroso 1992 plagado de recuerdos y anécdotas personales.
Cuentas claras conservan la amistad, dicen. Pero ya es tiempo de vencer una reluctancia disfrazada de prescindencia e intentar el balance de una de las experiencias musicales más longevas y austeras de la escena porteña. Porque como enseñan en “Las mil y una formas de acabar con la tragedia de Occidente”, bien puede ocurrir que “mañana despierte usted y descubra que todo lo que había planeado por la noche con método y razón era sólo una absurda fantasía”.
Despojémonos entonces de los convencionalismos. Más aún para hablar de una banda que los combate con tanto ahínco. Abandonemos esa engañosa neutralidad de tanta crítica, que fluctúa entre la carencia de ideas y el temor a irritar a sus anunciantes, y digámoslo de una vez: Las Orejas y la Lengua es el mejor grupo que ha dado el rock nacional en los ’90. Que nunca hayan obtenido el reconocimiento que merecen podrá decir mucho de nuestra peculiar idiosincrasia pero no anula ni un ápice de lo que su universo sonoro propone.
2- Un universo compuesto sobre la base de pequeñas células rítmico-melódicas que se repiten sin solución de continuidad, hecho de cortes abruptos y de transformaciones impredecibles, de transiciones sutiles y de abstracciones intempestivas. Contradictorio en sus partes, recompensante en su totalidad. Basta reparar en un tema como “Hermanas Colgantes”, de su segundo y hasta el momento último disco, intencionalmente titulado Error. Allí, de una sucesión de delicados fragmentos instrumentales parece surgir, como por arte de magia, la sombra de una melodía y la evolución de una canción. Un modus operandi que invierten por completo en “Telelito”, cuando puntúan la belleza de los motivos melódicos del original de Rodolfo Alchourrón con bruscos arranques improvisatorios que suelen extender en sus presentaciones en vivo.
Un universo, al cabo, que muchos gustarían definir como patafísico. De obsesiva atención al detalle, respetando siempre los derechos del particular: las progresiones de acordes en la guitarra de un Gastón Leirás que ya no está, esa manera intrigante de tocar la batería de Fernando de la Vega, con el golpe continuo del bombo que nunca se escucha pero se siente por doquier, la rítmica fracturada en el bajo de Nicolás Diab cuando no está empeñado en hacerlo sonar como una lead guitar, la economía irónica de los teclados de Diego Kazmierski, capaz de llenar todos los espacios mientras apenas parece tocarlos. Y la nueva fórmula melódica en la flauta de Diego Suárez y en el violinista, contraponiendo tonalidades más amables y aireadas a cierta predilección de la base rítmica por los ambientes ominosos.
3- Y de repente, el secreto de la alquimia sonora de Las Orejas amenaza con revelarse. Porque esos cuidadosos fragmentos musicales que el grupo procura con un amor casi artesanal están plagados de reminiscencias: el golpe del bajo que traiciona un lejano origen jazzero, la súbita aceleración de ciertos artefactos progresivos, los aires circenses, el arcaísmo conmovedor, casi pastoral, en algunos momentos de la flauta, las coloraciones urbanas de su primer CD, las inevitables connotaciones clásicas del violín, la violencia de ciertas partes que no desentonarían en el downtown neoyorquino, unas pocas referencias a la música concreta... No hay certeza alguna si uno se empeña en jugar el juego de las influencias. Conviene darse por vencido de antemano. O asumir lo que falta, esa instancia externa que terminará por ordenar el flujo caótico de instantáneas musicales que la banda nos proporciona: la propia memoria auditiva del oyente.
Hay algo perturbadoramente democrático en el sonido de Las Orejas. Aunque yace oculto detrás de una suerte de benigna imposición. LOYLL nos obliga a escuchar. Y gracias a ello, nos arranca de la pasividad con que tanta música enlatada tiende a aprisionar nuestros oídos. Dirán ustedes que eso es característico de toda buena música que no aspire a sumirse en la intrascendencia. Pero en el caso de Las Orejas ayuda la flexibilidad, el hecho de atreverse a probar cosas nuevas sin preocuparse demasiado por las consecuencias. Una encantadora inconsciencia que los pone a buen resguardo de las modas y tendencias de la escena contemporánea. No aspiran a ser raros o excéntricos. Mucho menos, a las declaraciones altisonantes o a las veleidades de pseudoestrellitas con que nos castigan los rockeros argentinos. Ni siquiera apuntan a esa libertad mal comprendida de tantos exponentes de la improvisación.
No. Hay un equilibrio beneficioso en el mundo de Las Orejas, sin virtuosismos innecesarios ni egos desbordados. Un mundo conformado con una buena dosis de paciencia y otra aún mayor de sentido del humor. Un rasgo, este último, que atraviesa su obra escasa de principio a fin. Y que con frecuencia logran traducir en sonidos para arrancarnos una sonrisa. Los ingleses lo definen con adjetivos como quirky y zany y unas pocas bandas francesas (ZNR, L’Ensemble Rayé, Etron Fou) inspiradas en Satie lo han perfeccionado. LOYLL no se parece a ellas en lo musical pero sí en espíritu. Una mezcla entre la gracia y la sutileza, a años luz del chiste fácil, que funciona a través de diminutos gestos musicales que no podemos menos que agradecer.
4- ¿Qué son Las Orejas entonces? Un organismo en evolución constante. Los he visto muchas veces a lo largo de estos catorce años. En recitales y en ensayos privados, como quinteto, cuarteto, terceto y hasta en una presentación memorable como dúo, cuando salieron del paso con dignidad y oficio pese a quedar reducidos a la base rítmica porque las partes pregrabadas de teclados no funcionaban. He hablado con gran parte de su público, heterogéneo hasta el absurdo en sus gustos musicales pero extrañamente fiel en las ocasionales convocatorias del grupo en vivo. No sé cuál es la cuerda exacta que logran tocar en la audiencia, pero en sus conciertos se respira una quieta algarabía, sin manifestaciones excesivas, con una especie de sentimiento quedo de satisfacción que parece contenernos a todos.
Tampoco el placer que se desprende de su música es sencillo de explicar. Pero quien sepa escuchar obtendrá su recompensa. La familiaridad con algunos fragmentos no compensará la ineludible extrañeza de sus decisiones. El incansable reptar de una cosa a otra, la urgencia que trasuntan esos pasajes auditivos que se adhieren a nuestra memoria para que ella se encargue de dotarlos del contexto definitivo.
Las Orejas nos escamotea su lógica y exige al oyente para que sea él quien complete la pieza final del rompecabezas. Será por eso que al escucharlos una y otra vez uno descubre con agrado que el mundo no era tan predecible como parecía.
Norberto Cambiasso
Cuentas claras conservan la amistad, dicen. Pero ya es tiempo de vencer una reluctancia disfrazada de prescindencia e intentar el balance de una de las experiencias musicales más longevas y austeras de la escena porteña. Porque como enseñan en “Las mil y una formas de acabar con la tragedia de Occidente”, bien puede ocurrir que “mañana despierte usted y descubra que todo lo que había planeado por la noche con método y razón era sólo una absurda fantasía”.
Despojémonos entonces de los convencionalismos. Más aún para hablar de una banda que los combate con tanto ahínco. Abandonemos esa engañosa neutralidad de tanta crítica, que fluctúa entre la carencia de ideas y el temor a irritar a sus anunciantes, y digámoslo de una vez: Las Orejas y la Lengua es el mejor grupo que ha dado el rock nacional en los ’90. Que nunca hayan obtenido el reconocimiento que merecen podrá decir mucho de nuestra peculiar idiosincrasia pero no anula ni un ápice de lo que su universo sonoro propone.
2- Un universo compuesto sobre la base de pequeñas células rítmico-melódicas que se repiten sin solución de continuidad, hecho de cortes abruptos y de transformaciones impredecibles, de transiciones sutiles y de abstracciones intempestivas. Contradictorio en sus partes, recompensante en su totalidad. Basta reparar en un tema como “Hermanas Colgantes”, de su segundo y hasta el momento último disco, intencionalmente titulado Error. Allí, de una sucesión de delicados fragmentos instrumentales parece surgir, como por arte de magia, la sombra de una melodía y la evolución de una canción. Un modus operandi que invierten por completo en “Telelito”, cuando puntúan la belleza de los motivos melódicos del original de Rodolfo Alchourrón con bruscos arranques improvisatorios que suelen extender en sus presentaciones en vivo.
Un universo, al cabo, que muchos gustarían definir como patafísico. De obsesiva atención al detalle, respetando siempre los derechos del particular: las progresiones de acordes en la guitarra de un Gastón Leirás que ya no está, esa manera intrigante de tocar la batería de Fernando de la Vega, con el golpe continuo del bombo que nunca se escucha pero se siente por doquier, la rítmica fracturada en el bajo de Nicolás Diab cuando no está empeñado en hacerlo sonar como una lead guitar, la economía irónica de los teclados de Diego Kazmierski, capaz de llenar todos los espacios mientras apenas parece tocarlos. Y la nueva fórmula melódica en la flauta de Diego Suárez y en el violinista, contraponiendo tonalidades más amables y aireadas a cierta predilección de la base rítmica por los ambientes ominosos.
3- Y de repente, el secreto de la alquimia sonora de Las Orejas amenaza con revelarse. Porque esos cuidadosos fragmentos musicales que el grupo procura con un amor casi artesanal están plagados de reminiscencias: el golpe del bajo que traiciona un lejano origen jazzero, la súbita aceleración de ciertos artefactos progresivos, los aires circenses, el arcaísmo conmovedor, casi pastoral, en algunos momentos de la flauta, las coloraciones urbanas de su primer CD, las inevitables connotaciones clásicas del violín, la violencia de ciertas partes que no desentonarían en el downtown neoyorquino, unas pocas referencias a la música concreta... No hay certeza alguna si uno se empeña en jugar el juego de las influencias. Conviene darse por vencido de antemano. O asumir lo que falta, esa instancia externa que terminará por ordenar el flujo caótico de instantáneas musicales que la banda nos proporciona: la propia memoria auditiva del oyente.
Hay algo perturbadoramente democrático en el sonido de Las Orejas. Aunque yace oculto detrás de una suerte de benigna imposición. LOYLL nos obliga a escuchar. Y gracias a ello, nos arranca de la pasividad con que tanta música enlatada tiende a aprisionar nuestros oídos. Dirán ustedes que eso es característico de toda buena música que no aspire a sumirse en la intrascendencia. Pero en el caso de Las Orejas ayuda la flexibilidad, el hecho de atreverse a probar cosas nuevas sin preocuparse demasiado por las consecuencias. Una encantadora inconsciencia que los pone a buen resguardo de las modas y tendencias de la escena contemporánea. No aspiran a ser raros o excéntricos. Mucho menos, a las declaraciones altisonantes o a las veleidades de pseudoestrellitas con que nos castigan los rockeros argentinos. Ni siquiera apuntan a esa libertad mal comprendida de tantos exponentes de la improvisación.
No. Hay un equilibrio beneficioso en el mundo de Las Orejas, sin virtuosismos innecesarios ni egos desbordados. Un mundo conformado con una buena dosis de paciencia y otra aún mayor de sentido del humor. Un rasgo, este último, que atraviesa su obra escasa de principio a fin. Y que con frecuencia logran traducir en sonidos para arrancarnos una sonrisa. Los ingleses lo definen con adjetivos como quirky y zany y unas pocas bandas francesas (ZNR, L’Ensemble Rayé, Etron Fou) inspiradas en Satie lo han perfeccionado. LOYLL no se parece a ellas en lo musical pero sí en espíritu. Una mezcla entre la gracia y la sutileza, a años luz del chiste fácil, que funciona a través de diminutos gestos musicales que no podemos menos que agradecer.
4- ¿Qué son Las Orejas entonces? Un organismo en evolución constante. Los he visto muchas veces a lo largo de estos catorce años. En recitales y en ensayos privados, como quinteto, cuarteto, terceto y hasta en una presentación memorable como dúo, cuando salieron del paso con dignidad y oficio pese a quedar reducidos a la base rítmica porque las partes pregrabadas de teclados no funcionaban. He hablado con gran parte de su público, heterogéneo hasta el absurdo en sus gustos musicales pero extrañamente fiel en las ocasionales convocatorias del grupo en vivo. No sé cuál es la cuerda exacta que logran tocar en la audiencia, pero en sus conciertos se respira una quieta algarabía, sin manifestaciones excesivas, con una especie de sentimiento quedo de satisfacción que parece contenernos a todos.
Tampoco el placer que se desprende de su música es sencillo de explicar. Pero quien sepa escuchar obtendrá su recompensa. La familiaridad con algunos fragmentos no compensará la ineludible extrañeza de sus decisiones. El incansable reptar de una cosa a otra, la urgencia que trasuntan esos pasajes auditivos que se adhieren a nuestra memoria para que ella se encargue de dotarlos del contexto definitivo.
Las Orejas nos escamotea su lógica y exige al oyente para que sea él quien complete la pieza final del rompecabezas. Será por eso que al escucharlos una y otra vez uno descubre con agrado que el mundo no era tan predecible como parecía.
Norberto Cambiasso
Thursday, May 12, 2005
Una noticia y dos reapariciones
Desde el jueves 5 al domingo 22 de Mayo se estará llevando a cabo el ciclo La rebelión de las formas: Vanguardia, experimentación y abstracción en el cine alemán de los años veinte. Organizado conjuntamente por el Goethe Institut y el Malba, se trata de un panorama completísimo de algunos directores fundamentales que contribuyeron a que el cine experimental diera sus primeros pasos: Hans Richter, Viking Eggeling, Oskar Fishinger, Lazlo Moholy Nagy y las esenciales Weekend y Berlín, sinfonía de una ciudad de Walther Ruttmann, entre otras.
Reedito más abajo un par de notas al respecto que aparecieron en el blog a mediados del año pasado sin otra ocasión que mi gusto y mi capricho. Aprovecho ahora para reponerlas en un nuevo contexto y para demostrar que hasta el capricho más arbitrario tiende tarde o temprano a convertirse en crítica actualizada, contra lo que siempre esgrimen los adalides del populismo fácil y los fustigadores impenitentes del "elitismo".
Pueden consultar la programación en http://www.goethe.de/buenosaires y en http://www.malba.org.ar. Enjoy! y hasta la próxima.
Reedito más abajo un par de notas al respecto que aparecieron en el blog a mediados del año pasado sin otra ocasión que mi gusto y mi capricho. Aprovecho ahora para reponerlas en un nuevo contexto y para demostrar que hasta el capricho más arbitrario tiende tarde o temprano a convertirse en crítica actualizada, contra lo que siempre esgrimen los adalides del populismo fácil y los fustigadores impenitentes del "elitismo".
Pueden consultar la programación en http://www.goethe.de/buenosaires y en http://www.malba.org.ar. Enjoy! y hasta la próxima.
Wochenende: entre la pieza radiofónica y el cine para los oídos
1- “No había imagen, solo sonido (que fue transmitido por radio). Era el relato de un fin de semana, desde el momento en que el tren deja la ciudad hasta que los amantes son separados por la multitud que retorna a sus hogares. Era una sinfonía de sonidos, fragmentos de discurso y silencio entrelazados en un poema. Si tuviera que elegir entre todas las obras de Ruttmann, a ésta le otorgaría el premio como la más inspirada. Recreaba en el sonido, con perfecta desenvoltura, la poesía pictórica que había sido característica del ‘film absoluto’”.
Con estas palabras recordaba Hans Richter en 1949 el Wochenende que Walter Ruttmann había ¿grabado, filmado? en 1928 y difundido a través de la radio el 3 de Junio de 1930.
¿Qué era exactamente Wochenende (Fin de semana)? ¿Un film sin imágenes, un montaje sonoro, un documental de los ruidos de la ciudad, una película ciega, como la denominó el propio Ruttmann? Era todo eso y era, también, un Hörspiel, una pieza para radio.
Once minutos y medio de sonidos grabados en celuloide, con cámara y micrófono, puesto que no existía aún la cinta de audio, el tape magnético. Un montaje documental de los ruidos de la calle, del lapso de tiempo que va desde el Feierabend -el fin de la jornada de trabajo- hasta el regreso a las labores típico del “lunes otra vez”. Con coordenadas espacio-temporales bien definidas: la ciudad de Berlín en la época de la República de Weimar.
2- Sabemos hoy que Wochenende estaba dividida en seis escenas, grabadas a lo largo de tres días mientras Ruttmann recorría las calles berlinesas. Su orquestación de ruidos posee atributos narrativos. Oímos una historia mientras escuchamos sonidos de máquinas de escribir, cajas registradoras, las sirenas de la fábrica, el ritmo monótono de las herramientas, llamadas telefónicas, silbatos, bocinas, el rugir del motor de un auto de carrera, jefes que le dictan algo a sus secretarias, el reloj que anuncia el fin de la jornada laboral, campanas de iglesia, coches que pasan, marchas militares, voces de niños, cantos, risas, ladridos de perro. La vida cotidiana, tiempo de trabajo y tiempo libre, una escapada al campo, discurriendo a lo largo del fin de semana.
Pero no es el rigor documental el interés prioritario de Ruttmann sino la condensación de esos tres días en un collage sonoro de once minutos. Un montaje constructivista que reproduce el pulso de la modernidad. Más difícil que reunir esos materiales disímiles es articularlos en una lógica rítmica, en contrapuntos que remiten a, pero no imitan, la agitada vida moderna.
Los sonidos condensan una situación específica (por ejemplo, las risas y el ruido de copas chocando en un brindis) que funciona a su vez como típica, paradigma de otras similares. Es esa la ecuación de Ruttmann, la abstracción de lo particular en lo general. No me atrevo a afirmar su universalidad, propia de la lógica hegeliana, porque subestimaría la peculiaridad histórica y cultural de la obra.
Wochenende se sitúa en una encrucijada que permea la complicada coyuntura de una República de Weimar que retrocede impotente ante la amenaza del nacional-socialismo. La confluencia o el contraste de dos ideologías alemanas: la de una Ilustración que continúa en el idealismo filosófico germano (y también en Marx) los logros de la poesía de Goethe y Schiller, y el irracionalismo que se remonta al joven Schelling y corona la locura asesina del Führer.
Es este contexto el que está ausente de las recepciones actuales de la pieza. El que demuestra que el revisionismo histórico de nuestros días es muy poco histórico y bastante histérico, dominado por toneladas de información mal digerida.
3- Baste decir aquí que Wochenende no carece de antecedentes en la obra de Ruttmann. Ya hablamos de sus films abstractos a comienzos de la década del ’20. Se impone ahora una mención a Berlín: sinfonía de una ciudad, otro experimento con el montaje, esta vez de imágenes, que Ruttmann conluyó en 1927. El mismo impulso temático, la misma voluntad abstracta, idéntica persuasión rítmica. También en Berlín presenciamos en veloces cuadros las puertas de los negocios que se cierran al final de la jornada, el tren que recorre las vías y esa imagen inicial extraordinaria de formas geométricas en movimiento que se convierten en una señal vial. El ritmo desfila ante nuestros ojos como, poco después, lo hará ante nuestros oídos.
Se trata de la época. Ningún experimento proviene de la nada. Toda expresión cultural, humana, se encuentra determinada. Las conexiones son casi ilimitadas. La tradición del Hörspiel, el descubrimiento casi paralelo de lo cotidiano en la vanguardia soviética y en la germana (el byt en ruso, el Alltag en alemán), las relaciones entre la sinfonía ruttmaniana y el Kino Glaz de Dziga Vertov, la psicopatología de la vida cotidiana de Freud, la inflación, la reducción a cero en ciertas pretensiones avant-garde (al menos de Malevich en adelante), la excitación ante la tecnología, la experimentación con medios nuevos como la radio y el film.
No escribiremos un libro. Sí indagaremos en algunos de estos temas en posteos futuros. El formato es breve, el mundo, demasiado vasto.
Norberto Cambiasso
Con estas palabras recordaba Hans Richter en 1949 el Wochenende que Walter Ruttmann había ¿grabado, filmado? en 1928 y difundido a través de la radio el 3 de Junio de 1930.
¿Qué era exactamente Wochenende (Fin de semana)? ¿Un film sin imágenes, un montaje sonoro, un documental de los ruidos de la ciudad, una película ciega, como la denominó el propio Ruttmann? Era todo eso y era, también, un Hörspiel, una pieza para radio.
Once minutos y medio de sonidos grabados en celuloide, con cámara y micrófono, puesto que no existía aún la cinta de audio, el tape magnético. Un montaje documental de los ruidos de la calle, del lapso de tiempo que va desde el Feierabend -el fin de la jornada de trabajo- hasta el regreso a las labores típico del “lunes otra vez”. Con coordenadas espacio-temporales bien definidas: la ciudad de Berlín en la época de la República de Weimar.
2- Sabemos hoy que Wochenende estaba dividida en seis escenas, grabadas a lo largo de tres días mientras Ruttmann recorría las calles berlinesas. Su orquestación de ruidos posee atributos narrativos. Oímos una historia mientras escuchamos sonidos de máquinas de escribir, cajas registradoras, las sirenas de la fábrica, el ritmo monótono de las herramientas, llamadas telefónicas, silbatos, bocinas, el rugir del motor de un auto de carrera, jefes que le dictan algo a sus secretarias, el reloj que anuncia el fin de la jornada laboral, campanas de iglesia, coches que pasan, marchas militares, voces de niños, cantos, risas, ladridos de perro. La vida cotidiana, tiempo de trabajo y tiempo libre, una escapada al campo, discurriendo a lo largo del fin de semana.
Pero no es el rigor documental el interés prioritario de Ruttmann sino la condensación de esos tres días en un collage sonoro de once minutos. Un montaje constructivista que reproduce el pulso de la modernidad. Más difícil que reunir esos materiales disímiles es articularlos en una lógica rítmica, en contrapuntos que remiten a, pero no imitan, la agitada vida moderna.
Los sonidos condensan una situación específica (por ejemplo, las risas y el ruido de copas chocando en un brindis) que funciona a su vez como típica, paradigma de otras similares. Es esa la ecuación de Ruttmann, la abstracción de lo particular en lo general. No me atrevo a afirmar su universalidad, propia de la lógica hegeliana, porque subestimaría la peculiaridad histórica y cultural de la obra.
Wochenende se sitúa en una encrucijada que permea la complicada coyuntura de una República de Weimar que retrocede impotente ante la amenaza del nacional-socialismo. La confluencia o el contraste de dos ideologías alemanas: la de una Ilustración que continúa en el idealismo filosófico germano (y también en Marx) los logros de la poesía de Goethe y Schiller, y el irracionalismo que se remonta al joven Schelling y corona la locura asesina del Führer.
Es este contexto el que está ausente de las recepciones actuales de la pieza. El que demuestra que el revisionismo histórico de nuestros días es muy poco histórico y bastante histérico, dominado por toneladas de información mal digerida.
3- Baste decir aquí que Wochenende no carece de antecedentes en la obra de Ruttmann. Ya hablamos de sus films abstractos a comienzos de la década del ’20. Se impone ahora una mención a Berlín: sinfonía de una ciudad, otro experimento con el montaje, esta vez de imágenes, que Ruttmann conluyó en 1927. El mismo impulso temático, la misma voluntad abstracta, idéntica persuasión rítmica. También en Berlín presenciamos en veloces cuadros las puertas de los negocios que se cierran al final de la jornada, el tren que recorre las vías y esa imagen inicial extraordinaria de formas geométricas en movimiento que se convierten en una señal vial. El ritmo desfila ante nuestros ojos como, poco después, lo hará ante nuestros oídos.
Se trata de la época. Ningún experimento proviene de la nada. Toda expresión cultural, humana, se encuentra determinada. Las conexiones son casi ilimitadas. La tradición del Hörspiel, el descubrimiento casi paralelo de lo cotidiano en la vanguardia soviética y en la germana (el byt en ruso, el Alltag en alemán), las relaciones entre la sinfonía ruttmaniana y el Kino Glaz de Dziga Vertov, la psicopatología de la vida cotidiana de Freud, la inflación, la reducción a cero en ciertas pretensiones avant-garde (al menos de Malevich en adelante), la excitación ante la tecnología, la experimentación con medios nuevos como la radio y el film.
No escribiremos un libro. Sí indagaremos en algunos de estos temas en posteos futuros. El formato es breve, el mundo, demasiado vasto.
Norberto Cambiasso
Absoluter Film: Cine abstracto alemán en la década del '20
1- No recuerdo con certeza. Habrán pasado entre doce y quince años. El Instituto Goethe de Buenos Aires invitó a un alemán (creo que era director de los archivos de cine de Colonia o algo así pero, dificultades de la vida nómade, no tengo el dato a mano) para que ofreciera un ciclo sobre vanguardia experimental germana. Allí pude apreciar por primera vez breves y extraños ensayos visuales de Walter Ruttmann, Viking Eggeling, Hans Richter y Oskar Fischinger.
Desde entonces no había tenido oportunidad de revisar esas piezas, productos de la exacerbada imaginación de entreguerras. Hasta hace poco, cuando obtuve de una biblioteca unas cuantas copias en video –la mayoría en mal estado-.
Hubo un tiempo en que se discutía quién de ellos había sido responsable del primer film de animación abstracta. Ahora el trono parece corresponderle a los futuristas Bruno Corra y Arnaldo Ginna. No se sabe a ciencia cierta cómo lucían esos intentos pioneros, de los cuáles apenas han sobrevivido sus descripciones. Fragmentos de celuloide pintados a mano. Cientos de metros de film a los que se les removía la gelatina y se les aplicaba el color. Y una técnica de scroll (como un rollo de pergamino) donde la sucesión cuadro por cuadro debió haber desviado el interés inicial de Corra y Ginna por el contraste entre colores hacia la incipiente geometría abstracta que se configuraba con el correr de las imágenes.
2- Cine abstracto-Música cromática se titulaba el documento que Corra publicó en 1912. Introducía en el cine experimental una analogía con la música que se mantiene hasta nuestros días. Los títulos de las obras dan fe: Sinfonía Diagonal y una inacabada Orquesta Vertical-Horizontal de Eggeling, Ritmo 21, Ritmo 23 y Ritmo 25, de Richter, Opus 1, 2, 3 y 4 de Ruttmann.
De todas, elijo el rigor formal de la Sinfonía (1924) de Eggeling, un sueco radicado en Alemania que moriría al año siguiente. Una forma compleja, constituida por líneas en diagonal y semicírculos, que se descompone y reorganiza a través de todas las permutaciones posibles. Combinaciones basadas en el espesor y la densidad de las líneas, su cantidad, la dirección de su movimiento y su desplazamiento en la pantalla.
En Rhythmus 21 (1921), a diferencia de Eggeling, con quien mantuvo una estrecha colaboración, Hans Richter se preocupa más por el movimiento que por la composición. Podríamos decir que su voluntad es eminentemente cinematográfica, más acorde a las características del nuevo medio. Figuras geométricas simples (cuadrados y rectángulos) que avanzan y retroceden, abren y cierran una pantalla que Richter sabe usar en su totalidad.
Lichtspiel Opus 1 (1921) de Ruttmann difiere de las anteriores en el uso del color (rojo y verde se combinan para generar otros colores) y en la presencia de un soundtrack compuesto por Max Butting. Las otras eran mudas y en blanco y negro. La figura básica es aquí el círculo, sin contornos definidos pero con una suerte de sombreado, desplazándose como campanas, medialunas o como las agujas del reloj mientras un triángulo puntúa el movimiento. Cuando caen cuadrados a uno y otro lado de la pantalla, lo hacen en diagonal, remitiendo otra vez a la trayectoria circular.
3- Una paradoja aparente domina estos films, algo así como la visibilidad del sonido en la época del cine mudo. Comparten una común inspiración en el constructivismo y el suprematismo soviéticos. De hecho, los tres autores provenían de las artes plásticas. No cabe duda de que sus experimentos procuraron resolver ciertos problemas estructurales de la pintura abstracta a través de un nuevo medio. Se distinguen en eso de otra tradición, paralela y contemporánea, de cine experimental, la que inaugura Fernand Léger, otro pintor, con el Ballet Mécanique (1924): el primer film abstracto en generar todas sus imágenes por medio de la fotografía.
No obstante, las asociaciones musicales son ineludibles. Hay una lógica compositiva en las imágenes de Eggeling, donde los movimientos de las líneas se reiteran, invertidos o simétricos, y los tiempos se marcan mediante el pasaje sucesivo de las figuras simples a las complejas y viceversa. Lógica que no parece ajena a la de una partitura dodecafónica, con su posibilidad de permutar la serie de doce sonidos en todas sus variantes. El mismo rigor conceptual y elementos básicos similares (la serie en Schoenberg, la línea en Eggeling).
La crudeza técnica de los films de Richter grafica bien su obsesión kinética. La dinámica del movimiento lo es todo: genera los cambios de forma, la variación de velocidades y hasta un efecto de profundidad. Esa simplicidad formal termina por anular la percepción de la forma en sí y nos deja librados a la contemplación del movimiento. No importan ya las figuras geométricas sino sus relaciones, no la cualidad de un objeto particular (aún uno tan sencillo como el rectángulo) sino las posiciones que adopta con respecto a los demás. La repetición continua de esas variables posicionales permite visualizar cierta clase de ritmo.
Ruttmann sí orquesta sus formas con maestría técnica. Hay texturas y diferenciaciones tonales en sus colores, probablemente por el uso de pinceles o de carbonilla sobre papel. La musicalidad radica tanto en el ritmo y el fluir de las imágenes -que crecen, se desplazan y se transforman- como en la repetición de las secuencias, similares a las unidades melódicas de una estructura musical.
4- Deben descartarse las analogías maquínicas e industriales que corroboran otras películas del período: el Ballet de Léger, los films de Dziga Vertov, incluso la imprescindible Berlín: Sinfonía de una ciudad del propio Ruttmann. La manifestación geométrica originaria cede paso a un modo que es primariamente óptico. Modo que se torna auditivo en Weekend, otra peculiar demostración ruttmanniana que nos vuelve testigos de un fin de semana completo a partir de un collage de sonidos.
Alguien definió a la Sinfonía Diagonal como “el intento por descubrir los principios básicos de los intervalos de tiempo en el medio fílmico.” El tiempo es el medio donde confluyen cine y música. Y a esta última se le suele atribuir la abstracción como condición por antonomasia.
Es éste un momento histórico donde el sonido asume su mayoría de edad. A partir de la década del ´10 el modernismo se radicaliza y la polución sonora contagia a todas las disciplinas. Tiene en el arte de los ruidos de Luigi Russolo su expresión extrema y en la guerra, su contexto dramático. También la poesía sonora consigue aquí su certificado de nacimiento.
Una historia compleja que de a poco trataremos de ir dilucidando.
Norberto Cambiasso
Desde entonces no había tenido oportunidad de revisar esas piezas, productos de la exacerbada imaginación de entreguerras. Hasta hace poco, cuando obtuve de una biblioteca unas cuantas copias en video –la mayoría en mal estado-.
Hubo un tiempo en que se discutía quién de ellos había sido responsable del primer film de animación abstracta. Ahora el trono parece corresponderle a los futuristas Bruno Corra y Arnaldo Ginna. No se sabe a ciencia cierta cómo lucían esos intentos pioneros, de los cuáles apenas han sobrevivido sus descripciones. Fragmentos de celuloide pintados a mano. Cientos de metros de film a los que se les removía la gelatina y se les aplicaba el color. Y una técnica de scroll (como un rollo de pergamino) donde la sucesión cuadro por cuadro debió haber desviado el interés inicial de Corra y Ginna por el contraste entre colores hacia la incipiente geometría abstracta que se configuraba con el correr de las imágenes.
2- Cine abstracto-Música cromática se titulaba el documento que Corra publicó en 1912. Introducía en el cine experimental una analogía con la música que se mantiene hasta nuestros días. Los títulos de las obras dan fe: Sinfonía Diagonal y una inacabada Orquesta Vertical-Horizontal de Eggeling, Ritmo 21, Ritmo 23 y Ritmo 25, de Richter, Opus 1, 2, 3 y 4 de Ruttmann.
De todas, elijo el rigor formal de la Sinfonía (1924) de Eggeling, un sueco radicado en Alemania que moriría al año siguiente. Una forma compleja, constituida por líneas en diagonal y semicírculos, que se descompone y reorganiza a través de todas las permutaciones posibles. Combinaciones basadas en el espesor y la densidad de las líneas, su cantidad, la dirección de su movimiento y su desplazamiento en la pantalla.
En Rhythmus 21 (1921), a diferencia de Eggeling, con quien mantuvo una estrecha colaboración, Hans Richter se preocupa más por el movimiento que por la composición. Podríamos decir que su voluntad es eminentemente cinematográfica, más acorde a las características del nuevo medio. Figuras geométricas simples (cuadrados y rectángulos) que avanzan y retroceden, abren y cierran una pantalla que Richter sabe usar en su totalidad.
Lichtspiel Opus 1 (1921) de Ruttmann difiere de las anteriores en el uso del color (rojo y verde se combinan para generar otros colores) y en la presencia de un soundtrack compuesto por Max Butting. Las otras eran mudas y en blanco y negro. La figura básica es aquí el círculo, sin contornos definidos pero con una suerte de sombreado, desplazándose como campanas, medialunas o como las agujas del reloj mientras un triángulo puntúa el movimiento. Cuando caen cuadrados a uno y otro lado de la pantalla, lo hacen en diagonal, remitiendo otra vez a la trayectoria circular.
3- Una paradoja aparente domina estos films, algo así como la visibilidad del sonido en la época del cine mudo. Comparten una común inspiración en el constructivismo y el suprematismo soviéticos. De hecho, los tres autores provenían de las artes plásticas. No cabe duda de que sus experimentos procuraron resolver ciertos problemas estructurales de la pintura abstracta a través de un nuevo medio. Se distinguen en eso de otra tradición, paralela y contemporánea, de cine experimental, la que inaugura Fernand Léger, otro pintor, con el Ballet Mécanique (1924): el primer film abstracto en generar todas sus imágenes por medio de la fotografía.
No obstante, las asociaciones musicales son ineludibles. Hay una lógica compositiva en las imágenes de Eggeling, donde los movimientos de las líneas se reiteran, invertidos o simétricos, y los tiempos se marcan mediante el pasaje sucesivo de las figuras simples a las complejas y viceversa. Lógica que no parece ajena a la de una partitura dodecafónica, con su posibilidad de permutar la serie de doce sonidos en todas sus variantes. El mismo rigor conceptual y elementos básicos similares (la serie en Schoenberg, la línea en Eggeling).
La crudeza técnica de los films de Richter grafica bien su obsesión kinética. La dinámica del movimiento lo es todo: genera los cambios de forma, la variación de velocidades y hasta un efecto de profundidad. Esa simplicidad formal termina por anular la percepción de la forma en sí y nos deja librados a la contemplación del movimiento. No importan ya las figuras geométricas sino sus relaciones, no la cualidad de un objeto particular (aún uno tan sencillo como el rectángulo) sino las posiciones que adopta con respecto a los demás. La repetición continua de esas variables posicionales permite visualizar cierta clase de ritmo.
Ruttmann sí orquesta sus formas con maestría técnica. Hay texturas y diferenciaciones tonales en sus colores, probablemente por el uso de pinceles o de carbonilla sobre papel. La musicalidad radica tanto en el ritmo y el fluir de las imágenes -que crecen, se desplazan y se transforman- como en la repetición de las secuencias, similares a las unidades melódicas de una estructura musical.
4- Deben descartarse las analogías maquínicas e industriales que corroboran otras películas del período: el Ballet de Léger, los films de Dziga Vertov, incluso la imprescindible Berlín: Sinfonía de una ciudad del propio Ruttmann. La manifestación geométrica originaria cede paso a un modo que es primariamente óptico. Modo que se torna auditivo en Weekend, otra peculiar demostración ruttmanniana que nos vuelve testigos de un fin de semana completo a partir de un collage de sonidos.
Alguien definió a la Sinfonía Diagonal como “el intento por descubrir los principios básicos de los intervalos de tiempo en el medio fílmico.” El tiempo es el medio donde confluyen cine y música. Y a esta última se le suele atribuir la abstracción como condición por antonomasia.
Es éste un momento histórico donde el sonido asume su mayoría de edad. A partir de la década del ´10 el modernismo se radicaliza y la polución sonora contagia a todas las disciplinas. Tiene en el arte de los ruidos de Luigi Russolo su expresión extrema y en la guerra, su contexto dramático. También la poesía sonora consigue aquí su certificado de nacimiento.
Una historia compleja que de a poco trataremos de ir dilucidando.
Norberto Cambiasso
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